¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?

El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».

Por Ignacio Álvarez

Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

El escritor Emmanuele Carrère. Foto: María Teresa Slanzi.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?

Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.

Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?

Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.

El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.

No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?

Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000

Martín Gubbins, autor de la bandera chilena negra: “Quedarme lo más callado posible fue una decisión ética y estética”

Su vida se remeció cuando, en octubre de 2019, uno de sus poemas visuales se viralizó y transformó en uno de los principales íconos de las protestas en Plaza Italia. Aquí, el poeta visual y sonoro habla sobre su inspiración para crearla en 2016, su tránsito desde el derecho a la escena experimental latinoamericana y el rol de la autoría en el arte político.

Por Denisse Espinoza A.

Es ya un hecho de la causa que el arte se convirtió en un recurso de lucha más durante las protestas sociales de 2019. Desde ese octubre se comenzó a desplegar en la ciudad arte sin autoría, alejado de los egos y del marketing, en forma de murales, intervenciones de danza, conciertos de música y poesía, que le dieron un tono festivo a las concentraciones en Plaza Italia, rebautizada en las protestas como Plaza de la Dignidad.

Muchas de estas acciones quedaron solo en la memoria de quienes estuvieron presentes, otras dejaron huellas que perduran hasta hoy, como la performance Un violador en tu camino del colectivo LasTesis, que tuvo incluso ecos mundiales. Otras se transformaron en íconos visuales de la protesta como la bandera negra de Chile, que apareció en las marchas junto a la Wenufoye del pueblo mapuche.

Pero, ¿cómo y cuándo nació la bandera chilena negra? El 19 de octubre, tan solo un día después de las evasiones en el Metro que detonaron el estallido social, el Colectivo Músicos de Chile emitió una declaración pública rechazando la represión policial que ya se estaba dando en contra de los manifestantes, la que fue acompañada por la imagen de una bandera negra, que hasta ese momento había pasado desapercibida a pesar de protagonizar diversas acciones musicales de su autor, el poeta visual y sonoro Martín Gubbins (Santiago, 1971).

La imagen debutó en 2016 como proyección en la performance musical “Post Tenebras Lux”, desarrollada junto al guitarrista Tomás Gubbins, durante el Festival de Poesía y Música PM, del que se puede encontrar registro en YouTube. Luego, en 2017, junto al artista Felipe Cussen, Gubbins volvió a utilizar la imagen para la performance «Banderas de Chile. #mejorhagamosunasado», realizada en Galería AFA, donde además el poeta mostró un trabajo sonoro multicapas con textos de las actas de las asambleas ciudadanas autoconvocadas del segundo gobierno de Michelle Bachelet, “un proceso fantástico con cuyos textos trabajé mucho”, cuenta hoy el artista.

Post Tenebral Lux, Festival PM (2016).

Finalmente, el 12 de octubre de 2019, solo una semana antes del estallido social, Gubbins volvió a exhibir la bandera negra en Caminos australes, su primera exposición individual en el espacio Isabel Rosas Contemporary del Cerro Alegre en Valparaíso. Allí la imprimió como grabado digital: 10 copias numeradas y firmadas, que tituló Noche y que daban la bienvenida a la sala, además de otra versión más grande de 60×60 que colgó como cuadro y que tituló Bandera. Fueron esas imágenes las que se viralizarían luego en las calles, y se transformarían en banderas de carne y hueso alzadas al viento, pero también en chapitas, stickers y afiches, un fenómeno de masificación que cualquier artista soñaría con una de sus obras, pero que en este caso pasaron a la historia sin el nombre de su autor.

Noche, en Caminos australes (2019).

“La viralización fue explosiva en internet, dos días después estaba en todos lados, fue impresionante”, comenta Gubbins. “La bandera negra fue usada por el colectivo con mi permiso y a instancias de la cantante Paz Court, quien estuvo en mi muestra y la propuso como imagen. Estoy muy agradecido de ella, porque además me acompañó mucho en este proceso de aprendizaje en las primeras semanas”, agrega.

Proveniente de una familia de arquitectos, Martín Gubbins decidió estudiar Derecho en la Universidad de Chile y a su egreso a fines de los 90 se incorporó a una prestigiosa oficina de abogados donde ejerció durante cinco años, hasta que su afición por la literatura y especialmente por la poesía pudo más. Entró a un programa vespertino de arte en la Universidad Católica y en 2001 se fue becado a hacer un magíster en Literatura en la Universidad de Londres.

“Fue como abrir las cortinas en mi cabeza”, dice. “Gracias a mi amigo el poeta Andrés Anwandter, con quien compartí esos años en Londres, comencé a asistir a un taller que me cambió todo, desde mi relación con la poesía hasta mi vida entera”, agrega.

Se trataba del Writers Forum impartido por el artista Bob Cobbing, quien terminó siendo uno de los maestros fundamentales del chileno, quien entonces tenía 32 años.

Hoy, aunque Gubbins es una figura reconocida en la escena del arte sonoro experimental latinoamericano —con libros de poesía visual publicados en diversos países— lo cierto es que no está acostumbrado a este nivel de exposición de una obra suya. Ver la imagen —que le dio vueltas en la cabeza por años y que iría exhibiendo a cuenta gotas— replicada en todo tipo de formatos, fue algo para lo que no estaba preparado y que de cierta forma fue difícil de afrontar.

Muchos artistas trabajan toda su vida para hallar esa obra icónica que los llevaría a ellos mismos a ostentar cierta inmortalidad, sin embargo en el caso de Gubbins, la obra escapó de sus manos antes (o mejor dicho después) de tiempo, transformándose hoy en una pieza de arte colectivo, de la que ya es imposible o incluso inapropiado reclamar su propiedad.

Esperanza, en Escalas (2011).

¿Qué significa para ti la bandera negra y cómo crees que ha cambiado su mensaje tras el estallido social?

—Significa lo mismo que significaba cuando la hice: oscuridad. Después del estallido he pensado muchas cosas. He debido aprender a dejar la obra fluir con su vida propia y con todas las apropiaciones imaginables: la bandera de protesta hecha con tela y maskin tape, la que se vende en las cunetas, hasta el imán para el refrigerador o las mascarillas “fashion” que quizás qué empresario mandó a hacer a China para ganar plata. Más allá de todo eso, mi conclusión es que los sentimientos que le dieron origen a ese ícono eran y son tan profundos y reales que alguien lo habría diseñado igual durante el estallido. Que haya sido yo fue una cosa de esas que no se pueden explicar. Quizás, incluso, yo era el menos indicado para hacerla, pero la hice y sé que fue una obra honesta, que surgió de mis propias oscuridades y angustias interiores proyectadas en la oscuridad histórica de Chile, reciente y no reciente.

La bandera negra, la Wenufoye mapuche y las banderas de equipos de fútbol (Colo-Colo y la U), se volvieron símbolos de la revuelta social ¿Cómo crees que conviven y le dan identidad al movimiento siendo tan distintos unos de otros?

—Creo que la bandera negra tiene la virtud de ser ecuménica. Le pertenece o puede pertenecer a cualquiera. Es un símbolo de dolor al final de cuentas, de pena, o de rabia, todos sentimientos universales en estos tiempos de crisis. Sin embargo, todas esas banderas y todas las pancartas tienen sentido y lugar en el movimiento social. Todas reflejan causas urgentes. La frustración en nuestra sociedad es una causa urgente, y yo creo que la bandera tiene que ver con eso, frustración. La causa mapuche es urgente. Y las banderas del fútbol yo las veo como símbolos de un grupo social marginado que actúa como pandilla porque no tiene más opciones para conseguir legitimidad en la sociedad, al menos ante sus pares.

En general las expresiones artísticas surgidas en torno a la revuelta social han prescindido de lo autoral. ¿Crees que esto tiene que ver con hacer frente al arte como mercancía, idea tan propia del sistema económico en el que vivimos?

—Dejó al arte, cómo decirlo, de los artistas profesionales —si es que puede decirse así, o al arte capitalista, como lo llamas— casi como un juego de niños, como juego de salón incluso, para ser aún más duro conmigo mismo. No lo veo como un tema de legitimidad de uno sobre otro modo de hacer arte, sino como un asunto de tiempos para cada cosa. En el tiempo histórico inmediato al estallido se necesitaban banderas, lemas y elementos iconográficos que tradujeran la frustración, que motivaran a salir, que quitaran el miedo. Hay otros momentos históricos que requieren reflexión crítica y escepticismo. En todo caso, mi silencio deliberado también tuvo que ver con eso; entendí que no era el tiempo del artista con nombre y apellido. Sin embargo, con el paso de los meses ha sucedido otra cosa, la marea siempre vuelve, y lo tengo clarísimo porque la bandera también ha visto suceder esto con ella misma. Están saliendo y van a salir montones de obras y proyectos con fotos o transcripciones de las pancartas y rayados, y de todo el lenguaje del movimiento, incluyendo imágenes como la bandera, por supuesto. Este legado cultural y simbólico del estallido está siendo apropiado o reapropiado en obras que sí tienen una autoría, es inevitable.

Meses después del estallido social se abrió en el Barrio Bellavista el llamado “Museo del estallido social” que reunía algunas de las obras callejeras nacidas durante la revuelta ¿qué te parece este tipo de iniciativas?

—Justamente el Museo del Estallido Social es un ejemplo de lo que te decía antes. Lo conozco. Sus gestores, Marcel, Katina y Víctor, vienen hace años trabajando en comunidades, aglutinando y visibilizando prácticas artísticas marginales o marginalizadas, de resistencia en muchos aspectos. Este museo es solo un paso más en esa línea de trabajo suya, consistente y de muchos años. Me parecen muy importantes estas iniciativas, para preservar el legado simbólico surgido con el estallido, que nos acompañará a toda esta generación y quizás a cuántas más en el futuro. Es un asunto de memoria también lo que ellos hacen.

Arte colaborativo

Definir en palabras la obra de Martín Gubbins no es fácil. Lo suyo tiene que ver con los límites de los lenguajes, cómo se expresa una idea visualmente y cómo dialoga con la palabra, lo que la mayoría de las veces hace tensionar sus distintos significantes. Muchas de sus obras pueden parecer jugarretas visuales, las que en el fondo esconden varias capas de simbolismos. Gubbins no ocupa el lirismo de la poesía tradicional y suele trabajar con palabras ajenas o hacer guiños a diferentes fuentes de referencia; como su obra Sonetos (2014) que partió como un poema visual donde reproduce los patrones de rimas contenidas en sonetos de Luis Góngora y que luego varió en performance, siendo presentada en diferentes escenarios con la colaboración de bailarines y música inspirada en los bailes “chinos” de Chile.

Para Gubbins la obra 100 por ciento original no existe y tiene claro que el arte actual se compone de los referentes del pasado. En su trabajo nombra a varios, desde ineludibles como Vicente Huidobro y Nicanor Parra, hasta amigos cercanos como Andrés Anwandter, Felipe Cussen, Martín Bakero, Anamaría Briede y su maestro en Londres Bob Cobbing.

De hecho, la mayoría de sus obras se ha nutrido con las ideas de otros poetas y músicos, que suelen colaborar con él. Ahora mismo está trabajando en conjunto con Andrea y Octavio Gana, la dupla tras el colectivo Delight Lab, en una exposición que sería presentada a principios de abril en la Galería AFA de barrio Franklin, pero que el regreso a la cuarentena obligatoria dejó en suspenso hasta nuevo aviso.

Tribunales. Foto: Jael Valdivia.

¿Te conflictuó de alguna forma que la imagen de la bandera se viralizara sin consignarte claramente como el autor de la obra?

—Los poetas no estamos buscando el “hit”. Yo no al menos. Sé perfectamente que las cosas que hago le interesan a muy poca gente, o que a veces son difíciles, o difíciles de tragar. Pero persisto porque tengo convicción -quizá ciega– y lo que hago me da energía y vida. La verdad descarté rápido reclamar su propiedad para mi ego o beneficio personal. Además, mis obritas impresas no me las iba a quitar nadie, y las huellas de mi autoría estaban en acciones públicas. Cualquier interesado en saber de dónde salió la bandera, lo puede averiguar. Pero aparte de eso, habría sido absurdo y contraproducente. Entendí muy rápido que se había transformado en un ícono nacional, y contra eso uno no tiene nada que hacer, salvo sentirse agradecido y orgulloso. Además, este movimiento se trata justamente de valorar lo colectivo, la solidaridad, entonces habría sido una cosa muy poco atinada de mi parte empezar a levantar la mano y decir: fui yo, es mía. Fui yo, sí, pero ya no era mía. Sin embargo, no fui ingenuo al respecto. Lo pensé y lo conversé con mucha gente en quien confío, las subí inclinadas a mis redes sociales, así como tambaleando, y decidí tomar una postura radical: desaparecer un buen rato, y quedarme lo más callado posible. Fue una decisión ética y estética.

¿De qué manera la viralización de esta obra particular ha repercutido en la visión y alcance de tu trabajo?

—En el fondo, todo esto ha sido para mí una gran lección de humildad, sobre dos cosas que uno repite como loro desde la teoría, hasta que las vive y se da cuenta del peso que tienen: primero, eso de que la obra está hecha para ser apropiada por el lector/espectador/auditor, que tiene un rol en ella y la completa a su manera al leerla, verla, escucharla o interpretarla. Pero mira lo que pasa cuando eso sucede a escala nacional. Hay que saber vivirlo. Tuve que aprender. Segundo, que el lugar que tenemos ante una obra es mínimo. Una vez hecha y puesta en circulación, uno queda offside. También hay que saber vivir eso. Por ese motivo me gusta dar recitales, ya que en ellos la obra se vuelve a crear, y tanto la obra como uno, cambian; al leerla a otros, interpretarla, como los músicos cuando interpretan partituras, creas. Aparte de eso, no ha incidido brutalmente en el alcance de mi trabajo, o no que yo me haya dado cuenta todavía. Como te decía antes, en ese momento tomé una decisión que era incompatible con figurar. Esta entrevista que hacemos ahora la doy porque ha pasado un tiempo suficiente, y porque se trata de la Universidad de Chile, donde eduqué muchas de las facetas de mi trabajo artístico que no existirían sin mi formación en Ciencias Jurídicas y Sociales en esta universidad pública, incluyendo la bandera probablemente.

Leídas las queremos. Entrevista a Lorena Amaro

El Día Internacional de la Mujer fue el escenario propicio para el lanzamiento de la colección Biblioteca recobrada – Narradoras chilenas, coordinada por la crítica literaria y directora del Instituto de Estética de la PUC. Un rescate de la escritura y no una conmemoración de un grupo de mujeres es lo que pretende este proyecto, que busca volver a poner en circulación textos relevantes que actualmente no se consiguen fuera de los círculos expertos.

Por Jennifer Abate C.

Casi un año tomó el trabajo que hizo posible lanzar este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, la colección Biblioteca recobrada – Narradoras chilenas, un proyecto de Ediciones Universidad Alberto Hurtado coordinado por Lorena Amaro que busca poner en circulación libros de autoría femenina que se han perdido en el ir y venir de la historia y la hegemonía del canon masculino. En concreto, la colección abre con Por él, de Inés Echeverría, prologado por Alia Trabucco; Comarca perdida, de María Flora Yáñez, prologado por Alida Mayne-Nicholls; Los busca-vida, de Rosario Orrego, con prólogo de Daniela Catrileo; y Galería clausurada, de Marina Latorre, con prólogo de la misma Amaro. Para la crítica literaria, doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesora titular del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile, se trata de un trabajo indispensable y que, sin importar la data de los textos originales, siempre interpela al presente.

¿Cómo se gestó el proyecto Biblioteca recobrada – Narradoras chilenas?

—Todo parte con una invitación de Alejandra Stevenson y Beatriz García-Huidobro, ellas hace rato le estaban dando vuelta a la idea de hacer una colección de mujeres narradoras. El año pasado me invitaron a trabajar con ellas en la coordinación de la colección. ¿Por qué sería necesario? ¿Por qué es importante recobrar estos textos? Son textos que hemos decidido, sobre todo, relevar, porque en su momento no tuvieron la circulación que debieron haber tenido y son difíciles de ubicar. Hace tres décadas, en Chile se está recuperando la escritura de mujeres. Todo empieza en los 80, con Gabriela Mistral, hay recuperaciones posteriores con Marta Brunet, se ha ido leyendo más esta literatura, pero paralelamente a esa recuperación no se ha dado todavía suficientemente la recuperación editorial. Tenemos a muchas investigadoras, investigadores, trabajando en estos temas, pero para poder acceder a estos libros necesitas ir necesariamente a fondos de la Biblioteca Nacional, a espacios tal vez no tan asequibles para todo el mundo, y nos parecía que había que facilitar el acceso a los libros para ellos y para quienes no son investigadores, o sea, pensar que esa literatura podría tener nuevos lectores, nuevas lectoras, y que además esa literatura interpelara desde su tiempo, desde estas textualidades relacionadas con lo que está ocurriendo hoy, desde la perspectiva del feminismo, desde la perspectiva de las demandas sociales. También hemos seleccionado los títulos con ese filtro.

Hay otro punto que me gustaría destacar. Cuando se lee a mujeres, por lo general se mencionan las excepcionalidades, hay una especie de régimen de excepcionalidad por el cual hay algunas que son más visibles. En el caso chileno, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal, Marta Brunet, Marcela Paz, las que han estado más cercanas o han obtenido el Premio Nacional de Literatura, pero hay muchísimas otras que quedan ensombrecidas. Además, muchas de ellas, cuando son mencionadas, son mencionadas por una obra. No vamos a publicar siempre las obras más conocidas de cada una, sino que precisamente aquellas que no tuvieron reediciones, aquellas que no han circulado, aquellas que se mencionan y los investigadores conocen, pero a las que el público no ha podido acceder. Esos son algunos de los criterios que hemos procurado instalar, junto con la idea de los prólogos, los que pensamos como diálogos.

Lorena Amaro. Foto: Diego Zúñiga.

¿Cómo fue el proceso de volver a leer mujeres que escribieron hace décadas o hace más de un siglo, como Rosario Orrego? ¿Cómo se lee a esas mujeres desde el presente?

—En otros tiempos, como ahora, hay una conciencia de ciertos problemas, de ciertos temas. Quiero enfatizar otra idea de la colección: es de textos, por eso se llama “biblioteca recobrada”, porque la idea es rescatar los textos, hacer énfasis en eso, no tanto conmemorar autoras; queremos rescatar textos de mujeres vivas que no han podido reeditar sus textos. En Los busca-vidas, que es una novela que quedó inconclusa y que se publicó dos veces por revista en el siglo XIX (era una novela por entregas, por folletín), te vas a encontrar con cuestiones que son muy actuales. Ella aborda la vida de los buscadores de plata en la zona de Copiapó y habla del extractivismo. Toma la perspectiva de una familia indígena que trata de resistir el abuso o esta avidez de dinero que tiene la gente que llega a la zona. Eso me pareció muy, muy interesante, plantear esa perspectiva respecto de lo que puede ser esa avidez económica, esa explosión, ese coloniaje del cual Rosario Orrego parece perfectamente consciente, y le da un lugar muy especial en la novela a los personajes femeninos. Ahí, por ejemplo, quisimos hacer un juego: invitar a Daniela Catrileo, que es una poeta joven, alguien que está escribiendo cosas muy potentes desde una perspectiva social, crítica, y que está empezando escribir, sobre una precursora, la primera.

Llamó mi atención que en tu prólogo del libro Galería clausurada de Marina Latorre señalas, refiriéndote a uno de los textos: “la inclusión de esta crónica en el libro de cuentos de 1964 pone de manifiesto una característica presente en otros textos de autoría femenina a lo largo del siglo XX: su esquiva relación con las fronteras literarias de los géneros, su particular forma de inscribirse en las tradiciones literarias, atravesando de un lado a otro las posibilidades de lo autobiográfico, lo ficcional y lo ensayístico, en libros muchas veces híbridos”. Hablas incluso de la interseccionalidad como característica de los textos escritos por las mujeres. ¿Qué crees que explica este afán destituyente de ciertos cánones en la escritura femenina?

—Esa relación, por decirlo de algún modo, torcida, irreverente, creativa también respecto de la norma y de lo que se entiende como la norma literaria, de lo que constituyen los cánones, lo que han enseñado que son los géneros, yo creo que surge tal vez no como un programa, un proyecto, sino que se va gestando desde la misma experiencia de las escritoras. Es usual encontrar en los textos de las escritoras de fines del siglo XIX, comienzos del XX, inscrita la cuestión de que ellas no han tenido la misma formación que los escritores de su época, que han accedido de manera muy lateral a la escolarización, que han tenido otras formaciones. La misma formación literaria de los cenáculos literarios de los hombres conversando, esas formas de sociabilidad que ellos podían tener, pero en las que las mujeres, llevadas a un ámbito mucho más doméstico, no podían intervenir. Eso es muy claro sobre todo en los movimientos que se van a gestar a comienzos del siglo XX, esos espacios de sociabilidad masculina donde las mujeres están muy excluidas o se transforman en inspiradoras, en acompañantes, y se ensombrecen, dejándolas en un lugar muy relegado. No es raro que muchas de estas mujeres se vinculen con el canon y con los géneros de manera muy tímida y también a veces muy transgresora, precisamente porque tienen más libertad. Ahí hay un tema que es muy interesante: tienen un autoaprendizaje, búsquedas que son solitarias y que van generando los “desvíos de las letras”, para hablar de las escrituras en América Latina respecto de los cánones tradicionales europeos. Hay un desvió de la letra, un desmarcarse de lo que te enseñan que tiene que ser lo correcto literariamente, y eso produce textos muy interesantes.

En el caso de Marina Latorre, obviamente ella es una persona que se forma y escribe posteriormente; Marina sí se escolarizó y tuvo estudios universitarios. Ella cuenta que era muy difícil establecer una comunicación con los pares, o sea, presentarles un texto y que te lo comentaran y no salieran con cualquier cosa, con una mirada condescendiente, paternalista. En Tsunami, de Cristina Rivera Garza, hay todo un vocabulario que habla incluso de someter los textos. Cuando sometes el texto a la lectura masculina de la autoridad hay una cosa muy violenta, humillante puede llegar a ser esa experiencia de encontrarse con los maestros, y muchas de nuestras escritoras se encontraron en esa situación de buscar la aprobación del maestro varón. La misma Marta Brunet, sometiendo su texto al escrutinio de Pedro Prado y Alone, por ejemplo, para ver si la publicaban. Ellos la “descubren” y dan con la idea de que Montaña adentro es un original, porque les extraña que esté tan bien escrito y que venga de una chillaneja, joven; les parece muy raro y lo revisan escrutando a ver si no es una copia. Todas esas formas de sociabilidad, todas esas humillaciones, esas asimetrías de poder y la misma formación solitaria de las mujeres lleva a que también produzcan estos textos maravillosos que a veces no puedes encasillar como cuento o una crónica.

En 2019 nace el Colectivo Auch!, Autoras Chilenas, con una consigna: “cuestiona tu canon”. ¿A qué se refiere este cuestionamiento del canon? ¿Por qué es importante cuestionarnos lo que leemos, su autoría?

—“Cuestionar tu canon” implica abrirse a lecturas en las que no estamos formadas. Los moldes educacionales, escolares, sociales te han llevado o conducido a que leas cierta literatura y que la leas con ciertos valores y criterios que va a establecer el mismo campo literario. El valor literario lo construyen distintos actores: están los editores, autores, críticos, todos están ahí confluyendo en armar, construir discursos que van a hacer que, en un tiempo determinado, tal vez un género sea más valorado que otro, que una forma literaria sea más valorada que otra. En este campo, la mayoría de los participantes siempre han sido varones, y cuando construyen los valores literarios de su época, su tiempo, van a privilegiar lo que ellos mismos están escribiendo, lo que ellos mismos validan como algo que debe ser deseable, interesante. Cuando dicen “cuestiona tu canon”, a lo que invitan las escritoras es a que leamos textos que no nos enseñaron que tenían ese valor, que vayamos descubriendo textos que no se incorporaron porque sus autoras no eran parte de estas formas de sociabilidad literaria que son tan perversas: hombres que se publican entre hombres, hombres que se promueven entre hombres, críticos literarios que tratan la literatura de las mujeres como literatura escrita por señoras. Todavía hoy, en el siglo XXI, muchos críticos abordan la literatura de las mujeres a partir de ideas sexistas, calificando lo que ellas hacen por su apariencia física, todavía puedes encontrar muchos ejemplos de esa naturaleza.

El año pasado iniciaste en Palabra Pública una conversación sobre las autorías, un intercambio en el que participaron decenas de autoras. No faltó la polémica sobre lo que planteabas en el texto inicial, que era una crítica a la idea de que “todas las escritoras somos todas las escritoras”, que a tu juicio despolitiza y mete a todas las escritoras, por el hecho de ser mujeres, en el mismo saco, sin cuestionar qué escriben o para qué escriben. ¿Por qué decidiste iniciar esa discusión?

—Me parecía que había que aclarar que no “todas somos todas las escritoras” en el sentido de que no puedes homogenizar ni puedes biologizar la discusión planteando que, por ser mujer, yo soy igual a otra, no puedes plantear que todas vivimos las mismas formas de opresión, algunas son oprimidas y otras son más privilegiadas, y no pueden hablar, en su caso, sobre la opresión que pueden vivir algunas mujeres no sólo por el sistema sexo/género, sino que también por la racialización, la diferenciación o discriminación de clase social. No puedes plantear que las experiencias de las escritoras son las mismas, ni siquiera sus reclamos ni estrategias son las mismas, no puedes comparar el trabajo de escritoras que han sido reconocidas, instaladas desde el primer momento, con otras que también escriben y que no son reconocidas, que no son escuchadas en sus ámbitos, que no tienen publicaciones más formales, que viven la discriminación de mil maneras distintas. Me parecía que era necesario hacer esa distinción, explicar por qué no todas somos todas las escritoras y explicar cierta forma de promoción de la autoría, muy cifrada en lo individual. 

Antes de esta discusión, Diamela Eltit planteaba su incomodidad con la idea de hablar de escrituras de mujeres o mujeres que escriben, porque sentía que cuando eso ocurre, triunfa el desplazamiento de lo cultural a lo orgánico y se genera una despertenencia a la letra y una pertenencia total a la biología. Sin embargo, una de las estrategias del feminismo es precisamente visibilizar el trabajo hecho por mujeres desde esa categoría, lo hecho por mujeres.

—Sí, ahí hay una tensión frente a dos aspectos. En primer lugar, estoy de acuerdo con Diamela Eltit, y no sólo lo dice Eltit, sino que también Nelly Richard, en distintos textos escritos hace tiempo se habla del riesgo de biologizar, esencializar la discusión, de plantear una categoría mujer homogénea. Hay rescates, como la colección Biblioteca recobrada, donde hablamos de narradoras. Si tú estás de acuerdo con que no hay que biologizar la discusión y que hay que desapropiar la escritura y circular otras categorías, entonces, ¿por qué seguimos insistiendo en hacer colecciones de literatura de mujeres, ensayos de mujeres? Para mí, eso no es contradictorio. Porque si bien debes tener muy claro, al abordar estas escrituras, que no por ser mujer alguien escribe algo feminista o no por ser feminista se escribe algo rupturista con el canon, no por tener esa conciencia se ha resuelto la lucha por la visibilizacion. Si sigues haciendo colecciones de mujeres, sigues escribiendo ensayos sobre mujeres, investigaciones sobre mujeres, es porque estás abriendo ese espacio. Creo que pueden convivir esas dos cuestiones y, de hecho, pueden convivir para abrir esta revisión del canon a pensar que también existen otras experiencias, trans, queer, que están generando otros espacios de escritura, que plantean reclamos, diferencias. Una de las cosas que quiero abrir con la discusión es hablar desde la política, porque la verdad es que nuestro campo literario no se ha hecho cargo totalmente de lo que está ocurriendo y las demandas que estamos teniendo frente a grandes injusticias sociales, frente a grandes procesos de discriminación, tienes que pensar la literatura con todos esos factores. Entonces, claro, pensemos la literatura de las mujeres, sepamos que eso es un constructo, sepamos que es una estrategia, una forma de visibilizar, pero tengamos claro que la escritura es diversa, múltiple, no es algo que podamos someter a una categoría simple. Creo que no se contradicen las dos cuestiones, para nada. En el fondo, hay una cosa práctica. Finalmente, si no lo haces de esta manera, ¿cómo lo haces? ¿Cómo haces que las mujeres empiecen a ingresar? Espero que llegue el día en que no tengamos que establecer ese coto, en que naturalmente la escritura de las mujeres sea reconocida, en que las escritoras sean leídas en los colegios, participen en los festivales y sean reconocidas con los premios que son reconocidas, pero estamos lejos de eso todavía.

* Esta entrevista fue realizada en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile el 5 de marzo de 2021.

Marina Latorre, una escritora incombustible

En muchos sentidos, este 8 de marzo es una fecha histórica para esta poeta, narradora, galerista, gestora cultural, editora y periodista nonagenaria, que logró hacerse un lugar en el ambiente cultural hostil y machista de mediados del siglo XX. Después de décadas de olvido, hoy su obra literaria vuelve a ver la luz gracias a la colección Biblioteca Recobrada-Narradoras chilenas, de la Universidad Alberto Hurtado, un proyecto que obliga a repensar la historiografía literaria y que comienza con Galería clausurada, una selección de textos de Latorre que resultan rabiosamente actuales.  

Por Evelyn Erlij

El nombre es destino: nomen est omen, dice esa vieja expresión latina, y Marina Latorre lo sabe bien. Cada gran escritor que celebró su obra —que hoy salta a la vista como un espejo de los cambios sociales, culturales y políticos del Chile convulso de la segunda mitad del siglo XX— cayó en la tentación de hacer juegos semánticos con su nombre, como si no hubiese nada más interesante que decir. “Marina Latorre Uribe, nombre y apellidos simbólicos para un hombre de Mar. Nombre ilustre por los tres costados. Nuestra Marina de Chile siempre ha tenido un acorazado Latorre y un destructor Uribe. Tu nombre tiene mil connotaciones marítimas”, escribió Francisco Coloane en el prólogo de su novela ¿Cuál es el Dios que pasa? (1978); mientras que Pablo Neruda, al recibir su libro Soy una mujer (1973), le contestó: “Querida amiga: tu nombre escrito en franjas rojas y negras flamea alrededor de mi cuello”. El nombre es destino, y el de Marina Latorre contiene el destino de todas las escritoras de su época: ser vistas como un accesorio, ser leídas como una anécdota en el campo cultural.

Esta fijación onomástica, que tuvieron también autores como Andrés Sabella y Hernán del Solar, es apuntada por la crítica literaria e investigadora Lorena Amaro en el prólogo de Galería clausurada, libro en el que se rescata una serie de textos de Latorre, y que inaugura la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas, proyecto de la Universidad Alberto Hurtado, dirigido por Amaro, que continuará con las obras de Inés Echeverría, Rosario Orrego y María Flora Yánez, escritoras olvidadas y marginadas de la historia literaria local de los siglos XIX y XX.

Marina Latorre. Foto: Fernando de la Maza.

“La construcción del canon literario chileno es muy mezquina con la producción de mujeres, las incorpora casi siempre bajo un régimen de ‘excepcionalidad’ —explica Lorena Amaro—. Se les da un mínimo de espacio, casi como una nota al pie de página. Tienen que tener un desempeño extraordinario (Mistral ganó el Premio Nobel) para que sean consideradas, a regañadientes, dignas de estudio y mención, cosa que no pasa con la escritura de varones, en que se va tejiendo un tramado mucho más denso, orgánico, de agrupaciones, movimientos, de los cuales las mujeres suelen también ser desplazadas por excéntricas. Todo esto invisibiliza el trabajo de una gran mayoría de creadoras, como ocurrió en el caso de Marina Latorre; la crítica que se hizo de su trabajo, si bien fue positiva, resultó también enormemente condescendiente, paternalista, anecdótica y muy poco atenta a lo que ella estaba proponiendo”.

En agosto pasado, su nombre volvió a oírse cuando Amaro publicó en Palabra Pública el ensayo “Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda”, en el que, entre otras cosas, reclamaba frente al poco interés que existe en las nuevas generaciones de escritoras chilenas por leer y redescubrir a sus antecesoras. “Lorena Amaro, y su ensayo, vino a remecer y alegrar el aislamiento en el que vivo desde el estallido de 2019 y continuado hasta hoy por la pandemia. Establezco mi gratitud a ella, crítica brillante, por este acto de justicia necesario y esperado: el rescate de mi obra literaria”, dice Marina Latorre, que a sus más de noventa años sigue impulsando la lucha que comenzó muy joven junto a su marido, Eduardo Bolt, ya fallecido: nutrir el campo cultural a pulso, con o sin recursos; empujados, como dice ella, por su amor al arte.

Ambos abrieron la Galería Bolt, un lugar esencial para el arte chileno de mediados del siglo pasado; y fundaron Ediciones Bolt, con la que editaron novelas, poemarios y revistas, entre las que se cuenta Portal —cuyo primer período transcurrió entre 1965 y 1969—, uno de los medios literarios más importantes de la historia chilena; un espacio en el que escribieron, entre otros, Pablo Neruda, Jorge Teillier, Luis Oyarzún y Francisco Coloane. “A veces, ni me lo creo —confiesa Latorre—. Entrevistamos a Borges, a Yevtushenko, a Arguedas. Nos regalaban su poesía inédita y sus libros dedicados. Todavía conservamos algunos de estos tesoros, que, a costa de nuestras vidas, logramos salvar de la brutalidad de los esbirros de la dictadura. Actualmente me parecen invisibles, inexistentes, escritores e intelectuales semejantes. Escritoras a esa altura, salvando una cultura machista, comienzan a aparecer”.

Para esas nuevas voces, dice, leer a las antecesoras es fundamental: “Sin esa condición no se puede existir. He disfrutado desde niña con la lectura de varias grandes escritoras, todas extranjeras. De Chile, solo la Mistral, como si no existieran otras. Coloco aquí mi denuncia. Las escritoras chilenas no nos conocíamos. El culpable, un machismo entronizado por siempre. El mundo literario se componía solo de hombres —reclama Latorre—. Recién esta situación empieza a cambiar de la mano de los tremendos y hermosos movimientos de las mujeres de ayer y hoy. Debemos también agradecer a las redes sociales, que a pesar de sus inconvenientes han logrado democratizar la entrega y acceso a la información, liberándonos del monopolio de los medios tradicionales, cambiando esta situación de desconocimiento hacia nuestras colegas. Es necesario revertir por siempre esta situación de injusticia y menoscabo”.

***

En los años 50, cuando Marina Latorre llegó a Santiago desde Punta Arenas a estudiar Periodismo y Castellano en la Universidad de Chile, se dio cuenta de que para tener un futuro asegurado en la capital había que llamarse Errázuriz, Balmaceda, Matte, Zañartu, Astaburuaga. Una vez más, el destino estaba inscrito en el nombre, algo que hoy no ha cambiado; tampoco la hostilidad, el machismo y el clasismo que encontró en el ambiente universitario y literario, ni el poder de una élite decadente y con pocas ambiciones intelectuales. Esa mirada aguda a la sociedad chilena hace que una parte importante de su obra resulte profundamente actual. Por ejemplo, un cuento como “La familia Soto Zañartu”, justamente sobre el peso que tienen los apellidos para la clase alta local, funciona muy bien como un retrato de la élite del presente.   

Tanto esa vigencia, como su valor histórico y literario, fueron los criterios con los que Lorena Amaro escogió los textos de Galería clausurada: “’Soy una mujer’ me pareció de una tremenda actualidad, es un texto en que ella conversa con otras mujeres sobre las experiencias de discriminación y violencia machista. Fue escrito en los años 70 y me pareció que refería situaciones que podríamos vivir hoy —cuenta la crítica literaria—. ‘El monumento’ me pareció un texto muy de su tiempo, publicado bajo la Unidad Popular, en que trata de mostrar la perspectiva de una obrera en una circunstancia real, de sometimiento al patronazgo del mundo industrial chileno. Los análisis de Marina son muy lúcidos, casi siempre vemos a sus protagonistas en un proceso de toma de conciencia y revelación que me pareció podían interpelar a un grupo muy amplio de lectorxs”.

Frente a esto, Marina Latorre responde: “Me agrada comprobar que dejé en mis obras realidades que siguen intactas. Creo que por esas consideraciones queda demostrado que fui una mujer adelantada a mi tiempo. Aunque éramos varias adelantadas. Sin embargo, quiero entregar una dolorosa intuición. Pienso que tal vez, fueron o existen muchas mujeres conscientes de las mismas injusticias, pero que no han tenido, ni tienen la posibilidad de manifestarlas”, reclama la escritora, que retrató otros paisajes que tampoco han cambiado, como el esnobismo del ambiente artístico chileno, en el que la presencia de mujeres galeristas y gestoras culturales, como ella o Carmen Waugh, era escasísima. 

Esa fue una de sus hazañas: hacerse un nombre y construirse un lugar entre la misoginia del mundo intelectual santiaguino de los años 60 y 70; desatar, como dice ella, su “pasión irrefrenable” a pesar de todo: escribir, fundar revistas, ser periodista. Ese ímpetu la impulsó a ella y su marido a convertir su hogar —una casona con 17 piezas ubicada en la calle Londres, en Santiago, donde todavía vive—, en un centro cultural que pasó a ser un lugar esencial para el ambiente cultural capitalino; sede de la galería, de la editorial y de la imprenta con la que editaron libros y revistas que hoy son tesoros invaluables. En Portal, por ejemplo, se publicaron una serie de obras inéditas de Neruda, como una llamada La corbata poética para Nicanor Parra, y se crearon proyectos comoPortal siembra poesía, que consistía en pegar afiches en todo el país con textos de poetas de distintas regiones.   

“(Eran) carteles tamaño tabloide —recuerda Latorre—. La iniciamos con un regalo excepcional: “Oda al hombre sencillo”, que el propio Neruda nos regaló para que difundiéramos su contenido en todos los muros de las ciudades. Ha sido otra de las acciones más hermosas que realizamos con toda la energía y convencimiento de nuestros jóvenes corazones. Los carteles murales eran una fiesta de colores. Muchos poetas, de Santiago y provincia, se beneficiaron con la difusión de sus creaciones. El gran mérito: eran impresos en nuestra propia impresora de las antiguas, pero muy moderna en su época. Se confeccionaban las líneas con tipografía o tipos parados se les llamaba, fundidos en metal. Los carteles eran hechos artesanalmente por Eduardo Bolt, que al igual que para mí, constituía una fiesta este quehacer: diagramar, componer, imprimir y pegar los carteles en los muros de las ciudades. Comulgábamos con el poeta a través de su “Oda al hombre sencillo”:

“Ganaremos, nosotros,
 los más sencillos,
ganaremos,
aunque tú no lo creas
ganaremos”

En estos últimos años se ha empezado a releer desde una perspectiva feminista la obra de muchos creadores, como le pasó a Pablo Neruda, a quien se ha condenado por haber descrito una violación en sus memorias Confieso que he vivido. ¿Qué le parecen las relecturas que se han hecho de la obra del poeta?

—Yo voy a hablar de las muchas relecturas que hago siempre de la obra de Neruda para enriquecerme cada vez más. Me sorprenden los resultados e interpretaciones de otros lectores por el párrafo aludido en Confieso que he vivido. No hubiera querido hacerlo, porque serán conclusiones y verdades justas, claras e incómodas para los enemigos anticomunistas o desubicados o peor aún, los que no entienden lo que leen. Para ello, recurriré a la Teoría de la deconstrucción, planteada por Derrida: ante la dictadura del canon, la democracia de la polisemia. Quien lo entienda y domine, podrá acceder a toda la riqueza polisémica en los textos de Neruda.

En la introducción de Galería clausurada, Lorena Amaro habla de una característica que aparece en su obra y en la de otras de autoras del siglo XX: “su esquiva relación con las fronteras literarias de los géneros (…) atravesando de un lado a otro las posibilidades de lo autobiográfico, lo ficcional y lo ensayístico”. 

—Si existe esta característica en mi obra, la aplaudo, me aplaudo y me celebro. Yo creo que se debe a la necesidad de poder comunicar y sanar un torbellino interior de ideas, inquietudes, saberes que no pueden ser contenidas y encasilladas en los compartimentos cerrados en que nos enseñaron, característica de las fronteras de los géneros literarios. Si se observa lo mismo en el estilo de otras escritoras, aún mejor, saber que compartimos, lo que yo entiendo como una verdadera rebeldía. En ese momento yo era una feroz estudiante universitaria y seguramente sentía la necesidad de expresarme, de comunicar un verdadero volcán de ideas, de inquietudes, lo que se logró con la ruptura de lo tradicional exigido.

El 8 de marzo se ha convertido en un hito en el Chile reciente: millones de mujeres han salido a reclamar igualdad y derechos. ¿Cómo ve la explosión de los feminismos que se está dando desde hace unos años?

—Debemos tener muy claro qué se conmemora el 8 de marzo. Por varios años, nuestro entorno no tenía muy claro el significado de este día y como un modo de celebración, nos regalaban flores o chocolates. Esta atención no sería censurable si viniera acompañada de un estado de clara conciencia de los hechos sucedidos. En buena hora, han sido las mujeres, liderando los movimientos feministas, quienes han salido a la calle reclamando por sus derechos e igualdad. Personalmente, emocionalmente, para mí, este día, declarado por la Unesco como Día Internacional de la Mujer, tiene un gran sentido. Cada 8 de marzo ha tenido para mí una significación en cierto modo grandiosa, pero esta vez supera a todas, lejos de toda vanidad: me siento premiada, reconocida en mis derechos, al lado de valientes mujeres de todas las edades y condiciones sociales que por fin han despertado por nuestras reivindicaciones. Por otra parte, este 8 de marzo de 2021 me trae un hermoso regalo: el lanzamiento de la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas.

Usted ha sido una agente esencial del medio cultural chileno: con la galería, la editorial y las revistas ha dedicado su vida a difundir la cultura en Chile y América Latina. ¿Qué la ha motivado a insistir en un panorama cultural tan precarizado, en el que es difícil mantener proyectos en pie?

—A veces me pregunto de qué raro material debo estar hecha para vivir en una batalla permanente contra todas las dificultades sin cansarme jamás. Me honra, y me encanta, el reconocimiento de que he sabido aportar cultura y arte a través de las diversas actividades y organizaciones que he podido crear.  Pienso que cada ser llega con su destino trazado y el mío, lo siento, el mejor de todos. Si lo tomamos con un poco de humor podremos entender el porqué de mi insistencia en mantener proyectos en un medio precarizado, hostil por falta de financiamiento y apoyos; en invertir para compartir, la mayoría de las veces sin retribución económica. Todo hecho y entregado por amor al arte: galería, revista, clases, charlas, reuniones, libros, difusión, y mil cosas más. Si pudiera volver atrás y con la posibilidad de elegir, volvería a lo mismo sin titubear. He tenido amor, amistad y la enorme posibilidad de gozar del arte y la cultura, que lo siento como abrazar al mundo.

¿Qué planes tiene para su casona, ese lugar que Neruda llamó “La torre de la poesía”?

—Mi amigo Pablo Neruda hizo una analogía con mi apellido, agregándole más méritos a este lugar que tanto amo. Aquí han transcurrido los mejores momentos junto a Eduardo, el amor de mi vida. La larga trayectoria poética, cultural y humana aquí realizada ha sido divulgada en parte. El poeta me dijo alguna vez: “No te deshagas jamás de este lugar histórico patrimonial”.  Así lo siento y así lo creo. Me preguntas qué planes tengo para ella. Decido que permanezca por siempre como lo que siempre ha sido. Un lugar de la cultura y la poesía. Se hará aterrizadamente a través de la fundación con mi nombre. Lo declaro, como un deseo inamovible para cumplir los sueños de cultura y esperanza de mujeres, jóvenes y niños.

* Revisa esta entrevista hecha por Enrique Ramírez Capello a Marina Latorre en 1979, un documento histórico compartido por la propia autora.

Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

El sur austral dialoga sobre la cultura en la nueva Constitución

Interculturalidad, participación y descentralización son palabras clave en el glosario utilizado por el mundo de la cultura del sur austral. La de los derechos y la diversidad cultural es la lingua franca de los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes cuando se trata del reconocimiento de sus culturas, el fomento de sus artes y la protección de su patrimonio. Un diálogo que sus universidades públicas, a través de la Red Patagonia Cultural, han decidido estimular y proyectar de cara al proceso constituyente.

Por Equipo Palabra Pública

Más de 600 kilómetros separan Ancud de Coyhaique. Mil a Coyhaique de Puerto Williams. Y más de 2 mil a Quellón de Punta Arenas. Son distancias inimaginables para esa mentalidad santiaguina que suele agrupar a regiones extensas y diversas bajo etiquetas empobrecedoras como “el sur” o “el norte”. En los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes, sin embargo, las distancias se viven como un vínculo que los acerca, y a partir del cual revindican el valor de la diversidad de sus culturas y de la producción artística que recorre sus islas, mares y pampas.

Es lo que quedó patente en el ciclo de conversatorios “Proceso constituyente desde el sur austral: Miradas sobre educación pública, género, cultura y territorios”, organizado a fines de 2020 por la Red Patagonia Cultural, que conforman las universidades de Los Lagos, Aysén y Magallanes, con el apoyo de la Red de Universidades del Estado de Chile. La iniciativa de las universidades públicas y regionales del extremo sur convocó a distintas voces del mundo local de la cultura a dialogar, desde sus experiencias y junto a la ciudadanía, sobre las oportunidades que abre el proceso constituyente que enfrenta el país.

Salvados por la cultura

Para la fundadora de Fundación Daya Punta Arenas y cocreadora de las cooperativas magallánicas de trabajo Caudal Cultural y Rosas Silvestres, Verónica Garrido, la actividad artística tiene la posibilidad de entrar por la puerta ancha al debate constituyente luego de la pandemia: “el mundo de las artes ha sido un pilar fundamental de las personas durante la pandemia, no sólo para el cuerpo, también para el espíritu. Considerando, sobre todo, la crisis de salud mental que vivimos. Ha servido para sobrellevar mejor toda esta situación”.

Una opinión que comparte Magdalena Rosas, cofundadora de la Escuela de Música y Artes Integradas de Coyhaique y cocreadora del Festival Internacional de Chelo de la Patagonia (CheloFest), pero que requiere “generar un marco teórico desde el cual conversar. Es clave entender que cultura es la capacidad que tenemos los seres humanos para reflexionar sobre nosotros mismos. Las artes y el patrimonio son parte de eso, pero lo estructural son nuestros sistemas de valores, tradiciones, creencias y modos de vida. Lo dice la declaración de UNESCO de 1982”.

“Es complejo el tema de la cultura —complementó Rosas, profesora de Música—, porque cada uno entiende lo que quiere o en base a lo que ha vivido. Lo importante es ser empático y entender las visiones de los demás. Ampliar la mirada y establecer ciertos acuerdos. Ya la construcción de una nueva Constitución es un proceso profundamente cultural. En ese sentido, a lo que yo más aspiro es a integrar la diversidad humana que tenemos en este país. En términos de género, de formas de relacionarnos, de educarnos”.

Para Fernando Álvarez, director del Museo de las Tradiciones Chonchinas y presidente del Centro para el Progreso y el Desarrollo de Chonchi, los procesos sociales que han vivido el país y el archipiélago de Chiloé han interpelado fuertemente a los espacios culturales en el sentido señalado por Rosas: el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural. En el caso de la institución que dirige ello ha significado repensar “el rol del museo en la comunidad donde se inserta. Buscamos redefinirnos como un museo que se pone a disposición de la rearticulación del tejido social”.

“La pandemia y previo a eso el estallido social —añadió Álvarez— nos han llevado a plantear nuevas formas de comprender la gestión cultural. Más allá de tener acceso al museo como un bien de consumo cultural, se trata también de generar mecanismos desde el Estado para la protección de los trabajadores que son los productores de estos bienes culturales. Y comprender la importancia de los derechos culturales como derechos sociales y colectivos, por la diversidad de culturas existente en el archipiélago”.

Expectativas en torno a una nueva Constitución

En el debate conducido por la periodista Bárbara Besa, de la Universidad de Aysén, y convocado por la Red Patagonia Cultural, los artistas y gestores culturales coincidieron en ver el proceso constituyente como una oportunidad para cambiar el carácter de las políticas culturales del Estado.

“Cuando hablamos de derechos colectivos hablamos necesariamente de la Constitución como un pacto intercultural. Y de la cultura como un derecho social, donde el Estado garantice los derechos de producción, de acceso, autorales, a la diversidad”, sostuvo Fernando Álvarez. Para Magdalena Rosas, la pregunta por los derechos culturales interpela tanto a los artistas como al resto de los ciudadanos. E implica definir, dice, “cómo vamos a reconocer y expresar las realidades locales, comunales y regionales. Cómo avanzaremos para eliminar la concursabilidad y generar estrategias de desarrollo regional”.

Para el abogado constitucionalista de la Universidad de Chile Fernando Atria, que también integró el debate, “la concursabilidad es la lógica de mercado. Viene de la afirmación de que incluso ahí donde no hay mercado, hay que organizar las cosas del modo más parecido al mercado”. El problema, añadió, es que “entregada la cultura al mercado suele no encontrar condiciones de fomento y reproducción. Por eso esperaría que la Constitución consagre el derecho a participar de la cultura”.

Un contrapunto puso Verónica Garrido: “por un lado es un momento inédito, pero la Constitución no es una varita mágica, es un proceso constituyente. Un momento para sentarnos a dialogar, reflexionar y avanzar en el ejercicio de la tolerancia”. Que se avance en ese proceso, explica, tiene mucho que ver con la participación y asociatividad a nivel local. La misma convicción, desde Chonchi, expuso Fernando Álvarez: “es muy importante que levantemos demandas territoriales y empoderemos a nuestros barrios, que son la primera fuente de nuestra diversidad cultural”.

La Chile en la historia de Chile: Luis Oyarzún Peña (1920-1972)

Oyarzún fue testigo de un siglo vertiginoso, y aunque recorrió América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia y África, nunca dejó de pensar en Chile, país al que describió en Temas de la cultura chilena (1967) como “una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios, es decir, en este sentido, antropológico, sin alma”.

Por Evelyn Erlij

Maestro de varias generaciones de artistas, intelectuales y escritores chilenos, el filósofo, poeta, ensayista y académico Luis Oyarzún fue “un secreto bien guardado para los testigos de una época en que nuestro país era un lugar más pobre y más aislado”, escribe Óscar Contardo, autor de Luis Oyarzún: un paseo con los dioses, biografía en la que rescata a esta figura esencial de la intelectualidad chilena del siglo XX. A pesar de ser dueño de una obra extensa que incluye poesía, ensayos, diarios y novelas, Oyarzún permaneció a la sombra de otros grandes creadores de su tiempo, como Nicanor Parra y Jorge Millas, ambos amigos suyos. Su obra comenzó a ser redescubierta en la década de 1990, tras la publicación de su Diario íntimo, a cargo del escritor Leonidas Morales, quien lo sitúa como uno de los grandes cultores del género autobiográfico en Chile.

Luis Oyarzún Peña. Crédito: Archivo Universidad Austral de Chile / Ediciones UACh.

Fue profesor de filosofía y estética en la Universidad de Chile, donde también fue vicerrector y decano por tres períodos en la Facultad de Bellas Artes, aunque estaba lejos de ser un “académico sedentario, preso en la parcela de su saber”, aclara Morales. Oyarzún fue testigo de un siglo vertiginoso, y aunque recorrió América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia y África, nunca dejó de pensar en Chile, país al que describió en Temas de la cultura chilena (1967) como “una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios, es decir, en este sentido, antropológico, sin alma”.

Aunque hoy su nombre está asociado principalmente a la Universidad Austral de Chile, donde fue profesor en la década de 1970, es imposible desligarlo de su alma mater, la Universidad de Chile. “Cuando tenía 24 años fue nombrado a cargo de la cátedra de estética del Pedagógico, transformándose en el profesor titular más joven de la universidad. Escaló en la jerarquía académica y fue decano por tres períodos de la Escuela de Bellas Artes. Alcanzó el rango de vicerrector y muchos piensan que hubiera sido un rector brillante, de no ser porque carecía de la ambición de ocupar el puesto”, detalla Contardo en su biografía, donde explica que la Reforma Universitaria de 1969 y los nuevos aires revolucionarios terminaron alejándolo de la universidad.

Considerado un gran erudito —Parra lo llamaba “pequeño Larousse ilustrado”—, sus alumnos lo recuerdan como un docente brillante. “Tenía una enorme gracia (…). Era un entusiasta de lo que enseñaba”, recuerda Antonio Skármeta. Fue crítico literario y cronista de arte en varios medios, y su fuerte interés en la naturaleza y la ecología, expresado en el ensayo Defensa de la tierra (1973), lo convirtió en un adelantado a su tiempo. Según Morales, ese libro, reeditado en 2020 para conmemorar su centenario, debería ser tenido por los ecologistas chilenos como su manifiesto fundacional.

Fuentes:

Luis Oyarzún. Un paseo con los dioses, de Óscar Contardo. Ediciones UDP, 2014.

Diario íntimo, de Luis Oyarzún. Edición de Leonidas Morales. Editorial Universidad de Valparaíso, 2017.

Tiempo y escritura. El diario y los escritos autobiográficos de Luis Oyarzún, de Olga Grau. Editorial Universitaria, Santiago, 2009.

Artículo “Luis Oyarzún: el secreto de los dioses”, de Óscar Contardo. En Revista Santiago, 2018.

[Diálogo] Derechos culturales y nueva Constitución

El 26 de noviembre de 2020, en el marco del primer Noviembre Cultural para Chile, iniciativa que permitió compartir con el país el trabajo artístico, cultural y patrimonial de la Universidad de Chile, la ministra de Cultura y Patrimonio de Ecuador Angélica Arias, la senadora Yasna Provoste y el director de LOM Ediciones Paulo Slachevsky, moderados por la directora del Archivo Central Andrés Bello Alejandra Araya, debatieron sobre el lugar de la cultura y los derechos culturales en la nueva Constitución que Chile se apresta a elaborar. A continuación, presentamos una síntesis de esta conversación.

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Alfredo Jaar: «Sólo la creatividad nos puede salvar»

Desde Estados Unidos, pero muy anclado a Chile, el artista visual, arquitecto y Premio Nacional de Artes Plásticas reflexiona sobre el proceso constituyente y sobre su trayectoria. Como si camináramos por las calles de un país y de un mundo trizado, conversamos a distancia. Y Jaar, con la razón poética, se reconoce en esos espejos para detenerse y decir, como un “arquitecto que hace arte”, que si históricamente los movimientos utópicos no lograron construir una sociedad justa es porque el entorno urbano era el gran enemigo. «Sólo la imaginación utópica —afirma— es capaz de transformar los espacios de libertad en espacios de esperanza. Y a mi juicio, es precisamente eso lo que ha ocurrido en Plaza Baquedano».

Por Ximena Póo F.

Los espacios de la cultura han sido por años los últimos espacios de libertad que nos quedan, y eso lo entendieron claramente los movimientos de resistencia”, dice Alfredo Jaar, desde Estados Unidos. Y lo dice a través de un diálogo epistolar-digital que duró varios días, como era antes, a la antigua, cuando las cartas iban y venían en papel, cuando abrirlas constituía un rito, una suerte de mezcla de felicidad, incertidumbre y ansiedad que se daba justo antes de abrir el sobre. Ahora, abrir el correo/mail se convirtió en eso mismo. Ya nos conocíamos, cuando en 2016 viajó a Chile para participar de una de las versiones de Hemisférico. Pero a Jaar se le conoce desde mucho antes, cuando en dictadura cruzaba la línea para preguntar «¿Es usted feliz?», «¿Cuánta gente en Chile estima usted que es feliz hoy?», «¿Y en el mundo?». Su obra, siempre situada, involucra siempre una construcción colectiva, y presupone —para quien asiste a esos relatos visuales— sucesivos procesos desconstituyentes y constituyentes, conceptos clave para comprender el presente y seguir avanzando en las narraciones que serán noticia en el futuro.

—Alfredo, cuando se piensa la memoria y la defensa de los derechos humanos no se puede desconocer La Geometría de la Conciencia, tu obra-memorial en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. ¿Cómo podrías reflexionar sobre la conciencia hoy, cuando la dictadura sigue abierta, cuando la revuelta social pone en crisis la transición y el tipo de democracia que nos hemos dado en estos 30 años?

Según Sigmund Freud, toda creación artística o literaria es fruto del inconsciente. La Geometría de la Conciencia fue mi intento, fallido, de crear una obra antifreudiana, lúcida, autoconsciente de una realidad dolorosa, infinita y, sobre todo, no resuelta. Pero la calle se pronunció en el 2019, y de nuevo este año 2020 a través del plebiscito y un resultado que sugiere que tal vez nuestro país logre, finalmente, una verdadera democracia. ¿Habremos llegado en definitiva al fin de la dictadura? Espero que sí, y esto sería el logro de la calle, de las nuevas generaciones que convocaron al país como ninguna generación anterior lo supo hacer.

—La calle ha sido un espacio de disputa en todo sentido, donde el arte ha estado presente en cada ciudad de Chile. En algunas de las intervenciones (como las lumínicas de Delight Lab, por ejemplo) hay incluso guiños a tu obra y a la tradición de intervenciones en la que el contexto es fundamental porque se trata de una co-construcción con el pueblo. ¿Cómo has visto este movimiento social diverso y creativo donde los monumentos coloniales y bélicos son destruidos, resignificados, donde los muros son el gran diario de un Chile que le grita a una elite, al autoritarismo, a la injusticia?

Lo que más me impresionó fue el despliegue de una creatividad absolutamente brillante, iluminadora. Esta nueva generación entiende muy bien que la política ha fallado miserablemente, estrepitosamente, y que sólo la creatividad nos puede salvar. Los espacios de la cultura han sido por años los últimos espacios de libertad que nos quedan, y eso lo entendieron claramente los movimientos de resistencia. Es así como el arte y la creatividad salieron a la calle a expresar su deseo por un Chile mejor. Quedó finalmente en evidencia que una performance de LasTesis tiene un efecto mayor, un impacto mediático y político muy superior a cualquier discurso vacío en el Congreso. 

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—Esos espacios de libertad requieren ser habitados desde la experiencia, que también es simbólica y metafórica. Recuerdo 2016, cuando estuviste en el Teatro de la Universidad de Chile, invitado por su Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones y la Universidad de Nueva York para asistir a Hemisférico. Pues el Teatro ha sido testigo del giro de Plaza Baquedano a Plaza Dignidad. ¿Cómo imaginas un espacio así en el futuro? ¿Debe llevar el nombre de Plaza Dignidad? ¿Cómo se debería habitar para que nunca se olvide, como un espacio de memoria y de creación, de encuentro?

Que Plaza Baquedano se haya transformado en el punto cero del estallido social no es casualidad. La estructura urbana de Santiago, en su linealidad brutal desde Pudahuel a La Dehesa, es una fotografía perfecta de la división de clases que es la base de la sociedad chilena. Plaza Baquedano es nuestro Checkpoint Charlie, por allí pasa nuestro invisible Muro de Berlín. Si históricamente todos los movimientos utópicos no lograron construir una sociedad justa es porque el entorno urbano era el gran enemigo, entre otros. Sólo la imaginación utópica, la que David Harvey llama utopía dialéctica, es capaz de transformar los espacios de libertad en espacios de esperanza. Y a mi juicio, es precisamente eso lo que ha ocurrido en Plaza Baquedano: la resistencia lo ha transformado primero en un espacio de libertad y luego en un espacio de esperanza. Llamarlo dignidad es sólo un signo de la precariedad, de la humillación, finalmente de la falta de dignidad que sufre una inmensa parte de Chile. Como arquitecto yo quisiera que la ciudad convoque a un concurso de arquitectura para rediseñar la Plaza Baquedano para intentar colapsar ese muro invisible, enterrar definitivamente el checkpoint, e intentar ofrecer un modelo de cómo vivir juntos. Pero me temo que aún no existe la voluntad política para esto.

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—Has sido clave en visibilizar esos muros en diversas partes del mundo. Pienso ahora en tu mirada respecto de todos los y las excluidas, “desterrados” de la tierra actuales, encarcelados/as (El Jardín del Bien y el Mal, Yorkshire, Inglaterra); en Ohio (And Yet, gigantografía con un relato sobre el horror y en el contexto de las elecciones en Estados Unidos); en Montreal, Canadá (Luces en la ciudad, sobre los sin casa, que no son pocos viviendo en la calle). ¿Cuáles son las motivaciones que hoy agudizan esa mirada sobre el poder/exclusión hoy?

Desde siempre me he definido como un arquitecto que hace arte. El contexto lo es todo. No he sido capaz de crear una sola obra que fuera el producto puro de mi imaginación. Cada una de mis obras responde a un contexto específico en el cual me ha tocado actuar. Mi modus operandi ha sido siempre el mismo: antes de actuar en el mundo necesito entender el mundo. Ese proceso de intentar entender el mundo es lo que me mueve y que desencadena el proyecto final. Ese es el guion que repito siempre para cada proyecto. Las obras que mencionas tienen otra cosa en común: la violencia de nuestra condición actual. Estoy trabajando en cuatro obras nuevas para Hiroshima, la primera ciudad del mundo en sufrir una bomba nuclear. Es un contexto brutal pero no solo histórico, sino que más actual que nunca si observamos el estado del planeta. Estoy diseñando también una muestra sobre lo que se llamó la Viena Roja, un momento alucinante en la historia de esa magnífica ciudad cuando la arquitectura estaba al servicio de los trabajadores. En esa época se hicieron grandes reformas políticas, sobre todo en la vivienda social, lográndose una democratización de la sociedad y una substancial mejora de vida de la clase trabajadora. También preparo una gran retrospectiva en São Paulo que tendrá lugar en cuatro instituciones simultáneamente. Es un ejercicio atormentado, ya que me es siempre muy doloroso mirar hacia atrás y descubrir tantas obras fallidas.

—¿Cómo imaginas una obra para Chile en estos tiempos; que debería considerar?

He sido invitado a participar en la próxima Bienal de Artes Mediales que tendrá lugar en octubre de 2021, si lo permite la pandemia. Participaré con una obra titulada Música (todo lo que sé lo aprendí el día en que nació mi hijo.) Voy a diseñar un pabellón para el hall central del Museo de Bellas Artes, donde se podrán oír los primeros gritos de recién nacidos en Chile. Después de estos meses infinitos de duelo, quisiera celebrar el extraordinario milagro de la vida. 

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—¿Cómo ves el panorama actual en el Estados Unidos que habitas, que reconoces, que te reconoce? ¿Ves que desde el ámbito de los y las creadores/as culturales se puede trabajar a la par con organizaciones sociales para revertir el giro cultural neoliberal, racista y patriarcal que se agudizó con la era de Trump? 

Estados Unidos vive al menos tres crisis simultaneas: de salud, financiera y democrática. La crisis de salud provocada por el Covid permitió visibilizar la extraordinaria precariedad de los servicios públicos que han visto sus presupuestos disminuir en un 18% en los últimos 10 años. Es un escándalo sin precedentes en el mundo, pero esta es la cruda realidad de este país. Estas reducciones han limitado al punto de quiebre programas cruciales como clínicas de inmunización y programas de nutrición para adultos mayores. Son estos recortes, más la ignorancia e ineptitud criminal de la administración de Trump, los que explican por qué Estados Unidos, a pesar de representar el 4% de la población mundial, tiene más del 20% de los casos de Covid. La crisis financiera tampoco es nueva, sólo ha sido exacerbada por la crisis de salud. La inequidad social y económica que existe en este país es el resultado de la altísima concentración de ingresos en la élite, razón clave por la que Estados Unidos, a pesar de todos sus logros económicos, tiene más pobreza y menor esperanza de vida que cualquier otra nación avanzada en el mundo. Y la única sin un sistema de salud público universal. Es realmente difícil, casi surreal, conciliar la existencia de un régimen supuestamente democrático con los altos niveles de desigualdad que Estados Unidos ostenta actualmente. Finalmente, la crisis democrática que vive este país ha sido ampliamente documentada durante estos cuatro años de Trump, un verdadero fascista que debería terminar pronto en la cárcel. La cultura en Estados Unidos ha resistido valientemente a los vientos autoritarios y se prepara para renacer post-Trump y post-Covid. Pero el hecho de que más de 70 millones de ciudadanos de este país votaron por Trump es el elefante que nadie podrá ignorar. He aquí el dilema cultural de los próximos años: ¿cómo hacer cultura hoy cuando la audiencia está brutalmente fraccionada de esta manera?