Paulo Slachevsky: “No dejaremos de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas”

El fundador de la Asociación de Editores de Chile y codirector de LOM Ediciones está esperanzado. Al regreso de las ferias literarias presenciales tras la fase más crítica de la pandemia, se suma el inicio de un nuevo ciclo político que, a su juicio, tiene una responsabilidad urgente: hacer que la cultura y sobre todo el libro y la lectura sean la columna vertebral de la vida democrática.

Por Jennifer Abate C.

Paulo Slachevsky conoce como pocos la realidad del libro y la lectura en Chile, que en los últimos años ha enfrentado, como todo el ecosistema cultural, grandes desafíos asociados a las restricciones impuestas por el covid-19. Sin embargo, el periodista, editor, fotógrafo e integrante del Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile ve luces de esperanza con el regreso de las ferias y festivales presenciales. En los últimos meses, a las tradicionales Primavera del Libro y Furia del Libro, se sumó el primer Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa. Y eso solo en Santiago, sin contar otras iniciativas que se multiplican en regiones. “Anima, anima después de tanto tiempo encerrados, de vernos a través de las pantallas. Ese contacto humano hace una gran diferencia, y esperamos que pueda mantenerse ese espacio constante de encuentro, porque las ferias, como las buenas librerías, son espacios para encontrar aquello que no esperabas”, dice quien también es, junto a Silvia Aguilera, director de LOM Ediciones, una de las editoriales independientes fundamentales en Chile.

Pero en un país como el nuestro, los desafíos siguen siendo enormes y acuciantes. A su juicio, falta poner la cultura y sobre todo el libro en el centro de la vida democrática, pues es la única alternativa que puede promover el desarrollo de todos y todas, algo que, desde su perspectiva, debería ser una prioridad para el nuevo gobierno. 

¿Qué dirías que pasó con el consumo de libros durante la pandemia? Por una parte las editoriales independientes diversificaron sus formas de venta y llegada al público, pero por otra parte cerraron las bibliotecas públicas. 

—Fue una situación compleja, aunque menos compleja de lo que imaginamos al inicio de la pandemia, cuando se pensó lo peor, pues por suerte hubo ciertas formas de mantener vivo el contacto con los lectores, esencialmente a través de la venta virtual, y eso fue muy importante, porque permitió resistir ese periodo de largas cuarentenas de una mejor manera que otros sectores de la cultura como la música, el teatro, el circo. Evidentemente ha habido impactos como el cierre de bibliotecas, sobre todo para muchos jóvenes que estaban haciendo investigaciones, y se bloqueó el acceso a las obras. Entonces esta reapertura de librerías, de las bibliotecas, de las ferias, de estos espacios de encuentro es fundamental, porque una real democratización del libro exige estas vías diversas. Hay que estar conscientes de que el espacio virtual aceleró su presencia en el mundo del libro y probablemente no va a retroceder, pero hay que lograr que complemente, no que reemplace al espacio físico, porque es una experiencia diferente. El libro digital no reemplaza la riqueza de la lectura propia del papel, porque en ese formato no existe la concentración que se da con la lectura en papel. 

Mencionas que el libro de papel no ha muerto, como se ha anunciado por décadas. ¿Por qué no muere? ¿Por qué la gente sigue prefiriendo esa experiencia?

—En el caso de LOM, y lo hemos hablado con muchas otras editoriales, lo que creció mucho durante este período fue la venta del libro de papel vía digital. Cuando apareció el libro digital surgieron estos discursos de que el libro de papel se terminaba. En Estados Unidos aumentó mucho la venta en formato digital, pero en otras partes del mundo, en países europeos, en América Latina, se mantuvo de una forma relativamente marginal. Hay varios factores, como la experiencia de la lectura y de poder estar concentrado en un texto: en lo digital uno está conectado con cien cosas, y al final lo que las aplicaciones digitales quieren es que uno esté marcando “me gusta” a cada rato. Es decir, lo que hacen es que uno esté desconcentrado, y la buena lectura requiere concentración. La literatura es una posibilidad extraordinaria de entrar en el otro, conocer al otro, compartir con el otro, y eso requiere un tiempo, una pausa. 

También hay un problema político mucho más importante y de largo plazo cuando se compara la lectura en papel versus la lectura en soporte digital: es lo que se llama el capitalismo del control. Lo digital es un control total de todo. ¿Qué leemos, qué nos gusta, qué compramos, dónde vamos? Es un poco terrorífico, es la construcción de una sociedad distópica y hay que tener mucho cuidado y atención con el plano digital. Se habla de la democracia con acceso a todo, pero ¿quién financia lo digital? La publicidad que financia la producción cultural genera un mayor dominio de la lógica comercial por sobre el dominio de la lógica cultural. 

¿En qué situación dirías que se encuentran las y los editores tras casi dos años de convulsión en la producción y venta de libros, primero por el estallido social y luego por la pandemia?

—El mundo de la cultura en general se encuentra en un momento bastante complejo y hubo una situación bien tensa con el Ministerio de las Culturas por falta de un mayor apoyo, de medidas concretas hacia el mundo de la cultura. En el sector del libro la pandemia golpeó mucho, pero menos que en otros sectores que se vieron totalmente inmovilizados. El mundo del libro tiene un plus, y es que ha habido en el tiempo mucha organización del sector. Por ejemplo, la Asociación de Editores de Chile fue la impulsora de la Política Nacional del Libro y la Lectura que se aprobó en el primer gobierno de Michelle Bachelet y se implementó en el segundo. Se construyó e implementó de manera participativa, aunque no se cumplió para nada todo lo que se anhelaba. Se buscaba potenciar todo el ecosistema del libro y romper con el dominio colonial que tenemos tanto ahí como en la cultura en general, donde se valora la producción que viene de los países del norte y se marginaliza la producción local, inhibiendo que abramos un círculo virtuoso para nuestra producción intelectual. 

Los desafíos para el nuevo gobierno 

A principios de octubre, el Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, una instancia que también integra la Cámara Chilena del Libro y la Asociación de Editores de Chile, lanzó una campaña que interpelaba a la candidata y los candidatos presidenciales. “¿Qué piensa usted cuando considera a la cultura como un aspecto esencial en la construcción de ciudadanos críticos y participativos? ¿Qué opina en temas como el IVA al libro o llegar al 1% del PIB destinado a la cultura? ¿Cómo piensa fortalecer el ecosistema del libro considerando el gasto y las políticas públicas? ¿Cómo se proyecta en su programa el derecho cultural y la participación ciudadana a la cultura, específicamente en el ámbito del libro y la lectura?”. Esas fueron algunas de las preguntas que esta iniciativa lanzó a quienes disputaban el sillón presidencial en la primera vuelta. 

¿Cuáles son, a tu juicio, los puntos cruciales que debería considerar un plan presidencial que pretenda poner a la cultura en el centro de las decisiones?

—Desde el Observatorio del Libro y la Lectura nos parecía muy importante poner a la cultura en un lugar más central en los desafíos futuros de Chile. Lamentablemente el tema cultural siempre ha sido de segundo o tercer orden en los debates y en las políticas públicas, y ahí creemos que se comete un gran error, porque no vamos a poder romper, por ejemplo, nuestra producción primaria a nivel económico y dejar de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas. No vamos a poder mejorar la calidad de la educación realmente si no hay un cambio en los niveles de comprensión lectora. Si queremos tener una democracia participativa que no se resuma en marcar el voto una vez cada cierto tiempo, si queremos tener una democracia mucho más densa, los temas de la comprensión lectora y del desarrollo de nuestras capacidades culturales están al centro. Les escribimos a los candidatos y a la candidata una carta donde planteamos una serie de medidas particulares en torno al libro y la lectura, pero también medidas para pensar la cultura de manera diferente, es decir, levantar una acción pública de carácter cultural que favorezca una acción mancomunada por sobre la lógica de competencia que ha dominado en los fondos concursables como política pública durante la posdictadura, una acción que realmente potencie una democratización cultural.

¿Qué se debe hacer para conseguir lo que planteas?

—Se debe avanzar en una acción pública que enfrente la concentración. El mundo de la cultura, como lo plantea muy bien el sociólogo francés Pierre Bourdieu, vive de forma permanente en esta tensión de la lógica comercial y cultural, y lamentablemente ha dominado el neoliberalismo, la lógica comercial, y vemos cómo multinacionales en el libro, la música y el cine controlan la industria, y al final todo lo que se hace ahí es un negocio. No es que sean puras cosas malas, grandes obras salen de ahí, pero las tienen en ese espacio cuando es negocio. La cultura, para que circule y la gente pueda acceder a ella, para que pueda alimentar nuevas creaciones, no puede reducirse a que sea vendible o no vendible, negocio o no negocio. Todo se pone dentro de la lógica del negocio y se pierde la capacidad transformadora de la producción cultural. La lógica del negocio empieza a cambiar el fondo y en ese sentido los medios inciden sobre los fines, y eso es un tema peligroso. 

¿Qué esperarías ver materializado en el programa cultural del nuevo gobierno?

—Una acción cultural que enfrente la concentración, que potencie que los países del sur tengamos nuestra propia producción y que sea diversa. Es fundamental que las políticas públicas generen equilibrio, y un gran ejemplo son las cuotas de pantalla para el cine, la música o la participación en las compras públicas, como se planteó en la anterior Política del Libro. Que haya presencia local y que no domine la presencia de afuera. Hay una serie de medidas que se le planteó a los candidatos. Una es que se comprometan con la Política Nacional del Libro, otra es que tengamos un IVA diferenciado, una demanda permanente que no solo tiene un impacto económico, sino también simbólico: no es lo mismo un libro que un auto. Como decían las huelguistas a principios del siglo XX en Estados Unidos: “queremos pan, pero también rosas”, y la cultura expresa eso, ese espacio de las rosas. El Estado tiene que potenciar ese espacio y tratarlo de manera diferente a cualquier producto de consumo. Entre otras medidas está el tema de impulsar las prácticas lectoras de manera transversal en los más diversos espacios: en las bibliotecas públicas, en los lugares de trabajo, en los colegios. Eso no puede hacerse desde la obligación de la lectura, de los planes, sino desde la idea de ir descubriendo, desarrollando nuestras sensibilidades. Para eso hay que hacer un camino, y ese camino tiene que apoyarlo el sector público.

Rodolfo Walsh: El violento oficio de escribir

“Escribir es escuchar”, decía Rodolfo Walsh como manual de procedimiento. Una labor signada por esa breve sentencia: la de un observador atento, en permanente estado de alerta, poseedor de un olfato único para captar los fugaces destellos de la realidad y darles sentido en una crónica. En una época en que se imponen realidades alternativas y verdades ambiguas, su palabra viva —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Por Felipe Reyes F. | Ilustración: Fabián Rivas

“Hay un fusilado que vive”, fue la frase que escuchó Rodolfo Walsh en 1956 en un café de la localidad argentina de La Plata, seis meses después de la matanza que sería decisiva en su vida. Tenía 29 años y escribía cuentos policiales, había publicado su primer libro, Variaciones en rojo (1953), y realizaba traducciones y trabajos de corrección para la editorial Hachette. Pero fue aquella frase —que en sí misma condensa toda una historia— la que desencadenó la investigación de Operación Masacre, su obra más conocida, que anticipó parte de la alianza que signó la literatura del siglo XX entre el “nuevo periodismo” y la novela de no-ficción.

Walsh mina las antiguas fronteras para fundir los géneros, inaugurando otro. Aporta un episodio a una historia ligada al Allan Poe de El misterio de Marie Rogêt (1842), esa reconstrucción del crimen de una vendedora de cigarros a partir del montaje de la declaración de los testigos y de la información de los diarios. Un dispositivo narrativo que encontraría discípulos aventajados en todas sus variantes: el Carlos Droguett de Los asesinados del Seguro obrero (1940); el González Rodríguez de Huesos en el desierto (2002) o su bifurcación en la novela en el Piglia de Plata quemada (1997), quien afirmaba: “en el medio entre la novela de enigma y la novela dura está el relato periodístico, la página de crímenes. Los hechos reales”.

Aquella frase que modificó su tranquila vida en la provincia, lo involucró en la búsqueda frenética de los sobrevivientes de un fusilamiento clandestino en la zona de José León Suárez bajo el gobierno militar de Pedro Eugenio Aramburu. El propio Walsh dirá que luego de esa investigación ya no volvería a ser el mismo, comprometiéndose con el “violento oficio de escribir” hasta ese último gesto de denuncia: la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, redactada la noche anterior a su desaparición, ocurrida el 25 de marzo de 1977, al día siguiente del primer aniversario de la instalación de la dictadura cívico-militar argentina. Ese día, mientras dejaba las primeras copias de su carta en buzones de Buenos Aires para luego reunirse con un militante de Montoneros —quien había sido torturado para revelar el lugar del encuentro—, Walsh fue emboscado por agentes de la Armada, secuestrando su cuerpo moribundo del nunca más se supo, inaugurando el mito.

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Rodolfo Walsh Gill había nacido el 9 de enero de 1927 en Choele Choel, provincia de Río Negro. Su padre, de origen irlandés, mayordomo de estancia, decidió cortar cadenas y buscar su propio lugar estableciéndose en la localidad de Juárez. Durante su infancia, su familia estaba sumida en la pobreza y Rodolfo y sus tres hermanos se dispersaron. A él lo internaron en un colegio de curas irlandeses para niños pobres, lo que sería la trama y el escenario de sus cuentos de “irlandeses”: “Irlandeses detrás de un gato”, “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”, en los que narra la violencia y el hostigamiento entre los alumnos. En “El último verano” —una evocación sobre los últimos días del escritor publicada en el diario Página/12—, su pareja, Lilia Ferreyra, afirma que Walsh “fue esencialmente un autodidacta que terminó su escuela a los veintidós años y dejó inconclusa la carrera de Letras. Y fue esencialmente un autodidacta en su formación política que estuvo atravesada por las reveladoras vivencias de sus investigaciones, como los fusilamientos de Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El caso Stanowsky”.

Pese al repudio de Walsh a sus relatos de Variaciones en rojo, es esa primera obra leída hoy la que señalará el rumbo de su escritura posterior, en un juego de espejos entre autor y personaje: su protagonista es Daniel Hernández, un corrector de pruebas que investiga crímenes, cuya identidad Walsh asumirá después como seudónimo periodístico. Sus relatos posteriores, reunidos en Los oficios terrestres y Un kilo de oro, desplazan la experiencia personal para indagar en algunos momentos de la historia argentina, como en su cuento “Esa mujer”, en el que da voz al coronel que sustrajo el cuerpo de Eva Perón, o en “Cartas y fotos”, en el que narra el enfrentamiento de clases en el ámbito rural durante el primer peronismo, los que son señalados como algunos de los mejores cuentos de la literatura argentina.

Su incursión en el periodismo se inicia con notas sobre literatura en la revista Leoplán, pero a partir de la segunda mitad de los años 50 empezó a escribir artículos misceláneos, los fait divers que eran el sello de la publicación. Walsh se interroga cada vez más por el heroísmo de los más desposeídos, desplegando sin contemplaciones su crítica contra las instituciones. A partir de la década del 60, sus reportajes se acercan más a la crónica documental. Narradas impecablemente, se hacen cargo de la palabra de los protagonistas buscando respetar su oralidad, el ritmo y la textura de sus frases para acercarse a la experiencia de la gente común.

En 1968, Walsh asiste al Congreso Cultural de La Habana. A su regreso, pasa por Madrid, donde el mismísimo Perón le presenta al líder sindical Raimundo Ongaro. Así, se involucra en la dirección del Semanario CGT de los argentinos, en el que publicará varias investigaciones entre ellas la que dio origen a su libro ¿Quién mató a Rosendo? —, en una pulsión de trabajo que nunca se detiene, como sus colaboraciones para los diarios La Opinión, Siete Días y artículos para la revista Panorama.

En diciembre de 1970, Walsh viaja a Chile. El recién asumido gobierno de Salvador Allende firma la nacionalización del cobre en un ambiente enrarecido luego del asesinato del comandante en jefe del Ejército, René Schneider, por un grupo de civiles y militares de ultraderecha. Walsh se mueve por el centro de Santiago escuchando, anotando lo que luego nutrirá la crónica “La muerte de la anaconda”, publicada en Panorama en diciembre de ese año. En ella, despliega con precisión los antecedentes históricos, políticos y económicos de la resolución del Estado chileno. Operación que fue considerada como una afrenta por las empresas cupríferas, de gran “potencial económico muy superior al de muchos países latinoamericanos con bandera y con ejército”, aclara Walsh, que “sirve para dar una idea del enemigo que se ha echado encima el nuevo gobierno chileno”. También entrevista al ministro de Economía de Allende, Pedro Vuskovic, el encargado de “pilotear las experiencias definitorias del flamante gobierno chileno”.

Al año siguiente, Walsh vuelve a Santiago. El país espera la elección municipal del 4 de abril mientras la sedición ojeaba la puesta en marcha de su estrategia golpista. Marcha por la Alameda para asistir a un acto de la UP en el Estadio Chile; se mezcla con la multitud para escuchar y registrar el pulso de la muchedumbre. Así nace la crónica “Chile: la carrera contra el reloj electoral”, en la que anota: “El episodio que presenció el enviado de Panorama ilustra el grado de pasión que domina la escena política chilena. Han caído fragorosamente los puentes que ligaban al gobierno y la oposición. Tal como pronosticó Panorama en diciembre, es la Democracia Cristiana y no la vieja derecha conservadora la que encabeza la ofensiva contra el gobierno, en una carrera contra reloj”.

La última etapa en la vida de Walsh estuvo signada por su militancia política. A partir de 1973 ingresa a la organización armada Montoneros, sin dejar de manifestar sus serias discrepancias con la dirigencia. Luego, la creación de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) muestra sus esfuerzos por buscar caminos alternativos de lucha al bloqueo informativo, la censura y la represión desencadenada por el golpe de Estado de 1976.

Como relata Lilia Ferreyra en “El último verano”, en 1976 Walsh —ignorado por la conducción de la organización— estaba convencido de un repliegue. Perseguido, pasa a la clandestinidad y se instala en una modesta casa rural San Vicente, mientras se planteaba otras formas de acción política. “A fines de 1976 empieza a concebir la idea de escribir una serie de ‘cartas polémicas’, como él las llamó, que iba a firmar con su nombre y distribuir desde la más estricta clandestinidad”, afirma Ferreyra. Una de esas cartas fue la que logró enviar antes de su muerte, una reflexión sobre las razones y consecuencias del golpe militar. El rigor de su análisis y la retórica de su prosa pervive como un testamento ético, como la síntesis de su poética y el legado de un escritor que no claudicó frente al poder, siempre “fiel al compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles”.

Hoy no dejan de reeditarse sus libros, y adquiere mayor interés la recopilación de su periodismo y sus escritos dispersos; en una época en la que se imponen y retuercen realidades alternativas y verdades ambiguas, la palabra viva de Walsh —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Los cuentos que nos contamos

El triunfo de Gabriel Boric se ha leído una y otra vez como el triunfo de unos hijos contra sus padres. Pero sabemos que este tipo de relatos son simplificaciones de historias complejas, en este caso, una que involucra a una multitud de generaciones y actores que tuvieron en los líderes del movimiento estudiantil de 2011 —cuna del presidente electo— solo a sus rostros más visibles. Uno de ellos es Francisco Figueroa, vicepresidente de la FECh durante 2010 y 2011 y autor de Llegamos para quedarnos. Crónicas de la revuelta estudiantil (LOM, 2013), quien plantea en este ensayo que pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet no le hace justicia a las heterogéneas luchas que lo pusieron en La Moneda ni ayuda a reconocer las tensiones que su gobierno tendrá que resolver.

Por Francisco Figueroa

Todo calza muy bien en el relato que explica el triunfo de Gabriel Boric y de su generación como el triunfo de los hijos sobre los padres. Las edades y los conflictos entre las partes, los gestos de reconciliación y de autocrítica de cada lado, hasta los rasgos psicológicos de los protagonistas individuales; todo parece encajar a la perfección en la trama de unas relaciones familiares que habrían dejado atrás años de desencuentros ásperos para iniciar una etapa de comprensión mutua y convivencia civilizada. Es una historia redonda en que todo funciona. Como en las películas que son éxito de taquilla. Como en una antigua fábula para niños. Como en un cuento de hadas.

Esta es la primera idea que logro articular desde la tarde del 19 de diciembre. Llevo varios días adormecido por la resaca de la semana anterior, semana maldita e interminable, cargada de una angustia agotadora por la posibilidad de un triunfo pinochetista. Y lo hago después de releer dos columnas de opinión que circularon mucho después de estas elecciones, dos ejemplos notables de la narrativa del reencuentro generacional: Carolina Tohá interpelando a sus camaradas de centroizquierda como si le hablara a unos padres incapaces de comprender y relacionarse con sus hijos adolescentes una vez que dejaron de serlo, y Daniel Matamala ofreciendo la imagen de un Boric «hijo pródigo» que se fue de la casa familiar «pegando portazos» pero que ahora vuelve bendecido por su «padre Lagos» y su «madre Bachelet».

No podemos lidiar con el día a día sin contarnos historias. Nos pasan cosas inesperadas, dolores cuyas razones no podemos explicar y alegrías que nos gusta considerar fruto de nuestras decisiones pero que sabemos fortuitas, y por lo mismo, momentos frágiles y potencialmente efímeros. Buena parte de nuestra experiencia es un misterio, partiendo por lo que hacen los demás, en especial cuando estimamos que nos afecta inmerecidamente. Ahí están las historias —los mitos, las leyendas, las fábulas— para hacer todo eso más llevadero. Pero el límite entre los cuentos que nos contamos para reducir la complejidad de nuestra experiencia y el autoengaño es muy difuso.

El movimiento que puso a Gabriel Boric en La Moneda fue desde el primer momento un movimiento intergeneracional. Su germen, claro, fue el movimiento estudiantil universitario. Pero esa experiencia por sí sola no explica todo lo que vino después. Ni siquiera alcanza para comprender el movimiento estudiantil como tal. Lo de 2011 no fue solamente un levantamiento de estudiantes. Fue el inicio de un acelerado pero zigzagueante proceso de encuentro entre personas de distintas generaciones y contextos sociales, personas y grupos más o menos —o nada— organizados que se reconocieron pares en la necesidad de crear condiciones de vida más dignas. Si las y los dirigentes de los estudiantes universitarios fuimos los exponentes más visibles de esa heterogénea multitud, es porque fue la forma que esa multitud encontró para comenzar a expresarse de manera legítima. No fuimos más que personajes de una historia compleja, rostros de un relato coral que con el tiempo sabría dar lugar a muchas más voces.

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El adormecimiento del que hablaba sigue aquí, así que no estoy en condiciones de «irme de tesis». Tengo apenas algunas fotos. Escenas que no dan para una historia redonda y completamente coherente, pero que atesoro porque hablan no de cómo una generación se erigió como representante de otras, sino de cómo una generación fue transformada y en ese transformarse terminó fundida con algo mucho más grande.

Es octubre de 2011 y estamos en París. Camila Vallejo, Giorgio Jackson y yo le hablamos en la Sorbonne a un auditorio lleno de estudiantes y, sobre todo, de personas mayores. La mayoría son exiliadas e hijos e hijas del exilio. Hay más cabezas canosas que todas las negras, rubias y castañas sumadas, y sabemos que en ellas abundan las secuelas no del paso del tiempo sino de cosas mucho peores: el destierro, la prisión, las ausencias, la tortura. No tiene sentido hablar de las demandas del movimiento estudiantil, de lo justo de la gratuidad y del sinsentido del lucro en la educación. Nuestra lucha es también la de ustedes, atino a decir, pero la obviedad es del tamaño del auditorio. Cualquier palabra está de más. Se hace un silencio que conmueve como un abrazo multitudinario.

Me gustaría decir que estas cosas las conversamos con Camila y Giorgio en su momento, pero no sería del todo cierto. Lo vivimos, lo sentimos, sí, pero no recuerdo que a esa experiencia le hayamos puesto muchas palabras. Muchas veces nos miramos y nos descubrimos conmovidos, suspirando para liberar una emoción que subía con pinta de convertirse en lágrima. Pero no recuerdo que le hayamos puesto nombre. Lo que sí recuerdo es que nos dio fuerza. Y ahora tengo claro que nos cambió para siempre.

Crédito: Fabián Rivas

Otras escenas que se me vienen a la mente muestran cómo nuestra generación, además de comenzar a ser parte de algo social e históricamente más grande, concentra en su interior esa diversidad con toda su historia de traumas y antagonismos.

Es mayo de 2013 y recibo una carta de Jorin Pilowsky. Me pide compartirla con el «c. Boric», en ese entonces ya expresidente de la FECh. La carta es una respuesta a otra, de Miguel Lawner, titulada «En donde se cuenta cómo el anticomunismo le escamoteó a la Jota otras elecciones de la FECh», en la que nos acusaba de haber ganado la federación gracias a la derecha y por representar al «infantilismo revolucionario». Pilowsky integró el Comité Ejecutivo de la FECh de 1948, elegido por las Juventudes Comunistas junto con Fernando Ortiz. Su carta, presentada como una «polémica entre compañeros de ideales», habla del «mundo de distancia» que separa las elecciones FECh de 1948 y 2011 para refutar a Lawner y defender el triunfo autonomista de Gabriel. Su argumentación es pulcra y hasta cariñosa, y la despliega paseándose por González Videla y la invasión soviética de Checoslovaquia y Afganistán, por la DINA y El Mercurio, por el acuerdo Concertación-derecha contra la revolución pingüina y las «legítimas discrepancias en el seno del pueblo».

Avanzando un par de años, me topo con tensiones más íntimas que no terminan de conmover porque todavía son dolorosas. Es una noche de agosto de 2015 en Punta Arenas y con Gabriel caminamos de regreso a su casa. Acaba de terminar una junta con compañeras y compañeros que pronto conformarán la base autonomista de la región de Magallanes. Por supuesto, hace un frío atroz. Pero más helada está nuestra relación. La convergencia entre los distintos grupos autonomistas navega a toda vela hacia su naufragio, y si bien las recriminaciones todavía no afloran a la superficie, el daño es irreversible y esa noche asoma la punta del iceberg: que sectario, que caudillo, que electoralista, que tu soberbia intelectual es insoportable; que no somos sangre nueva para viejas derrotas. Que no me salgai con eslóganes, hueón. De no haber sido personas pacíficas nos habríamos ido a los combos. Y ahora pienso que recibir uno no habría sido del todo injusto. Aún así, al día siguiente, el presidente electo me lleva a la zofri para comprar ropa abrigada (en dos semanas parto a estudiar al extranjero) y me ayuda a elegir unos calzoncillos largos.

Decir que las diferencias que no nos mataron como generación nos hicieron más fuertes sería echarle más leña a la mistificadora narrativa de las generaciones. Lo que quiero decir, supongo, es que con el paso de los años nuestras diferencias, como también nuestros aciertos y nuestras encrucijadas, ya eran las de un actor más amplio y heterogéneo, una multitud con su propia historia, con sus sueños y derrotas; un pueblo en movimiento enfrentado a problemas viejos con herramientas nuevas, con memoria pero también con una perplejidad compartida ante las posibilidades y contradicciones de nuestro presente.

Las mejores cosas todavía estaban por suceder: el movimiento No+AFP, el auge de organizaciones socioambientales en los rincones más remotos e ignorados del país, la solidaridad creciente con las luchas por los derechos de los pueblos indígenas, y por supuesto, la revolución feminista, la más radical y emancipadora de todas las revueltas de esta década, gesta que por sí sola da para pensar toda la década como una «década ganada». Nada de esto está «representado» por Gabriel Boric, no al menos en el sentido en que tradicionalmente usamos esta palabra: estas luchas no han delegado en él su poder, no se cancelan para volver a un estado de individuos atomizados que ahora le encomiendan al presidente electo hacerlas por ellos. Enhorabuena. Lo cierto es que todas ellas posibilitaron el triunfo de Boric y constituyen su base.

Me pregunto si acaso la narrativa del triunfo de unos hijos contra sus padres no es una forma de ignorar todo esto. Un intento —seguramente no calculado— de mantener el control sobre una situación que excede las explicaciones acostumbradas y que protagoniza una multitud inesperada e incomprensible, un empeño por seguir explicando la historia a partir de lo que hacen o dejan de hacer esos especialistas del poder cada vez más profesionalizados y ensimismados que son «los políticos». ¿No es pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet demasiado parecido a leer la historia como el resultado de las sucesivas luchas y alianzas de linajes nobles y dinastías de reyes? ¿No hay algo muy añejo en estas lecturas retóricamente sugerentes?

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Buscando inspiración para lo que estoy escribiendo me puse a hojear viejas lecturas, varios libros y cosas sueltas de lo que conformaron no tanto mi formación política como mi «educación sentimental», la de los que llegamos a esta creativa pelotera histórica por el lado de la izquierda heterodoxa y con inquietudes libertarias. Apiladas en mi velador tengo unas cuantas crónicas y proclamas de Manuel Rojas y González Vera sobre la (mala) suerte de los anarquistas en la década de los 20, un poemario de Redolés, un libro de Toni Negri y esos hermosos miniensayos filosóficos sobre moral y política que escribió Albert Camus para Combat, donde está una de las frases favoritas del presidente electo, esa que dice que «en política, la duda debe seguir a la convicción como una sombra» (si bien habla del valor de confesar la duda, en realidad Camus cree que lo que acompaña a la convicción como su sombra es el error, pero hay que admitir que el replanteo de Boric es mucho más sugerente).

Por supuesto, como suele suceder cuando uno se propone escribir, la pila en el velador no fue de ninguna utilidad. Pasó que murió Joan Didion y aquí estoy, leyendo frenéticamente y sin importarme para qué un montón de comentarios sobre su vida y su obra y volviendo a unas crónicas viejas. Se me pasa por la cabeza la idea de que no alcanzaré a terminar esta columna o testimonio o lo que sea, pero no hago mucho al respecto. Me dejo llevar por la curiosidad y al rato me olvido de todo esto.

Hasta que me topo con una idea iluminadora. 

Hay dos conceptos claves en las crónicas y ensayos de Joan Didion, dice Nathan Heller en el New Yorker: el de atomización y el de sentimentalismo. El primero se refiere a las evidencias de fragmentación e incomunicación social que Didion comenzó a identificar en la sociedad estadounidense de los 60, incluso entre las personas que abogaban, supuestamente, por lo contrario (como los hippies que retrata en su crónica Slouching Towards Bethlehem [1967], «la primera vez que me enfrenté directa e inequívocamente a la evidencia de la atomización, a la prueba de que las cosas se desmoronan», escribiría después). El segundo se refiere a la difundida aceptación de historias prefabricadas y estructuradas bajo una lógica emocional que tienden a esconder más que a caracterizar los problemas (como las propias de la mistificada sofisticación neoyorkina que critica en New York: Sentimental Journeys [1991], historias, dice, «cada una ideada para oscurecer no solo las reales tensiones raciales y de clase de la ciudad, sino también, más significativamente, los acuerdos políticos y comerciales que hicieron que esas tensiones fueran irreconciliables»). Y ahora lo que me pareció central: «La atomización y el sentimentalismo se exacerban mutuamente —escribe Heller—, después de todo: rompes los puentes que conectan a la sociedad y luego le das a cada isla un cuento de hadas sobre su singularidad. Didion estaba interesada en cómo sucede eso».

Hasta antes de leer sobre Didion, pensaba en la narrativa que aquí comento como expresiva de un cierto elitismo. De eso se trataba, de hecho, el párrafo que venía aquí. Y si bien lo sigo haciendo, ahora pienso que el elitismo no es lo más importante. Seguramente, quienes ven en el triunfo de Boric y su generación el triunfo de sus hijos políticos —aun cuando hasta hace poco nos infantilizaran y ahora lo maticen para recalibrar su influencia—, lo ven así porque no puedan ver mucho más que eso. Después de todo, la pérdida de vínculos entre la política tradicional y la sociedad no es ya un tema emergente, sino un estado del arte consolidado, y debe haber dejado secuelas en su forma de ver (y no ver) a la sociedad chilena. Por eso fenómenos como las movilizaciones de pensionados en ciudades pequeñas, las colectivas feministas de liceanas o, pongamos, la Coordinadora Social Shishigang o Modatima no solo les son invisibles, sino que les son inconcebibles como experiencias políticamente productivas. No hacen historia; son decorado, cuando más.

La atomización exacerba el sentimentalismo.

La cuestión, entonces, no es tanto la relación entre generaciones políticas como quiénes tienen derecho a ser consideradas parte de esas generaciones y cómo interactúan entre sí para resolver las diferentes tensiones sociales que las atraviesan. Por eso la narrativa del triunfo de unos hijos sobre sus padres es autocomplaciente. Porque si ese fuera el caso, entonces no había mucho que hacer más que esperar el paso del tiempo. Que Lagos y Bachelet le pasen la posta a Boric sería el curso natural de la vida. Pero es precisamente así como pueden pasar al olvido los diversos protagonismos populares que llevaron al presidente recién electo a La Moneda, y peor, permanecer irresueltas las tensiones que los movilizaron.

El sentimentalismo exacerba la atomización.

Los padres políticos y las madres políticas de la generación de Boric, entonces, no son las grandes personalidades que ocupan portadas de diarios y se cruzan bandas presidenciales. Son miles de personajes anónimos, muchos de los cuales podrían decir con igual propiedad que Carolina Tohá «luchamos desde chicos contra la dictadura y luego participamos en la reconstrucción democrática», sin decir a continuación que el despunte de Boric representa para ellos una «derrota de marca mayor», sino todo lo contrario: representa la recuperación de la esperanza, la confirmación de que mucho ha valido la pena, porque el triunfo es también de ellos.

¿Qué hay en vez del sentimentalismo de las élites de centroizquierda que se cuentan el cuento de una familia, la misma familia de siempre, en vías de reconciliación? Desde luego, no otra narrativa total y cerrada, no otro conjuro de las tensiones con relatos prefabricados, no otro cuento de hadas. Es difícil eludir la tentación de contarnos nuestros propios cuentos, pero tal vez esa sea la única forma de mirar de frente la diversidad de esa multitud popular que puso a Gabriel en La Moneda y poder asumir, para reparar, la debilidad de los puentes que la vinculan y la fragilidad de la confianza que han depositado en esta generación de luchadores.

Por todo esto es que prefiero los fragmentos por sobre los grandes relatos. Las escenas aisladas que puestas contra la narrativa magnificadora quedan disonantes. Aunque las piezas no calcen y el resultado sea un puzzle desorganizado. Aunque el resultado incomode más que reconforte. Porque eso necesitaremos para hacer duraderos los nuevos lazos y sostenible la lenta marcha después de la atomización, sobre todo en los momentos difíciles, que serán los más: sacar impulso de la conciencia de nuestra fragilidad, de asumir que las mayorías políticas por la vida buena están siempre en construcción. Al menos ese es el cuento que elijo contarme.

Judy Wajcman: Pobres de tiempo

La destacada socióloga australiana, profesora de la London School of Economics y autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital, explica que la sensación de falta de tiempo no es culpa de los avances tecnológicos, sino de la forma en que construimos la sociedad. En esta entrevista, ahonda en torno a los vínculos entre género y tecnología —uno de los temas en los que fue pionera— y explica por qué hoy existe una nueva desigualdad: el tiempo es un lujo, afirma, y por lo mismo, también es la causa de un nuevo tipo de pobreza. 

Por Javiera Tapia Flores

Cuando Judy Wajcman (1950) hacía su PhD en la Universidad de Cambridge durante los años 70, se interesó en el estudio del tiempo y sus usos. La efervescencia de la segunda ola del feminismo, el gran aumento de mujeres en la fuerza laboral y el apogeo del activismo sindical fue la combinación de factores que la llevó a notar que nadie se interesaba por las mujeres trabajadoras. “Era una joven feminista y en ese tiempo me interesaba cuánto tiempo gastaba la gente haciendo trabajo pagado y no pagado. Y cuánto de ello lo hacían particularmente madres y mujeres, y cuánto de este trabajo no pagado, además, afectaba sus carreras y sus posibilidades de trabajo remunerado”, explica hoy la académica a cargo de la Cátedra de Sociología Anthony Giddens en la London School of Economics and Political Science (LSE). Entre las preguntas que se hacía en esa época, cuenta, estaban si la tecnología podría fomentar el trabajo femenino y si los refrigeradores y lavadoras serían objetos que aportarían a la liberación de la mujer, como se planteaba desde la publicidad.

Ahora estamos en 2021 y Judy Wajcman ha tenido una carrera prolífica en el campo de la investigación sociológica de la tecnología desde una perspectiva feminista. Es ella quien acuñó el concepto de “tecnofeminismo”, desarrollado en su libro del mismo nombre publicado en 2004 y en el que plantea, a grandes rasgos, que el hecho de que las mujeres no participaran históricamente en informática e ingeniería tuvo un impacto esencial en los productos y el conocimiento que se produjeron en esas áreas. “Una de mis preocupaciones ha sido enfatizar cuánto la tecnología está moldeada por los procesos sociales. No es neutral, la desarrollan personas con objetivos en mente. Por muchas décadas ha habido una demografía estrecha en el diseño de la tecnología. Hoy son ingenieros en Silicon Valley, en general jóvenes, hombres y blancos, y con la participación de programadores indios, pero sigue siendo algo muy específico. Esto no refleja a toda la población, y ellos diseñan las cosas. El mejor ejemplo es que es difícil usar teléfonos si eres viejo o no tienes buena vista”, advierte. 

Recomienda Invisible Women, de Caroline Criado-Pérez, un libro en el que la autora expone estudios que muestran cómo el mundo está construido por y para los hombres. “Ella explica, por ejemplo, que los cinturones de seguridad siempre eran probados en hombres, entonces mujeres embarazadas o mujeres pequeñas no podían usarlos bien. Hay muchas formas en las que se demuestra que necesitamos diversidad en el diseño. Mi foco siempre ha sido el género. Ahora estoy interesada en cómo los algoritmos encarnan estas parcialidades”, dice la socióloga, quien también es investigadora asociada del Oxford Internet Institute. 

Crédito: Fabián Rivas.

“En la década del 70 se decía —y todavía se dice— que las máquinas y la automatización eliminarían el trabajo doméstico. Que la respuesta a la división doméstica del trabajo no sería que los hombres compartieran la carga, sino que las máquinas lo hicieran”, cuenta Wajcman, y reconoce que podría hablar horas solo sobre tecnología y su relación con el tiempo dedicado al trabajo doméstico. “Creo que tiene que ver en parte con cómo definimos lo que es el trabajo doméstico y que algunas tareas puedan ser automatizadas y otras no. Pienso en el trabajo de cuidados, por ejemplo”. Y agrega: “También está el hecho de que los hombres han aumentado su cantidad de trabajo en el hogar, pero mucho de eso tiene que ver con ser padre y pasar tiempo con los hijos en vez de hacer cosas más mundanas como limpiar el baño. Es una foto complicada en términos de deconstruir los elementos varios del trabajo doméstico y del trabajo de cuidados”.

La pandemia del covid-19 es, probablemente, el hecho histórico reciente que más nos ha hecho pensar sobre la división doméstica del trabajo y las complicaciones, sobre todo para mujeres con hijos, de tener que hacer en el mismo espacio físico el trabajo de cuidados y el remunerado. Respecto a esto, explica que “los estudios aquí en Gran Bretaña mostraron que las mujeres hicieron una cantidad desproporcionada de educación en el hogar. Las mujeres se llevaron esa carga, pero además fueron las que perdieron más trabajos durante este periodo”. 

Atrapados en la paradoja

John Maynard Keynes, uno de los economistas más importantes del siglo XX, dijo que a comienzos del XXI, en Occidente, solo tendríamos que trabajar tres horas al día. Creía que el desarrollo técnico y el aumento de la producción podrían satisfacer nuestras necesidades con menos trabajo. Para Judy Wajcman, el presente no funciona así porque “ha habido un aumento terrible en la desigualdad”, reconoce. “Él estaba imaginando, creo, un mundo en el que la riqueza se distribuiría de manera más equitativa y que produciríamos lo suficiente para que la gente pudiera tener un nivel de vida decente. Y que, al elevar las condiciones de vida, la gente podría elegir. Creo que las personas elegirían trabajar menos horas si sus necesidades básicas estuviesen cubiertas. Keynes es uno de los economistas más inteligentes. Se dio cuenta de que, hasta cierto punto, necesitas dinero para ser feliz, pero pasado ese punto, ser muy rico no te hace más feliz que el resto y que importan otras cosas”. 

La pregunta que surge aquí, dice, es cómo distribuir el trabajo para que la gente pueda vivir una vida decente de verdad. “La tecnología no tiene la culpa”, se responde rápidamente. “Leí el otro día que en Portugal introdujeron una política de no enviar mensajes de texto a los empleados durante el fin de semana. Una sabe que debería poder tener un fin de semana desconectado. Lo que quiero decir es que, para mí, esto no se trata de la tecnología en sí. La tecnología facilita la disponibilidad constante, pero el asunto es que la gente no debería tener que trabajar el fin de semana”, advierte la autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital (2017), ensayo en el que explica que no debemos culpar a los dispositivos tecnológicos por permitirnos hacer todo más rápido, sino que el problema es el reconocimiento que nuestras sociedades le dan a la productividad. Es el hecho, incluso, de mostrarnos públicamente en un estado de ocupación constante, como si eso fuera señal de éxito. 

¿Podría cambiar esto de alguna forma? 

“Estamos atrapados en esta paradoja de que, por un lado, buscamos que la tecnología resuelva todos estos problemas y por otro, estamos culpando a la tecnología por los problemas. Toda la tecnología llega a un tipo particular de sociedad donde hay valores. Y vivimos en una sociedad que valora la alta productividad, el hecho de estar haciendo la mayor cantidad de cosas que podamos y midiendo el éxito en términos de tipo de ocupación”, explica. LSE, su lugar de trabajo, por ejemplo, hoy está en huelga, al igual que “muchas otras universidades británicas, debido al exceso de trabajo”, cuenta. “Todos hemos visto cómo nuestras cargas de trabajo aumentan de manera espectacular, por lo que el hecho de que estemos corriendo todo el tiempo para mantenernos al día no tiene nada que ver con la tecnología. Tenemos más estudiantes, tenemos menos personal, tenemos menos dinero, tenemos más presiones”.  

Según Wajcman, hay algo fundamental que podría cambiar esta sensación agobiante de aceleración sin fin: “mejorar las condiciones laborales. En mi caso, estamos en huelga para mejorar nuestras condiciones de trabajo. Pero quienes lo tienen peor son los trabajadores que entregan comida y conducen taxis, por ejemplo. Hay muchos tipos de trabajo en los que la gente está con el tiempo en contra siempre, y apoyo mucho las campañas para mejorar las condiciones de trabajo de esas personas”. 

Judy Wajcman. Crédito: London School of Economics and Political Science.

En Esclavos del tiempo dice que “los atascos de tráfico y los tiempos de espera no tienen el mismo impacto en todo el mundo, ya que las personas ricas en dinero, pero pobres en tiempo», pueden utilizar su riqueza para comprar velocidad. El tiempo es hoy un lujo para unos pocos y, a la vez, una nueva forma de pobreza. 

—La forma en que la gente rica tiene acceso al tiempo es comprando servicios; de hecho, esa es también una estrategia individual: le pagan a otras personas para hacer la limpieza e incluso pasear a su perro. Cuando voy al parque, veo muchos paseadores de perros. Es increíble si lo piensas: las personas compran un perro y no lo sacan de paseo porque no tienen tiempo. Esa es la forma en que ganas tiempo: pidiendo comida, contratando a alguien que haga la limpieza, personas que pasean a tus perros. 

Una de sus preocupaciones actuales tiene que ver con el trabajo remoto. 

—La gente ahora está acostumbrada a trabajar desde casa, o lo hacen tres días a la semana y dos en la oficina. De lo que no se habla a menudo es, en realidad, que hay una tecnología mucho mejor para la vigilancia de las personas que trabajan en casa. El trabajo remoto ha sido una excusa para que haya mucho más uso de tecnología de vigilancia con los trabajadores. Cuándo inician sesión y todo eso. Un amigo que trabaja en el gobierno del Reino Unido me dice que pueden saber absolutamente todo, desde el momento en que inicias sesión por la mañana cuando comienzas a trabajar, hasta cuándo terminas el trabajo. ¿Qué estamos permitiendo que se registre?

En mi caso, hace poco alguien muy cercano murió y al día siguiente tuve que seguir trabajando, porque como periodista autónoma no tengo opción de parar. Ese día pensé que los trabajos en condiciones precarias pueden incluso menoscabar las tradiciones que tiene cada cultura en cuestiones esenciales, como, por ejemplo, el tiempo de duelo después de una muerte. 

—Lo siento mucho. Y creo que acabas de levantar un gran punto. Por ejemplo, acá ha habido campañas para que los trabajadores de Uber tengan dentro de sus condiciones laborales bajas por enfermedad y ciertamente se podría poner también la del duelo. Es algo básico. Por eso es tan importante que los trabajadores independientes, con contratos precarios, se organicen. El duelo es un tema muy importante para traer a la conversación, porque se trata, esencialmente, sobre el paso del tiempo. Cuando los niños son chicos, haces muchas cosas para cuidarlos, limpiarlos, alimentarlos, pero cuando son adolescentes, lo importante es que tú estés ahí. No es que estés haciendo mucho más que estar, pero tu presencia es la importante. Mi madre tuvo Alzheimer y durante los últimos años lo esencial solo era sentarte allí y estar con ella. 

Pareciera que no podemos vivir de forma armoniosa con la tecnología. En YouTube está lleno de personas contando su experiencia de desintoxicación de las redes sociales, pero estas son fórmulas individuales. ¿Es un triunfo del capitalismo el acto de no pensar en estrategias colectivas para vivir mejor?

—Lo acabas de decir muy bien. Estamos viviendo en una era en que las empresas de tecnología fomentan esto, que es empujar a la gente a pensar que es su responsabilidad controlar estas cosas. En mi iPad hay una aplicación que me dice cuánto tiempo paso en él. Incluso hablé sobre esto con uno de los diseñadores cuando estuve en Silicon Valley y ellos dicen, completa y genuinamente, que están tratando de ayudar a la gente que se obsesiona. Una de las grandes ironías de las que hablo bastante con la gente que pasa más de un año en Silicon Valley es que se aseguran de que sus hijos no lleven iPads o teléfonos al colegio. Necesitamos tener estrategias colectivas. Si no contesto los correos electrónicos de mi jefe en todo el fin de semana y todos los demás sí lo hacen, es un desastre total. Estos esfuerzos tienen que ser colectivos. 

La subversión del cansancio

«La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales», advierte la escritora mexicana Vivian Abenshushan en este ensayo incendiario, publicado hace unos meses en la Revista de la Universidad de México.

Por Vivian Abenshushan
Estoy agotada. No soy una máquina.
No puedo escribir.

—Alejandra Santillana.

Lo sentimos en el cuerpo, lo escuchamos en las conversaciones, lo leemos en los muros de conocidos y desconocidos, lo sabemos: no podemos más. Y, sin embargo, nos derrumbamos sólo una milésima de segundo para luego seguir de pie, produciendo. Nuestro derrumbe es el tiempo que dura el reenvío de un sticker (el gatito tecleando desesperadamente sobre una laptop), que es en realidad un llamado de auxilio. Si lo pensamos un segundo más, en lugar de la queja, terminaremos agradeciendo a los cuatro vientos el privilegio de tener un trabajo. No uno, decenas de pequeños trabajos pulverizados. De compromisos, actividades, proyectos. De ideas para salir al paso. De toneladas de mensajes en el chat, correos que se acumulan y pendientes que se intensifican. De fechas de entrega. De más repartos en menos tiempo (según las exigencias de las apps). De informes, demandas, deudas. De exámenes por corregir y mermeladas por preparar (estamos probando nuevos giros para la subsistencia). Inhalo, exhalo. Existimos, después de todo. En nuestras mónadas metropolitanas, separades unes de otres, armades de cubrebocas y gel, existimos. Durante la conmoción global provocada por la pandemia de COVID-19, en medio de las muertes sin duelo, los despidos masivos y la economía de campamento, decir ¡estoy viva!, parece ya mucho decir. Pero alguien, en algún lugar, entre un Zoom y otro, distraídamente se pregunta: ¿es esto, en verdad, una existencia? Por primera vez en el día, ese alguien puede respirar profundamente, abrir el plexo solar. Decide desconectarse. Se trata de un soplo crítico que agita el territorio.

No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. 
—Peter Handke. 

El agotamiento de los cuerpos se ha difundido por la superficie sensible de la humanidad como un grito multitudinario. ¿Qué dice? ¿Quién escucha? ¿A quién interpela? No se trata de un grito nuevo, pero algo en él se ha exacerbado. Es el impasse de la nueva normalidad, una percepción corporal de que todo ha cambiado para seguir igual. O peor. Antes de la pandemia vivíamos ya en un mundo imposible, con jornadas de trabajo interminables y fechas de pago que podían variar de modo indefinido, en condiciones de empleo terriblemente débiles. Antes de la pandemia sabíamos que las categorías de trabajo fijo, derechos laborales y salario regular eran restos de otro mundo guardado en los anaqueles de la historia. Sabíamos también, gracias a Isabell Lorey, que la precariedad no es una condición marginal ni excepcional ni una tragedia pasajera que le sucede a unas o a otres, sino una forma de gobierno, es decir, una forma de docilidad inducida a través de una percepción de inseguridad permanente. Mediante la precarización, escribe Lorey, somos gobernades y seguimos siendo gobernables. Porque no se trata sólo de una forma de poder y explotación potencial, sino de un dispositivo de reproducción de modos de existencia, una forma de subjetividad. La precariedad es el cuerpo que lo puede todo aunque esté a punto de venirse abajo. Es la disponibilidad total, la capacidad para surfear entre distintas tareas y responder a todos los mensajes de WhatsApp, sin derecho a ninguna vida distinta a la que permite el tiempo de producción. Es saberse descartable, intermitente, con el terror solitario de enfrentar un desalojo por no pagar el alquiler. Es, sobre todo, la gestión empresarial, económica y política de ese terror: la renuncia del precariado a todas sus esferas de autonomía (incluidas las horas de sueño) en aras de un trabajo temporal y mal pagado. ¡Es que es eso o nada!

Serie “Ready Maid” (2017), de Bruna Truffa. Pieza de cerámica esmaltada blanca y oro.
Fotografía: Patricia Novoa Crédito: Gentileza de la artista.

***

No hay mejor clima que la crisis para persuadirnos de que no hay otra opción que la precariedad. La garantía de un mínimo de seguridad en medio de la inseguridad generalizada. Lo único que ha ocurrido durante la pandemia es que la crisis sanitaria global, bajo sus condiciones de aislamiento y el miedo ante lo incalculable, ha intensificado las formas de perversidad y abuso laboral. La nueva normalidad no es otra cosa que el momento fundacional de un nuevo grado de control y regimentación capitalista. Es un más allá del trabajo de tiempo completo, algo más que el intento de empezar otro ciclo de hiperexplotación y expansión de los mercados a través de la renovada cibernética social. Bajo el lema que ya pregonan los empresarios por doquier: “¡El trabajo en línea llegó para quedarse! ¡Bienvenida la optimización de recursos! ¡La uberización del empleo es la alternativa! ¡Toda crisis genera una oportunidad!”, se expresa algo más que una nueva reestructuración del trabajo posfordista, esa mutación radical a la que asistimos desde hace cuarenta años y que se ha convertido en el escenario que hoy damos por sentado: globalización, flexibilidad, disolución de la organización sindical, desplazamiento del trabajo material a fábricas con mano de obra barata o trabajo esclavo, atomización del trabajo inmaterial con el celular como oficina full time, apoteosis del consumo, gobierno psíquico del algoritmo, etceterísima. Si antes de la pandemia la fábrica ya estaba en todas partes, incluida la química de nuestro cerebro, ¿qué hay de nuevo ahora? Se trata de la propensión capitalista a colonizar y debilitar extensivamente los últimos rincones de la vida. Sobre todo de aquella vida que había descubierto en su fragilidad un forma de potencia, la posibilidad de fraguar precisamente una vida otra (una vida-en-común), agrietando sensiblemente esos mecanismos de gobierno y esas conductas gobernadas.

No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. 
—Peter Handke.

No quisiera omitir aquí esa grieta, ese umbral. Hacerlo sería omitir demasiado. Sería:

omitir la fuerza afirmativa y vitalizadora entrelazada con la revuelta, la alegría del cuerpo colectivo luchando por mantener con vida la vida misma, aun en su gemido de muerte, 

como ha escrito Amador Fernández-Savater en Habitar y gobernar, un libro que he leído como un faro durante la pandemia. No hablar de las insurrecciones en curso sería volverme cómplice aquí, en este escrito, de la política del encierro, del “no hay alternativa”. Por eso, no olvido que una semana antes del gran confinamiento, miles de mujeres asistimos, en México y en el mundo, a la marcha multitudinaria del 8M llenas de vitalidad y de rabia. Recuerdo que, junto a mis amigas, cuerpo a cuerpo, escribí sobre una telita: “El deseo de cambiarlo todo”, ni más ni menos. Se trata de la frase con la que Verónica Gago ha descrito la fuerza telúrica de la lucha de las mujeres en su libro La potencia feminista. En ese deseo habíamos encontrado un modo de hacer de nuestra vulnerabilidad una fuerza en rebelión. Al día siguiente, convocamos a la huelga feminista, abriendo una gran conversación colectiva sobre quiénes podían parar y quiénes no, sobre el trabajo invisible de los cuidados, sobre la fábrica permanente. ¿Cuál es tu precariedad, cuál es tu huelga? ¿Parar significa también parar los flujos del capital en internet? ¿Nos desconectamos? Ésas eran algunas de nuestras interrogantes. Sabíamos que no hay salida individual a los problemas colectivos, que no se puede parar a solas. Recuerdo también que unos meses antes, desde Chile, nos llegaban las noticias del llamado de los estudiantes de secundaria a evadir masivamente los torniquetes del metro, una revuelta popular contra el aumento de los precios del transporte que involucró, más tarde, a millones de personas en una serie de movilizaciones que iban de Arica a Punta Arenas. Las reivindicaciones sociales más diversas se sumaron hasta desembocar en la demanda de una nueva Constitución, fundada en los derechos sociales, laborales e indígenas y abocada a la redistribución del ingreso.

Umjetnik radi (Artista trabajando) (1978), Mladen Stilinovic. Fotografía en blanco y negro 8 x (30 x 40 cm). Crédito: Cortesía de Branka Stipančić, Zagreb.

Esos estallidos rompían el predominio aparente del “aspecto servil del gobierno de los precarios” y nos daban pistas sobre la insurrección por venir. Pero entonces llegaron el virus y la crisis sanitaria, que implicaron también un congelamiento del cuerpo colectivo a escala mundial. ¿Qué hacemos ahora? Parar, eso hicimos. Durante unas semanas, detuvimos todo. Y entonces la crisis, junto con otros usos del tiempo, se abrió como un umbral. Ahora que escribo desde la extenuación de la normalidad restaurada, confieso que siento una extraña nostalgia por aquel primer momento, que parece lejanísimo, cuando el virus irrumpió con la fuerza del acontecimiento. Una fuerza anárquica de metamorfosis, escribió Emanuele Coccia, que llegó a desordenarlo todo, a romper la linealidad no sólo de la trama del capital, sino de nuestra aparente inmunidad humana. A pesar de la incertidumbre, o quizá gracias a ella, ese periodo supuso una emergencia, en el sentido de lo que apremia y duele en la contingencia, pero también de lo que germina, de lo que surge desde el subterráneo como capacidad para imaginar los mundos que vendrán. Esa emergencia cobró la forma de una serie de preguntas radicales sobre nuestro lugar en la comunidad de lo viviente y el tipo de relaciones otras que necesitábamos profundizar con el planeta, antes de que el culto al crecimiento ilimitado lo hiciera colapsar. Parecía que la forma del capitalismo imperante había perdido toda credibilidad. 

“La crisis enseña a ver los dispositivos de normalización como opresiones a destituir”, ha escrito Diego Sztulwark en La ofensiva de lo sensible, refiriéndose a la crisis argentina del 2001, que podría ser la crisis financiera del 2008 o la crisis sanitaria presente: todos ellos momentos de “engendramiento de estrategias capaces de extraer vitalidad de un medio árido, mortífero”. Ante la vida amenazada, se tejieron redes de apoyo mutuo, se abrieron foros de pensamiento radical, se escribieron montones de ensayos disidentes. Pero antes de que esas sensibilidades en emergencia llegaran a multiplicarse, el neoliberalismo (ya desacreditado) comenzó a pergeñar la intensificación de su proyecto, llamando a la restitución de la normalidad (nueva) que neutralizó la potencia de la crisis, es decir, todo lo que la llegada del virus había desvelado sobre las desigualdades imperantes. Incluso durante el primer confinamiento, una actividad trepidatoria y loca se abalanzaba sobre nosotres en internet, como una especie de respuesta despavorida ante el horror vacui de la pausa global. El ocio intensificó sus formas de consumo y trabajo transmutándose en su propia negación: un negocio. ¡El algoritmo entró en éxtasis! 

Cuando las notas periodísticas comenzaron a hablar de un nuevo fenómeno, el cansancio social, no hubo tiempo siquiera para preguntarse: ¿a dónde se fue ese intervalo fértil de elaboración de saberes que había traído consigo el virus? Se fue al cansancio, un lugar que hace difícil actuar. La nueva normalidad es corrosiva, una corriente subterránea de debilitamiento extremo, depresión clínica y ansiedad. La fatiga vuelta estado de excepción permanente es el lugar más solitario de la desafección política, una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta atención. ¡Ánimo! ¡Tú puedes! Como explica Mark Fisher, lo que ha hecho el realismo capitalista es persuadir a les trabajadores de que las fuentes del estrés se encuentran en su interioridad, su inadaptación al medio, su falta de flexibilidad o resiliencia, su procrastinación desorganizada, y no en las estructuras de la violencia económica. Todo quiere reconducirnos a los ideales de fluidez y funcionalidad, desde el mindfulness hasta los quince minutos de cardio, curas mediadas por el mercado que nos devuelven a la estabilidad. 

La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales. ¿Cómo disolvemos los envoltorios que nos mantienen como sujetes del rendimiento? ¡Abriéndole espacio al cansancio! Porque el cansancio es la expresión de un límite, el límite material del cuerpo. Y los cuerpos son irreductibles a los flujos del capital. En lugar de acallar el síntoma, en lugar de confinarlo en la clínica o la farmacia, la urgencia política es escucharlo, dice Sztulwark. Estos cansancios requieren ser compartidos, no privatizados.

Ha hecho falta que todo tipo de pantallas se interpusieran entre nosotros y el mundo para restituirnos el incomparable brillo del mundo sensible, el asombro ante lo que está ahí.
Tiqqun.

Conspirar (respirar con otros) se volvió literalmente imposible durante el confinamiento. Pero hoy sabemos que con cubrebocas y aire libre, las posibilidades del contagio disminuyen. Quizá sea el momento de volver a conspirar al aire libre y cuidarnos desde ahí (convocar a pequeños grupos de estudio, reconstruir formas de autonomía en común, emplazar a deambulaciones urbanas o boscosas, bailar a la intemperie). Salir de nuestras ratoneras en la Babilonia de la información para imaginar las otras formas-de-vida que esta crisis invoca. Tejer las redes que nos permitan decir que en el cansancio no estás sola y que la culpa no era tuya. O decirle en la cara al emprendedor interior, al jefe tiránico y al realismo capitalista: no es no. La conspiración (por ahora especulativa) puede tomar como señal el vagabundeo de Rebecca Solnit y extenderse hasta la colectiva Precarias a la Deriva. Caminar con otres es llevar al cansancio de paseo, ensanchar la fatiga desde donde sanar juntes. La insurrección rampante, la insurrección por venir, podría comenzar por volver al bosque del que venimos. Tender una emboscada. En un acto masivo a cielo abierto, todes les que no encajamos o no queremos encajar, arrojaremos nuestros celulares a una gran pira, para luego trepar a los árboles y permanecer ahí, en posición vegetal o pajarística, con la persistente voluntad colectiva de no hacer nada.


Este artículo fue publicado originalmente en el número de octubre de 2021 de Revista de la Universidad de México.

Remedios Zafra: El poder del hartazgo

Pocas ensayistas como Remedios Zafra se han adelantado tan bien a estos tiempos. Desde hace más de una década, la filósofa española viene advirtiendo sobre las formas en que el trabajo está fagocitando la vida y entrometiéndose en nuestros cuartos propios conectados, esos espacios público-domésticos llenos de pantallas y ruido a los que el teletrabajo terminó por confinar a muchos. La autora de El entusiasmo y Frágiles habla sobre la manera en que el capitalismo se ha radicalizado, sobre precariedad y autoexplotación, pero también sobre las formas en que millones de personas, cansadas de sus vidas invivibles, están provocando, sin saberlo, un cortocircuito.  

Por Evelyn Erlij

En 2010, cuando predecir una pandemia sonaba a fantasía, cuando faltaba una década para que el trabajo invadiera la vida con el auspicio de WhatsApp y las reuniones se hicieran en pantuflas vía Zoom, Remedios Zafra (Zuheros, 1973) publicó un libro que hoy pone la piel de gallina. En él planteaba un futuro cercano en el que pasaríamos cada vez más tiempo detrás de una pantalla para trabajar; un mundo sin párpados en el que veríamos y seríamos vistos todo el tiempo; una vida reducida a los pocos metros cuadrados de una habitación propia que, a diferencia de la de Virginia Woolf, ya no sería un espacio de libertad, sino de nuevas formas de esclavitud. “No resulta baladí que este movimiento de «vuelta a casa» propiciado por Internet y las formas de relación y trabajo inmaterial ocurra análogamente a las periódicas puestas en crisis de la movilidad por la vulnerabilidad a la que el desplazamiento veloz expone a los cuerpos y al planeta”, advertía en Un cuarto propio conectado.

Entre las causas posibles que asentarían lo que hoy llamamos “teletrabajo”, Zafra mencionaba atentados, agentes climáticos adversos o alguna “enfermedad globalizada”, eventos que impondrían “nuevas exigencias de imaginación política y económica derivadas de un sistema capitalista que se debate entre repetirse y reimaginarse, pero no dispuesto a ceder”, advertía. Lo cierto es que la pandemia, este mal de dimensiones planetarias, confirmó su tesis: el trabajo desde casa terminó haciendo más eficientes las formas de producción; muchas empresas ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja sin horarios y cada cual pone su propio internet al servicio del empleador. La ansiedad y el cansancio se han exacerbado, y si la línea entre el trabajo y la vida antes era difusa, hoy es imposible distinguirla. En otras palabras, el capitalismo no cedió: se volvió incluso más agresivo.

Remedios Zafra. Gentileza de la autora

“El sistema no solo no ha frenado, sino que ha dado una nueva vuelta de tuerca. Al teletrabajo ya normalizado después del experimento hiperproductivo de los confinamientos, se suma la vida-trabajo hilada con viajes, desplazamientos y presencialidad que llevan al agotamiento y al hartazgo de muchos”, explica Zafra desde España, meses después de publicar Frágiles, un ensayo en el que estudia lo que define como “la nueva cultura ansiosa” del trabajo a la luz de la crisis del coronavirus, que ha expuesto como nunca la vulnerabilidad de los cuerpos, pero también los vicios de las prácticas laborales y la autoexplotación. El libro es una suerte de continuación de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital —ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2017—, obra que la instaló como una de las principales pensadoras en torno a la cultura contemporánea, la creación e internet.

Ese texto fue un remezón: Remedios Zafra diagnosticaba una industria cultural impulsada por un entusiasmo fingido de sujetos dispuestos a sacrificar sus vidas a cambio de pagos simbólicos —reconocimiento, aplausos, likes— o de esperanza de vida pospuesta —“haré esto gratis porque algún día dará réditos”—. Un entusiasmo que serviría de motor para trabajos culturales, creativos e incluso académicos; tareas pasajeras que consumen energía y tiempo, que quizás suben la autoestima, pero que no aseguran ni dinero ni un buen vivir. “Como si la pareja «pobreza y creación» actualizara, en un giro y engarce temporal, aquella época anterior a la invención de la imprenta en la que, sugería Smith, «estudioso y pordiosero» eran palabras casi sinónimas”, escribió en ese ensayo angustiante que sacó ronchas e hizo, incluso, que se le acercaran varios precarios a reclamarle por hacerlos tomar conciencia de sus “vidas poco vivibles”. 

Frágiles, de hecho, nace en parte como una respuesta a una de esas quejas, un impulso que la lleva a hacer un diagnóstico más extenso sobre cómo el trabajo en el siglo XXI —y en especial luego del coronavirus— va secuestrando cada vez más la vida íntima, sobre cómo devora nuestros tiempos de ocio y exige más y más deberes. ¿No son la visibilidad, la autopromoción y la construcción de identidad en redes sociales nuevas obligaciones para ser alguien, tener éxito y existir?

“Cuando escribí Un cuarto propio conectado, la idea que teníamos del teletrabajo abarcaba una gran cantidad de actividades intelectuales, reflexivas, creativas, administrativas y de gestión que podíamos hacer en casa, habitualmente ‘en silencio’ —dice Zafra, que además de ensayista y académica es Científica Titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España—. Uno de los cambios más evidentes ha sido que el cuarto propio conectado en los dos últimos años de pandemia se ha vuelto ruidoso e intrusivo. Las ventanas de interlocución se han multiplicado y muchos normalizan que puedan videollamarnos en cualquier momento, fracturando ese espacio-tiempo que con mucho esfuerzo estábamos configurando como espacio para recuperar la atención perdida y lograr un ‘trabajo con sentido’. De pronto, el trabajo ha explotado en actividades que se concatenan en la pantalla sin apenas transición y descanso”.

¿Crees que la realidad del trabajo es hoy peor que como la imaginaste en 2010?

—Ha cambiado en muchos sentidos, y confío en que siga cambiando para configurar mejores organizaciones de tiempos de vida y trabajo. El escenario se ha hecho más complicado con la vuelta de muchos trabajadores a la presencialidad “sin” restar el teletrabajo que se ha instalado como dinámica normalizada. La problemática exige tener en cuenta varias cuestiones. Por un lado, abandonar la visión acomplejada de que el trabajo es el lugar al que se va y no “la práctica que se hace”, de forma que muchos piensan que la presencialidad es “en todos los casos” la mejor opción, sin valorar que es también la más contaminante y la que suma más tiempos a trabajos que en gran medida podemos desarrollar en casa y que tienen (y deben tener) el mismo reconocimiento. Por otro lado, racionalizar nuestros tiempos de trabajo, aprender a gestionarlos, a exigir horarios y respeto por los tiempos propios y de descanso. Pienso que el teletrabajo es un modo imprescindible y necesario para una vida mejorada y para lograr un mayor compromiso con los demás y con el planeta, pero no puede ser impuesto, sino negociado y personalizado. No puede ser considerado como un extra de tiempo invisible y sumado al presencial.

Durante la pandemia millones de personas han renunciado a sus trabajos, ya sea por una toma de conciencia de la explotación laboral, por la crisis del cuidado infantil o porque las ayudas gubernamentales han permitido correr el riesgo. En inglés lo llaman The Big Quit y Paul Krugman cree que esto es una gran reformulación del capitalismo. ¿Cómo ves esta situación? 

—La veo con esperanza, porque el capitalismo contemporáneo se apoya en la desarticulación colectiva y en el espejismo de éxito individual sobre la desaparición de un suelo de garantías sociales que contribuye a normalizar la precariedad hiperproductiva sin mayor respuesta que la queja solitaria. No contaban con que la queja es contagiosa. En este sentido, la pandemia ha sido el “gran interruptor” que ha permitido a muchos frenar y tomar conciencia. De la fragilidad de los cuerpos de manera dura y cotidiana, pero también del sinsentido de una vida que nos hace infelices cuando nos dociliza y convierte en engranajes de la máquina.

Da la impresión de que el capitalismo, en vez de reimaginarse durante la crisis, se radicalizó.

—El capitalismo siempre busca sacar partido de las coyunturas, pero en este caso no ha valorado el hartazgo de quienes se han visto frágiles y han empezado a moverse en otro sentido. Lo que ha ocurrido en Estados Unidos con la gran dimisión es ilustrativo de este otro tipo de contagio no esperado por el sistema y que sitúa, por una vez, a los empleadores sin instrumentos para actuar. Porque cuando una persona abandona un trabajo que considera precario, injusto u opresivo puede que no movilice más allá de su dignidad, pero tiene la fuerza simbólica de generar preguntas en el de al lado. El contagio social también se da como forma de movilización y activismo. Y en este caso es más llamativo, puesto que la herramienta predictiva del capitalismo se basa en lógicas algorítmicas (sostenidas en estadísticas sobre “lo ya vivido”) y no ha podido prever la situación. Cierto que para que ese ejercicio de contagio tenga lugar se precisa un dejar de mirar al frente (la pantalla) y volver la mirada a quienes están al lado.

En ese sentido, la vulnerabilidad nos convierte en una comunidad: podríamos crear lazos entre frágiles. ¿Ves algún potencial político ahí? 

—Pienso que todo movimiento colectivo posible requiere un paso necesario que es la toma de conciencia. A partir de ahí cambiar ese mantra capitalista que refuerza al individuo como alguien individualista productivo y no pensativo, obliga a un pensarse como un “pensarnos”. Lo que no está claro es si ese encuentro comunitario se materializará de manera activa (como en una suerte de Workers Lives Matters) o pasiva, como está ocurriendo con la dimisión, que hasta ahora es la seña de identidad de este nuevo cambio. El freno que ha supuesto confinarnos viendo (o experimentando) la enfermedad y la muerte ha acentuado nuestra percepción como seres vulnerables. Lo que cabría esperar es que dicha percepción pueda ser articulada desde una renovada solidaridad social que nos permita imaginar otras formas de vivir y trabajar. Formas que están por definir, pero algo tenemos claro: las actuales no nos sirven.

***

En los primeros meses de la pandemia, Remedios Zafra solía citar el ejemplo de Isaac Newton para explicar el potencial que podía tener esta crisis para fortalecer la concentración creativa: en 1665, una epidemia de peste obligó al científico a encerrarse por un período largo en su granja, gracias a lo que pudo enfocar su atención y hacer algunos de sus descubrimientos más importantes. El tiempo que ha pasado desde que el covid-19 irrumpió en la cotidianeidad prueba que, a la larga, ocurrió lo contrario: a falta de espacios públicos y vida social, las pantallas se convirtieron más que nunca en la forma principal de interactuar con el mundo exterior. La ensayista lo venía diciendo hace años en libros como Ojos y capital (2015): vamos en camino a una nueva idea de lo real, donde la visibilidad es garantía de existencia y valor, y donde los ojos son el nuevo capital. Así nace otra desigualdad: la de los no-vistos, los que no existen en el mundo conectado, los que no tienen acceso a internet o educación digital.

“El precio de la desconexión total es un precio al que solo se pueden enfrentar los ricos o los valientes —explica la autora—. Quizá la complejidad y el reto de todo esto radique en aprender a gestionar la desconexión no como algo radical y definitivo (que solo alentaría formas de oscilación y polarización) sino como parte de un aprendizaje de emancipación y libertad, tomando el control de nuestros tiempo y vidas, sin renunciar a su potencia transformadora para socializarnos y generar comunidad, conocimiento y un mundo mejorado”. 

Dices que vivimos en un mundo-vertedero ávido de aquí y ahora, “en una época que no puede aguantar más sobreproducción ligera, más residuo”, detrás de pantallas-escaparates sin párpados que nos anestesian y nos hunden en el basural audiovisual generado por los excesos del capitalismo de la información. 

—La precariedad contemporánea se caracteriza por normalizar lo descartable. Categorías como aceleración y exceso definen un mundo excedentario en información y datos pero también en ruido, donde se incentiva una producción rápida que por lo tanto es, en la mayoría de los casos, un hacer “sin alma”, “sin sentido”, sin la posibilidad de profundizar en las cosas. Tiene que ver con el predominio de lógicas de valor que priman lo “acumulativo” frente a lo narrativo, que busca integrar la complejidad.

Mientras más precarios los trabajos, mientras más inestables, más necesario es agradar, sonreír, ser simpático. También hablas de la cultura de la culpa, muy enraizada en la cultura laboral de la autoexplotación. ¿Cuánto del trabajo contemporáneo se juega en los afectos?  

—Es un tema que me parece clave. En El entusiasmo esta es una de las ideas sobre las que se sostiene la reflexión: que en un contexto de precariedad normalizada, donde la mayoría están formados y tienen expectativas, el sistema se vale de la instrumentalización de su entusiasmo para contratar a los que están dispuestos a dar más por menos e incluso a dar las gracias. Ser elegidos entre una multitud de desempleados y considerar que el trabajo precario o a veces ni siquiera pagado es el premio es una perversión absoluta pero real del sistema.

Ocurre además en tanto el trabajador se convierte también en imagen y marca de sí mismo en las redes y sabe que el “parecer” será esencial como carta de presentación. El asunto de los afectos por el que me preguntas tendría mucho que ver con lo que en Frágiles denomino un sujeto “desapasionado” que se entrena en el agrado y el aparentar como manera de sobrevivir en un entorno hostil donde pesa más el parecer que el ser. Es un rasgo claro de la cultura feminizada por el patriarcado, donde “el agrado” ha sido entrenado y alentado en las mujeres como forma de docilización. Ahora pasa algo similar con los trabajadores.

Has dicho que el trabajo intelectual debe ayudar a pensarnos en la complejidad de la época, pero que la velocidad y el exceso terminan por neutralizar ese pensamiento crítico. ¿Qué consecuencias tiene vivir bajo esa contradicción?

—Vivimos un tiempo que menosprecia el trabajo reflexivo. El trabajo cultural y humanístico es denostado como trabajo prescindible y menos productivo. Alentar que no necesitamos pensamiento es sucumbir a la idea de un mundo complaciente y domesticado. El trabajo cultural e intelectual no es más o menos útil, es necesario, imprescindible diría. De él esperamos que logre perturbar y zarandear conciencias, que despliegue sus argumentos críticos frente a formas de poder y opresión simbólica que se normalizan. Pero ocurre que contextos como los universitarios o culturales están también afectados por la mercantilización del conocimiento y la burocratización o apagamiento precario de muchos de sus trabajadores. Quienes trabajamos en estos contextos y tenemos los privilegios de ser vistos y leídos tenemos que alertar de esta situación y pensar solidariamente en maneras de empatizar y crear lazos, de generar resistencia a la mercantilización del saber.

Esto no puede ser una sentencia, hay posibilidad de intervención. Cierto que esto nos hace vivir con constantes contradicciones, pero pienso que cuando somos conscientes de ellas, pueden operar como base y estímulo de nuestro pensamiento. De hecho, lo que advertimos como contradicciones en muchos casos no es más que la capa visible de la complejidad.

Juan Castillo: “El desierto es lo único que considero como mi patria”

Todos los años, desde 1997, algún proyecto o exposición trae de vuelta a Chile al artista y exmiembro del emblemático grupo CADA en los 70. Castillo es autor de una obra siempre en construcción, que ha puesto foco en el desarraigo de las personas que dejan su país de origen y van generando nuevas identidades. Ahora, en el MAC de Quinta Normal, presenta Geometría emocional, que tiene un carácter aún más personal al indagar, a través de pinturas, videos e instalaciones en el espacio, en el éxodo de compatriotas que, cómo él, se quedaron en Suecia.

Por Denisse Espinoza E.

Juan Castillo (Antofagasta, 1952) llevaba 15 años lejos de Chile, estaba exponiendo en el Festival Internacional de Seúl un proyecto nuevo titulado Frankenstein, que consistía en la proyección de un rostro formado por fragmentos de etnias de distintos lugares del mundo, cuando el cineasta y curador francés Jean-Paul Fargier le sugirió exponer esa obra en su país de origen. “Ya no tengo ninguna relación con Chile, le dije. Y de vuelta me responde que él sí y que me llevaba a la Bienal de Videos, y fue así que empecé de nuevo a venir todos los años a Chile”, recuerda el artista, sentado en la cafetería del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

Juan Castillo. Foto: cortesía MAC Quinta Normal.

Fargier, videoartista francés y quien fuera uno de los nombres clave en el desarrollo de Festival Franco-Chileno de Video Arte —que en los 90 derivaría en la Bienal de Video y Artes Electrónicas y que hoy continúa vigente como Bienal de Artes Mediales—, logró insertar la obra de Castillo ese mismo año —1997— en la Bienal de Video en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC). La pieza no solo marcó la vuelta del artista a la escena local, sino que “abrió una de las líneas de reflexión más importantes de su trabajo relacionadas con su experiencia como persona migrante”.

Así lo describe Andrea Pacheco, curadora de la actual muestra que tiene otra vez de vuelta a Castillo en el país y que en una de las cinco salas alberga el registro de Frankenstein, el proyecto con el que comenzó todo. En Geometría emocional —abierta hasta enero en el MAC de Quinta Normal— el artista despliega pinturas, videos, objetos e instalaciones a partir de 12 entrevistas realizadas a compatriotas que como él se exiliaron en Suecia tras el golpe de Estado de 1973 y a sus descendientes, entre quienes se cuenta también su hijo.

“Partí de una pregunta muy vaga y general: les pedí que me relataran qué es lo que piensan cuando piensan en Chile. La variedad de respuestas fue muy bonita, porque en las generaciones antiguas hay una relación dolorosa con Chile y se entiende porque varios de ellos estuvieron prisioneros en campos de concentración antes de salir al exilio. Pero las nuevas generaciones son otra cosa, tienen una mentalidad sueca, hablan un español champurreado y tienen una relación idílica con lo que es Chile”, comenta Castillo.

El artista selecciona frases para armar relatos visuales: pinta los rostros de los protagonistas y escribe sus respuestas en la pared, en el suelo y sobre piedras que cuelga en las paredes, también en otros objetos encontrados. Usa té y harina —materiales que son parte del imaginario de su infancia en las salitreras del norte— para pintar los lienzos inspirados en obras de otros artistas, desde Violeta Parra, pasando por Pablo Burchard, Alejandro Montero y Paloma Rodríguez. Al final del recorrido se develan los videos con las entrevistas y las frases van encontrando cada una su contexto.

“Hay una carga emotiva que es muy fuerte. Me quedé muy contento cuando terminé de montar en el MAC porque la misma gente del museo me decía que era algo increíble, que se les paraban los pelos al escuchar los relatos. Incluso el otro día vino Alfredo Jaar a visitar la muestra y entra y me dice ‘oye hueón la cagaste, vi a dos personas que salieron llorando’”, cuenta el artista. “Eso ya me parece muy emocionante, porque para mí lo importante era empezar a recoger esta memoria fantástica de los exiliados que está desapareciendo, porque nadie se está dando el trabajo de registrarlo. Es algo que se ha explorado muy poco, y este es solo el comienzo”, agrega.

Como antecedente está Huacherías una serie de exposiciones que el artista realizó entre 2015 y 2017, con obras en video-objetos y pinturas a partir de relatos de migrantes en Chile, y donde busca reconocer al “huacho” que hay en todos, desmontando la idea de las identidades arraigadas en la nacionalidad.

Para Juan Castillo, el arte siempre es una obra abierta, una obra vital que se va construyendo de a poco, episodios a los que vuelve una vez para sumar un nuevo comentario, agregar un nuevo capítulo. También es una obra que siempre tiene cruces de disciplinas y soportes, estrategia de la que fue uno de los pioneros junto al Colectivo de Acciones de Arte (CADA), el grupo que en 1979 fundó junto a Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld, Diamela Eltit y Fernando Balcells, y con el que desarrolló bulladas performances en contra de la dictadura de Pinochet.

En 1982 y tras el intenso trabajo con el CADA, Castillo participó en la Bienal de París y desde allí comenzó un periplo mostrando sus obras por varios países de Europa, hasta instalarse en Suecia. Nunca más regresó. Hoy sus obras son parte de las colecciones suecas más importantes, vive en una cómoda casa en Svedje y viaja a Chile una o dos veces al año.

Obra de Geometría emocional (2021), Juan Castillo.

¿Cómo ha sido tu experiencia como migrante en Suecia, siendo además artista?

—Es difícil insertarse en Suecia para los extranjeros, pero es difícil como lo es para los extranjeros también acá. La verdad es que la única vez que me sentí segregado fue en el propio Chile, cuando me trasladé desde el desierto de Atacama a estudiar a Santiago. Pero hay discriminación en todos los países y todo país es un invento. O sea, qué tiene que ver un tipo que vive en Arica con uno que vive en Punta Arenas, culturalmente no tanto. En Suecia hay discriminación, pero la verdad es que no me puedo quejar tanto, porque finalmente los suecos me han elegido para representarlos en bienales de arte, y yo me pregunto si aquí en Chile elegirían a un boliviano para enviarlo a Venecia, imposible. He conseguido muchas becas y recursos de lo que sería el Consejo de la Cultura sueco para mi obra, y claro que sería más fácil si fuese sueco, pero igual estoy representado en las colecciones más importantes de Suecia. El gobierno sueco me compró hace unos años una cantidad de obras importantes, por sobre 40, eso es harto. Pero cuando recién llegué a Suecia no fue fácil. Trabajé lavando platos, hice todo lo que hacen todos los inmigrantes y no fue un mes, trabajé 3 años. Pero hace mucho tiempo que vivo del arte. Con la venta de mis obras me compré unas casas en un pueblo que tiene puro caserío, no hay ni almacén, está alejado de todo, pero es increíble. Además, cuando cumplí 65 años vino el gobierno y me dijo “señor, usted está jubilado”, y comencé a recibir mil euros mensuales. Para mí eso era increíble. Algunos amigos me decían que era una miseria, pero si yo estoy acostumbrado a solucionar mi economía solo: mil euros extra son increíbles, me da estabilidad. Todas esas cosas en Chile son imposibles para la gente que no nació con una herencia de familia.

Devolviéndote la pregunta de tu muestra, ¿cómo describirías tu relación con Chile?

—A mí me gusta vivir en Suecia, no tengo ese bicho de algunos chilenos que dicen “oh, qué daría yo por venirme a vivir en Chile”. Cuando vengo en el avión de viaje a Chile, vengo feliz, y cuando voy en el avión de vuelta a Suecia, voy feliz también. Creo que uno tiene que vivir en todos lados; si te sale una exposición en Shanghái, pues vives en Shanghái, para eso está el planeta. Pero si hablamos de patria, para mí el desierto es lo único que considero mi patria. Creo que uno pertenece a un paisaje más que a un país, y lo divertido es que ahora he terminado viviendo en el paisaje opuesto, un país con nieve y temperaturas que pasan de menos 45 a 12 grados.

Cada vez que viene a Chile, Juan Castillo vuelve a reunirse con los amigos artistas de antaño, pero también tiene una facilidad increíble para armar proyectos con las nuevas generaciones, a quienes suele invitar a su casa en Suecia, que se ha convertido en destino de residencias artísticas. “Yo pago la comida y el alojamiento y ellos se encargan de postular al fondo de ventanilla abierta para pagar los pasajes. Ha funcionado mucho y ha pasado un montón de gente, hace 15 años que lo hago”, cuenta.

Durante la revuelta social colaboraste con el colectivo Pésimo Servicio de Valparaíso, ¿cómo se dio ese trabajo?

Yo había llegado a Valparaíso para una exposición donde iba a participar también Enrique Ramírez, y cuando llego me dicen que no se puede hacer nada por la revuelta, pero que me quedara en el hotel si quería porque eso ya estaba pagado. Así que eso hice. Ser testigo del estallido fue super emocionante, claro que con las lacrimógenas me ahogaba, así que cuando comenzaban a salir las bombitas me devolvía al hotel. De repente me invitan a dar una conferencia en el Centex junto a este grupo que es Pésimo Servicio, cada uno habló de su trabajo y quedamos enganchados altiro. Almorzamos juntos y de eso salió el primer proyecto, que se hizo justo antes de la pandemia en marzo de 2020. Yo les ofrecí trabajar con un proyecto mío (Minimal barro 2006-2011), que consistía en proyectar una imagen en la parte trasera de un camión que se paseaba por el plan de Valparaíso. Ellos pusieron la imagen de la bandera chilena y los pacos desfilando abajo, y de sonido usamos el discurso que dio Piñera sobre que Chile estaba en guerra. Lo proyectamos de noche y terminamos en la Plaza Sotomayor cuando nos detuvieron por no tener permisos. Ahora algunos integrantes de Pésimo Servicio están esperando los resultados de un proyecto para ir a mi casa en Suecia, donde quieren trabajar con mi archivo. Va a ser muy bonito.

Obra de Geometría emocional (2021), Juan Castillo.

Fuiste parte y fundador del grupo CADA, que fue muy importante en la historia del arte de resistencia durante la dictadura. ¿Qué ha significado para tu carrera posterior?

—El CADA fue algo importante, pero también algo que ya pasó. A veces con la Lotty nos daba rabia porque siempre que nos llamaban era para preguntarnos por cosas del CADA, y sentíamos que eso ya había pasado hace tanto tiempo y que nadie nos preguntaba por lo que estábamos haciendo ahora. Con la Lotty éramos muy cercanos, fue muy fuerte cuando falleció. Habíamos hablado pocos días antes por teléfono y estaba bien, fue todo muy rápido y repentino. Con ella trabajé incluso antes del CADA. Hicimos varias acciones juntos, un viaje al norte, recuerdo, y una intervención con fotos a vagabundos que colgamos en los árboles del Parque Forestal y que luego exhibimos en una muestra que se hizo en la Iglesia de San Francisco por los derechos humanos, en 1978. Hace un par de años la Lotty encontró esas obras en su casa y se las vendimos a Pedro Montes, que tiene una colección importante con obras de esa época.

La verdad es que tanto el CADA como lo que aprendí en la escuela de Arquitectura de Ciudad Abierta son vertientes que yo respeto mucho en mi vida, porque ambas vieron la importancia del cruce interdisciplinario como elemento creativo.

Ahora vuelves con esta muestra que habla sobre las migraciones en tiempos en que en Chile se ha recrudecido el trato hacia los extranjeros. ¿Cuál es tu percepción de lo que está pasando?

—Para mí es una revoltura de estómago terrible. Hace solo dos años y tantos que fue el estallido, que parecía como el renacimiento de Chile, era increíble, y yo veía los muros, las calles, todo me parecía fantástico, era un estallido de creatividad que inundaba todo. Y ahora en la última votación no podía creer que la primera mayoría la tuviera un personaje como Kast. A mí me da un miedo terrible, sobre todo porque no me di cuenta de que eso podía pasar. Para mí fue muy fuerte que en el norte, que era como nuestra reserva de la lucha social chilena, haya también ganado un tipo como Parisi, no le encuentro explicación. Chile sigue en ebullición, pero no solo es Chile, es el planeta. Los movimientos ultraderechistas han agarrado fuerza en muchas partes del mundo. En Suecia también han aumentado los votos de la ultraderecha. El racismo y la discriminación dan mucha pena, porque la derecha usa el racismo como un elemento ficticio: si en realidad somos todos migrantes. Imagínate que este tipo ultraderechista habla contra los inmigrantes y es de origen alemán. Lo que pasa es que también hay países que son mirados en menos, en Europa pasa igual: allá nadie habla de la migración de Estados Unidos, sino de las migraciones de los países árabes y de Latinoamérica. Ojalá se dieran cuenta de que la cultura se ha hecho gracias a la migración, a la mezcla de ideas y culturas.

Eliana Furman, directora teatral: “En esta sociedad la madre que cuestiona su rol es vista como una mujer desagradecida”

La actriz, cofundadora de la compañía Teatro Club Social y discípula de Vivi Tellas —figura fundamental del teatro latinoamericano y fundadora del concepto de biodrama— vuelve al teatro con la obra (Puerperio), un proyecto colectivo que explora, a partir de una larga investigación y recopilación de casos reales, esa etapa silenciada que viven las mujeres después de dar a luz: el puerperio. A partir de ahí, aborda también el aborto, las miradas edulcoradas hacia la maternidad, la soledad de las madres y la violencia obstétrica.

Por Evelyn Erlij

En enero de 1892, la revista literaria estadounidense The New England Magazine publicó un cuento titulado “El tapiz amarillo”, sobre una mujer que, luego de dar a luz a su hijo, va cayendo poco a poco en un estado de locura. El texto, firmado por la escritora  Charlotte Perkins Gilman, describe la “cura de reposo” que un médico le impone a la joven madre para sanarla de su crisis nerviosa: vivir una vida lo más doméstica posible, confinarse, descansar y no tomar un lápiz o un pincel bajo ningún motivo, ya que la actividad intelectual estaba contraindicada. “Si un médico prestigioso, que además es tu marido, le asegura a amigos y parientes que lo que le pasa a su mujer no es en realidad nada grave, sólo una ínfima depresión nerviosa transitoria (tal vez una ligera propensión a la histeria), ¿qué se puede hacer? (…). Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, creo que un trabajo agradable e interesante me sentaría bien. Pero ¿qué puede hacer uno?”, se pregunta la protagonista.

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

“El tapiz amarillo” es un relato feroz que es considerado una de las primeras —o más explícitas— alusiones a la dureza del puerperio o posparto, un período emocional y físicamente turbulento que comienza con el nacimiento y puede terminar hasta dos años después, cuando el organismo de la madre vuelve a su estado original; un tramo de vida del que poco se habla a nivel social y que en las artes tampoco ha sido demasiado tratado. Hay excepciones, como algunos poemas desgarradores de Sylvia Plath, la novela No, mamá, no, de Verity Bargate, o el ensayo “Leche”, de Margarita García Robayo, en el que apunta: “yo escribo desde el puerperio y para las puérperas; las primerizas; las que dudan por default; las que se creen débiles, las que lo son; las que quisieron pero no alcanzó; las de la pregunta constante ¿por qué nadie me dijo?”.

Esa misma interrogante, junto a otros asuntos que afectan la forma en que una mujer vive esta etapa —desde la depresión posparto hasta la violencia obstétrica—, son los que la directora chilena Eliana Furman quiso abordar en la obra teatral (Puerperio), quien luego del embarazo de su primera hija, y en colaboración con un grupo de artistas escénicas, comenzó a investigar y a hacerse preguntas en torno a este tema.

“Se trata de un tramo crítico del cual nadie habla, que transforma para siempre la vida de la madre, dejando profundas cicatrices físicas y emocionales —explica el equipo al detallar los fundamentos de la obra, que estará en cartelera hasta el 28 de noviembre en Taller Siglo XX Yolanda Hurtado—. Creemos que el desconocimiento del puerperio en específico y de la experiencia de la maternidad como un todo, incluyendo su elección, es algo que perjudica significativamente a la sociedad y en especial a la mujer. En el desconocimiento social de los aspectos más sombríos de la maternidad, se aísla a las mujeres que lo viven. Así, muchas mujeres viven algunos de sus procesos de maternaje avergonzadas y en soledad”.

(Puerperio) es un montaje que, desde una visión crítica y feminista, cuestiona las miradas edulcoradas de la maternidad y pone sobre la mesa temas como el linaje femenino, el aborto, la decisión de ser madre y la violencia obstétrica, descrita por la OMS como “la violencia ejercida por profesionales de la salud hacia las mujeres embarazadas, en labor de parto y el puerperio”, y que en Chile afecta a una gran cantidad de mujeres. Según la primera “Encuesta nacional sobre violencia obstétrica” realizada por el Colectivo Contra la Violencia Ginecológica y Obstétrica, un 80% de las entrevistadas afirmó haber sido víctima de ella. 

En la primera etapa de investigación, la directora recolectó testimonios de más de cien mujeres y trabajó ese material junto al colectivo (Puerperio) siguiendo los métodos del biodrama, corriente teatral centrada en la exploración de la vida de personas reales —no actores—, a partir de lo que se construyen piezas biográfico-documentales. Furman viene recorriendo este camino desde hace varios años: luego de egresar de la Universidad de Chile y especializarse en dirección teatral con la argentina Vivi Tellas —creadora del concepto de biodrama—, fundó junto a María Luisa Vergara el colectivo Teatro Club Social, con el que trabajaron temas como la inmigración (40 mil kms), la vida de los adultos mayores (Club social) y la realidad carcelaria (Belleza) junto a actores no profesionales.

“En términos de lenguaje teatral, en (Puerperio) utilizamos las técnicas del biodrama y del teatro documental. El guion dramático se basó en las biografías de las artistas escénicas que están en la obra, en una mixtura que incluye algunos testimonios de otras mujeres entrevistadas y material de archivo como fotografías, partes médicos y videos”, explica la directora.  

No se habla lo suficiente de lo oscuro y solitario que puede ser el puerperio, y es extraño y desconcertante tomar conciencia de que media humanidad ha pasado por eso. ¿Por qué ahora estamos hablando de esto? Y en particular en tu caso, ¿por qué decides embarcarte en este tema?

—No sé si ahora estamos realmente hablando del tema. Sí creo que ha habido un avance en algunos aspectos del cuidado de la gestación, del parto y del posparto en las discusiones socioculturales, pero todavía hay mucho desconocimiento del puerperio. De hecho, cuando empecé con la investigación, noté muchas veces que las personas ni siquiera conocían la palabra. Personalmente decido embarcarme en este tema cuando llegó mi puerperio, esa grieta profunda que vivimos las mujeres al convertirnos en madres. Ese desconocimiento total de lo que vino después del parto me hizo pensar en la profunda necesidad de visibilizar la temática. 

En (Puerperio) se presentan diversas experiencias de maternidad. ¿Cómo dirías que se conectan entre ellas? ¿Con qué te encontraste cuando investigaste sobre el tema, qué fue lo que más te sorprendió?

—Creo que las experiencias de maternidad se conectan entre todas. Ya sea en mayor o menor medida, la locura, las fantasías del puerperio y la ambivalencia con la que se enfrenta el mismo proceso de maternar, fueron experiencias que identifiqué en gran parte de las mujeres que participaron de la investigación y compartieron sus testimonios. De todos los relatos que recopilé, lo que más me sorprendió es la soledad que hemos vivido todas las mujeres en el proceso del puerperio. Esa soledad profunda que a veces, en circunstancias extremas, puede desencadenar serios episodios de psicosis puerperal en los que podemos ver casos como el de  una madre que llegó a imaginar incluso que ahogó a su hija mientras mamaba, que es un testimonio real que mostramos dentro del montaje. Obviamente la mayoría de los puerperios no llegan a psicosis, pero si este momento de la vida estuviera cuidado, contenido y abrazado, probablemente sería menos duro.

Además de tu experiencia y los testimonios que recolectaste a lo largo de todos estos años, ¿qué referencias literarias o teatrales leíste o viste para este montaje?  

—Un libro que me marcó mucho es El nudo materno, de la escritora estadounidense Jane Lazarre. Es un texto autobiográfico escrito en los años 70 que ahonda precisamente en la ambivalencia de la maternidad, en sus luces y sombras. Leerlo fue muy inspirador porque vi reflejada mi historia y la de tantas mujeres que apoyaron el proyecto. En el ámbito teatral, me inspiró el trabajo de la compañía alemana Rimini Protokoll, específicamente la utilización que hacen de las pantallas y la forma en que estos elementos tecnológicos dialogan con el elenco. Sin duda esto fue un referente al momento de resolver, por ejemplo, cómo llevar a escena el testimonio de las madres de las actrices, algo crucial dentro del montaje.  

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

Con el embarazo, una toma conciencia de que no se trata solo de una, sino de una historia familiar, de una suerte de cordón umbilical que nos conecta con el pasado. ¿Hasta qué punto la reflexión de una como madre es la reflexión de una como hija? Te lo pregunto por ese momento de la obra en que se dice: “Cuando me entra el miedo / Pienso en las mujeres que hicieron esto antes que yo”.

—Cuando fui madre surgió con fuerza el relato histórico de mi propio linaje femenino. Como bien dices, apareció ese cordón umbilical que nos conecta. En lo personal, llegado el momento del parto traje a mi memoria a todas esas mujeres que me precedieron y entregaron la fortaleza que define a esta nueva persona en la que me convertí al ser madre. Creo que más allá de la relación que las mujeres tengamos con nuestras madres, en oposición o en imitación, su relato emerge con fuerza cuando vives la maternidad. Entonces creo que la carga histórica que nos determina como hijas, nos determina también como madres, que las vivencias se funden cuando pasas de ser mujer-hija a ser mujer-madre.

Quizás lo más extremo de la maternidad llega cuando nace el hijo y empieza esa montaña rusa en la que no hay tiempo ni de pensar. Muchas mujeres empiezan a escribir ahí para parar, para tratar de entender la vorágine que las arrastra. ¿Cambió en algo la maternidad la forma en que te acercas a los procesos creativos?

—Sí, la maternidad fue crucial en mis procesos creativos en todos los aspectos. Esa vorágine trajo cuestionamientos profundos de cómo se vive el hecho de maternar, de qué pasa con la mujer que era y la que soy, del quiebre emocional y psíquico tan hondo que se produce al parir. De hecho, desde que me convertí en madre todos los nuevos proyectos que vinieron están ligados a la temática. Hoy estamos pensando en dos montajes que hablarán de otros aspectos de la maternidad, siempre obviamente tratando de abarcar su lado más oscuro y menos visibilizado.

Hay un silencio en torno a la dureza de la maternidad. No se oyen mucho las quejas de las madres, o no se oyen con la fuerza suficiente: la madre que se queja es una potencial “mala madre”. ¿Crees que las artes están abriendo un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?  

—Es que en esta sociedad que romantiza la maternidad hasta lugares insoportables, la madre que cuestiona su rol y que expresa su sufrimiento y dolor, es criticada y se le mira como una mujer desagradecida, que, teniendo lo más maravilloso del mundo, se queja. Y ese dolor, esa dureza, también es parte de la maternidad y en la medida que se normalice se vivirá con menos culpa y vergüenza. Y sí, creo que el arte nos permite reconfigurar la vida, que abre un lugar sensible y libre para cuestionar aquello acerca de lo que en el espacio cotidiano evitamos hablar, que tiene la capacidad de hacernos reflexionar e inspirar nuevas ideas sobre el mundo y sobre nuestro propio ser.

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(Puerperio)
De Eliana Furman y Colectivo (Puerperio)
Funciones presenciales y por streaming hasta el domingo 28 de noviembre en el Taller Siglo XX Yolanda Hurtado.
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