Gabriel Boric y el espíritu de su época

El triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad.

Por Faride Zerán

Mientras el candidato que había logrado un amplio triunfo levantaba los brazos saludando a las multitudes que celebraban su victoria no solo en Santiago, sino en distintas avenidas de todo el país, una lluvia de papel picado de colores caía sobre la silueta triunfante de este líder magallánico, egresado de Derecho de la Universidad de Chile y protagonista indiscutido de la política de los últimos diez años. 

Era una imagen épica a la altura de quien había logrado varias hazañas: entusiasmar a millones de votantes que repitieron la diferencia de diez puntos del plebiscito del Sí y el No de octubre de 1988, erigirse como el presidente de la República más joven de la historia de Chile, llevar a La Moneda a movimiento sociales como el de los pingüinos de 2006, el de los estudiantes universitarios de 2011 liderados por él y otros dirigentes paradigmáticos como Camila Vallejo y Giorgio Jackson, el movimiento por el agua, el No+AFP o bien el mayo feminista, que permeó a los nuevos referentes políticos que asumieron que el feminismo y la paridad no eran solo una cuestión de cuotas.

Qué duda cabe que la figura que concitó la simpatía y atención mundial encarnaba los anhelos de cambio expresados en la revuelta de octubre de 2019 y en la instalación de la primera Convención Constitucional paritaria en el mundo. También estaba representando con nitidez el espíritu de un tiempo que se abría expectante, y donde hacía su entrada no un liderazgo particular sino una generación, lo suficientemente madura y fogueada como para asumir las tareas de gobernar. 

Ese nuevo aire, simbolizado por ejemplo en la imagen de Gabriel Boric fundido en un abrazo afectuoso con Elisa Loncon en su primera visita a la Convención Constitucional como presidente electo, representaba toda la épica y la ética de estos tiempos. El poder estaba encarnado en una mujer mapuche y en un joven magallánico, es decir, otras ideas, otros territorios, otras estéticas, otros lenguajes que desplazaban a aquellas a las que nos tenía acostumbrados una élite homogénea, distante y formal.

Algo de todo esto estuvo presente también en las manifestaciones del domingo 19 de diciembre, cuando la gente, el pueblo, los jóvenes coreaban la letra de la emblemática canción de Los Prisioneros “El baile de los que sobran”, o cuando en las redes sociales circularon extractos de “Balance patriótico”, escrito por Vicente Huidobro cuando fue candidato a la presidencia de la República apoyado por la FECh en 1925, a sus 33 años: “Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible (…). Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años. Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36”.

Pero más allá de las simetrías entre literatura y política, expresadas en un presidente electo al que le gusta la poesía, la lectura, la cultura (todo un lujo); uno que lideró la lucha por la educación pública gratuita y de calidad, o que asume la necesidad de crear un sistema de medios públicos en un país donde la concentración ideológica de los medios es un escándalo que se remonta a los inicios de la dictadura y que atenta contra la libertad de expresión, el triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad. 

Momento constituyente y reafirmación de lo público

«Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto», escribe en su editorial el rector de la Universidad de Chile.

Por Ennio Vivaldi

Hoy el país escribe una nueva Constitución. Tras días convulsionados y de intensa y comprensible emocionalidad, se inicia un proceso de intercambio de ideas que habrá de ser reflexivo y constructivo. Habrá que conversar de tantas cosas, todas fundamentales para nuestra convivencia, pero de las cuales no habíamos hablado en mucho tiempo. Primero, porque estaba prohibido, y después, porque parecía inconducente. Algunas de estas cuestiones son respuestas directas a los excesos, al extremismo ideológico de la actual Constitución, hecha para justificar o, mejor dicho, para hacer parecer inevitable un camino que nos ha traído un país desagregado, individualista y plagado de injusticias. Otros temas nos obligarán a asumir por fin responsabilidades de larga data postergadas, algunas de ellas presentes en todo el mundo, como la equidad de derechos de la mujer; otras más propias de nuestro país, como el respeto a los pueblos originarios o la descentralización administrativa y económica. También corresponderá tratar nuevos grandes problemas que, si bien llevan un tiempo incubándose, hoy explotan. Enumeremos algunos medioambientales como la sustentabilidad, el cambio climático, la necesidad de energía verde, el agua, la transformación tecnológica; enumeremos también, en el campo de la salud, las nuevas patologías prevalentes, ya sean virales, vinculadas a la tercera edad o a la malnutrición.

La Universidad de Chile ha jugado un rol responsable y previsor al proponer a la ciudadanía incorporar a la discusión nacional estos asuntos. Ese es nuestro deber. Sobre todo, hemos enfatizado que una tarea medular habrá de ser la reconstrucción del espacio público. Pensamos que el esfuerzo por destruirlo, con esa premeditación explícita y desembozada que caracteriza a los fanatismos extremos, está en la base de la crisis que en 2019 se hizo inocultable. Lo público, sobre todo la educación pública, es el gran elemento cohesionador de una sociedad.

Queremos resaltar el tremendo potencial que representa el hecho de que las universidades públicas hayamos logrado configurar una red entre nosotras, convocando además a los otros centros de educación terciaria. Habrá que fortalecer también el apoyo recíproco virtuoso entre nuestras universidades públicas y el resto del Estado, el que volverá a expresarse en la tareas sectoriales, como las de salud, las silvioagropecuarias o las relacionadas a las tecnologías, así como, muy importantemente, las del mundo de la educación, donde deben articularse y vertebrarse sus niveles básico, medio y superior.

Las universidades públicas, en este nuevo escenario, deben ser consideradas en cuanto instituciones proveedoras de bienes públicos y garantes del derecho a la educación superior. Ellas han de cumplir con sus diversos roles: docencia, investigación, creación y vinculación con el medio, mediante una estructura de financiamiento que tiene que contar con aportes directos, asignados y controlados por criterios de desempeño, pertinencia, logros y metas comunes. Quizás lo más importante de la modalidad de financiamiento es permitir que el joven profesional perciba íntimamente que ha contraído una deuda virtuosa con la sociedad en un contexto solidario y no una fatigosa obligación individual con un banco.

El actual Plan de Fortalecimiento de las Universidades Estatales busca instalar la formación ciudadana como rasgo identitario de nuestro sistema, a través del trabajo interinstitucional para el fortalecimiento de la democracia y el desarrollo integral y sustentable del país. También se debe valorar la ética en su comportamiento cotidiano, lo que abarca desde la honorabilidad que un estudiante muestra en los procesos de evaluación hasta el compromiso con una mayor equidad social.

Las universidades públicas son universidades domiciliadas, centradas y focalizadas en cada región, lo que les permite ser actores significativos en la necesaria descentralización del país. También debe entenderse la relevancia que para la calidad de vida de nuestra población tienen las artes, humanidades y ciencias sociales, en las cuales las universidades participan activamente, fomentando un vínculo siempre bidireccional con la sociedad.

En este momento histórico, donde debimos enfrentar una pandemia con el compromiso cabal de una sólida comunidad científica vinculada a nuestras universidades, y donde estamos comenzando este proceso constituyente, algunas de las grandes tareas que el país deberá asumir son las de replantear nuestra matriz productiva e ingresar a la sociedad del conocimiento.

Necesitamos entender a la sociedad desde una mirada sistémica, enfatizando su cohesión y búsqueda de bien común, y no como una coexistencia de intereses individuales y grupales. Las universidades hemos dado un ejemplo avanzando en constituirnos en instituciones que colaboran y se complementan entre sí.

Las universidades públicas pueden y deben criticar constructivamente desde el ámbito del Estado, pero siempre buscando el bien común y con lealtad para con el sistema gubernamental, nacional y regional, y para con el Parlamento. No pueden ser instrumentos en la política contingente ni representar intereses económicos o ideológicos de grupo alguno. Deben seguir sirviendo a la creación y codificación de conocimiento, y destacar en el ámbito de la comunicación global por su libertad respecto de afanes de lucro que contradicen las posibilidades de concordar en políticas globales, hoy necesarias para la sustentabilidad planetaria.

Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto. Lo hacemos desde un absoluto respeto por la potestad y legitimidad del organismo elegido para redactar la nueva Constitución, a la vez que expresamos nuestra disposición a contribuir y servir a este proceso y al país en todo lo que se nos requiera.

Chile en la hoguera

«Sin duda es urgente cambiar el sentido de una política pública migratoria cuya orientación no solo desconoce los tratados internacionales que Chile ha firmado en materia de protección de la infancia y regularización de personas migrantes, sino que además no considera la migración como un derecho humano”, escribe en su editorial la vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile.

Por Faride Zerán

La imagen muestra el instante en que un hombre que viste una llamativa polera de la selección chilena de fútbol lanza a la hoguera el coche de un bebé. Lo rodean decenas de manifestantes, algunos portando banderas chilenas, que observan la escena. El fuego está consumiendo ropa, carpas, juguetes, documentos, medicamentos; precarias pertenencias de cientos de migrantes que han cruzado la frontera norte del país, en su mayoría de nacionalidad venezolana. Es el final de una manifestación antiinmigración de alrededor de 5 mil personas que recorrió las principales calles de Iquique, coreando “Chile para los chilenos”, entre otros gritos que humillaban y ofendían a esos hombres, mujeres y niños desplazados por una de las peores crisis humanitarias de los últimos tiempos.  

Ya no se trataba del mar mediterráneo y sus cientos de improvisadas embarcaciones con migrantes desesperados provenientes del norte de Africa ni de imágenes como la del pequeño niño sirio muerto en la orilla del mar, mientras su padre llora desesperado. Ahora la fotografía se trataba de Chile, retratando el desprecio y la deshumanización hacia el otro distinto, exhibidos en su brutal obscenidad.

La imagen congelada del coche en el aire y de las llamas que lo esperan fue capturada por el fotógrafo Alex Díaz, según consignó el medio Interferencia. Nunca imaginó este corresponsal de la Agencia Aton que inmortalizaría el símbolo de la intolerancia y la xenofobia, en una postal que dio la vuelta al mundo.

Septiembre cerraba así su ciclo de conmemoraciones tanto de memoria y derechos humanos, como de celebraciones de fiestas patrias: vulnerando valores elementales de solidaridad y respeto hacia los DDHH en nombre de un patrioterismo añejo. Tanto así, que organismos internacionales denunciaron de inmediato el episodio, exigiendo al Estado chileno protección y dignidad para los migrantes. 

Este hecho desató el debate sobre la política migratoria de Chile. Una Ley de Migración y Extranjería aprobada en abril de 2021 que, básicamente, regula la migración desde una perspectiva de seguridad y no de derechos humanos.

Sin embargo, lo que tampoco puede quedar fuera de esta discusión es el dato de que en diciembre de 2018, Chile se restó del Pacto Mundial para la Migración de Naciones Unidas con el argumento de que la migración “no es un derecho humano”.

No fue casual entonces que comenzáramos a ver llamativas deportaciones masivas de migrantes vestidos con overoles blancos como si se tratara de delincuentes; declaraciones de personeros públicos asociando la propagación del virus con la llegada de “extranjeros ilegales” o la negación del acceso a la vacuna contra el covid-19, entre mucha otras expresiones de racismo y discriminación, cuyo correlato está tanto en las llamas que el 25 de septiembre último consumieron los enseres y atentaron contra la dignidad de decenas de seres humanos, como en el desalojo ejecutado horas antes por agentes del Estado en la Plaza Brasil de Iquique, sacando a cientos de migrantes de ese lugar.

Un desalojo, como bien lo señalaron las Cátedras Amanda Labarca, la de Racismo y Migraciones Contemporáneas y la de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, “que fue de la calle a la calle, es decir, al desamparo”.                                                                                                                                                                                                                                  

En medio de esto, seguían apareciendo denuncias sobre abusos cometidos contra migrantes, como la que publicó CIPER el 28 de septiembre en un reportaje donde daba a conocer que la Fiscalía estaba investigando a más de 20 empresas relacionadas a un contratista por trabajo forzado masivo de inmigrantes en cosechas de arándanos y mandarinas. En la nota, los trabajadores relataron que “fueron amenazados con la pérdida de su estatus migratorio si no aceptaban condiciones abusivas: salarios menores a lo acordado, jornadas extensas sin remuneraciones de horas extras, habitaciones insalubres y sin autorización para abandonar el predio”.

Sin duda es urgente cambiar el sentido de una política pública migratoria cuya orientación no solo desconoce los tratados internacionales que Chile ha firmado en materia de protección de la infancia y regularización de personas migrantes, sino que además no considera la migración como un derecho humano. 

Esto último es lo que entendieron miles de personas cuando, en febrero del 2019, el presidente Piñera viajó a Cúcuta, Colombia, para asistir a un acto por Venezuela que concitó la atención de los medios de todo el mundo. En dicho evento, promovido urbi et orbi, el presidente habló de un “compromiso moral, de solidaridad con el pueblo venezolano”.

Algunos tuvimos más suerte cuando, en décadas anteriores, el entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, proclamó su solidaridad con los miles de chilenos y chilenas que partíamos al exilio luego del golpe de Estado de 1973 y fuimos recibidos con el respeto y la dignidad que en nuestros países se nos negaba.

Venezuela, su gente, su pueblo, nos abrió sus puertas y nos acogió con nuestros desgarros.

Hoy, miramos con vergüenza el coche de una guagua venezolana consumido en la hoguera de la xenofobia y la intolerancia.  

Elisa Loncon y el día en que Chile empezó a cambiar

La Convención Constitucional fue encabezada por dos académicos de universidades públicas, instituciones que han resistido al intento de desmantelamiento de un sistema que solo ve en ellas el freno y competencia al lucrativo negocio de las universidades privadas —escribe en esta columna Faride Zerán, vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile y directora de Palabra Pública— . En esa calidad, ambos representaban no solo el lugar donde el sentido de lo púbico ha prevalecido sobre lo privado, sino el espacio que resiste a las lógicas mercantiles; el de la ética pública y el pensamiento crítico capaz de reconectar la esfera académica con las esferas pública y política al servicio de las grandes transformaciones democráticas de nuestras sociedades.

Por Faride Zerán

El 4 de julio fue un día histórico y también luminoso. Desde muy temprano, las calles céntricas se habían repletado con ciento de manifestantes que se congregaban en distintos puntos para caminar al son de bailes, tambores y cánticos hasta las cercanías de la sede del exCongreso Nacional, epicentro de la instalación de los 155 integrantes de la Convención Constitucional, elegidos con paridad de género y con representantes de las primeras naciones, en un proceso inédito que volcaba los ojos del mundo hacia este largo y angosto país.

Esa misma mañana, convencionales de los pueblos originarios se habían convocado en torno a una ceremonia ancestral en el cerro Huelén para luego desplegarse en las calles, y en medio de los saludos y aplausos de quienes se apostaban en las veredas, hacían su entrada triunfal hasta el edificio que albergaba la Convención.

Pero ese día de aires festivos, pese a la pandemia y a las más de cuarenta mil muertes producto del virus, el gobierno había enviado a las Fuerzas Especiales (FFEE) de Carabineros a rodear el recinto donde se llevaría a cabo la ceremonia, enfrentándolas con familiares de los constituyentes que seguían las transmisiones junto a miembros de organizaciones sociales y agrupaciones de derechos humanos  que pedían la liberación de los presos de la revuelta, desatándose una fuerte represión que puso en riesgo el éxito de la ceremonia republicana  más importante de los últimos tiempos.

De nada había servido la petición de algunos convencionales electos ante las autoridades de gobierno para que no se desplegaran las FFEE, las mismas que amparaban a funcionarios que habían protagonizado las violaciones a los derechos humanos en contra de cientos de manifestantes que, desde el 18 de octubre de 2019, lograron configurar un movimiento social cuya potencia se expresaba precisamente en la existencia de ese histórico acto.

Pese a la tensión, y una vez replegada la fuerza policial, se reanudó la sesión bajo la ecuánime conducción de la abogada Carmen Gloria Valladares, sobrina nieta de Gabriela Mistral y funcionaria pública del Tribunal Electoral que debía constituir legalmente la convención. Así, entre lágrimas y aplausos, se iniciaba un nuevo ciclo en la historia de Chile, cuyo correlato era la profundidad del cambio cultural expresado horas más tarde, cuando era electa como presidenta de la Convención Constitucional la intelectual y académica mapuche Elisa Loncon.

Todos los símbolos, todos los gestos, todos las emociones se desplegaron esa luminosa mañana de julio cuando Elisa Loncon avanzó hacia la testera ataviada con sus vestidos y joyas mapuche, acompañada por la machi Francisca Linconao, autoridad espiritual, ex presa política y figura reconocida de los pueblos ancestrales.

Así, en un discurso bilingüe e histórico, y en medio de una diversidad de rostros, pueblos, estratos sociales, sexos, territorios y edades; de una diversidad política, social y cultural que muchos nunca habían visto asomarse en los espacios mediáticos o públicos donde decía representarse el Chile real, la académica de la Universidad de Santiago, Doctora en Lingüística de la Universidad de Leiden, en Holanda; y Coordinadora de la Red por los Derechos Educativos y Linguísticos de los Pueblos indígenas de Chile habló de pluralismo, diversidad sexual, niñez, derechos de los pueblos originarios, Estado plurinacional y de ampliar la democracia. “Estamos instalando aquí una manera de ser plural, una manera de ser democráticos, una manera de ser participativos”, dijo, y anunció que esta Convención “transformará a Chile en un Chile plurinacional, en un Chile intercultural, en un Chile que no atente contra los derechos de las mujeres, contra los derechos de las cuidadoras…”.

Junto a Elisa Loncon, era elegido vicepresidente de la Convención Constitucional Jaime Bassa, abogado constitucionalista, Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona, Magister en Derecho Público de la Universidad de Chile y académico de la Universidad de Valparaíso, quien abrió su discurso señalando que “hoy día empezamos a transitar un camino republicano, pero también un camino popular”.

De esta manera, la Convención Constitucional era encabezada por dos académicos de universidades públicas, instituciones que han resistido al intento de desmantelamiento de un sistema que solo ve en ellas el freno y competencia al lucrativo negocio de las universidades privadas.

En esa calidad, ambos representaban no solo el lugar donde el sentido de lo púbico ha prevalecido sobre lo privado, sino el espacio que resiste a las lógicas mercantiles; el de la ética pública y el pensamiento crítico capaz de reconectar la esfera académica con las esferas pública y política al servicio de las grandes transformaciones democráticas de nuestras sociedades.

Es por ello que ante la imposibilidad de sesionar al día siguiente en la sede de la Convención Constitucional por la desidia —sino boicot— de funcionarios gubernamentales que no habilitaron el lugar, la imagen de la presidenta de la Convención, junto al vicepresidente y al rector de la Universidad de Chile, sentados a los pies de la estatua de Andrés Bello en su Casa Central, proyectaba no solo la fuerza de una postal republicana; sino también la derrota de quienes quisieron acabar con las universidades públicas, instituciones del Estado cuyos espacios fueron puestos al servicio de la Convención Constitucional. Quizás ese 4 de julio fue el día más largo del año, especialmente para una parte significativa de la sociedad que había estado expresando en las urnas su voluntad de imaginar un nuevo país. Para todos ellos, sin duda se trata del día en que Chile empezó a cambiar de verdad.

Libertad para construir un nuevo modelo de sociedad

«La Constitución que escribiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas —escribe el rector de la Universidad de Chile en este editorial—. Entre ellas están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva».

Por Ennio Vivaldi

Durante varias décadas, hemos vivido bajo la convicción de que los determinantes fundamentales del modelo de sociedad imperante en Chile no podían ser cambiados. Esta certeza parecía ser evidente por sí misma y no necesitar pruebas de su verdad. Más aún, todo lo que ocurría en el mundo se interpretaba como confirmación de que esos principios eran inevitables o, peor aún, que nuestro país había liderado un cambio a escala global. Hoy, ante la perspectiva del nuevo proceso constituyente, se nos figura por el contrario que, en realidad, aquellos habían sido simplemente principios dictados por un grupo de académicos que pertenecían a una corriente extrema del pensamiento económico. Ellos diseñaron un modelo abstracto basado en ciertos dogmas que, en concreto, fue efectiva y eficientemente impuesto e implementado por una dictadura. 

Cada ciudadano chileno debería haber sentido siempre el derecho a hacerse a sí mismo y a los otros al menos dos preguntas. La primera es cuánto se identificaba él o ella con las premisas y los valores que determinan este modelo de sociedad (solo a modo de ejemplo, a mí no me gustan). La segunda es si, al margen de que a uno le guste o no, el modelo funciona o no funciona.

Las premisas en que se fundó este modelo enfatizan un ser humano individualista; consciente de que solo de él depende la solución de sus problemas, por lo que el egoísmo pasa a ser casi una necesidad; desmotivado para distinguir que existe un nivel superior de integración que es la sociedad, donde se deciden cuestiones relevantes para él o ella y para los demás; mucho más interesado en las cuestiones materiales y pecuniarias que en las humanistas y espirituales, y un largo etcétera que todos conocemos.

A este propósito, cuando era senador de la República en 1957, nuestro rector Eugenio González, en un discurso notable, confrontaba la tesis expuesta por un colega que resumía así: “las características de la naturaleza humana, entre las cuales el afán de utilidad, de ganancia y de lucro, el afán egoísta de bienestar individual, serán el motor insustituible del progreso económico”. En seguida, pasaba a sugerir que su contradictor, dada su condición, “ha hecho esta afirmación con secreta tristeza” (expresión, a mi juicio, insuperable). Eugenio González a continuación se preguntaba: “¿Existe una ‘naturaleza humana’ tan inmodificable en su primitivismo ético, ajena al devenir histórico, la misma sean cual sean las condiciones sociales y culturales?”. Estos conceptos no solo están vigentes hoy día, sino que están al centro de la reflexión sobre los valores que fundamentarán un nuevo modelo de sociedad y cuestionarán el actual.

La segunda dimensión en que ha de ser evaluado este modelo de sociedad que nos proponemos cambiar es el de sus resultados objetivables. Es decir, si en el mundo real y concreto, este modelo impuesto bajo un poder omnímodo y que se tuvo que asumir como necesario, logró efectivamente los resultados que había prometido. Debemos evaluar si esta sociedad que se constituyó bajo sus directrices permitió la satisfacción y felicidad de las y los ciudadanos, si se sintieron realizados y si valoraban altamente las oportunidades que encontraban para desarrollar sus talentos y vocaciones; si lo percibían como más o menos justo, más o menos inclusivo; si se había logrado una  convivencia nacional solidaria; si los impulsaba hacia un sentido de identificación y pertenencia a un concepto de bien común. 

Sin duda, la Constitución que escribiremos para el nuevo modelo de sociedad que construiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas. Algunas, porque siempre lo estuvieron a lo largo de nuestra historia; otras, porque habiendo sido antes valoradas, el actual modelo las ignoró en las últimas décadas. Entre esas dimensiones están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva.

En todas estas áreas habrá de primar el reencuentro con la idea de bien común representada por el ámbito público. Es en esta esfera donde todos los sistemas públicos —entre tantos otros, nos referimos a los de salud, educación, previsión, informática, cultura, comunicaciones, vivienda, industria o agro— habrán de devolvernos un sentido de solidaridad, justicia y pertenencia.

De las muchas consideraciones erróneas en que se basó el sistema que hoy ha hecho crisis, está el desestimar el rol de cohesión social y formación de ciudadanía que siempre y en todas partes ha jugado la educación pública articulada por la vertebración de sus niveles básico, medio y terciario. Esta función específica que cabe a la educación pública, en interacción con el resto del sistema público, será una cuestión principal en la gran conversación nacional que se inicia. Y la de mayor responsabilidad para nuestras universidades.

Inmunizando a Chile

Por Ennio Vivaldi

Chile ha sido capaz de implementar con éxito una campaña de vacunación contra el covid-19. Entre los factores que convergieron para hacer posible este logro destacan la gestión de gobierno para concretar la obtención de vacunas, los contactos internacionales de nuestra comunidad científica que resultaron esenciales para establecer diálogos con los productores y la larga tradición de un sistema de salud estructurado, capaz de llevar a cabo rápida y ordenadamente un programa de vacunación masiva.

De esta campaña surgen múltiples observaciones que inspiran a la reflexión y al diálogo. Todos los países han debido preguntarse autocríticamente cómo podrían haber estado mejor preparados para enfrentar la pandemia. En el nuestro, el hecho de que la crisis sanitaria y económica haya seguido a un estallido social, nos ha obligado a situar cada momento en la evolución del enfrentamiento al covid-19 dentro del contexto de un modelo de sociedad que hoy se evidencia no solo ideológicamente extremo (asunto que siempre supimos, puesto que había un ideario que se estaba llevando a límites inexplorados; era algo confeso o, más bien, proclamado con orgullo) sino, además, carente de una flexibilidad adaptativa sorprendente.

Uno de esos extremismos más notables, que se ve drásticamente interpelado, es el individualismo. Digamos, de partida, que uno no vacuna personas para protegerlas tal como uno indica un medicamento a un paciente portador de una patología. No se vacunan individuos. La campaña opera sobre otro ente: la población. Para erradicar una pandemia se vacuna a una población. Las vacunas son gratuitas no por motivos caritativos, sino porque sería absurdo y contradictorio no vacunar a un segmento de la población que luego perpetuaría la enfermedad.

La campaña de vacunación, por lo tanto, nos recuerda que hay niveles de integración y complejidad. Hay cuestiones que se han de analizar a nivel de los individuos, pero hay otras en que es imprescindible un nivel de complejidad superior que es la sociedad. Hemos constatado tantas veces el error de no hacerlo. Un ejemplo: concebir un financiamiento de la educación superior basado en individuos que se endeudan para obtener un título. Otro: desestimar la salud comunitaria de atención primaria en los territorios para enfatizar la atención terciaria en clínicas y hospitales. Otro: promover un sistema previsional incapaz de venir en ayuda de la ciudadanía en una contingencia como la que estamos viviendo. Tarde o temprano, la mercantilización de funciones tales como la salud, la educación, la ciencia, la universidad, el deporte e incluso el arte, ha de entrar en confrontación tan profunda como explícita con las tradiciones que les han dado sentido e identidad a esas funciones.

La decisión que un individuo toma en el sentido de vacunarse o no, no tiene implicancias solo para él. Es una resolución que repercute en la sociedad de la cual él es parte. Esa decisión más vale que la tome con la mayor racionalidad y conocimiento de causa posible. Esto nos lleva a otro punto crucial que la pandemia devela: la información que recibe la ciudadanía y la forma de interactuar entre la política, que debería dar explicaciones fundadas de sus actos, y la sociedad, que debería poder distinguir entre una propuesta populista y una propuesta responsable. Es muy distinta la política cuando se tiene una ciudadanía bien informada.

Son notables los esfuerzos hechos desde las universidades para aportar datos objetivos a las autoridades. Estos deben ser comunicados de modo de contribuir a un intercambio de ideas racional. La recomendación de vacunarse y la aprobación de una determinada vacuna se cimientan en ese largo camino que la humanidad emprendió hace varios siglos, y que llamamos ciencia. Tiene que ver con los factores que, en cualquier disciplina, determinan una toma de decisión fundamentada, en el entendido de que cualquier materia a ser decidida conlleva riesgos por acción y por omisión, y que la recomendación que la autoridad haga habrá de haber sopesado tal bifurcación. Resulta pertinente recordar que la necesidad de contar con una ciudadanía bien informada está en la base de nuestro esfuerzo por reinstalar un canal de televisión de la Universidad de Chile.

Tuvimos por más de cien años un centro productor de vacunas. En otro ejemplo insuperable de reduccionismo y simplificación propios del exceso ideológico, ese centro fue desmantelado bajo el argumento de que era más barato comprar las vacunas en el extranjero. Hemos propuesto volver a tener un centro productor de vacunas. Podemos desarrollarlo en Carén, donde en estos días se inauguran dos centros tecnológicos, uno de la construcción y otro de los alimentos, los que también se fundamentan en la convergencia de la academia, el Estado, la empresa y entes internacionales.

Debemos fortalecer la presencia de la ciencia chilena en el concierto de la ciencia mundial. Entender que hay pocas decisiones estratégicas políticas más relevantes que las concernientes al desarrollo de ciencia y tecnología vinculadas a nuestras universidades. Nunca resignarnos a una supuesta división mundial del trabajo en la que solo nos correspondería administrar una economía extractiva y exportadora. Así, otra gran lección que nos deja la pandemia es avanzar a constituirnos en una sociedad de conocimiento y lograr un cambio en nuestra matriz productiva.

La pandemia encontró un país en medio de una crisis y obligado a reflexionar sobre los principios en que se había basado por décadas su modelo de sociedad. Nos ha traído un lente de aumento que nos ha permitido ver magnificadas las consecuencias de imponer dogmáticamente reglas de mercado en educación, salud y en las más diversas áreas de la vida nacional que, las más de las veces, amenazaron con afectar profundamente sus sentidos y valores. Hoy habremos de reconstruir estos ámbitos reinstalando cuestiones tan básicas como la cohesión nacional, la primacía de la colaboración por sobre la competencia o que la suerte de cada uno está inevitablemente vinculada a la de la sociedad en su conjunto.

Telefonazos, espionajes y libertad de expresión: El otro estallido

Por Faride Zerán

1.

¿Cómo salgo de aquí?, pensé, mientras observaba las puertas del gran salón ubicado en el segundo piso de un palacio de gobierno recién remodelado tal vez para que los nuevos aires democráticos pudieran circular libremente luego de la larga noche dictatorial.

Eran los inicios de los años 90, y el ministro a cargo de las comunicaciones, enfurecido ante la pregunta de si estaba comprando medios que habían sobrevivido a la dictadura para luego cerrarlos porque ese periodismo molestaba a la incipiente democracia, se paró abruptamente dando por concluida una entrevista que aún no llegaba a su fin.

Recuerdo la figura baja, más bien obesa del ministro, escabulléndose por una de las tantas puertas de ese salón del Palacio de La Moneda, y me veo buscando la salida, así como el título que tendría la acontecida entrevista en la que el vocero repetía como mantra que la libertad de expresión era la madre de todas las libertades. Una madre esquiva y ausente con el periodismo que había resistido a la dictadura, pero protectora y complaciente con los grandes medios que configuraban el poderoso duopolio de la prensa de nuestro país.  

Al igual que hoy con la presión de La Moneda hacia La Red, el telefonazo que siguió al episodio —contrariando los resultados habituales— no surtió el efecto que pretendía, y el título de la entrevista que daba cuenta de la pataleta del personero público fue elocuente: “El ministro y la madre de todas las libertades”.

Eran los años en que paulatinamente fueron cerrando los medios que escribieron las páginas más valientes del periodismo chileno, en contrapunto con el florecimiento de aquellos que, en alianza con los aparatos de seguridad, habían sido cómplices de los montajes más brutales de la dictadura militar.  

Vivíamos los tiempos en que el eufemismo, las verdades a medias, la censura y las autocensuras desterraban palabras como dictadura o golpe de estado para denominarlas “régimen militar” o “pronunciamiento militar”.

Porque los 90 en Chile se iniciaban con un periodista exiliado, Francisco Martorell, autor del libro Impunidad diplomática (1993), y culminaban con una periodista asilada en Estados Unidos, Alejandra Matus, autora de El libro negro de la justicia chilena (1999).

Entre medio, la censura cinematográfica, las leyes de desacato —como el artículo 6b de la Ley de Seguridad del Estado, que sancionaba con cárcel la necesaria fiscalización que debía tener el periodismo sobre todos los poderes y sus autoridades— y la ausencia de voluntad política de quienes encabezaban la transición bajo la premisa de que el mercado lo regulaba todo, incluido el derecho a la información.

2.

Cuando analizamos el escenario actual en materia de libertad de expresión y derecho a la información, la pregunta que surge es por qué Chile a lo largo de estas décadas siguió siendo uno de los países que aparecían en los informes internacionales con escandalosos índices de concentración de los medios y un consiguiente déficit de pluralismo y diversidad.

Quizás una respuesta apuntaba a las características de la transición, que si bien abría importantes compuertas democráticas luego de 17 años de dictadura, en materia de medios requería de aliados afines a la lógica de mantener ciertos enclaves autoritarios y un modelo económico que, por su agresividad y naturaleza, trasuntaba el campo de la economía para instalarse como un depredador de la propia democracia.

Porque la privatización a ultranza, que no solo afectó a empresas públicas, recursos naturales y servicios básicos (hasta el agua), sino también a derechos como salud, educación o pensiones —por citar las demandas de un estallido social que a estas alturas amenaza con repetirse—, sin duda requería de una narrativa homogénea y  acrítica que un periodismo independiente  y fiscalizador no les garantizaba.

Pero Chile cambió, y ese cambio no es ajeno al periodismo.

Hoy se han documentado más de 300 ataques a la prensa entre agresiones y detenciones a reporteros y medios independientes efectuados desde octubre de 2019; han sido ampliamente denunciados los seguimientos y espionajes por parte de Carabineros y Ejército a periodistas de investigación; las declaraciones públicas de las tres ramas de las FFAA pronunciándose sobre una rutina humorística emitida en La Red en un acto deliberativo y respaldado por el Ministro de Defensa, siguen causando escándalo; las presiones y telefonazos desde la Presidencia de la República a los dueños de dicho canal han sido condenadas por un sector amplio de la opinión pública; etcétera.

Claramente, para una parte importante del periodismo, las prácticas y rutinas profesionales propias de los años 90 quedaron atrás, y al igual que octubre de 2019, el ejercicio del periodismo en distintas escalas ha protagonizado su propio estallido, enfrentándose a las élites, fiscalizándolas sin condescendencia y ejerciendo el derecho a la información, incluso a través de Twitter y otras redes sociales.

Sin embargo, no estamos ante un proceso fácil. Si atendemos a las palabras de la filósofa estadounidense Wendy Brown, expresadas en estas mismas páginas, “el neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha”. De allí que no sea casual que estemos transitando un momento político marcado por una regresión autoritaria como respuesta gubernamental a la peor crisis institucional desde el retorno a la democracia, con un claro retroceso en los ámbitos de la libertad de expresión y el derecho a la información.

Retroceso que hoy ese periodismo que protagonizó su propio estallido resiste con la convicción de quienes también recuperaron el sentido del concepto dignidad para el mejor oficio del mundo, como alguna vez lo describió García Márquez. 

Ciencia y tecnología: La diferencia entre no prioritario y no deseable

Por Ennio Vivaldi

Resulta, de verdad, difícil de creer que Corfo haya adjudicado el Instituto de Tecnologías Limpias a un consorcio extranjero administrador de instalaciones de investigación, al tiempo que desechaba el proyecto en que participaban once de las principales universidades del país, muy importantes empresas en el área, centros de investigación y universidades del ámbito internacional.

Decisiones insólitas obligan a expandir la imaginación para plantearse explicaciones que también habrán de estar fuera de los considerandos habituales. Al hacer tal ejercicio, puede ocurrir que observaciones anteriores, que en su momento también fueron desconcertantes, sean comprendidas de un modo más coherente.

Podemos, por ejemplo, asociar esta decisión de Corfo con las restricciones presupuestarias que se pretendieron imponer a las universidades este año, las que, dada la gran labor que desarrollaron durante la pandemia y la forma como un sistema de financiamiento basado en el aporte de estudiantes-clientes era afectado por la crisis económica, parecían un gesto falto de criterio y mal agradecido.

Un hecho aún más pertinente es la propuesta que hoy se debate respecto a la fijación de los aranceles regulados que el Estado debe aportar por gratuidad, y que empezaría con las facultades de Derecho, para las que se recomiendan valores muy por debajo de los actuales. De materializarse estas decisiones presupuestarias, harían imposible para las mejores universidades mantener su nivel de calidad presente y nos llevaría a nivelar hacia abajo en una homogenización mediocrizadora. Sería un castigo para las universidades que cuentan con una larga historia de construcción de excelencia y prestigio.

A partir de estos tres hechos recientes, a saber, la adjudicación de Corfo, el presupuesto para educación superior 2021 y la fijación de aranceles regulados, se puede comenzar a vislumbrar una estrategia que parte hace un par de décadas o más. A las universidades tradicionales se les mantuvo, compensatoriamente, el acceso a aportes fiscales directos, al tiempo que se las limitaba en su capacidad de expansión de matrícula vía becas estudiantiles y se las dejaba sujetas a los aranceles de referencia. Simultáneamente, se abrían hasta los confines del cielo los instrumentos de financiamiento para acceder a las nuevas universidades privadas, hacia adonde se quería dirigir toda la ampliación de la cobertura.

Se instaló así una forma alternativa de entender las universidades, concibiéndolas como más orientadas —a veces, exclusivamente dedicadas— a la docencia de pregrado, y una visión que enfatizaba las ventajas pecuniarias de la obtención de un título profesional, justificando endeudamientos. Todo esto bajo el amparo de una Constitución que obligaba a definir el financiamiento no por el mérito o la misión de las instituciones, sino por el derecho individual de los clientes, claro que sin cautelar la idoneidad de lo que ellos recibían a cambio de endeudarse. Quizás alguien desde ya pensaba que esa nueva forma de entender la universidad hacía más sentido para un país como el nuestro.

Agreguemos enseguida el argumento más directo: la prolongada dificultad para obtener presupuestos mínimamente razonables para ciencia y tecnología, el frustrante rechazo en los concursos nacionales a tantos proyectos bien evaluados y no financiados, así como las restricciones en las oportunidades de formación de nuevos científicos. Curioso, al respecto, que no hayamos discutido las consecuencias de haber cerrado un centro productor de vacunas, decisión que tiene incluso connotaciones de soberanía nacional. Tampoco se habla de que, ahora, la exigencia de cobre verde por parte de los mercados mundiales puede repetir la crisis del salitre si no cumplimos con los objetivos, precisamente, del Instituto de Tecnologías Limpias.

Podemos preguntarnos, entonces, si acaso la decisión de Corfo que deja fuera a las principales universidades chilenas en un concurso con fondos de esta magnitud y objetivos de esta trascendencia no debiera entenderse como un propósito en sí mismo, como la culminación de políticas que quieren coartar el desarrollo de las universidades que hacen investigación.

Solíamos interpretar el continuo desinterés por incentivar la ciencia y la tecnología en las decisiones presupuestarias como la consecuencia de que, en un mundo de recursos limitados y necesidades múltiples —como siempre se nos recuerda— habían otros requerimientos más apremiantes. Pero ahora debemos preguntarnos si acaso más que lamentar no poder invertir en desarrollo académico, en realidad lo que se quiera sea que tal progreso no exista. El fallo de Corfo, por su carácter desmedido, invita a esta mirada diferente. Quizás no apoyar el desarrollo científico autónomo no sea una decisión para lamentar y resignarse. Quizás de resignación nada. Quizás quienes toman estas decisiones lo hacen —si se me permite la expresión— a conciencia pura, sabiendo las consecuencias y alegrándose de ellas.

En palabras muy simples y directas: por una parte existe este Chile extractivista, por otra, uno puede imaginar un Chile que ingresa a la sociedad del conocimiento generando un cambio drástico en su matriz productiva. Ambos escenarios conllevan modelos de sociedad distintos. Mientras el primero casi obliga a la perpetuación del actual orden de cosas, el segundo conduce a un cambio en el mercado laboral, en los estilos de vida, en las inquietudes intelectuales, en los valores observados. Al mismo tiempo, eso determina el arquetipo de universidad deseable. Para el primer escenario, no se necesitaría situar las carreras profesionales en universidades de primer nivel donde los formadores son investigadores de frontera. No causaría tristeza tener que regular para abajo la calidad del sistema. Sería una opción económicamente aplaudible acortar las carreras. Podría no significar nada el que nuestra universidad, aún en condiciones comparativamente tan adversas, se sitúe entre las diez mejores de América Latina.

En resumen, la decisión de desarrollar o no ciencia y tecnología propias no es neutra para la estructura de la sociedad, la distribución del ingreso o la forma como Chile se insertará en la economía mundial.

Derechos culturales, besos y libertades (a la memoria de Pedro Lemebel, un irreducible)

Por Faride Zerán

La crónica donde Pedro Lemebel describe cómo cruza el teatro repleto de jóvenes que aplauden el retorno de Serrat a Chile, a inicios de la transición, es memorable. Su nombre le sabe a hierba y es la voz que, cual banda sonora de las décadas de la ira, retumba en ese auditorio de la Universidad Arcis repleto de chicas y chicos que han tarareado las canciones de su ídolo y lo aplauden a rabiar.

Lemebel avanza por el pasillo, se para frente a Serrat y le estampa un beso en la boca. Los insultos no se hacen esperar. Maricón es lo más suave que se escucha de esa audiencia macha que se mira progre pero que no resiste la performance de loca y de fan con la que Lemebel los provoca.

Algo similar hará Lemebel cuando recibe el Premio José Donoso de la Universidad de Talca, premunido de sus tacos altos aguja, ante la formalidad y el terror de su rector.

¿Qué es el arte sino el gesto que provoca, que incomoda, que interpela, que critica, que reinventa la forma de mirar?

¿Qué es la creación sino el intento de subvertir los límites de la realidad otorgándole otros horizontes éticos y estéticos desde donde imaginar, narrar, plasmar otros mundos, otros horizontes, otros lenguajes?

En un país que se debate entre los efectos brutales de la pandemia y la demanda de escribir una nueva Constitución, la pregunta por el lugar que ocupan las artes, las culturas y los patrimonios no es retórica ni casual.

La respondió en su momento la propia ministra del área, al señalar que no se trataba de un ámbito prioritario, o cuando este año el gasto en cultura se tradujo en un 0,3% , lejos del 2% que la UNESCO recomienda como piso; o cuando el Observatorio de Políticas Culturales nos dice que el 81% de los trabajadores de la cultura encuestados en Chile sufrió una disminución o el cese de sus actividades y el 54% no obtuvo ayuda en medio de la crisis, a diferencia de países europeos donde los Estados ayudaron al sector, como la Alemania de Merkel, que anunció un aporte de alrededor de 2.100 millones de euros para la cultura.

Y es que no basta que el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos señale que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Es letra muerta, al menos en Chile, donde los creadores están condenados a concursar/competir por recursos estatales; donde el analfabetismo funcional es alarmante; y donde en plena pandemia se abren las puertas de los centros comerciales, no de las industrias culturales que alimentan el alma, sino de aquellas que nutren las arcas de los grandes empresarios, asumiendo que un mall abierto es menos peligroso que un teatro, una librería o una sala de conciertos con aforos limitados.

Pero hablar de cultura o esgrimir la necesidad de que los derechos culturales estén en la nueva Constitución, implica asumirnos en una diversidad y pluralidad que va más allá de los cánones formales con que se expresa “lo cultural”. Significa re-conocer territorios, etnias y disidencias sexuales. Nos exige re-mirar y re-democratizar las dimensiones artísticas, culturales y patrimoniales que nos constituyen, sobre todo en tanto comunidades críticas, complejas y problematizadoras.

Nos demanda interpelar al poder que no tolera los trazos y las obras del arte callejero en medio de un estallido social, y que, amparándose en la impunidad de los toques de queda, los borra, como si con ello desaparecieran las causas que lo originaron. O denunciar las amenazas a quienes dibujan con luz las palabras “hambre” o “pueblo”, como ocurrió con los hermanos Gana; o reaccionar ante las querellas contra LasTesis y sus performances contra la violencia machista, por citar ejemplos recientes.

En definitiva, si hablamos de derechos culturales en la nueva Constitución debemos prepararnos para luchar por ampliar los márgenes de la libertad de expresión y de creación; por ensanchar los límites de la democracia; por asegurar el acceso amplio de los territorios a cada una de estas manifestaciones; por asumir que sin libros, sin cine, sin teatro, sin música, sin filosofía, sin grafitis, sin Lemebel estampando un beso en la boca de un rector o de un cantante, la vida puede ser la letra muerta de una mala canción o una horrible caricatura de sí misma.

Como ocurrió en 1992, cuando una gran mole de hielo, blanca, sin identidades ni memorias, fue la representación cultural de Chile en la famosa Expo de Sevilla. Eran los inicios de la transición, Chile se mostraba como un país blanco, frío, sin memoria, sin dolores, sin historia. “El iceberg de Sevilla” se levantaba, así, como una metáfora de la simulación. Sin embargo, treinta años después, la faz sumergida de ese iceberg, estalló.

La élite chilena salió en viaje de negocios

Por Faride Zerán

Todo parece causar sorpresa en el Chile actual. Por ejemplo, la histórica participación en el plebiscito, con más del 50% del padrón electoral votando pese a la pandemia y a una franja electoral confusa y, en general, más bien discreta; el abrumador triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional, ambas con más del 78% de las preferencias, así como las pacíficas y masivas celebraciones convocadas en distintos puntos de Santiago y del país.

Como si se tratara de cifras, datos, personas sacadas del sombrero de un mago, las escenas que se sucedieron el 25 de octubre último aún tienen a los analistas, líderes políticos y medios de comunicación intentando leer un país bajo lógicas y categorías que en muchos casos siguen desfasadas respecto del país real.

Porque si bien el lugar común de la reflexión tuvo como epicentro la premisa unánime de que se estaba asistiendo a un fenómeno que enfrentaba a la élite con el pueblo (aunque la palabra pueblo no fue usada sino a través de eufemismos), lo cierto es que el lunes 26 de octubre ya no amanecimos con un país polarizado, como majaderamente se insistía, sino más bien con la evidencia de que un modelo de sociedad determinado le había sido impuesto a todo un país por una minoría que, por cierto, ostentaba un gran sentido de clase.

La pregunta es cómo se produjo esa grieta o desprendimiento del tejido social y cultural, y de qué manera es posible reparar dicha falla, digamos telúrica, para usar una metáfora ad hoc con el país, sin que devenga en sismos de magnitud considerables.

Sin duda, hay muchas explicaciones que clarifican este escenario, aunque de manera reiterada ellas provengan de la misma élite y desde sus medios masivos que controlan sin contrapeso, léase diarios, canales de televisión y radios, a través de los mismos columnistas, similares invitados y pautas periodísticas.

La ausencia de diversidad de rostros, argumentos, colegios y barrios en los debates de los medios sigue siendo escandalosa.

Ello explica también el resultado de un estudio, “Percepciones sobre desigualdad en la élite chilena”, elaborado por Unholster, el Centro de Gobierno Corporativo y Sociedad de la Universidad de los Andes y el Círculo de Directores, que entre sus conclusiones señala que la élite chilena tiene una visión “idealizada” de la realidad de las personas que viven en las comunas de nivel socioeconómico medio y bajo, “siendo la clase media más pobre y frágil de lo que los encuestados perciben”. O bien, que la élite parece desconocer la verdadera magnitud de cómo la sociedad chilena está cambiando, “pues se subestima la diversidad social y de género que hoy se da en los cargos de alta dirección en las principales empresas de Chile”.

El problema no es sólo que en la burbuja se encuentren los mismos de siempre. Otro factor gravitante es la hegemonía de los grandes empresarios en el control de los medios de comunicación y, por tanto, en la incidencia y contenidos del debate público.

El malestar de la ciudadanía hacia las coberturas informativas de los grandes medios, especialmente ante las movilizaciones sociales, ha sido elocuente. No es un secreto la credibilidad y prestigio del que gozan los medios independientes, comunitarios, o periodistas de investigación que a través de las redes informan en momentos en que la opacidad mediática ha sido evidente, como ocurrió en pleno peak de la pandemia. La frase de que “periodismo es todo aquello que el poder quiere ocultar; el resto es relaciones públicas”, en el Chile actual cobra relevancia dramática.

Basta leer ahora el reportaje publicado el 29 de octubre último por el sitio “La voz de los que sobran”, donde el periodista Luis Tabilo denunciaba las reuniones secretas del presidente de la República y sus ministros con altos ejecutivos y rostros de televisión en medio del estallido de octubre de 2019. El medio online consignaba una declaración del presidente de la Federación de Trabajadores de Televisión (Fetra TV), Iván Mezzano, firmada el viernes 25 de octubre de 2019 y presentada ante la Asociación Nacional de Televisión (Anatel), sobre la cita ocurrida el sábado 19 de octubre: “Nos permitimos denunciar una práctica inconstitucional y antidemocrática por parte del Gobierno y su ministro del Interior, el que ha citado en el curso de esta semana a todos los directores ejecutivos de medios televisivos a La Moneda, lo que implicaría una clara intervención en la definición de las líneas editoriales y de prensa para cubrir la información de los medios respecto del estallido social que hoy conmueve al país”.

Sin duda, la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir la fortaleza de una democracia. También para instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.

De todo esto adolece el Chile de las últimas décadas y así lo han señalado diversos informes internacionales, como el Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 31 de diciembre de 2015, que señalaba que, en Chile, “la concentración de medios en pocas manos tiene una incidencia negativa en la democracia y en la libertad de expresión, como expresamente lo recoge el principio 12 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la CIDH”. Desde su primer pronunciamiento sobre el tema, la Corte Interamericana señalaba que se encuentra prohibida la existencia de todo monopolio en la propiedad o administración de los medios de comunicación, cualquiera sea la forma que pretenda adoptar, y reconoció que “los Estados deben intervenir activamente para evitar la concentración de propiedad en el sector de los medios de comunicación”.

En ese contexto, y cuando en el país se debate el Chile del futuro al que aspiran las grandes mayorías, en medio de este debate constituyente, resulta fundamental recordar que mientras los tratados de derechos humanos exigen que los Estados adopten medidas para prohibir restricciones directas o indirectas a la libertad de expresión, la Constitución de 1980 sólo prohíbe el establecimiento de monopolios estatales de los medios de comunicación, y no se refiere a los privados.

Corregir esta distorsión, que atenta contra el derecho a la comunicación y la libertad de expresión, representa todo un desafío y una gran oportunidad no sólo para que nuestras élites conozcan el país profundo o para que los gobiernos de turno no intenten coartar la libertad de expresión. También implica que cuando se diseñen políticas públicas, los ministros de turno no se sorprendan cuando ellas fracasen al estrellarse con el Chile real.