Leer el volumen de cuentos de la escritora y artista argentina Ana Montes “es leer a madres, hijas, amigas, y buscar ese punto del amor sin reservas, siempre esquivo, difuso, desdibujado, y tal vez irreal, pero que está ligado al camino que se inicia con cada nacimiento, ese momento que está tan cerca de la vida como de la muerte”.
Por Juana Inés Casas | Imagen principal: El sillón rosa (2022), de Ana Montes
I
“Tener un bebé es una forma de estar muy cerca de la vida pero también de la muerte”, dice la narradora de “Una catástrofe”, uno de los cuentos que conforman Meditación madre (Neón Ediciones, 2024), el segundo libro de la escritora argentina Ana Montes.
La mujer es una madre arrasada por el posparto y por la demanda de un hijo llamado León que la devora. Está encerrada con ese hijo en un departamento del que no puede escapar y donde convive con “bestias que emiten sonidos”. Siente que nadie habla su idioma, ha pasado días sin dormir, días sin bañarse, por momentos tiene blacksouts y está todo el tiempo “al borde”.
“Estás al borde de provocar una catástrofe”, le dice su pareja un día cuando llega del trabajo y esa frase ya no se puede borrar, la persigue como una letanía y como una amenaza.
“Estás al borde de provocar una catástrofe
Estás al borde
De provocar una catástrofe
Estás al borde”.
¿Quién no está al borde o no ha estado al borde al menos alguna vez? Es difícil no identificarse con esa afirmación que es también la constatación de una especie de destino.
Difícil también no identificarse con las mujeres, madres y no madres, que habitan este libro de cuentos y que también están al borde. Al borde de la locura, de la desesperación, de lo inesperado, de la adultez, de lo que ha existido y ya no existirá más. Mujeres que transitan por caminos aparentemente apacibles, como el amor, la familia, pero que —ya sabemos— están lejos de ser apacibles.
Son caminos empinados, escarpados, difíciles, llenos de minas a punto de explotar, atravesados por el peligro, pero sobre todo por el amor que, como dice la artista estadounidense Laurie Anderson en el texto que da origen al título del libro de Ana, está también asociado a la muerte.
Pero ya volveremos a eso, a Anderson y a “Meditación madre”, ese título que es difícil de olvidar, y que tiene una cierta latencia, el ritmo de una respiración guiada, la resonancia de una búsqueda silenciosa.
II
La primera vez que leí un texto de Ana, antes de Meditación madre, fue una nota sobre la pintora argentina Emilia Gutiérrez (1928-2003), y me llamó muchísimo la atención la vida de esa mujer que estuvo encerrada 30 años de su vida. El personaje me atrajo como atrajo a la Ana niña la mujer de la pintura “Un pocillo de café”, un cuadro que aparece en “La Flamenca”, uno de los cuentos del libro.
Emilia Gutiérrez pintó escenas que suceden dentro de las paredes de una casa, eso de lo que escribe también Ana en sus relatos, pintó ese universo que se encierra en lo doméstico y luego, en esa especie de retroalimentación entre obra y vida que se da entre tantos artistas, vivió tres décadas encerrada en su departamento.
“Sus pinturas fueron premoniciones de cómo terminaría siendo el resto de su vida”, dice la narradora del cuento de Ana.
“Nadie sabe bien por qué se encerró. Durante tres décadas tuvo que dejar de pintar, su psiquiatra se lo prohibió. Los colores le producían alucinaciones, en especial el rojo carmesí”, escribe Ana, que también es pintora y pinta mujeres, chicas tumbadas en sillones o camas, en departamentos de los cuales tal vez no puedan o no quieran escapar, y lápices labiales de color rojo, ¿será rojo carmesí?, en una serie titulada Unidad Básica Labial.
Emilia Gutiérrez, al igual que muchos de los personajes del libro, está al borde y nadie sabe qué es lo que puede detonar la locura. Si un color incrustado en el centro de un cuadro, una separación, el fin de la casa familiar, un comentario sobre un embarazo inexistente justo antes de que llegue el café con medialunas.
Nadie está a salvo.
Tal vez por eso las protagonistas de Meditación madre buscan escapar a un lugar protegido, algo que las salve, que evite la caída.
En el libro, hay parejas que huyen de la ciudad al campo o a la sierra, mujeres que vuelven a los balnearios y los veranos de la infancia, hay mujeres que incluso construyen una casa oculta en el bosque, una casa secreta de la cual su marido, con quien comparte otra casa, no sabe nada. Hay mujeres que intentan encontrar escapes en “países en guerra constante” o países “sin futuro”, mujeres que se aferran a hombres de cuerpos grandes, a la placenta de sus hijos, a niñas que se pegan a ellas como animales. Hijas que observan esa conjunción imposible de descifrar en sus madres, la fragilidad y la fortaleza más extrema, un misterio que nunca podrán resolver.
Porque la figura de la madre se escapa, se escurre, de tan cercana se desdibuja.
III
“Me cuesta mirar a mamá, siempre le temí a ese espejo que podía llegar a ser”, dice la protagonista del último cuento del libro, el que le da el título.
La mujer ha regresado con su novio al lugar de vacaciones de su infancia, envuelta en el viento de la costa Atlántica argentina, los vaivenes del clima y los recuerdos de los veranos con su madre.
La narradora relata un ejercicio budista que Laurie Anderson cita en uno de sus libros.
“Consiste en encontrar un momento en el que tu madre realmente te amó sin reservas y enfocarse en ese momento para aplicarlo a toda la gente, para darte tu propio amor sin reservas al mundo como si fueras su madre. Laurie dice que ese momento se le escapa y me angustia que a mí también se me escape a menudo”.
La mujer encuentra rastros de ese amor en pequeños detalles, en el olor a unos choclos con manteca en la orilla o en la mano de una madre que acaricia a su hija en un colectivo de larga distancia.
Son pequeños trazos de luz sobre un lienzo que tiene tonos oscuros y mujeres que por momentos parecen desenfocadas, a punto de huir hacia otro lado, mujeres al borde o a punto de volar como a una sombrilla en la ventosa costa argentina.
Y, sin embargo, están atadas a la tierra, aferradas a una fortaleza que tal vez venga desde otro sitio, de generaciones de mujeres que nos antecedieron y que seguirán más allá de nosotras.
Leer Meditación madre es leer a esas mujeres, leer a madres, hijas, amigas, y buscar ese punto del amor sin reservas, siempre esquivo, difuso, desdibujado, y tal vez irreal, pero que está ligado al camino que se inicia con cada nacimiento, ese momento que —como dice uno de los personajes de Ana— está tan cerca de la vida como de la muerte.
Este texto fue leído en la presentación del libro Meditación madre, que tuvo lugar el 6 de diciembre de 2024 en Librería Kalimera.