La escritora y Premio Nacional de Literatura habla de las consecuencias sociales y el manejo del Gobierno ante la pandemia del coronavirus. “Muchas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud”, señala. Además, reflexiona sobre las referencias a la contingencia en su obra, comenta la vigencia del CADA y los nuevos grupos que convocan. “LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo”, asegura.
Por Javier García Bustos
Hace más de una década comparte dos territorios lejanos. Habitualmente, la destacada escritora y académica Diamela Eltit (1949) pasaba algunos meses en Santiago, Chile, y otros en Estados Unidos, ya que es profesora en la Universidad de Nueva York. Entre septiembre y diciembre de 2020, la autora de Lumpérica, Premio de Narrativa José Donoso 2010 y Premio Nacional de Literatura 2018, estuvo otra vez en Norteamérica. Pero el panorama que vio fue desolador.
A un año de la propagación de la pandemia del coronavirus en el mundo, las consecuencias devastadoras en la población han sido evidentes. En Chile, en particular, se arrastraba una crisis mayor luego del estallido social de octubre de 2019.
“El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad”, comenta Diamela Eltit, quien desde comienzos de los ochenta ha construido una obra donde aborda el cuerpo femenino como un territorio político, y ha descrito la violencia de la sociedad de consumo desde la perspectiva de los menos favorecidos en títulos como Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018).
Formada como profesora de Castellano, Diamela Eltit luego obtuvo una Licenciatura en Literatura en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. A finales de los setenta, la autora, por entonces pareja del poeta Raúl Zurita, integró junto a él y los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).
Referente de la escena artística nacional, el colectivo realizó una serie de acciones urbanas que hasta hoy resuenan en otros grupos de arte y en la memoria colectiva. “El CADA pensó la calle justo en los momentos más desfavorables para los cuerpos ciudadanos”, ha escrito Diamela Eltit, quien en esta entrevista rememora sus acciones, alude a nuevos grupos de arte como LasTesis y Delight Lab, habla de los efectos sociales de la pandemia, cuestiona las medidas tomadas por el Gobierno y reflexiona sobre el proceso constituyente.
—¿Cómo podría resumir 2020, un año marcado por la incertidumbre y la muerte?
—Fue un año inédito y angustioso. No sólo lo afirmo a nivel personal, pues formo parte del “grupo de riesgo” por la edad, sino especialmente por las personas pobres o muy pobres que se vieron hipercastigadas por la enfermedad. Estuve en Nueva York, donde enseño entre septiembre y diciembre, y el panorama allá era dramático por la cesantía y la cantidad de personas viviendo en las calles. Vi una situación de pobreza mucho más radical que la provocada por la crisis financiera de 2008. Y el virus diseminado locamente por una pésima política de la enfermedad. Lo que yo entiendo de manera muy contundente es que el neoliberalismo intensificado bajo el que nos regimos es incapaz de contener y manejar una crisis social. El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad mediante la generación de macrozonas de exclusión territorial y social, el intenso extractivismo, el crédito usurero, el hacinamiento para contar con un techo y la impunidad de un elitismo desenfrenado.
—Al leer algunas columnas y entrevistas se hace evidente que ha sido crítica de la gestión de salud del Gobierno de Sebastián Piñera. ¿Cree que la intención de manejar de mejor manera la pandemia fue mejorando con el paso de los meses o nunca existió un mensaje claro hacia la población?
—Pienso que la pandemia bajo la dirección de Jaime Mañalich, Paula Daza y Arturo Zúñiga fue un desastre. Ellos compraron y compraron insumos, es verdad, tal como si el país fuera una clínica; consiguieron ventiladores, camas, arrendaron de manera turbia el Espacio Riesco, pero se olvidaron de la atención primaria, de confinar y de trazar los contagios. Ellos vienen del sistema privado de salud, ellos son Isapre, pero el país es Fonasa. Y lo más negativo en medio de la enfermedad era señalar cómo los felicitaban de todas partes del mundo por winners. Mañalich esgrimió su farsantería pública ya conocida, el menosprecio constante a las voces críticas con la complicidad del representante de la OMS en Chile, un veterinario que se plegó a Mañalich para obtener fondos públicos y corrió por los canales de televisión apoyando las pésimas medidas de salud que se implementaban. Pero las cifras de las lamentables muertes estaban adulteradas y pasamos a ser el cuarto país con más muertes en el mundo. Muchas de esas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud y dejando de lado las imágenes de los empresarios recibiendo ventiladores como si ese fuese el único centro de la enfermedad, dejando de lado la contención del virus. Enrique Paris, desde luego, es distinto, porque Mañalich fue una opción realmente dañina. Pero este médico Paris, más allá de su máscara de médico bueno, es un hombre funcional al sistema neoliberal. Un acólito.
—La crisis sanitaria dio paso a una crisis social y económica, donde el hambre volvió a estar presente, incluyendo la masificación de las ollas comunes. Muchas personas recordaron acciones como las del grupo CADA. ¿Qué le produjo este ambiente reiterativo y recordar las acciones de ustedes?
—Ya el estallido social, que en realidad puede ser entendido como una microrrevolución, repuso la comunidad y lo comunitario como la vía política para ejercer demandas. Una comunidad unida desde las diferencias, formada e informada por las importantes dirigencias vecinales, pero con un objetivo común: la reparación de la vida social del país marcada por una inequidad masiva. La pandemia visualizó los espacios y demostró que el hambre estaba latente ante cualquier vaivén del sistema en que vivimos. Pero, tal como durante la dictadura, ahora, ante la falla del Estado, se levanta la comunidad para suplir (y no hablamos de los sectores del 20%, sino del 80%, siguiendo el resultado de la Constituyente), y eso es extraordinario y conmovedor. Con respecto al CADA, junto con procedimientos teóricos-estéticos, se planteó siempre en los ejes arte-política-espacio público. Pero sí me impacta ver el NO+ generado por el CADA en 1983, se levantó el NO+ con la seguridad de que iba a ser completado por la ciudadanía y casi cuarenta años después continúa vigente. Ahora, la situación por la que atravesamos es muy delicada, un prolongado estado de excepción, muertos, heridos, presos políticos que el sistema renombra como delincuentes. Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura, el actuar salvaje de Carabineros y los crímenes de lesa humanidad que ya acumulan. Y para qué seguir hablando de la corrupción, el robo, la colusión “desde arriba” que zafa con una impunidad asombrosa.
—En este último tiempo, ante el desencanto de la gente, se ha podido ver el trabajo de nuevos grupos de arte como el colectivo LasTesis y Delight Lab. ¿Cómo ve la evolución del arte, en este sentido, y qué le parecen estos grupos que interactúan con la ciudadanía con un claro mensaje social?
—Sobresalientes, LasTesis, poniendo y disponiendo la performance como espacio para escenificar, políticamente, el asedio al cuerpo de las mujeres y denunciarlo en escenarios públicos y convocantes. Ya en 2018 se puso de relieve la dimensión del reclamo de las mujeres a su subordinación y asimetría social. Mientras que Delight Lab y su cuidadosa y eximia administración del arte lumínico denuncia masivamente el hambre, el crimen y la injusticia. Y no puedo dejar de mencionar acá el homenaje lumínico efectuado a la artista Lotty Rosenfeld y su trabajo con los signos de circulación ciudadana. LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo.
Los olvidados de la historia
Traducida al inglés, francés, italiano y griego, Diamela Eltit es autora de una sólida obra compuesta de novelas y ensayos que ya superan los veinte libros, donde destacan, entre otros títulos, Por la patria (1986), Mano de obra (2002), Signos vitales (2008), Impuesto a la carne (2010) y Réplicas (2016). En los últimos meses, el sello Planeta editó una colección que reúne gran parte de su trabajo.
Como dijo el crítico peruano Julio Ortega, los libros de Diamela Eltit “convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética y despojado estilo”. Por estos días, la narradora prepara un nuevo trabajo, pero aún sin coordenadas definidas. “Estoy esperando que la escritura se ubique en el lugar correcto de mi deseo”, comenta Eltit, y en seguida alude a las conexiones de su obra con la contingencia.
—En su libro Sumar se pueden encontrar ecos de lo que fue el estallido social y las demandas de los trabajadores. En Fuerzas especiales, de alguna manera, se prefigura la represión de Carabineros. ¿Le motiva la idea de encontrar referencias de la realidad en su ficción o es una decisión consciente reflejar la realidad en una historia?
—Desde luego, más allá de las fallas ostensibles del sistema y su estela de victimización social, la dimensión del estallido no estaba prevista. Sumar fue la escritura de una ficción fundada en el malestar de un grupo de personajes. Mientras escribía, leí que la primera marcha hacia La Moneda (a principios del siglo XX) fue la llamada “Marcha del hambre”, entonces tomé prestados los nombres de algunos dirigentes de la marcha (muy relegados por la historia social) y se los puse a “mis” personajes. Me interesó la calle como escenario y la marcha como historia social. Los ambulantes me pareció que nombraban lo móvil y también al vendedor ambulante, aquel que está en todas las ciudades visible e invisible a la vez. Pensé una marcha interminable en tiempo, número y espacio, pensé en La Moneda como el sitio preciso: dinero y política. Pensé en el ayer y los olvidados por la historia. Pero, claro, era una ficción, quizás la literatura se funda también en un futuro.
—¿Y cómo ve esta relación con la realidad en el caso de Fuerzas especiales?
—Fuerzas especiales es mi novela más urgente de estos últimos veinte años. La escribí conmocionada por la indiferencia de los sectores acomodados o medianamente acomodados o semiacomodados ante la terrible segregación del territorio, el elitismo político y un sospechoso no ver dónde estamos parados. Los sectores pobres, liberados a su suerte, con sus dirigentes vecinales extenuados y solos, encuentran un asidero posible ya sea en las iglesias evangélicas, con sus normativas extremas, o el narco y su clara organización paramilitar. Los partidos políticos y el Estado los abandonaron hace décadas. La delincuencia está ligada a la desigualdad, es proporcional a ella, es un costo considerado marginal por el sistema. Y la policía, básicamente los «pacos», son los que cumplen una función terrible y liberadora para el sistema político: asedian, maltratan, roban, se coluden con el narco, posibilitan los noticiarios televisivos que permiten asociar pobreza y peligro, pobreza y delincuencia, culpar al pobre de su pobreza y descargar así de responsabilidades al empresariado, a los políticos que se han coludido o han permitido graves abusos financieros. Las Fuerzas Especiales de Carabineros se enfrentan asimétricamente con las fuerzas especiales que requieren vastos sectores del país para sobrevivir a una pobreza a menudo disfrazada de clase media. Bajos de Mena es una zona de sacrificio en la ciudad. Mientras escribía Fuerzas especiales, que desde luego es una ficción posible, necesité una inmersión radical y psíquica en los bloques, viví y morí allí mientras escribía, vi a los “pacos” exudando odio, pisé cada escalón para llegar al cuarto piso de esas construcciones.
—Desde hace un tiempo la clase política sufre el desprestigio y da la impresión de que nadie es fiable para reemplazarla. Quien levanta la voz, generalmente, es desacreditado. ¿Son tiempos de mayor intolerancia o son otros síntomas los que llevan a actuar de esta manera?
—La política chilena, desde los años noventa, en la llamada centroizquierda, emprendió una desafiliación del pueblo, y cada año fue peor, todo agravado por los desmesurados salarios que reciben los congresistas. La cultura selfie, la filiación a un yo y la falacia de una democracia fundada en el consumo fue creando una fisura entre la realidad chilena y los representantes políticos, y por eso hay un abismo entre ellos y el pueblo. Yo pienso que hay que esperar, no me asusta ni la protesta ni el descrédito, es necesario decantar los abusos, reprochar las faltas, poner de relieve las insuficiencias, develar las máscaras y las mascaradas políticas hasta llegar a un espacio donde el respeto sea una condición y cada persona, más allá de su formación, de su economía y de su subjetividad, forme parte.
—¿Qué espera del proceso constituyente, que este 2021 tendrá la elección de los candidatos a la convención, y un camino que debería finalizar con la Constitución de 1980 y dar paso a la creación de una Constitución democrática?
—No sé, espero que al menos se deje de lado el Estado subsidiario, que los recursos naturales le pertenezcan al territorio y se limite la voracidad empresarial. No me cabe duda de que se van a cursar “derechos” como igualdad entre hombres y mujeres, pero esos temas son muy complejos, funcionan muy bien como declaraciones, pero su realidad requiere de una multiplicidad de factores. La igualdad salarial será una escritura posible, pero es inexistente en el mundo, se necesitan décadas para obtener esa paridad. Proteger la infancia, como otro ejemplo, es indispensable, pero si no cambia el sistema socioeconómico, los niños pobres seguirán su ruta de un trágico maltrato, porque hoy el Sename es un negocio para los sostenedores. Todos los derechos no pasan por las buenas intenciones o no son suficientes. Se necesita una nueva articulación y repensar de arriba a abajo la educación, la familia, la ley, el habitar completo. Desde luego, es muy positivo cambiar esa Constitución “maldita”, pero, en último término, se necesita de una nueva era a la que habría que llegar.