El trabajo de este fotoperiodista, uno de los más importantes del Chile de los años 80, da cuenta de su paso por el teatro: hay acción, intensidad, dramatismo, protagonistas, oponentes. “La narración de Hoppe busca empecinadamente los relatos de los muros, las paredes, el gran lienzo abierto de la ciudad”, escribe Pablo Azócar en el libro Plebiscito en Chile, 1988, publicado el año pasado coincidiendo con el referéndum que decidiría el cambio de constitución. Su lente muestra los momentos antes y durante el plebiscito de aquel entonces. Visto desde el presente, crea un paralelo entre ayer y hoy.
Por Elisa Montesinos
Un vidrio quebrado a la altura del ojo, por el orificio se ve un paco con una luma. El viaje en la misma micro de vidrio trizado continúa, el fotógrafo aprovecha de seguir disparando.
Es el año 81 o 82, viaja desde su casa en Macul por la Alameda, quizás va a trabajar en una imprenta, lo impacta un vidrio quebrado, tal vez una bala o un piedrazo. Aún no saca fotos de manifestaciones y esas tres, cuatro, cinco tomas desde la micro pasarían a ser sus “primeras fotos simbólicas”. Carabineros, transeúntes, La Moneda, van apareciendo en el recorrido, en su intención de expresar dolor, rabia, alegría.
Camisa a cuadros o lisa, jeans, cámara colgando al cuello, zapatos cómodos para andar la ciudad, rostro sereno de fácil sonrisa, sin edad. “Espectador activo, caminante, testigo de la historia, tratando de ser invisible”, se autodefine Álvaro Hoppe (1956) en el documental dirigido por Paulina Yáñez y dedicado a él[1], intentando explicar su paso del teatro a la foto, pero también su filosofía. Marcelo Mendoza, quien lo conoce desde los 20 años cuando ambos trabajaban en la revista opositora a la dictadura Apsi, dice que lejos de un afán temerario de convertirse en héroe, reportero de guerra o algo por el estilo, le interesaba la fotografía como oficio. “No es un fotógrafo temerario. Las fotos que puede haber hecho en tiempos de la dictadura… yo creo que estaba cagado de miedo. No es heroico, ni siquiera épico, está mucho más cercano a la lírica que a la tragedia”, dice. Los hechos lo llevaron a ser reconocido por esas imágenes de enfrentamientos y protestas. Pero el ojo siempre se desviaba.
El interior de una vitrina, una mujer ve televisión desde la calle, más atrás unos niños duermen en una banca de madera en el Paseo Ahumada.
Lee el mismo libro que yo. Me envía una foto desde la micro. Es una biografía sobre Rodrigo Rojas de Negri, escrito por la periodista Pascale Bonnefoy[2]. Álvaro es uno de los entrevistados, pues quizás fue su más cercano en la breve pero intensa inserción del joven exiliado en el Chile de 1986, un año calificado como decisivo para las revueltas populares. Un año que Pascale Bonnefoy compara con el despertar chileno, y no es la única.
El chico alto y de acento agringado toca la puerta de la revista Apsi y pregunta por Hoppe, pues trae una cámara enviada por un fotógrafo en el exilio para los talleres que se hacían en las poblaciones. Rápidamente se hacen amigos. En los escasos dos meses que alcanza a estar de regreso en Chile, caminan, salen y fotografían juntos. Hoppe es el último en retratarlo con vida, tres días antes de que sea quemado vivo por una patrulla militar. Un reencuadre de esa foto será utilizada en infinidad de publicaciones y afiches. Después de su asesinato, Hoppe, que había sido detenido por civiles poco antes, debe tomar pastillas e ir al psiquiatra para poder seguir siendo testigo de la historia con su cámara.
Un zapato en el suelo y el resto de un volante, “Dónde están”.
Las fotos dan cuenta de su paso por el teatro. Hay acción, intensidad, dramatismo, protagonistas, oponentes. “La narración de Hoppe busca empecinadamente los relatos de los muros, las paredes, el gran lienzo abierto de la ciudad”, escribe Pablo Azócar en el libro Plebiscito en Chile, 1988, publicado el año pasado coincidiendo con el referéndum que decidiría el cambio de constitución. Su lente muestra los momentos antes y durante el plebiscito de aquel entonces. Visto desde el presente, crea un paralelo entre ayer y hoy. Hay personajes en actitud, rayados callejeros, agentes infiltrados de la CNI (o que lo parecen), muros rayados y vueltos a rayar, el observar de un transeúnte.
Alguna vez tuvo bigotes, el pelo largo, corría por las calles arrancando de la repre. Por sus imágenes y las de sus compañeros de “armas” nos enteramos de lo que pasaba en la ciudad. Y nadie pudo negarlo.
Un niño con uniforme escolar duerme al interior de una micro con el bolsón entre las manos.
“Las fotografías de Álvaro Hoppe narran la historia de un tiempo político”, escribe Diamela Eltit a propósito del libro mencionado. Habla de “la teatralidad” de las imágenes y de cómo reviven los procedimientos de la dictadura en un presente de “repolitización de la ciudadanía rebelde”. Diamela se pregunta si el niño dormido despertara hoy podría encontrar algo mejor de lo que le esperaba en esos años, cuando la micro valía 40 pesos.
Eran los tiempos en que para los fotógrafos que registraban la cotidianidad, las protestas eran el pan de cada día. Se protegían entre ellos con un cartón, la credencial de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI) y saliendo juntos a la calle. Uno de ellos, Claudio Pérez, me dijo en alguna entrevista que la dieta de ese entonces consistía en un completo y tres rollos. “No tres, un rollo, y completo no, porque me gustaba más el churrasco palta —bromea Hoppe—. Después empecé a comer frutos secos para cuidar la alimentación. No sé cuál es el sentido del completo, pero sí, precariedad absoluta. Varias obras las tomaba con un rollo. Entonces medías muy bien cuál fotografía tomar”.
Busca la toma desde el otro lado, dentro del bus cuando sus colegas están afuera, ya se incuba en él una cierta ironía que irá agudizando después. Los retrata fotografiando.
Los mismos rincones que inundaron las protestas hoy, lo fueron ayer, como si se tratara de una misma tira de prueba en que solo cambian las vestimentas, los letreros de las micros, la sofisticación de los guanacos, el ropaje de Carabineros y los modelos de los autos.
Juan Domingo Marinello, Helen Hughes, Alvaro Hoppe y Paz Errázuriz celebrando la edición del libro Chile From Within, 1990.
Hace algunos años su tremendo archivo fotográfico comenzó a ser digitalizado, lo que abrió la puerta para nuevas exhibiciones y libros. En la publicación sobre el plebiscito, el exdirector del Museo Nacional de Bellas Artes, Roberto Farriol, explica que la fotografía de Hoppe da cuenta de múltiples capas de lectura y de una transgresión de los géneros artísticos.
Una serie de sombreros militares sobre una mesa, y uno solo civil. Mesa de diálogo.
“Es un fotógrafo de jornada completa. Aunque hay gente que lo puede ver como un artista, él se considera un trabajador de la fotografía”, dice Marcelo Mendoza. Cuando llegó a hacer su práctica en Apsi tuvo que salir con Hoppe para su primera nota sobre el Cachacascán. Se inició una amistad que duraría hasta ahora. Desde entonces han trabajado juntos en múltiples proyectos, recorriendo Chile. Mendoza lo ha visto incluso trabajar registrando matrimonios y eventos.
“Álvaro Hoppe es uno de los fotoperiodistas más importantes de la década de los 80 en Chile. Tiene un trabajo transversal a la sociedad chilena en su dimensión social, popular, cultural, y también en el ámbito de la política y el poder”, dice Alexis Díaz, editor del libro Plebiscito en Chile. Lo conoció en el taller de fotografía de la Escuela de Economía de la Universidad de Chile. Uno de sus compañeros era sobrino de Hoppe y lo invitó al taller. “Ese fue mi primer acercamiento con él. Ahí quedamos contactados”. Posteriormente, se lo volvió a encontrar en algunas publicaciones en que participaba. En 2003 lo invitó a presentar su libro Díaz de espera, y Hoppe se presentó con unos anteojos y una peluca, acorde al actor que había dejado atrás, pero que constantemente seguiría apareciendo.
Álvaro Hoppe. Crédito: Sacha Pompei
Estuvo en las calles fotografiando el teatro de Andrés Pérez, también retratando a escritores, hasta llegar a La Moneda a través de su hermano Alejandro, también fotógrafo, “muy cercano al gobierno de Lagos”, resume Díaz. Destaca su interés en el antes, durante y después del evento o escena fotográfica, “siempre callejeando, muy cercano, desde cierta humildad y bondad”.
Unos niños con traje de baño disfrutan del agua de un grifo veraneando en su ‘pobla’.
Es la primera imagen que conscientemente vi de Álvaro Hoppe en el periódico El Corazón. Mucho antes quizás observé la realidad a través de su lente, pues mis padres compraban la revista Apsi. Luego, a comienzos del 2000, se acercó al grupo de la revista La Calabaza del Diablo, y como parte de nuestra formación como escritores, periodistas, fotógrafos, dibujantes, estuvo el ver y comentar atentamente sus fotos descubriendo una forma de mirar que hasta entonces desconocíamos. “La gracia que tiene Álvaro es el punto de vista, la mirada. Él clava el ojo en algún detalle que otros no ven, no lo evidente, no lo obvio”, explica Marcelo Mendoza.
Hoppe sigue andando en micro, caminando, mirando. Lo más importante de todo, sin perder nunca la curiosidad.
No es ningún secreto que las nociones de maternidad o de familia son construcciones humanas. Basta con mirar a los animales para entender que existen formas múltiples de vivir estas experiencias, sugiere la escritora mexicana en La hija única, su última novela. El libro puede leerse como un manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y, de paso, como un recordatorio de los claroscuros de la maternidad. En esta entrevista, Nettel habla también de su trabajo como directora de la Revista de la Universidad de México, uno de los medios culturales más longevos del continente, y defiende la importancia de que las universidades tengan estos espacios de difusión del conocimiento y la cultura.
Por Evelyn Erlij
A veces los silencios de una lengua dicen más que sus palabras. Varias mujeres que han escrito sobre experiencias relacionadas al cuerpo femenino han tomado conciencia de que el desarme de las estructuras patriarcales no se juega solo en el lenguaje y su generización, sino también en sus vacíos. Le pasó a Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) cuando escribía su última novela, La hija única, en la que relata la historia de Alina, una gestora cultural que después de años de despotricar contra la maternidad —“el grillete humano”, le llamaba—, decide tener un hijo. Junto a su compañero intentan todos los métodos de fertilización posibles, hasta que todo da un giro violento: Alina se embaraza, pero al octavo mes le anuncian que su hija no sobrevivirá a causa de una microlisencefalia.
“Existe una palabra para designar a aquel que pierde a su cónyuge, y también una palabra para los hijos que se quedan sin padres. Sin embargo, no existe una para los padres que pierden a sus hijos. A diferencia de otros siglos en que la mortandad infantil era muy alta, lo natural en nuestra época es que eso no suceda. Es algo tan temido, tan inaceptable, que hemos decidido no nombrarlo”, advierte Laura, la narradora de la novela y mejor amiga de Alina, una doctoranda en literatura que, frente al dilema de la maternidad —al menos en el sentido tradicional—, decide ligarse las trompas. Para las personas como ella tampoco hay un nombre propio: en castellano no existe un término para designar a las mujeres sin hijos como sí lo hay en inglés, childfree.
“Lo que (esos silencios) dicen es que la cultura no se ha permitido pensar la posibilidad de que un hijo no exista en el contexto de una mujer o de una familia”, advirtió Lina Meruane hace unos años al hablar sobre su libro Contra los hijos, una diatriba que sacó ronchas por atacar el mandato cultural de la maternidad. La hija única, décimo trabajo de Guadalupe Nettel, también empalabra esas realidades silenciadas a través de la voz de Laura, una de las tres mujeres que protagonizan la novela y quien, además de narrar la historia de Alina —basada en el caso real de una amiga de la autora—, aborda su relación con Doris, su vecina, una madre agobiada de lidiar con la furia de Nicolás, hijo de un exmarido maltratador, que un buen día se atrinchera en su cama y no se levanta más.
Guadalupe Nettel. Crédito: Mely Ávila
Nettel, ganadora de premios como el Ana Seghers, de Alemania, y el Herralde de novela por Después del invierno (2014), lleva años desmontando tabúes en libros como El huésped (2006), El cuerpo en que nací (2011) o La hija única. Más que una historia sobre maternidades, la novela es una suerte de manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y una defensa de la crianza como una tarea colectiva. De paso, es un recordatorio de que la maternidad, todavía edulcorada en el discurso público, también está poblada de rincones oscuros, de “secretos” —como apunta en el libro— que a la larga son formas de asegurar la continuidad de la especie.
“La gente sabe en su fuero interno que si se verbalizara, si se transmitiera esa experiencia tal y como es, muchas mujeres decidirían no reproducirse. Reconocer el inmenso trabajo que implican los cuidados y la crianza es admitir la injusticia de que ese trabajo pese sobre una sola persona y la injusticia de que no esté remunerado —dice la escritora desde Estados Unidos, donde por estos días anda de viaje—. Por otro lado, hay un ideal de la maternidad que muchas mujeres quisieran cumplir o con el que quisieran ser identificadas. Admitir que a veces no son tan felices siendo madres las hace sentir culpables. Es algo muy semejante a lo que Virginia Woolf denominaba ‘el ángel de lo doméstico’, un deber ser que la sociedad nos inculca de forma subliminal y del que es muy difícil liberarse”.
A pesar de los avances de los feminismos, todavía no se habla lo suficiente de lo oscuros que pueden ser el embarazo y la crianza: la madre que se queja todavía es una potencial “mala madre”. En los últimos años, se han publicado varios libros sobre la relación ambivalente de las mujeres con la maternidad. ¿Crees que la literatura ha abierto un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?
—Hay textos muy viejos que abordan la condición subordinada de la mujer y en especial la de las madres, pero las sociedades en las que fueron escritos no querían ni oír hablar de esos temas —advierte Nettel—. Piensa que en el siglo XVIII, Olympe Des Gouges fue guillotinada por pedir que los derechos del hombre fueran también de la mujer. Algo tan básico como eso era inaceptable. Los hombres querían que las mujeres fueran elfos domésticos eternamente. Si ahora para muchos resulta indignante que una mujer se queje de la carga de la maternidad, ¿cómo habrá sido escucharlo en aquel tiempo? Libros como La mujer helada (1981),de Annie Ernaux, que ahora consideramos hermosamente escritos y muy potentes, eran silenciados o invisibilizados por los críticos, los libreros, los académicos y los bibliotecarios, espacios históricamente dirigidos por hombres. Fueron las feministas las que abrieron y sostuvieron el debate durante años y gracias a ellas, en el siglo XXI, el tema de la maternidad se ha convertido en un tema relevante.
El personaje de Doris revierte la fantasía de que las madres lo pueden todo, de que no hay derecho a enfermarse o rendirse. ¿Por qué quisiste integrar este personaje en paralelo a la historia de Alina?
—Doris encarna a todas las mujeres que conozco que por una razón u otra han encallado en la maternidad y no logran salir a flote. Tiene la autoestima y la confianza en sí misma muy deterioradas por la violencia doméstica que sufrió durante años. Está deprimida, no consigue hacerse cargo de sí misma y además se lleva fatal con un hijo al que adora. Vive atrapada entre la necesidad de ponerse en pie y la culpa que le genera no poder ser la madre ideal. Quería visibilizar a ese tipo de mujeres, darles una voz y disfruté cuando poco a poco se fue poniendo de pie en la historia a pesar del sacrificio que implicaba separarse por un tiempo de su niño.
Desde El cuerpo en que nací vienes problematizando la idea de que las familias nucleares y biológicas son una imposición, que los conceptos de familia y de mater-paternidad son permeables. “Es cosa de ver la naturaleza”, escribes, y tu novela es un ejemplo de que la crianza no es un trabajo exclusivo de los padres; que la familia adopta formas diversas. Entender esto es liberador, porque desacraliza la figura de los padres. Da la impresión de que este es un asunto aún pendiente en las discusiones feministas.
—Es un tema que me interesa mucho. Creo que los seres humanos tendemos a ver la vida a través de una reja muy estrecha. Como si viviéramos en una jaula mental y salir de ahí nos resulta muy difícil. Imagínate cuántos siglos tuvieron que pasar para que la sociedad viera la homosexualidad como algo natural. Cuando yo era chica escuchaba que esas relaciones eran “contra natura” y cuando me empecé a interesar en los animales vi que hay muchísimas especies que la practican, de la misma manera en que hay especies monógamas o polígamas, incluso transexuales. Todo cabe en la naturaleza. Se trata de la mejor escuela posible de diversidad a la que podemos acceder. Muchos mamíferos, como los lobos, los elefantes o los delfines, crían en grupo a sus cachorros, y estoy convencida de que los humanos hicieron lo mismo durante siglos. Me parece lo más lógico y lo más cómodo. ¿Te imaginas que cada familia se encargara de la escolaridad de sus hijos como ocurrió ahora durante la pandemia? Están mejor en una escuela, ¿no crees? Yo pienso que debemos abrir nuestros barrotes mentales y buscar las formas de familia que más nos acomoden. Además intuyo que en una familia extendida sería más fácil proteger a los niños de la violencia y los abusos, algo que me parece muy importante.
En Chile se ha discutido últimamente la idea de la sororidad, a raíz de que se ha condenado a críticas literarias por reseñar de forma negativa libros de autoras, por reproducir, supuestamente, prácticas patriarcales de “ningunear” la escritura de mujeres. Hay feministas que plantean que no hay que biologizar la literatura ni homogeneizar la categoría “mujer” porque se omite qué se escribe o desde dónde se escribe; mientras que otras apoyan la idea de visibilizar el trabajo de las mujeres más allá de las diferencias. ¿Qué opinión tienes sobre esta discusión?
—Creo que hay que empezar por reconocer un hecho histórico: la literatura escrita por mujeres talentosas ha sido “ninguneada” durante siglos. Basta echar un vistazo a la colección Vindictas que la editorial Libros UNAM y la editorial Páginas de espuma han puesto en marcha para rescatar del olvido a ese tipo de autoras. Es más, durante siglos, las mujeres tuvieron que usar pseudónimos masculinos para poder publicar y ser leídas. Yo quisiera pensar que esto ya se acabó. También me gustaría pensar que las que ejercen el oficio de críticas literarias tendrán esta historia en mente, pero también la libertad para ejercer su trabajo con pericia. Todos sabemos que hay tantas escritoras malas como escritores malos. Exigirle a las mujeres que no digan o que no escriban lo que piensan equivale a ponerles otro grillete.
La huella de Nettel en La Revista de la Universidad de México
En 2017, Guadalupe Nettel —Doctora en Ciencias del Lenguaje de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París— se convirtió en directora de la publicación cultural más longeva de su país: la Revista de la Universidad de México, un espacio que, bajo su tutela, se ha convertido en un puente entre intelectuales, académicos, investigadores y universitarios de distintas generaciones y rincones de América Latina. Su meta, dijo entonces, era tender puentes entre la universidad y los lectores de todo el continente, y lograr un diálogo entre autores de habla hispana en torno a asuntos que van desde el arte y la literatura, hasta la política y las ciencias. Cuenta, además, con un Consejo Editorial internacional conformado por nombres como Alejandra Costamagna, Martín Caparrós, Jorge Herralde y Enrique Vila-Matas.
Muchas veces se le reprocha al mundo académico cierto ombliguismo y una imposibilidad de no poder salir de los códigos y del lenguaje del paperismo, como se suele llamar la carrera por publicar artículos académicos. ¿Qué diagnóstico haces de estos años que llevas dirigiendo la revista? ¿Cuáles fueron las mayores dificultades que enfrentaste cuando llegaste?
—Creo que hay una diferencia grande entre los journals especializados y las revistas culturales. Es normal y supongo que deseable que se emplee un estilo académico en los primeros. La Revista de la Universidad de México, en cambio, es una publicación cultural que busca propiciar el diálogo entre distintas disciplinas, los investigadores, los estudiantes y el público en general. Por eso buscamos que los textos sean fáciles de leer y que el lenguaje sea comprensible para un lector no especializado. Ninguno de los dos estilos es fácil. Cuando uno lee los textos de divulgación piensa que cualquiera puede escribir con sencillez, pero esto es un espejismo. El problema de escribir únicamente papers es que después cuesta mucho salir del molde. Pasa lo mismo con la gente que vive y trabaja dentro de un campus, ya sea dando clase o investigando, después se olvida de que la vida fuera de la universidad es muy distinta, y es cuando se produce la desconexión que describes. Cuando los académicos publican en nuestra revista, les damos algunos ejemplos del texto que esperamos de ellos, los acompañamos durante el proceso y muchas veces el resultado es muy bueno. Cuando los vemos muy instalados en sus costumbres estilísticas, preferimos hacerles una entrevista y eso también funciona en la mayoría de los casos.
En México hay una fuerte tradición de revistas, mientras que, en Chile, las únicas revistas culturales que van quedando dependen de dos universidades (la U. de Chile y la U. Diego Portales). ¿Por qué crees que es importante que las universidades tengan estos espacios?
—Es verdad que existe una tradición de revistas culturales en mi país, pero por desgracia también se han ido extinguiendo en las últimas décadas, y la pandemia no hizo sino empeorar las cosas. Es muy triste. Por otro lado, la gente lee cada vez menos revistas y suplementos en papel o son raros quienes aún lo hacen. Para mí no se compara el placer de sentarse en la banca de un parque o en un sofá a leer una revista impresa con el de leer en una pantalla. Prefiero mil veces lo primero. Las universidades tienen la vocación de difundir el conocimiento y de propiciar el diálogo entre pensadores de distintas disciplinas. Una revista es un espacio perfecto para estas dos cosas. Todo se puede mezclar en un número sobre el Caribe o sobre la risa, por poner dos ejemplos: ciencia, poesía, historia, sociología, geografía y muchas materias más. Me parece muy importante que al menos las universidades vean la importancia de mantener espacios así y los aprovechen.
La reedición de Por él (1934), de Inés Echeverría, no solo constituye el rescate de un libro olvidado debido a la discriminación genérica. También es un testimonio de la agresividad masculina que ha perdurado hasta el presente, escribe la crítica Lucía Guerra. Un texto que instaura un discurso “de maternidad ultrajada” que hasta entonces había sido una página en blanco en nuestra literatura. La publicación cuenta con un prólogo de la escritora Alia Trabucco, y es parte de la serie Biblioteca Recobrada de la Universidad Alberto Hurtado, una iniciativa que modificará la historia canónica de la literatura chilena.
Por Lucía Guerra | Fotografía principal: Memoria Chilena
Según la Biblia, después del pecado original, Jehová castigó a Eva diciendo: “Con dolor parirás los hijos y estarás bajo la potestad o mando de tu marido, y él te dominará” (Génesis III, 16). Este dominio masculino implicó no solo la sumisión y obediencia de las mujeres sino también el derecho de los hombres a golpear a sus esposas, como se especifica en una ley medieval en la cual se dice que ellos pueden darles golpes en caso que ellas desobedeciesen o usasen lenguaje desenfadado. Esta práctica de poder se extiende hasta nuestros días y era corriente, sobre todo en los estratos más adinerados, que la violencia de género se mantuviera como “secreto de familia” para proteger las buenas apariencias.
La escritora Inés Echeverría. Crédito: memoriachilena.cl
Este fue el caso de Rebeca Larraín Echeverría, que se esforzó por mantener en secreto los malos tratos de su marido, Roberto Barceló Lira, quien el 30 de junio de 1933 la mató disparándole un tiro en la espalda. Ante la justicia alegó que la bala se había disparado por accidente y, dados los antecedentes de casos similares que habían involucrado a hombres de la aristocracia oligárquica en Chile, estaba seguro de que sería absuelto de todo castigo. En 1905, Eduardo Undurraga, en juicio por la muerte de su esposa Teresa Zañartu, alegó desequilibrio mental y fue enviado al manicomio, desde donde probablemente, por su poder financiero, logró escapar. En 1914, Gustavo Toro Concha degolló a su cónyuge Zulema Morandé Franzoy y en el juicio, quince médicos (tal vez pagados) confirmaron la declaración de Toro Concha con respecto a la locura insoportable de su esposa. Gracias a este argumento, no recibió condena alguna. Por otra parte, en 1921, Marcial Espínola mató a Mercedes García Huidobro al encontrarla en la vivienda de uno de sus peones y siguiendo la ley que hasta la década de los setenta en Latinoamérica establecía que un hombre podía matar a su esposa sin recibir castigo si la encontraba con un amante, Espínola fue absuelto debido al presunto adulterio de su esposa.
Roberto Barceló jamás imaginó que su suegra, la escritora Inés Echeverría (1868–1949), publicaría varios artículos en los periódicos clamando por justicia, utilizaría la ayuda de sus contactos influyentes y escribiría el libro Por él, que apareció en las librerías en 1934. Gracias a su actividad justiciera, Barceló recibió la pena de muerte y al solicitar indulto al presidente Arturo Alessandri, amigo de Inés Echeverría, éste negó el perdón el 26 de noviembre de 1936 y, unas horas después, el reo fue fusilado.
En una valiosa labor que sin duda modificará la historia canónica de la literatura chilena, la editorial de la Universidad Alberto Hurtado ha iniciado su serie Biblioteca Recobrada, en la cual se publican libros de escritoras chilenas que en el pasado no recibieron una justa valoración de la crítica, que en esos años era practicada únicamente por eminencias masculinas plagadas de prejuicios sexistas en contra de “la escritura femenina”, catalogada como intentos fallidos sin mucho valor estético.
Esta nueva edición de Por él no solo constituye el rescate de un libro injustamente olvidado debido a la discriminación genérica, sino que también entrega un testimonio de la agresividad masculina que ha perdurado hasta el presente, como se hace evidente en la actual tasa de femicidios y denuncias por violencia intrafamiliar.
Inspirada por lo que habría hecho su esposo ya muerto, es decir, por él, Inés Echeverría asume la agencia en la esfera pública de un sujeto activo en una época en la cual las mujeres chilenas estaban sometidas al espacio privado y ni siquiera habían logrado el derecho a voto. La autora califica Por él como un testimonio que amplía sus declaraciones ante la corte judicial y, a la vez, añade un análisis e interpretación de los hechos a partir, nos dice, de una mujer que siente e intuye desde los márgenes de la racionalidad masculina (“A ustedes, hombres, voy a hablar como mujer, en mi propia lengua —idioma casi inédito— ya que la sociedad, la ley, el hombre mismo nos ha reducido a silencio”.) Su escritura, aparte de legitimar la palabra de mujer, aspira también a modificar la desigualdad social frente a la justicia (“Yo estoy luchando por la justicia porque no la habrá mientras condenen a los pobres que no tienen cómo defenderse y no condenen a los ricos”.)
Sin embargo, Inés Echeverría traspasa las fronteras del género testimonial en una interesante elaboración literaria que reconstruye el ícono religioso de la Mater Dolorosa en el imaginario patriarcal. Esta figura pasiva y sumida en el dolor es suplantada por la madre que lucha contra la injusticia y analiza, desde una perspectiva sicológica junto con sentencias bíblicas, la psiquis y los motivos conscientes e inconscientes del asesino, además de sus gestos y declaraciones contradictorias durante el juicio. Roberto Barceló se convierte, así, en un personaje literario de doble faz y aficionado tanto al dinero como al fraude y la mentira. Bajo la máscara de la simulación social que lo hace aparentar ser un perfecto caballero, se oculta la codicia y la crueldad.
En Por él, la silenciosa figura de la madre doliente creada a partir de la imaginación masculina adquiere una voz que denuncia en tono iracundo y que describe intensas vivencias ante la muerte de su hija. En el momento en el cual retira la sábana blanca que cubre el cadáver tirado en el suelo, ella, sobrecogida, la ve muerta con su mandíbula desencajada y sus pupilas dilatadas, en un espectáculo macabro que lo será aún más cuando reciba su cuerpo después de realizada la autopsia, que ha convertido su rostro en una masa informe en la cual un lado de la boca, ya sin labios, se abre mostrando los dientes en un gesto de náusea y mueca monstruosa. Echeverría instaura, así, un discurso del “dolor de entraña herida, de maternidad ultrajada” que hasta entonces había sido una página en blanco en nuestra literatura.
Por él Inés Echeverría Editorial UAH, 2021 260 páginas
Es más, en un rescate a través de la escritura, la autora narra a su hija como una mujer que desde la infancia fue guiada por las virtudes trascendentales del Espíritu. Y en este sentido, ella deviene en símbolo de la noción espiritualista por la que abogaban Echeverría y otras escritoras chilenas de la época, en un intento por establecer un rasgo de la especificidad “femenina” fuera de toda caracterología genérica creada por el poder patriarcal. Especificidad espiritual en una insubordinación implícita y también compensatoria del lugar subalterno asignado a la mujer.
Desde una posición híbrida que mezcla la teosofía, el espiritualismo y el dogma católico, más las lecturas de Freud, Emerson y Bergson, la autora, como típica autodidacta, ignora los compartimentos académicos. Por lo tanto Rebeca, además de ser modelo del espiritualismo femenino, es también una mártir cristiana. En el momento de ser asesinada vive el más allá del Espíritu, y en su cuerpo se conservan los estigmas del martirio mientras su “espíritu de luz, se alza victorioso sobre el macho potente y ciego”.
Para el yo testimonial y autobiográfico que utiliza la escritura como arma pública para denunciar el maltrato masculino sellado por el silencio, la muerte de su hija engendra una evolución significativa en el ámbito de la maternidad misma, como lazo solidario entre mujeres. A través de su hija sacrificada, Echeverría se siente unida a todas las madres, a las mujeres chilenas oprimidas que sufren en silencio, a las que son golpeadas e incluso abandonadas o asesinadas por el marido. Solidaridad que implica la cancelación de las diferencias sociales en una comunidad muy distinta a la nación.
Por él es, sin duda, un texto de mucho valor. En la esfera testimonial, nos introduce al cerrado círculo aristocrático de la primera mitad del siglo XX en Chile, denunciando las injustas desigualdades tanto genéricas como socio-económicas. Simultáneamente, a través de recursos literarios eficaces, da voz a una perspectiva de mujer que, apropiándose de una agencia histórica en aquella época exclusiva de los hombres, inscribe vivencias y nociones silenciadas por la hegemonía patriarcal.
Poesía, de Juan Radrigán (1937-2016), repone dos series de poemas de uno de los más grandes creadores y dramaturgos chilenos, cuya producción estética se abocó a iluminar las zonas clausuradas por los acuerdos hegemónicos. El libro, publicado por Libros del Pez Espiral, nos habla del último tercio del siglo XX y a la vez del presente del primer tercio del siglo XXI. Nos habla de la repetición y nos incita a comprender lo que nos cerca mediante actos colectivos de memoria.
Por Diamela Eltit
Juan Radrigán forma parte del imaginario cultural chileno. Su obra, centrada especialmente en la dramaturgia, atraviesa la totalidad de los espacios teatrales, demarcando una geografía social signada por la densidad de su poética. Su producción estética se abocó a iluminar las zonas clausuradas por los acuerdos hegemónicos. Acuerdos pactados por el conjunto de las diversas instituciones que modelan y modulan el aparato social. El escritor visibilizó parte de esas zonas oprimidas que congregan a las personas castigadas por la violencia excluyente del sistema. Comunidades destinadas a habitar formas masivas de inexistencia o bien expuestas a experimentar la constancia discriminadora.
El autor transitó los bordes más obturados por el diseño elitista de la geografía social. Se detuvo en los bordes que contienen cuerpos desterrados, disociados, excluidos de la mirada pública oficial porque opacan el triunfalismo blanco y aséptico promovido y validado por la aguda dominación neoliberal. Pero Juan Radrigán re-construyó un escenario teatral y social para ellos, lo hizo para volverlos protagonistas de sus propias vidas, de la vida de sus vidas y de las condiciones de sus muertes.
Su política literaria fue notable y más aún, impecable. Legó sus obras para transitar la actualidad, quiero decir, para este presente y los futuros de cada uno de los presentes. El escritor Incluyó, como asegura el filósofo Jacques Rancière, a la parte de los que no tienen parte o, como señaló Frantz Fanon, convocó a “los condenados de la tierra” para dotarlos de aquello que les ha sido expropiado por los conquistadores del territorio de la riqueza: la subjetividad, esa subjetividad que posibilita la singularidad fundada en la complejidad y la paradoja.
Toda referencia a Juan Radrigán implica situarse políticamente en un espacio concreto y material. Significa ubicarse en un deseo que contempla una poética social que conozca y reconozca a los cuerpos descartados por la hegemonía. Significa la deconstrucción de las tácticas, formatos y estrategias que inoculan modelos de vida comprados a plazo. Lo que quiero señalar es que la vida humana está capturada por una pedagogía que naturaliza la inacabable deuda y a la usura del crédito. Vidas que se reducen a un ingreso interminable al mercado y la captura vitalicia de los cuerpos mediante la hipoteca orgánica a lo largo de la vida. Referirse al autor implica situarse en el lugar en donde la letra ingresa al abierto desacato y rompe la monotonía y la comodidad del pequeño drama en el interior del espacio burgués. Me refiero a la tarea acuciosa de salir a los bordes y allí, de lleno en el terreno de la exclusión, experimentar el acto de vivir.
Los cuerpos marcados y demarcados con insistencia por Juan Radrigán no han cesado. Están diseminados de manera multitudinaria, asistidos por ellos mismos. Es así porque la planicie cultural que nos habita carece de un abecedario que escriba los matices estéticos que portan las formas de habitar. El peso de la cultura burguesa del objeto y su deshecho ha sido implacable, se abocó a denigrar y destruir cada una de las marcas culturales de los distintos espacios asolados por una escasez abrumadora y que, sin embargo, portan poderosos signos impresos en las hablas, en sus tonos, en cada uno de los signos que pueblan sus espacios. El colonialismo cultural que nos habita ha luchado por anular los dilemas de clase mediante clasificatorias que miden ya no pertenencias, sino meros órdenes materiales, y así se producen simulacros sociales como la clase media convertida en clase alta y los pobres en ascendentes capas medias. Pero no. Allí están los “hechos consumados” escritos por el dramaturgo que continúan la ruta del desamparo.
Hoy, Poesía, editado por Libros del Pez Espiral, con un intenso prólogo de Flavia Radrigán, repone dos series de poemas del autor, una escrita en 1975, “El día de los muros”, y la segunda en 1983, “Poesía intranquila”. Poemas escritos bajo los años más destructivos de la dictadura y sus aliados civiles y el fatídico 83, marcado por una crisis económica de una magnitud inexpresable que se unió a cada una de las prácticas represivas.
Este libro está escrito en un tiempo específico, la dictadura. Sin abandonar el tiempo y sus signos, es posible pensar hoy en una alarmante repetición. Una repetición en la que se unen, desde, luego, en otra dimensión, pero no por eso menos comparable, el 75 y el 83 con el 2019 y el 2021. En medio de una crisis que ha unido protestas ciudadanas con violencias políticas, sumado al imperativo de la enfermedad y la muerte pobre que trajo de vuelta el hambre, existe una repetición tal como la entiende Sigmund Freud, es decir, aquello que ha sido reprimido y por esa represión no se comprende y se reitera.
Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.
Desde la repetición hay que recordar cómo y cuánto se reprimió la memoria de la dictadura a partir de la transición. Lo reprimido es lo que posibilita la repetición de las vulneraciones de derechos humanos, debido a que no fue posible comprender la intensidad de la dictadura (cárcel, torturas, desapariciones y muertes) ni alertar en torno al hambre debido a las diversas mecánicas de olvido: la alegría ya viene o el reciente y repulsivo entierro que marcó la imagen inaugural de la campaña del candidato Briones. O como lo señala Juan Radrigán: “cuando la juventud cumple/ en plena juventud/ dos veces la edad de la vejez”. Pienso en el asesinato joven de ayer y de hoy. Pienso en la ceguera.
El libro Poesía nos habla del último tercio del siglo XX y a la vez nos habla del presente del primer tercio del siglo XXI. Nos habla de la repetición y nos incita a comprender lo que nos cerca mediante actos colectivos de memoria. Mientras no se establezca un modo social masivo e inequívoco de recordar y alertar estará siempre latente la neurosis repetitiva.
Y en los actos de memoria está impresa la obra de Juan Radrigán, desplegada sobre diversos espacios donde ocurre y transcurre, crece y se disemina. El libro Poesía recoge parte de su imaginario, su deseo de “tomar el toro de la vida por las astas”, esa vida y esas vidas que terminan inevitablemente por rebelarse de manera multitudinaria.
Sin duda atravesamos por un tiempo terrible para millones de chilenos por los efectos masivos de la enfermedad, la represión que no ha cesado, y los tiempos de la prisión política. Pero también este tiempo, en el siempre imprevisible futuro, resulta auspicioso e incierto a la vez.
Quiero señalar de manera concluyente que Juan Radrigán se estableció siempre en el lado más poético y político de la vida. Él mismo lo dice de manera exacta o exhaustiva: “Yo, con esa manía de no estar nunca conforme/ con esa terrible herencia/ de amor por los acosados”.
Terrible herencia, sí, pero absolutamente necesaria.
Rodrigo Rojas De Negri. Hijo del exilio, el último libro de la reconocida periodista Pascale Bonnefoy, no es solo la reconstrucción de la vida de este fotógrafo que, junto a Carmen Gloria Quintana, fue víctima de uno de los actos de terrorismo de Estado más feroces de la dictadura cívico-militar. También es la historia de su familia, de su país, del exilio y el retorno; del heroísmo y la solidaridad; del horror y la dignidad. De la resistencia, pero también de la impunidad.
Por Faride Zerán
Dice la autora que Rodrigo era tres años menor que ella, que llegaron a la misma edad a Estados Unidos, aunque por razones diferentes; que ambos vivían en Washington a mediados de los años ochenta, y que recuerda haber visto muchas veces a ese muchacho callado y de ojos profundos, con cuerpo de hombre y cara de niño, que pululaba entre los chilenos exiliados en Washington, pero que sin embargo no lo conocía.
Pascale Bonnefoy, periodista con posgrado en Estudios Internacionales y autora de otros libros de investigación como Terrorismo de estadio (2005) y Cazar al cazador (2019), nos cuenta en el prólogo de este tremendo y conmovedor libro, Rodrigo Rojas de Negri. Hijo del exilio, editado por Penguin Random House, que supo que el hijo de Verónica De Negri había sido quemado por militares en Chile mientras ella viajaba a bordo de un ferry entre Dinamarca y Holanda, y que esa noche no durmió.
Luego confiesa que “todos quienes conocieron a Rodrigo tienen grabado en su memoria el momento exacto en que supieron que había sido cruelmente atacado por militares junto a la joven Carmen Gloria Quintana, en uno de los actos de terrorismo de Estado más feroces de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet”, y que luego de ello, escribe Pascale, “nadie ni nada quedó igual”.
La autora también nos advierte que durante todos estos años, quienes los quemaron vivos siguen viviendo tranquilos y en libertad, mientras lanza una frase demoledora que ya la hemos escuchado de Joan Jara, por los asesinos de Víctor Jara, o de tantas madres y familiares de víctimas de la dictadura: “Cuando la justicia tarda treinta y cinco años, ya dejó de ser justicia”.
Las casi 400 páginas de este libro contienen el relato del crimen cometido contra Rodrigo y Carmen Gloria, pero también la historia de este niño inquieto de ojos profundos; de su madre, Verónica De Negri, una mujer valiente que fue encarcelada y torturada brutalmente antes de partir al exilio; y la historia de los De Negri, una familia amplia, generosa y comprometida con el gobierno de Salvador Allende y luego con las luchas para acabar con la tiranía.
El trabajo exhaustivo de Pascale la llevó a realizar en Chile, Canadá –donde vivía exiliada parte de la familia De Negri– y Estados Unidos casi ochenta entrevistas, además de trabajar con una profusa documentación que abarca desde los expedientes judiciales del crimen, hasta cartas y documentos privados facilitados por la familia de Rodrigo, así como archivos y otros materiales de centros de derechos humanos; y la colección de documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos, entre otras fuentes.
Escrito con fluidez y sobriedad, el libro aporta lo mejor del periodismo narrativo a una investigación detallada, sin cabos sueltos, capaz de reconstruir no solo la vida familiar-afectiva de Rodrigo, sino el contexto social y político del Chile de fines de los sesenta hasta ese fatídico 2 de julio de 1986.
Pascale Bonnefoy. Crédito: Lorena Palavecino/Penguin Random House
De ahí que se puede afirmar que este trabajo de Pascale Bonnefoy se inscribe en la galería de los libros periodísticos que le disputan palmo a palmo a lo mejor de la literatura no solo por la buena pluma y la profusa investigación. También, por el ritmo narrativo y la descripción y atmósfera que permiten sumergirse en el mundo de este adolescente de ojos profundos, entenderlo y amarlo en sus búsquedas, y recorrer tras su cámara con el dedo puesto en el obturador las calles de ese Santiago ensangrentado e insurgente de los años ochenta.
Entonces, seguimos los recorridos de Rodrigo redescubriendo su ciudad, su país, sus raíces, haciendo suyas sus luchas, y lo vemos deambular por las poblaciones; refugiarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, desde donde se lanza con arrojo a capturar los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, pese a los consejos del científico Benjamín Suarez, que le prestaba un espacio en su facultad.
Vemos a Rodrigo vincularse con sus pares, habitantes de “la ciudad de los fotógrafos”, esos hombres y mujeres que, arriesgándolo todo, documentaban las protestas, y que no lograban entender a este muchacho que despertaba suspicacias por su audacia o desenfado, donde se parapetaba su timidez.
Pero así como Bonnefoy nos transporta al Chile de todos los tiempos, incluyendo al país insurrecto de los ochenta que recibe a Rodrigo en esos intensos dos meses de reencuentro, la autora también retrata con precisión la vida del exilio chileno en Washington; el activismo de esos hombres y mujeres desterrados que vivían con las maletas hechas y seguían y sufrían cada acontecimiento ocurrido en Chile; sus penurias y desvelos, o el rol de figuras claves en el activismo contra Pinochet ejercido por personas como Isabel Margarita Morel, la viuda de Orlando Letelier, el canciller de Allende asesinado por la Dina en la capital estadounidense.
Y es que este libro contiene además un lúcido retrato de un tiempo, de una época y de una generación marcada no solo por la tortura y la muerte. También por el exilio.
El exilio, ese desgarro interior, “esa grieta insalvable producida por la fuerza entre un ser humano y su lugar de nacimiento, entre el yo y su verdadero hogar”, como lo describió el intelectual Edward Said.
Me detengo en Said cuando agrega que la desdicha esencial de esa ruptura no puede superarse. Y entonces pienso en el joven Rodrigo Rojas De Negri tomando el avión para partir rumbo a Chile, en mayo de 1986, como el viaje de retorno no solo hacia sus raíces, sino quizás como el gesto de reparación de esa desdicha esencial de quienes, como su madre, estaban impedidos de retornar a su país.
Su madre… Qué difícil ser madre y padre a la vez y estar en el exilio.
Qué difícil sobrevivir al horror volcado hacia ti.
Y cuando crees que las heridas van sanando, recibir ese telefonazo de Chile para decirte que ahora se ensañaron con tu hijo mayor…
Te veo, Verónica De Negri, llevando a tu hijo al aeropuerto a las seis de la mañana de ese día de mayo, sin sospechar el infortunio.
Te veo después acariciando la punta de los pies que se asoman de la camilla donde yace tu niño grande, porque solo ahí podías tocarlo, ya que agonizaba conectado a un ventilador mecánico, en una sala de la UTI, con el sesenta y cinco por ciento del cuerpo quemado.
No hay perdón ni hay olvido, pienso, cuando concluyo la lectura de este libro conmovedor.
Y es que no hay justicia, me digo, para justificar la ira cuando nuevamente en el Chile de las últimas décadas reaparece con fuerza la palabra impunidad.
Y este libro trata de todo eso. De la vida de Rodrigo, de su historia, de la historia de su familia y de su país; del exilio y el retorno; del heroísmo y la solidaridad; del horror y la dignidad. De la resistencia, pero también de la impunidad.
Rodrigo Rojas de Negri. Hijo del exilio Pascale Bonnefoy Miralles Debate, 2021 392 páginas $16.000
La obra de Pepe Cuevas (Santiago, 1944) no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas: surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, apunta en este texto el joven escritor Nicolás Meneses. Su habla, dice, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, la rabia acumulada, la literatura social y la tradición poética chilena.
Por Nicolás Meneses
Zapatos, pantalón de tela, camisa, chaqueta negra de cuero y un bolso cruzado. Así llegó José Ángel Cuevas a una lectura de poesía a la que lo invitamos en 2013 a la UMCE, y así lo volví a ver casi siempre. Fuimos, increíblemente, la primera generación de estudiantes que lo invitó a su alma mater a leer su poesía. Lo convidamos a almorzar al casino con la beca Junaeb y no paró de hablar y de preguntar por ese pedagógico devenido en universidad con siglas, hacinado, tomado aún por profesoras y profesores contratados en dictadura. Él nos contó de un pedagógico en donde los edificios de cuatro pisos en que teníamos clases se usaban como pensiones para las y los estudiantes de regiones, nos indicaba las salas donde se hacían asambleas y los lugares donde se discutía, organizaba, bebía e incluso peleaba. Nuestro relato de la universidad precarizada, destruida y desmemoriada no lo asustó: “mejor, así se organizan, se juntan”.
Las invitaciones se repitieron: en las tomas, en los paros, en las lecturas bailables que organizamos, Pepe Cuevas fue un nombre que se repetía. Cada vez que lo llamamos, su respuesta era automáticamente afirmativa. Y cuando llegaba el día, a veces ni se acordaba a qué lo habíamos invitado. Una vez, con ese descaro sutil que muestra en momentos de conversación, nos preguntó si de verdad lo leíamos. Tímidamente, comencé a nombrar parte de sus libros y algunos ni siquiera se acordaba de haberlos publicado. Lo que sí me quedó claro en las pocas ocasiones en que lo vi fue que Pepe Cuevas escribe como quien conversa. En el epílogo de Restaurant Chile (2005), su mejor antología, Raúl Zurita dice que Pepe es un poeta que transita poderosamente desde la intimidad y se instala en el habla, pero no a la manera de Parra, sino en un habla que se colectiviza: los poemas de Pepe Cuevas son retratos a pincel fino de un pueblo que vive un país antes del Golpe y padece un Chile después del fatídico 11 de septiembre del 73, una traición que en el poema “El sueño de Kiko Rojas” imagina frustrada: “Nadie puede/ ni podrá decir que el pueblo de Chile/ fue vencido en un par de horas.// En el sueño se verá/ a los Cordones/ Vicuña Mackenna/ Cerrillos/ Maipú/ fábricas/ e industrias/ que habrán de saltar sobre la Fach/ Escuela Militar/ regimientos sediciosos/ Hay un millón de obreros en la calle”.
Crédito: Fabián Rivas
Perteneciente a la llamada generación del exilio interior, Cuevas vivió ese contraste de época de un periodo de jolgorio popular a una dictadura cívico-militar brutal. Su poesía arrastra ese ánimo tragicómico que trajo consigo pasar de una posible utopía a la devastación. En dictadura, ya no tiene sentido la poesía, y como tal se hace llamar expoeta, llevándose a todas esas muchedumbres, calles, organizaciones, edificios e hitos que no pararon de desfilar en sus poemas: Efectos personales y dominios públicos (1979), su primera publicación, le sirvió para inscribirse en la SECH e intentar salvaguardarse de la persecución de la DINA, que quería obligarlo a hacer contactos con gente del MIR. El largo poema Introducción a Santiago (1982) es un viaje alucinante, mezcla de monólogo, tomas aéreas de dron y sampleo de “En un largo tour”, de Sol y Lluvia, que nos lleva a ver la vida tal como es; un poema-ciudad que desborda las geolocalicaciones y las rutas que traza Google Maps. Un gran poema-urbe cuyos edificios y alamedas bullen de agitación y los nombres de sus calles se cruzan como peatones desesperados.
En una entrevista que dio en 2018 a la Revista de Libros decía: “Santiago no me la ha ganado”, recalcando una actitud de persistencia frente a una ciudad tomada por el negocio inmobiliario, las transnacionales y los malls. Es ese rastro, especie de grafiteo en la página, lo que hace de la poesía de Pepe Cuevas un registro público increíblemente contingente. Su obra entrega la falsa impresión de una escritura atrofiada por el Trauma de la Dictadura, la Persecución, el Chile Post y el Expoeta. Y los escribo así, en mayúscula, como uno de los procedimientos de su poesía en que punza las palabras y las graba “al interior del espacio que uno Es” (Proyecto de país, 1994).
La obra de Pepe Cuevas no ha dejado de ser un territorio de memoria y resistencia, un proyecto geopolítico que conversa con las muchedumbres y la ciudad, si es que ambas no son lo mismo para él. No enuncia, sin embargo, desde el púlpito ni grita a las masas para conmoverlas como el poeta cohete José Domingo Gómez Rojas. Surfea los nuevos tiempos sin darle la espalda a la historia del exChile, el país antes del Golpe. Sus libros más recientes demuestran un interés en el deteriorado espacio público, y su crítica a la alienación consumista y tecnológica es la más evidente: “una pantalla una voz que nos habla/ es la Voz de los Grupos Económicos/ Oh Patria del Consumo” (“Poema 18”) o “Aquí y ahora se hablará de la Banca,/ cuotas/ intereses/ comisiones muy/ muy altas./ Tanto así que los pobres usuarios/ No las podrán pagar, sencillamente” (“Poema 4”).
Es quizás a partir de Maquinaria Chile y otras escenas de poesía política (2012) donde la presencia del Chile neoliberal se siente con más fuerza en su poesía y se refrenda en libros como Poesía del American Bar (2012) y Capitalismo tardío (2013). En ellos se hace más claro el camino de un país de militancia política y grandes conquistas sociales al de la privatización y tercerización. Para el expoeta, la realidad de ese Chile es monstruosa, inconcebible. De ahí que su rabia no solo se vuelque a los responsables de repartirse el país como un botín de guerra, sino también a esa gente que dejó de ser pueblo: “Un pueblo vencido se merece estar / a honorarios / no tener previsión / derecho a salud / jubilación mínima / un pueblo vencido/ no tiene derecho a nada / porque las leyes/ laborales les fueron requisadas y expropiadas.// Un pueblo vencido. / Sólo debe ser dócil./ Se lo merece” (“Poema 23”).
Sin embargo, es el mismo que en sus poemas logra entrar en los engranajes del lenguaje proletario y de los antiguos sectores productivos del país: “Un camión blanco hará su entrada al amanecer/ bajo el estruendo de la maquinaria/ teclados/ émbolos/ rodillos que aparecen/ y desaparecen// el traqueteo fuerte/ del Puente Carrascal/ donde se halla Juan Reveco Ruz/ con su parka subida” (“Indus Lever”). Con ello no hace más que reafirmar su fascinación no solo por el mundo y el lenguaje del trabajo, sino sobre todo por el de las y los trabajadores.
Pepe Cuevas adolece profundamente la pérdida de identidad del proletariado convertido en operarios y operarias, parte de una cadena productiva impersonalizada, aséptica e inodora. Acompañar a su padre arreglando máquinas de escribir para tantas fábricas lo impregnó de esa fascinación por los oficios. De ahí el tono sentimental de muchos de sus poemas que se lamentan por la pérdida: “¿Por qué destruyeron Ferrocarriles del Estado/ si la Electricidad Nacional los alimentaba/ y corrían por sus líneas 20 vagones llenos como unas estrellas/ en la noche?/ ¿Por qué se detuvo la circulación de los ramales/ Perquenco, Maule, Constitución y Villarrica?/ (…) ERA CHILE EL QUE PASABA POR SUS VENTANAS ABIERTAS/ y ya no pasa” (“La destrucción de ferrocarriles del Estado plantas y materiales”, 1992).
Si bien parte de la obra de Pepe Cuevas puede leerse como poemas chamullentos de un hablante que repite las mismas quejas en otro orden, es esa insistencia mezclada con una diversidad de procedimientos los que le otorgan a su obra una vitalidad tremenda. Su habla, la de sus poemas, logra agrupar fiesta, música, conversación; la dialéctica militante, el Chile apolítico, el reporte de guerra, el impacto de la publicidad, la rabia acumulada, la historia, los exsindicatos, las exempresas del Estado, imágenes oníricas, la literatura social y la tradición poética chilena. Tampoco hay que olvidar su trabajo gráfico en Álbum del ex-Chile (2008), compuesto por portadas de prensa del período 1970-1973, más poesía y textos testimoniales; la novela Autobiografía de un ex-tremista (2009), y su libro Materiales para una memoria del profesorado (2002), pues mal que mal, Pepe siempre ha sido un profesor de Filosofía del Pedagógico. A pesar de la amplitud de su obra, esta no ha sido bien difundida, y en una entrevista que logré hacerle el año 2019 para Revista Santiago habló sobre su mala experiencia con algunas editoriales. Quizás es por eso que su nombre siempre suene tímidamente como candidato al Premio Nacional.
Quisiera detenerme en una de sus desconocidas obras audiovisuales, Serey llora por Santiago (1999), una producción amateur grabada en San Antonio donde un angustiado Serey (Pepe Cuevas) camina a orillas de la playa y conversa en un restaurant con dos amigos sobre su deseo irrefrenable de volver a la capital. “Soy un hombre de las urbes”, dice en algún momento, ante lo que los parroquianos que lo acompañan le preguntan incrédulos “¿por qué no se vuelve?”. Pero Serey no tiene la respuesta. Lee, escribe poemas, conversa y camina por una playa mirando un mar que desprecia, pensando en su exvida. La pregunta sobre Pepe que me ha perseguido después de la revuelta social es si acaso llegó el momento de que el poeta vuelva y sobrevuele Santiago como en un sueño. Tal vez nos hablará de otro horizonte al modo de uno de esos breves momentos en que se da la oportunidad de ilusionarse: “¿Se podría vivir otra vida, compañeros bolcheviques?/ ¿Volver a juntarnos/ tocar el bombo/ guitarra/ charango/ tratar de cambiar la realidad?/ ¿Transformar el mundo?/ Piénsenlo./ Confío en ustedes./ Sé que no me van a fallar” (Poemas bolcheviques, 2018).
Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente —afirma en este ensayo la crítica cultural Nelly Richard—, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.
Por Nelly Richard
Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador.
La memoria entrecortada del feminismo
Bien sabemos de lo disparejo de los tiempos que se conjugan irregularmente en los procesos de formación histórica de la memoria. Son tiempos que van y vienen, se dilatan o se contraen, modulando transcursos siempre expuestos a la interrupción, la suspensión o la precipitación de sus ritmos y secuencias. La memoria nunca es lineal en sus avances de consolidación de lo ya acumulado al tener que enfrentarse a percances y retrocesos. El feminismo chileno conoce lo accidentado de este camino de rescate del pasado y de afianzamiento de sus logros, ya que su propia memoria histórica (la de las organizaciones y movimientos de mujeres y de las luchas por la conquista de sus derechos) se ha visto sucesivamente atravesada por desactivaciones y reactivaciones que convierten su itinerario en un trazado particularmente discontinuo.
La transición político-institucional chilena instaló la neutralidad del vocablo “género” para silenciar los acentos más enérgicamente contestatarios de aquel feminismo que luchó contra la dictadura y el patriarcado en los años del régimen militar. Después del largo repliegue de los movimientos de mujeres durante la transición, la insurgencia feminista de mayo de 2018 demostró que lo inhibido y reprimido por el consenso neoliberal tuvo la fuerza suficiente para retornar a escena con un protagonismo desbordante. Las universidades, las calles y la sociedad entera se vieron sacudidas por una rebeldía de género que no se propuso únicamente denunciar la violencia sexual y reclamar por una educación sin discriminación de género, sino también, y sobre todo, subvertir la simbólica de las arquitecturas del poder masculino-dominante que gobierna la esfera pública. Mayo de 2018 fue el detonante energético de una revolución cultural que nos hizo pasar del receso feminista de los años de la transición al reciente triunfo de las jóvenes mujeres feministas que, revuelta social mediante, salieron victoriosas de las últimas elecciones de mayo de 2021 para incorporarse a la Convención Constitucional, a las alcaldías y a los consejos municipales. Esta fue la prueba contundente, después de tantos desprecios y menosprecios hacia la capacidad política de las mujeres, de que la insistencia y persistencia del proyecto feminista logró multiplicarse y diseminarse a lo largo y ancho del cuerpo social de este nuevo Chile que exige hoy radicalizar la democracia en términos igualitarios y participativos, sin exclusiones ni arbitrariedades de género.
“Mujeres a la calle contra la precarización de la vida”
El movimiento feminista de mayo de 2018 reconquistó las calles para darle visibilidad pública a la convergencia multitudinaria de las mujeres que acusan los perjuicios y maltratos infligidos por el dispositivo patriarcal. Pero este movimiento feminista supo traspasar los límites de autoreferencialidad del nosotras-las-mujeres en tanto comunidad particular de sujetos movilizados por los mismos intereses de género, para extender sus denuncias y reclamos a la trama entera de organización política y económica que sujeta la armadura neoliberal. La consigna del 8M 2018 de “Mujeres a la calle contra la precarización de la vida” anticipaba el diagnóstico que luego se impuso con la pandemia, a saber, la extrema vulnerabilidad de aquellos cuerpos feminizados que el productivismo capitalista deja fuera de sus cadenas de rendimiento profesional y competencia económica. La consigna feminista de la “precarización de la vida” que exhibió su materialidad desnuda con los posteriores estragos de la pandemia en las vidas indefensas, contenía resumidamente todo lo que está hoy en discusión cuando se habla de explotación neoliberal y de feminización de la pobreza.
El 8M de 2020, la Brigada Laura Rodig, de la Coordinadora 8M, pintó en la Plaza de la Dignidad la palabra Históricas. Crédito: Equipo Audiovisual CF8M
El énfasis colocado por el feminismo en la división sexual del trabajo nos enseña cómo funcionan los diferentes mecanismos —salariales y otros— de reconocimiento del valor que se ordenan en función de la división entre lo productivo (exterioridad social) y lo reproductivo (interioridad familiar y doméstica). Al resaltar el eje de la división sexual del trabajo, la teoría feminista descifró aquello que el discurso sociológico tradicional no fue capaz de comprender por haber marginado a la problemática del género de sus reflexiones sobre la clase social. Pese a esta conquista teórica del feminismo que evidencia la urdimbre de género como reverso oculto del capitalismo, no deja de ser llamativo que luego de la revuelta de octubre de 2019 y en medio de la pandemia —es decir, a la luz de aquellos dos sucesos que no hicieron sino ratificar todo lo que prefiguraba la consigna del mayo feminista en materia de precarización de la vida cotidiana—, las tribunas mediáticas, en búsqueda de opiniones sobre lo acontecido, llamaran a los mismos sociólogos e historiadores de siempre como aquellas figuras legitimadas culturalmente por una autoridad patriarcal del saber: unos sociólogos e historiadores que siguen omitiendo, tanto en sus bibliografías académicas como en sus declaraciones públicas, a la teoría feminista como estrategia clave de lectura del cómo y porqué de la desintegración capitalista. Los mismos sociólogos e historiadores que parecen ignorar que la crisis del modelo político-económico de sociedad sobre la que tanto les gusta disertar ha socavado de paso su propia racionalidad masculina del conocimiento científico-social.
Hacer historia
El movimiento de las mujeres que llenaron las calles en mayo de 2018 hizo que la exterioridad social y pública se viera alborotada por cuerpos de la denuncia (cuerpos que exigen justicia frente a las reiteradas violencias del sistema capitalista-patriarcal) que, al mismo tiempo, actúan como cuerpos del deseo y de la imaginación: unos cuerpos que combinaron una proliferante libertad de estilos de expresión y figuración en su performatividad callejera de la desobediencia. Esta doble condición (la de no dejarse circunscribir por el lenguaje de la victimización sexual (“denuncia”) para refundar los contornos de la democracia mediante la creación de nuevos lazos sociales (“deseo e imaginación”), constituye un antecedente incontestable de la explosiva revuelta social de octubre de 2019. Un antecedente que suele callarse cuando los sociólogos e historiadores de siempre hacen el recuento de las movilizaciones estudiantiles, de las protestas contra las AFP o por la defensa del medio ambiente como aquellas instancias precursoras del estallido social, pasando por alto la revuelta feminista de mayo de 2018 que, sin embargo, le traspasó a la revuelta sus sueños de otredad.
La última vez que multitudes llenaron el espacio público de las ciudades fue gracias a la convocatoria de las organizaciones feministas para el 8M 2020, justo antes de que se declarara la pandemia en Chile. Una de las intervenciones sobresalientes de aquel 8M 2020 fue aquella firmada por la Brigada Feminista Laura Rodig que, en el pavimento de la rotonda de la Plaza de la Dignidad, dejó inscripta la palabra “Históricas”. “Históricas” como aquellas mujeres que hacen historia reactualizando la memoria olvidada de quienes llevan siglos desafiando la jerarquía patriarcal y sus cánones de transmisión de la autoridad. “Históricas” como aquellas feministas que supieron recrear el imaginario de las izquierdas del siglo XXI con nuevas conceptualizaciones —feminizadas— de la huelga general; con protestas masivas en todo el planeta que mezclan estrategias contraculturales de utilización de los medios digitales con audaces coreografías del cuerpo que lo tornan escénico y contingente en sus inventivos montajes de signos.
Después de aquella marcha “histórica” (la del 8M 2020), durante los largos meses de pandemia cuya temporalidad suspendida parecía haber disipado cualquier horizonte futuro y, pese a la adversidad de las cuarentenas y sus medidas de confinamiento, las feministas no dejaron de actuar y pensar, de intervenir. Afinaron modos de seguir trabajando en colectivos para sostener lo común-comunitario de sus redes activistas; realizaron asambleas con vecinas y pobladoras y organizaron ollas comunes; solidarizaron con las víctimas de los graves atropellos a los derechos humanos causados por la represión policial en contra de los manifestantes de las protestas; activaron colectivos artísticos para darle curso a un trabajo con la imagen y la palabra que revitalizara el sentido y los sentidos que se encontraban en estado de desarme; fortalecieron alianzas entre transfeminismo y disidencias sexuales; etc. Y, sobre todo, se involucraron de pleno en una reflexión exigente sobre democracia, feminismo y nueva Constitución articulando, por ejemplo, la Plataforma Feminista Constituyente y Plurinacional (diciembre de 2020)[1].
El trayecto expansivo del feminismo: disputas de significado y cruces estratégicos
La firma del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución (15 de noviembre de 2019) que hizo posible el llamado a un Plebiscito Nacional sobre la vigencia o derogación de la Constitución sellada por Augusto Pinochet en 1980, fue un acuerdo notoriamente insatisfactorio. El Acuerdo Nacional dejó fuera de su marco de decisión (exclusivamente parlamentario) a las organizaciones sociales que se habían hecho parte de la comunidad de la revuelta; impuso un quórum supramayoritario de 2/3 con la intención de preservar la facultad de veto ejercida monopólicamente por el bloque de derecha frente a cualquier iniciativa transformadora; otorgó ventaja a los desacreditados partidos políticos dificultando la participación de los independientes; desatendía la representación de los pueblos originarios y tampoco garantizaba la inclusión paritaria de las mujeres en el rediseño político del Estado. Sin embargo, varios de estos obstáculos se fueron sorteando de a poco gracias a las presiones de la ciudadanía y a gestiones parlamentarias que replicaron el eco de la calle en el interior del espacio institucional. Hubo que ajustar el deseo —ilimitado— del Todo al reconocimiento de los límites impuestos por la derecha que condicionó la negociación, aceptando desde ya que se llamara “Convención Constitucional” aquello que había sido proyectado como “Asamblea Constituyente” en tanto expresión absoluta de la autodeterminación popular. Este reajuste de expectativas no impidió que la sociedad civil y el mismo parlamento forzaran estos límites-limitaciones torciendo el marco de lo impuesto, generando mecanismos de empuje y de tensión que abrieron huecos en los diagramas del poder. La estructura del Acuerdo por la Nueva Constitución fue cediendo debido a las fracturas y desbordes que, desde el interior o en sus márgenes, impulsaron las fuerzas vivas —destituyentes y constituyentes— al trazar vías alternativas (rodeos y desvíos, saltos, escapatorias) frente a lo que había sido marcado unilateralmente por el poder instituido.
La aprobación de la fórmula de lo paritario (que terminó convirtiendo a Chile en el primer país en el mundo en aplicar la igualdad de género a la redacción de una nueva Constitución) se materializó gracias al refuerzo de votación que, en el Senado, le aportaron a esta reforma constitucional mujeres de la derecha. Este dato reviste interés frente a las polémicas que suelen dividir al feminismo respecto de si es válido o no que mujeres liberales se declaren “feministas” por el solo hecho de pronunciarse a favor de la igualdad de oportunidades y en contra de la violencia de género, sin compartir otras demandas fundamentales como el derecho al aborto “libre, seguro y gratuito” ni tampoco suscribir la necesidad de asociar la crítica antipatriarcal a un cuestionamiento generalizado de todo el dispositivo neoliberal. En verdad, la aprobación en el Senado y la ratificación presidencial de la Ley de Reforma Constitucional de “Paridad de género para el proceso constituyente”[2] funcionan como una prueba reveladora de cómo, después de mayo de 2018, el feminismo logró modificar la esfera de los discursos públicos haciendo que la problemática del género ocupara un lugar ya ineludible en la sociedad civil y la agenda política. Al mismo tiempo, la diversidad a veces conflictiva de las voces que evocan el feminismo transmite la percepción (y es bueno que así sea) que el vocablo “feminismo” nombra a un conjunto no homogéneo de posiciones cruzadas que acentúan distintamente los términos “mujeres” y “género”. Si bien el feminismo que hegemoniza el debate público y direcciona las transformaciones sociales y culturales es aquel feminismo (antipatriarcal y anticapitalista) que se articula desde posiciones de izquierda(s), esto no debería ser un impedimento para que se formulen circunstancialmente pactos y alianzas con las representantes del feminismo liberal. Es gracias a tales alianzas (por definición, impuras) que se ganó una batalla tan significativa como aquella que desembocó en la aprobación de la Ley de Paridad de Género para el proceso constituyente. Muchas señalan el peligro de que la contra-apropiación del feminismo de parte de mujeres de derecha distorsione su significado verdaderamente emancipador. Pero en lugar de inquietarnos por la contaminación del significado de la palabra (sabiendo, además, que ninguna definición es unívoca salvo aquellas capturadas por el dogmatismo), quizás debamos valorar como un beneficio el modo en que, desde mayo de 2018, el feminismo ha logrado salir de la posición minoritaria y residual en la que lo tenían encerrado el discurso transicional para cursar un trayecto expansivo en la sociedad y la cultura. Los tironeos, los malentendidos y los equívocos, las paradojas, son parte inevitable de las batallas del sentido que nacen de los roces y las fricciones interpretativas en torno a definiciones fluctuantes que no deberían aspirar a verse clausuradas por alguna verdad inalterable del feminismo. Fueron la capacidad y la habilidad de las mujeres organizadas (en la calle, en los barrios y poblaciones, pero también en la academia, en los medios, en las redes culturales independientes, en los partidos políticos, etc.) las que lograron amplificar la resonancia del término “feminismo” hasta generar deseos de identificación positiva incluso entre quienes partían desconfiando de su reputación. La expansividad de este trayecto en la cultura y la sociedad depende de que el feminismo logre atraer identidades que vayan más allá del núcleo originario de un referente “mujeres” que quiera preservarse idéntico a sí mismo, puro, sin admitir que identidades, grupos y sujetos se desarman y se rearman heterogéneamente a partir de intersecciones variables.
La nueva Constitución como tumba simbólica de la verdadera muerte de Jaime Guzmán
La elecciones de mayo de 2021 fueron contundentes en redibujar un mapa político en el que la derecha se ve finalmente tomada por asalto por candidaturas y organizaciones sociales que, por primera vez, desafían vehementemente su monopolio del poder político y económico con posturas nítidamente ancladas en un fundamento anti-neoliberal. Este nuevo mapa (que rompe con el equilibrio —centrista— del modelo de gobernabilidad administrado por la transición en base al Consenso y al Mercado) comenzó a volverse visible y audible, en las pantallas televisivas, cuando irrumpió, junto con el sector de los independientes, la Lista del Pueblo en la franja electoral de abril-mayo de 2021. La Lista del Pueblo exhibió una diversidad micropolítica de cuerpos, hablas y territorios singulares cuyo paisaje heteróclito había quedado sistemáticamente marginado de la banal esfera de visibilidad pública con la que los medios hegemónicos de la transición quisieron homogeneizar la comparecencia de la “gente” en tanto masa anodina. La irrupción de la Lista del Pueblo en la franja televisiva y su dislocación de los códigos políticos tradicionales nos anunciaba cómo se estaban alterando completamente las reglas de uniformidad y disciplinamiento (lenguajes, conductas, poses) que dominaron la escena política convencional.
“Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, se lee en La segunda venida, el último libro del filósofo italiano que, además de ser uno de los pensadores más inquietos de la izquierda europea, es uno de los pocos que ha seguido el “caso chileno”: “en Chile nació el ciclo neoliberal, en 1973, y en Chile empezó a morir con la revuelta de 2019 y el proceso constituyente”, decía un texto que hizo circular en mayo. Bifo, que lleva décadas imaginando un futuro negro pavimentado por un capitalismo depredador, se atreve a hacer un pronóstico esperanzador: un nuevo horizonte se puede abrir desde Chile al mundo.
Por Evelyn Erlij
Poco después de las elecciones contituyentes de mayo, Franco “Bifo” Berardi (Bolonia, 1949) envió un correo a sus conocidos hispanoparlantes para pedirles que difundieran una noticia: “estoy trabajando en el proyecto de una asamblea online organizada por el GRIP (Grupo de Investigación Intercontinental sobre la Pandemia) para reflexionar sobre los acontecimientos chilenos”. La idea era hacer circular una convocatoria para un encuentro internacional en vistas a pensar el nuevo horizonte que, desde el sur del mundo, se abre hacia todo el planeta. “La revuelta chilena y el modo como se viene construyendo un poder constituyente es una novedad, una invención política que la convierte en una emergente situación universal (…). Debemos hacer todo lo posible para que la información sobre Chile comience a circular, y también debemos entender que el proceso constituyente nos concierne a todos, porque es la última ventana abierta en el mundo antes de que la oscuridad sea total”.
El texto, que luego apareció en internet bajo el nombre “Tiempo de imaginar lo inimaginable”, tenía un tono reconociblemente bifeano: apocalíptico, radical; tan urgente como el que se esperaría de un sesentaiochista como él, que no dejó que el tiempo deslavara su discurso político. Como Paolo Virno, Silvia Federici o Antonio Negri, Berardi pertenece a la ola de pensadores marxistas nacidos entre las décadas de 1940 y 1950 que se desmarcaron de la corriente gramsciana del Partido Comunista italiano, y tal como explica McKenzie Wark —quien lo eligió en su lista de grandes intelectuales que están descifrando el siglo XXI—, una buena parte de su obra ha consistido en desentrañar el semiocapitalismo, ese capitalismo que “toma la mente, el lenguaje y la creatividad como sus herramientas principales para la producción de valor”.
—Necesitamos difundir globalmente el mensaje que viene de Chile. Este es un punto importante —dice el filósofo desde Bolonia, quien por décadas ha mirado hacia este rincón de América: Chile no es un lugar cualquiera, afirma, aquí empezó la contrarrevolución mundial en 1973—. Puedo asegurar que en Europa no se habla de Chile: la prensa, los intelectuales, los sindicatos, lo poco que queda de la izquierda, no han recibido el mensaje, no han entendido el sentido de la elección constituyente. Tenemos la obligación de hacer circular de inmediato la posibilidad que contiene el proceso constituyente por dos razones: antes que nada, para crear una red de solidaridad, y para denunciar amenazas y ataques contra la democracia en un país que ya conoció la violencia antidemocrática hace casi 50 años. Pero además porque el proceso chileno no es algo aislado, específico de ese país: es la única posibilidad que nos queda de romper el vínculo entre el fascismo y la agresividad capitalista y financiera.
Esta entrevista tiene lugar a raíz de la publicación de su ensayo La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, que acaba de publicar la editorial argentina Caja Negra, pero es imposible hablar sobre este y otros de sus libros sin pensar en lo que está pasando en este lado del mundo. Bifo lleva años advirtiendo lo peor: si no salimos de la barbarie del capitalismo —que a punta de aceleración, sobreexplotación y competitividad nos tiene al borde de la extinción—, el porvenir será negro. El autoritarismo, el racismo y la violencia de los últimos años son algunos de los síntomas de una enfermedad que parece terminal: “El colapso de la democracia ha sido preparado por cuarenta años de competencia neoliberal. Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, escribe en La segunda venida, un libro en el que, como en Después del futuro (2014), Fenomenología del fin (2017), Futurabilidad (2019) y El umbral (2020), vuelve a un ejercicio que lo obsesiona: especular cómo serán los tiempos venideros si no cambiamos el rumbo.
Adelantarse a lo inevitable es la primera tarea de los intelectuales, dice Berardi, pero no se trata de caer en una futurología simplona. Parafraseando a John Maynard Keynes, el filósofo explica que lo inevitable por lo general no sucede porque siempre prevalece lo impredecible, y hacia allá, dice, debe apuntar el trabajo intelectual. Basta con pensar en el coronavirus: lo lógico era que el neoliberalismo —y el mundo con él— explotara, pero llegó la pandemia y vino la implosión. Ese afán por imaginar lo inimaginable explica que sus textos suenen excesivos, pero en su último libro se defiende: a la luz de las revueltas mundiales de 2019, sus “premoniciones apocalípticas empezaron entonces a perder el tono irónico de algún profeta exaltado y se convirtieron en sentido común”, apunta.
Por esos días, Bifo se dedicó a escribir sobre lo que veía a través de las noticias: esas convulsiones que sacudieron el cuerpo planetario —desde Santiago, Hong Kong y Barcelona, hasta Quito, París y Beirut— llegaron cuando ya nadie lo esperaba, cuando la depresión y la impotencia, la soledad del individualismo y la humillación de la desigualdad tenían a medio mundo hundido en la derrota. En ese escenario, afirma, Chile se convirtió en el centro de la revuelta antineoliberal: aquí empezó el experimento de Chicago y aquí puede terminar.
—Lo que sucede en Chile tiene una importancia universal. Después de la revuelta caótica de 2019, después de la crisis pandémica y del debate que la acompañó, ahora el país se convierte en un laboratorio de la posibilidad contra la catastrófica probabilidad. Lo probable está claro: un enorme incremento de la desigualdad económica a nivel global, desempleo, frustración producida por la disciplina sanitaria, concentración del poder en las manos de corporaciones privadas que controlan logística, informática y biofarmacología. Pero lo probable no cancela lo posible: una redistribución de los recursos a través de una tasación del capital financiero y de los patrimonios; transformación frugal del consumo, organización comunitaria de la supervivencia, utilización del conocimiento técnico por la sociedad según su interés.
Luego del experimento neoliberal que estalló en Chile, ahora vendrá otro experimento inédito: reconstruir, a través de una nueva Constitución, el cuerpo social y político. ¿Cómo cree que debería ser ese experimento?
—No estamos hablando de fórmulas políticas del siglo pasado, cuando la potencia del conocimiento técnico estaba en las manos de una minoría social. Hoy, la potencia del conocimiento pertenece a una clase social de trabajadores cognitivos expropiados por las corporaciones tecnofinancieras. Tampoco estamos hablando de fórmulas políticas del pasado porque la catástrofe ecológica en curso nos obliga (y nos permite) a pensar en términos de lo concreto-útil, no en términos de acumulación y de crecimiento. Estamos hablando de una experimentación social que tiene que vincular la frugalidad de las expectativas y la reactivación de la afectividad social, el placer de vivir que el neoliberalismo ha sofocado bajo una competencia desencadenada, un individualismo agresivo y un agotamiento nervioso masivo.
Se decía que Chile era el país más estable de América Latina y, de repente, vino un caos que aún muchos no logran interpretar. ¿Qué lecciones se podrían sacar del caso chileno?
—Cuando la velocidad y la intensidad de la estimulación supera nuestra capacidad de elaboración consciente y emocional, reaccionamos con pánico, como organismos al borde del colapso. El caos es eso, la reacción de un cuerpo que ha llegado a un punto intolerable de sufrimiento. No podemos juzgarlo en términos morales o políticos, no podemos controlarlo con medidas legales. Lo que tenemos que hacer es entender el ritmo que contiene, entender los deseos que expresa. En Chile, una nueva generación de militantes políticos, sobre todo jóvenes sin experiencia de gobierno, ha sido capaz de interpretar el caos, de entender la sinrazón, y ahora está tratando de elaborar de manera compartida, democrática y realista las potencialidades que trae consigo. No será fácil, habrá errores. Y tendrán que enfrentar la reacción del sistema financiero internacional (que ya jugó un papel criminal en 1973) y la reacción de la casta militar.
El caos es la única alternativa al automatismo, a la asfixia de la vida cotidiana. ¿Qué hacer cuando explote el caos? Los que hacen guerra contra el caos serán derrotados porque el caos se alimenta de la guerra. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que recordar algunas palabras de Félix Guattari, cuando en su último libro habla de chaosmosis: en el caos está la búsqueda de una nueva osmosis, de una nueva relación armónica entre la potencia de la técnica y la potencia de la naturaleza. Esta búsqueda aparece hoy en la tarea de una asamblea constituyente compuesta por jóvenes, mujeres, intelectuales que no se definen como políticos, sino como “experimentadores sociales”, en una situación muy difícil pero a la vez completamente estimulante. No es la política como ejercicio arrogante de voluntad y manipulación la que puede ayudarnos. Es la sensibilidad, es el conocimiento, es la búsqueda pragmática de soluciones lo que permitirá a la mayoría de los chilenos gozar de las potencias técnicas y del placer de encontrarse en el espacio público.
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Franco Berardi dio varias vueltas por el mundo antes de volver a Italia, donde hoy es profesor de Historia social de los medios en la Academia de Brera, en Milán. En 1976, luego de cofundar la radio clandestina Alice, fue encarcelado y acusado de participar en el grupo terrorista Brigadas Rojas, cargo del que fue absuelto un mes después. Tras ser uno de los líderes de la protesta estudiantil boloñesa de 1977, partió al exilio, a París, donde conoció a Félix Guattari y Michel Foucault. Vivió en Nueva York y en California; publicó libros y ensayos en revistas de todo el mundo sobre esquizoanálisis, emociones, cyberpunk, arte y las formas en que la comunicación se convirtió en uno de los ejes del capitalismo posindustrial —fundado en el “cognitariado” y el “infotrabajo”—; hasta que en los 90 volvió a Bolonia, donde vive hoy.
La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis Caja Negra Editora, 2021 112 páginas
Desde que empezó la pandemia, Bifo lleva una suerte de diario titulado Crónica de la psicodeflación, en la que ha analizado en tiempo real las transformaciones del mundo: “En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia”, apuntó en uno de esos textos, en los que plantea que la nueva consigna ultrasubversiva es resignarse: lo revolucionario hoy es esperar que el virus desinfle la burbuja de la aceleración. Mientras tanto, dice, el capitalismo resiste volviéndose cada vez más feroz e inhumano.
—La alianza entre neoliberalismo y fascismo domina el escenario global; la oposición entre nacionalismo y globalismo capitalista es una ilusión óptica que esconde la verdad de una alianza entre los actores que han destruido la vida de la mayor parte de la población mundial— alerta el filósofo, quien En La segunda venida denuncia también un apagón de la razón; una razón universal que ha humillado a los individuos y quienes hoy, a modo de venganza, recurren al discurso de la identidad y la raza. “Así se hizo la noche más oscura”, escribe, pero aclara que sus análisis, por más alarmantes que parezcan, van más allá del pesimismo o el optimismo:
—La sombra no pertenece a la mirada, pertenece al objeto de la mirada: este objeto es la sociedad humana después de siglos de capitalismo, colonialismo y violencia.
Afirma que si bien los jóvenes están más informados, también están menos preparados para expresar opiniones críticas. La culpa, dice, sería de la reforma neoliberal al sistema educativo ocurrida tras la Declaración de Bolonia. ¿Qué piensa de dejar en manos de las nuevas generaciones este futuro que hay que reimaginar?
—Las generaciones nacidas al interior del mundo conectado, los nativos de internet educados por el neoliberalismo, han crecido en un clima de individualismo y de competencia que favoreció el dominio capitalista por décadas. Pero en la esfera íntima, afectiva de esta generación, algo está pasando. El pánico provocado por la aceleración y la depresión se difunde cada vez más en esta generación que aprendió más palabras de las máquinas que de la voz materna. Y en Chile, el efecto ha sido muy visible. El efecto es una nueva activación, una búsqueda de solidaridad afectiva y política. Esas palabras escritas en un muro de Santiago, “no es depresión, es capitalismo”, fueron leídas en todo el mundo como signo de una posible psicoterapia.
En La segunda venida escribe que “desde que Maquiavelo declaró que el poder político se basa en la sumisión violenta del lado femenino de la realidad, la historia moderna ha sido ante todo una permanente guerra masculina contra la feminidad”. ¿Cree que los movimientos feministas están redefiniendo las formas de hacer política?
—Esta es una pregunta compleja que necesita una respuesta compleja. Yo no creo que haya “un” feminismo. Hoy hay muchos, y no todos son igual de interesantes desde el punto de vista cultural y evolutivo. Hay unfeminismo institucional que se identifica con una presunta cara democrática del poder, el feminismo que exige la verdad y se la pide a la ley: el feminismo del #metoo. Este feminismo ha jugado y juega un papel útil en la denuncia de la violencia masculina, pero no cuestiona el orden antropológico moderno y patriarcal de manera profunda. También existe un feminismo de la solidaridad social que desarrolla una función esencial en la emergencia de nuevos movimientos. Pero el que más me interesa es un feminismo de tipo evolutivo y posthumano, que se encuentra en los ensayos de Luisa Muraro, por un lado, y de Donna Haraway, por el otro. El feminismo evolutivo cuestiona el orden capitalista y patriarcal desde un punto de vista que no es político, es antropológico. Este feminismo está a la altura del horizonte de la extinción, algo que se está develando cada vez más. La extinción de la civilización humana es un fenómeno ambiguo en el cual podemos ver una amenaza espantosa, pero también una línea de escape, una posibilidad.
Cuando se dice que el futuro de la política está en el feminismo, generalmente se trata de una afirmación hipócrita: cooptar a las mujeres en la gestión del poder, valorar la agresividad de las mujeres, las ganas de vencer en la competencia. Mostrar que las mujeres pueden ser como los hombres, más productivas, más cínicas. El feminismo que me interesa no está dispuesto a compartir el poder con los explotadores.
Hoy, en Chile, hay un precandidato presidencial comunista, Daniel Jadue, con posibilidades de ganar. En su libro dice que el futuro estaría en la “segunda venida del comunismo”, pero aclara que no lo entiende en su sentido ideológico. ¿Cómo se debería repensar el viejo comunismo para adaptarse al mundo de hoy?
—El comunismo histórico ha sido una forma del poder autoritario y patriarcal. Pero en todos los momentos de la historia moderna, los comunistas han sido las personas más conscientes y más solidarias. Por eso estoy orgulloso de ser comunista, aunque no me identifico en nada con la experiencia histórica del comunismo del siglo XX. A los 15 años me afilié al Partido Comunista italiano, pero a los 17 me expulsaron, acusándome de tendencias anarquistas. Creo que necesitamos un nuevo concepto: igualdad, frugalidad y amistad son palabras que definen un horizonte más allá del capitalismo del patriarcado y del consumismo. Hoy necesitamos un comunismo cognitivo, de los trabajadores del conocimiento, de los innovadores técnicos. Un comunismo que haga posible la colaboración del ingeniero y del poeta. Necesitamos liberarnos del miedo a la innovación. Es más, tenemos que sustraerla de las manos de los propietarios. Necesitamos un comunismo que no se proponga defender la composición técnica y social del trabajo, sino reducir el tiempo de trabajo, liberar a la sociedad de la obligación salarial. La actividad liberadora y útil tiene que ser tomar el tiempo del trabajo asalariado, del trabajo abstracto, sin relación con el placer del conocimiento.
Ha habido otros momentos históricos en que se ha tenido la sensación de algo parecido al apocalipsis. A pesar del tono sombrío de sus predicciones, en sus libros vuelve una y otra vez al tema del futuro, como si hubiese algo de esperanza.
—No es la primera vez en la historia humana que se enfrenta una perspectiva de extinción. Los pueblos que vivían en el continente que hoy llamamos América Latina han conocido el fin del mundo, porque “fin del mundo” significa que la experiencia cotidiana ha perdido su sentido y que las palabras que conocimos dejan de significar algo. Así es como el antropólogo Ernesto de Martino define el fin del mundo: como una ruptura de la relación entre lenguaje y mundo. Sobre esto, además, puedo decir que nos encontramos al borde de un fin del mundo. La devastación ecológica y psíquica es inherente a la explotación capitalista. No se trata de ser pesimista u optimista: se trata de reconocer que, si no salimos del cadáver del capitalismo, la supervivencia física y psíquica de los humanos se hace cada vez más azarosa.
La pandemia ha acelerado y expandido la conciencia de este peligro. Pero no ha proporcionado una visión política que nos permita salir del capitalismo, que no es un organismo viviente, sino un cadáver que se alimenta de la repetición obsesiva del acto de extracción de las energías de los seres vivientes. Lo que vemos hoy, un año y medio después del comienzo de la pandemia, es un incremento espantoso de la desigualdad, de la explotación, de la concentración de capital y de poder. La extinción de la civilización humana (y del género humano como entidad biológica) se vuelve cada vez más probable. Pero la posibilidad de salir del cadáver del capitalismo no desaparece. Hoy la encontramos en Chile.
Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología.
Por Evelyn Erlij
“Humberto Maturana representa una suerte de paradigma de la inteligencia, de la capacidad de ver, de leer entre líneas la realidad”, dijo el rector Ennio Vivaldi en el homenaje que la Universidad de Chile le rindió a uno de sus grandes maestros, Humberto Maturana Romesín, fallecido el 6 de mayo pasado. Las huellas que dejó este biólogo, académico, ensayista, filósofo y Premio Nacional de Ciencias (1994) rebasaron la biología, y su influencia se expandió no solo a otras áreas de la ciencia, sino también a la filosofía y las ciencias sociales, abordando temas que van desde las emociones, el lenguaje y la educación, hasta la psicología y la sociología, según explica el científico y académico Juan Bacigalupo, uno de sus discípulos.
Archivo CEDOC.
“En mi trabajo experimental en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile (a la que ingresó en 1950), descubrí que, como entes discretos, los seres vivos éramos redes de producciones de elementos que se producían continuamente a sí mismas. Y me di cuenta de que si lo externo no podía decirnos nada de sí mismo, tenía que replantearme la pregunta por lo que conocemos y cuestionarme ‘¿qué es el conocer?’”, detalla Maturana en Emociones y lenguaje en educación y política (2020). Así comenzó una trayectoria brillante que continuó con estudios en la University College de Londres y en la Universidad de Harvard, donde hizo su doctorado. Tras pasar un tiempo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), regresó a la Universidad de Chile, donde dejó un legado invaluable: fue parte de los profesores fundadores de la Facultad de Ciencias en 1965, donde formó a innumerables generaciones de científicos; y se convirtió en uno de los padres de la neurociencia —y, en particular, de la neurobiología— en el país.
Instalado en los laboratorios de la universidad, comenzó a desarrollar el término autopoiesis, que condensa la idea de que “un ser vivo es una unidad capaz de generar autónomamente sus propios componentes”, y que luego afinaría junto al científico Francisco Varela, expandiendo el concepto hacia los sistema biológicos e iniciando así una colaboración fructífera e influyente para la ciencia chilena e internacional. Juntos publicaron dos libros esenciales y traducidos a una decena de idiomas: De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo (1973) y El árbol del conocimiento (1984); además que crear en conjunto “un curso de Biología Celular para los estudiantes de primer año de Biología que fue tremendamente original, provocativo y también profundamente marcador”, recuerda Bacigalupo.
Otros aportes de gran trascendencia, según otro de sus discípulos, el académico y escritor Pedro Maldonado, es su propuesta sobre mecanismos alternativos a la evolución darwiniana y sus estudios seminales en el campo de la neurociencia cognitiva, tras demostrar que “el cerebro no captura fielmente los estímulos físicos del mundo, sino que construye un modelo perceptual del mundo”. En una de sus últimas intervenciones públicas, en un diálogo sostenido con Ennio Vivaldi en medio de la pandemia, Maturana resumió así su acercamiento a la docencia: “Lo central ha sido una apertura reflexiva; invitar a reflexionar, a mirar, porque lo fundamental del mirar está en el dejar aparecer. Eso implica una disposición a ver, a escuchar sin prejuicios, sin supuestos, lo que permite una mirada reflexiva en todas las dimensiones imaginables”. Esa mirada, dijo, corre también para pensar un nuevo país en vistas a la nueva Constitución: “(Nuestras) diferencias no son de inteligencia, sino de conflictos de deseo. Y si queremos convivir, tenemos que abrir el espacio para la colaboración haciendo cosas diferentes que se integren en una comunidad diversa”.
Fuentes:
Emociones y lenguaje en educación y política, de Humberto Maturana. Paidos, 2020.
“Desarrollo de la neurociencia en la Facultad de Ciencias”, de Juan Bacigalupo Vicuña. En: 50 años de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Revista Anales de la Universidad de Chile nº8, 2015.
“La Universidad de Chile y su maestro Humberto Maturana”, de Pedro Maldonado, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl
“¿Cómo queremos convivir en sociedad? Un diálogo entre Ennio Vivaldi y Humberto Maturana”, 2021. En: palabrapublica.uchile.cl
El autor colombiano, incluido en Bogotá39, lista que reconoce a los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, se refiere a los duros momentos que se viven en su país y a cómo la política se entrecruza siempre con su escritura: raza, clase y una mirada crítica del extractivismo son patentes en sus novelas. Hoy prepara la reedición de Los estratos, libro que será publicado en Chile en coedición por Banda Propia y Montacerdos.
Por Victoria Ramírez
¿Qué es lo que llamamos un relato? ¿Qué es lo narrativo? Esas fueron algunas de las preguntas que se hizo Juan Cárdenas (Popayán, 1978) cuando era un lector ávido de las teorías de Jacques Derrida y Gilles Deleuze, y se dio cuenta de que había que volver a los clásicos, a la literatura antigua, a los mitos. “En mis libros, la trama es fundamental, justamente porque posibilita la improvisación, los desvíos”, dice Cárdenas, y explica que él escribe libros de aventuras, en un diálogo consciente con las tradiciones literarias, aunque por supuesto esté también presente la influencia de las vanguardias latinoamericanas.
Hoy, con seis novelas y dos libros de relatos bajo el brazo, el autor colombiano tiene una trayectoria que brilla por sí sola, con obras como Carreras delictivas (2008), Zumbido (2010), Ornamento (2015), Tú y yo, una novelita rusa (2016) y Elástico de sombra (2020). En 2018, además, fue seleccionado como parte de Bogotá39, del Hay Festival, lista que reúne a los mejores autores de Latinoamérica menores de 40 años. En Chile, publicó en 2019 por Banda Propia y Montacerdos su novela El diablo de las provincias, con la que obtuvo ese mismo año el prestigioso Premio de Narrativa José María Arguedas, otorgado por la Casa de las Américas. Hoy, alista la publicación de su segundo libro en el país, Los estratos (Premio Otras Voces, Otros ámbitos 2014), que saldrá a fines de junio, y prepara también su llegada a Chile, su próximo lugar de residencia.
Juan Cárdenas. Crédito: Lisbeth Salas
Esta nueva publicación ocurre en un momento especialmente complejo. A las dificultades de la pandemia, se suma otra fundamental: la de una guerra que comenzó hace varias semanas en Colombia, la “guerra contra el pueblo”, como la describió él mismo en su columna del diario El País, de España.
Lo latinoamericano y lo fantástico
Cuando se le pregunta a Juan Cárdenas por los temas de sus libros, prefiere hablar de discursos, pues cree que la literatura es una “especie de río que atraviesa distintos territorios intelectuales”, donde se pueden abordar asuntos relacionados a la raza, la clase y la ecología. Lo que es claro es que en su literatura la política termina entremezclándose con el paisaje. “Mis textos tienen una voluntad de intervención, de remoción, de tratar de sacudir políticamente”, apunta.
Cárdenas desarrolló, como muchos escritores, la avidez por la lectura desde temprana edad. Tuvo la fortuna de contar con la biblioteca de sus padres y creció, como él mismo dice, en una familia de intelectuales de clase media baja, de izquierda. También vivió en una zona políticamente revolucionada, oyendo las discusiones de sus cercanos; y desarrolló muy joven un interés por las ciencias. “Tengo una manera muy biológica de observar el mundo. Es curioso, porque desde las humanidades siempre se está insistiendo en que la biología está asociada al determinismo, pero cuando la estudias te das cuenta de que es la cosa menos regida por leyes férreas”, reflexiona.
Esta preocupación científica aparece a menudo en sus libros. Sin ir más lejos, en El diablo de las provincias, el protagonista es un biólogo que vuelve a su país tras un largo tiempo estudiando en el extranjero, en un regreso abrupto, ajeno a todo el romanticismo de volver al origen. Esta inquietud, además, se ha potenciado con su interés por la literatura antigua, como la griega, la romana, la de Asia menor, y los mitos amazónicos e indígenas. De hecho, la literatura amazónica es la que más lee y trabaja: “Me parece fundamental la dimensión de lo biológico en esa literatura: animales, entidades, plantas, piedras y las potencias que se representan. Te permite pensar cómo las especies interactúan”.
Juan Cárdenas reconoce en César Aira a un maestro, y también suma otros nombres a la lista: Mario Bellatin, Margo Glantz, Marosa di Giorgio, Diamela Eltit. “Para un escritor latinoamericano, es una bendición tener detrás ese canon”, explica.
En Elástico de sombra (2020), tu última novela, te inspiras en la tradición oral afrocolombiana. En Latinoamérica, a pesar de ciertos avances, da la impresión de que sigue rigiendo un cierto discurso del blanqueamiento. ¿Cómo nace el interés por la herencia afrocolombiana en tus libros?
—Creo que hay una tendencia en América Latina que es imparable. Cada vez rompemos más con esa herencia de la literatura como parte del proyecto de una nación blanqueadora. Hay que pensar las relaciones complejas y contradictorias de la literatura latinoamericana, en la que hay un impulso, una toma de conciencia y un trabajo desde distintas disciplinas. Van irrumpiendo cada vez más esos lugares inauditos, que todavía no hemos oído. La literatura latinoamericana también tiene unos momentos iniciales, y estoy pensando en Candelario Obeso (1849-1884), un poeta afrocolombiano cada vez más situado en el canon. Obeso recogió los cantos de los bogas y los transformó en una poesía popular, en un intento por hacer una traducción fonética de esos poemas, recitados por los negros ribereños del siglo XIX. Él escribe en 1980 que esa es la literatura hispanoamericana del futuro. Es impresionante su lucidez: lo que estamos viendo ahora es cómo se hace realidad esa premonición. Vamos a ver cómo la literatura de América Latina se vuelve cada vez más india, negra, criolla; más bastarda en el mejor sentido; cada vez más transcultural y cada vez menos anclada en este proyecto blanqueador.
Muchas veces tus textos trabajan una literatura realista en la que se escapa lo fantástico. Lo vinculo con lo que hacen otras escritoras latinoamericanas, como Samanta Schweblin, Mariana Enríquez o Rita Indiana. Pensando en la crisis que actualmente vive el continente, ¿cómo observas el rol de lo fantástico en la literatura de este lado del mundo?
—No me acuerdo a quién le escuché decir, con cierta rabia, que los caribeños hacemos realismo mágico y en el Río de la Plata hacen literatura fantástica. Es interesante la distinción, porque en el concepto de realismo mágico hay una carga colonial. Se puede admitir que un autor del Río de la Plata haga literatura fantástica en un sentido más clean, fuera de toda sospecha; en cambio, los racialmente dudosos del Caribe hacemos realismo mágico. Yo creo que eso se ha ido resquebrajando, justamente por esta toma de conciencia de la cuestión racial. Esos edificios que se montaron a lo largo del siglo XX se están demoliendo o cayendo solos. Me interesa un montón lo fantástico, porque creo que es un superrecurso que te permite atravesar los lineamientos cognitivos que te impone el realismo. Por otro lado, yo siempre he creído que el mejor realismo, el más rico o complejo, es un realismo transfigurador, donde uno empieza a percibir la realidad de una manera casi fantástica, y esa experiencia de la realidad empieza a echar llamas, se incendia.
Acá en Chile la autoficción o también la literatura del yo es algo que se hace mucho en narrativa. Me pregunto si has sentido que la literatura fantástica puede ser una respuesta a esa literatura, pensando en que ha tenido mucho auge.
—Sí, yo creo que el recurso de lo fantástico está ahí, entre otras cosas, para liberarnos de la chatura a la que nos conducen muchos de estos realismos empobrecidos. Con esto no quiero decir que todo lo que se ha metido bajo la etiqueta de la literatura del yo sea así, pero en un altísimo porcentaje lo que se escribe en esa clave es empobrecedor, intelectualmente poco estimulante, y tiene serias dificultades para dialogar de una manera interesante con la tradición. Y sí, el recurso de lo fantástico es una buena vía para escapar de esas imposiciones, que no solamente son una moda, sino que también obedecen a un clima ideológico. Eso tiene que ver con los callejones sin salida a los que nos llevaron toda esta especie de boom de lo identitario. Está este miedo permanente, por pura corrección política, de no hablar de otra cosa que no sea yo mismo, porque puedo estar cometiendo apropiación cultural o violar la privacidad de otro. Todas esas fantasías son heredadas de unas discusiones que no son latinoamericanas, de lugares como Inglaterra o Estados Unidos, donde está la paranoia del individualismo a ultranza y una visión del multiculturalismo completamente ligada al liberalismo. Yo creo que una de las funciones más elementales de la literatura desde que se inventó es justamente tener la capacidad de imaginar qué pasaría si yo no fuera yo.
Viviste 15 años en Madrid y ya llevas siete años de vuelta en Colombia. Me recuerda al protagonista de El diablo en las provincias. ¿Cómo fue para ti el proceso de volver?
—Es curioso, porque yo no siento que haya vuelto. Creo que mi condición ya irreversible es la del exiliado. Los últimos años he vivido aquí, pero he estado viajando mucho. Cuando digo exiliado me refiero a alguien que realmente llegó a sentirse arrancado, en un desarraigo profundo. Mi experiencia del retorno es impensable sin esos años viviendo como un emigrado latinoamericano en Europa, y habiendo vivido todos los problemas migratorios que te puedas imaginar. Estuve varios años viviendo como inmigrante ilegal allá. Esa experiencia fue sumamente formativa, me puso en lugares en los que probablemente nunca habría estado, en ausencia de derechos laborales. Me convertí en una persona desgajada de la realidad, que está en un estado fantasmal. Y al regresar acá, en lugar de reanudar las cosas, nunca se armonizó nada. Fue un exilio doble, un exilio dentro del exilio. El diablo de las provincias es una forma de reflexionar sobre esa condición del exilio doble. No hay retorno posible, hay un exilio que ya no se acaba más.
José María Arguedas pensaba que para entender lo latinoamericano había que estar en Latinoamérica y Julio Cortázar, por su parte, creía que era necesario hacerlo desde Europa. ¿Te pasó que quizá te empapaste más de lo latinoamericano viviendo allí?
—Justamente, una de las cosas que me acabó de formar como latinoamericano fue ese exilio. Muchos se transforman en unos europeos de segunda categoría, pero a mí nunca me interesó eso, sobre todo porque tenía una actitud muy adversarial respecto a la idea de la asimilación o de la integración. Me resistí de manera militante a esa idea. Casi todo el tiempo viví en barrios de inmigrantes y mis vecinos eran de todas partes del mundo: marroquíes, senegaleses, chinos, muchos latinoamericanos; esa gente se volvió mi gente. La Europa de la que hablaba Cortázar no tiene nada que ver con la de ahora. Los barrios de inmigrantes de Marsella, Londres, Berlín o Madrid se parecen mucho a los barrios populares de acá. Son multiculturales, donde hay de todo, un comercio cultural muy tremendo.
La guerra contra el pueblo
Mientras suena la voz firme de Juan Cárdenas a través de la videollamada, los helicópteros sobrevuelan Cauca, entre Cali y Popayán. Da igual que sea domingo, los helicópteros no descansan. “Ahora ni sabemos qué cargan. Armas, gente o desaparecidos”, explica a través de la pantalla. En poco más de un mes, Colombia tiene un saldo de más de 50 muertos, más de 500 heridos y más de 500 desaparecidos. El viernes 28 de mayo, por ejemplo, hubo una docena de muertos y cientos de heridos, una prueba clara de la militarización que ha impulsado el gobierno de Iván Duque para enfrentar el conflicto, lo que ha alertado a los organismos internacionales de derechos humanos.
En tu columna “La guerra contra el pueblo” (El País) hablas de dos Colombias. “Una que mira la guerra por televisión y otra que la vive en carne propia”. ¿Cómo observas estas dos Colombias hoy, tras meses de protestas?
—Las últimas semanas han roto esa dicotomía, ya no hay una Colombia que ve la guerra por televisión: la guerra está en todas partes. Se ha demostrado lo que la gente de estas regiones ya sabía, y es que esa guerra no es contra el narcotráfico ni la insurgencia armada ni el comunismo internacional. Es contra el pueblo, y siempre lo ha sido, una guerra contra la posibilidad de que la gente se organice, se autodetermine y cree formas duraderas de institucionalidad popular. Colombia es un ejemplo perfecto de cómo instaurar el neoliberalismo, con todas sus implicaciones y sus violencias estructurales, con la coartada de una guerra contrainsurgente y contra las drogas. Lo que estamos viendo en la calle es una impugnación de ese proyecto. La excusa que han utilizado para justificar el exterminio del pueblo ya no les funciona. Y no solo eso, todo el proyecto social y económico que han querido implantar es lo que queremos derribar. Esa es la lectura que hace Forrest Hylton —analista y académico de la Universidad Nacional de Colombia— y estoy de acuerdo. El pueblo de Colombia está tratando de derribar 40 años de neoliberalismo.
En Chile han hecho mucho eco las protestas en Colombia y es inevitable pensar en el estallido de octubre de 2019. Latinoamérica está en una situación compleja. ¿Cómo observas el panorama, pensando en las demandas de la gente y la respuesta que han tenido de sus gobiernos?
—El caso chileno deja un montón de enseñanzas. En Chile tuvieron que ejercer esa represión bestial en dictadura para instalar el neoliberalismo. Acá lograron hacerlo y en Venezuela también. A pesar de las diferencias, todo esto es un tema continental, que vamos a ver contagiado en toda América Latina. De seguro con sus características propias, no necesariamente con levantamientos populares. Se están cayendo ideologías y una forma de vida. Como todo proceso de destrucción, tiene momentos de terror y de esperanza. En el caso de Colombia, soy moderadamente optimista. Aquí tenemos una extrema derecha muy asesina, que se acostumbró a la carnicería como técnica de dominación. Eso tiene causas muy profundas, que a mediano plazo no se van a resolver. Pero el contagio simbólico de las últimas votaciones chilenas tiene un efecto sanador. Si Chile da un giro profundo, con una Constitución realmente progresista, también hay que saber que el enemigo puede tratar de evitar que eso suceda en otros países. Lo que sí genera esperanza es que hay una extrema derecha sin relato. Que esto pueda tener un final feliz pasa por la consolidación de lo que está pasando en la calle y su traducción en soluciones institucionales. Cómo va a suceder eso, no lo sé, pero vamos a tener que hacer un enorme esfuerzo desde la izquierda y de eso que se llama el centro. Como ves, incertidumbre y un moderado optimismo es lo que yo creo que tenemos todos.