Marina Ascencio, la niña autora de la carta que exigió cambiar la historia del Instituto Nacional

Marina repasa en esta entrevista las razones que la llevaron a escribir, con 11 años, una carta para solicitar su ingreso al Instituto Nacional y cuestionar su condición de liceo solo para varones. Si bien no pudo convertirse en institutana, tanto su carta como otras acciones realizadas por estudiantes generaron una bola de nieve que transformó el tradicional liceo emblemático en un establecimiento mixto. “Aislar por sexo biológico nunca es buena idea, porque al final no se aprende a convivir con el par”, reflexiona a cinco años de su revolucionaria ocurrencia.

Por Nathaly Calderón

Era 2016, Marina Ascencio Muñoz tenía 11 años y asistía a sexto básico en la Escuela Guillermo Matta cuando decidió que quería continuar sus estudios en el bicentenario Instituto Nacional, uno de los liceos más emblemáticos del país, que estaba abriendo sus postulaciones para estudiantes de séptimo básico. Solo había un problema: consistente con su tradición decimonónica, el Instituto Nacional seguía sin recibir niñas en sus aulas. Marina conocía el liceo fundado por José Miguel Carrera en 1813 a través de las historias de su padre, que fue alumno del establecimiento, y no podía creer que solo por ser niña no pudiera ingresar a estudiar en el lugar donde había estudiado su progenitor.

Ya desde 2013, a sus 8 años, venía preguntándole a su mamá y papá el porqué de esta arbitrariedad. La respuesta nunca la satisfizo. Marina decidió actuar frente a lo que consideró una injusticia y envió una carta directamente a la presidenta Michelle Bachelet, a la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, y al rector del Instituto Nacional: «Escribo con el motivo de solicitarles mi acceso al Instituto Nacional siendo yo niña, ya que es únicamente de varones, lo cual yo encuentro injusto».

Niñas ingresan como estudiantes del Instituto Nacional por primera vez en la historia. Foto: Radio Universidad de Chile.

La carta, más allá de lo que ella y sus padres pudieran haberse imaginado, generó un inmediato revuelo en los principales medios de comunicación de circulación nacional. Era una carta que impresionaba por su alto nivel de argumentación y de referencias históricas que aparecían para reivindicar la capacidad intelectual, artística, científica y política de las mujeres en el espacio público. Este documento abrió un amplio debate en la comunidad educativa del Instituto Nacional, que al poco tiempo optó por modificar su “tradición” y permitió el ingreso de niñas. Por ello, su carta es al día de hoy un antecedente histórico de las críticas que se han realizado sobre los establecimientos monogenéricos en Chile.

En 2021 el Instituto Nacional celebró su primer aniversario con niñas en sus aulas. Sin embargo, Marina nunca pudo entrar al liceo en donde estudió su padre, y hoy se encuentra asistiendo a clases en el también emblemático Liceo Carmela Carvajal de la comuna de Providencia, que es exclusivo para mujeres.

A propósito de la campaña de difusión de cartas de mujeres #HaLlegadoCarta —organizada por el Archivo Central Andrés Bello, la Sala Museo Gabriela Mistral y el Foro de las Artes de la Universidad de Chile—, entrevistamos a Marina Ascencio, hoy de 16 años, para conocer los pormenores de esta historia y su opinión sobre la reciente entrada de niñas al Instituto Nacional, tal como ella lo había anhelado cinco años atrás.

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¿Qué te motivó a escribir esta carta?

—Cuando pasó, yo tenía que empezar a ver a dónde me iba a ir en séptimo. No tenía idea dónde quería entrar, porque la verdad nunca me había puesto a investigar colegios, ni siquiera tenía idea de los nombres. Si mal no recuerdo, le pregunté a mis papás dónde habían estudiado ellos. Mi mamá me contó que ella había estado yendo a muchos colegios entre séptimo y cuarto medio, y como mi papá fue a uno solo, fue como «ya, quiero ir donde fue mi papá». Quiero aclarar al tiro que el Instituto no fue una opción porque yo admirara más a mi papá que a mi mamá, porque yo he escuchado decir eso. Es que mi mamá fue como a cinco colegios distintos y yo no iba a andar entre Uruguay y Chile de séptimo a cuarto medio para seguirla a ella. Por eso al final quería entrar donde entró mi papá, porque era un solo lugar. A mí sinceramente me daba igual, mientras recibiera educación y el contenido que necesitaba, y lo entendiera bien. Después me empecé a enterar que el Instituto era un colegio súper bacán y pensé “pucha, ahora quiero ir más”. Fue como un incentivo extra. Al final dije “ya, quiero ir a donde estudió mi papá”. Y fue como: «no puedo ir porque soy mujer, ¿¡por qué!?». No me hacía sentido, era ridículo no poder ir a un colegio solo por mi sexo. Entonces yo, niña chica de 11 años, dije “entonces contactemos a alguien para ver cómo entrar”. Yo quería enviar un mensaje a alguien, así como un WhatsApp, para que me dejaran entrar, porque yo era chica, ¡si tenía 11 años! Entonces me dijeron que no, que no se podía hacer eso, pero lo que sí se podía hacer era mandar cartas. Decidí que escribiéramos una carta. Además, ese año en Lenguaje me habían pasado lo que era la carta formal y la carta informal, entonces fue como «¡ya, yo sé hacer eso!». Me acuerdo que la leí de nuevo en primero medio y pensé “ay, ¡qué terrible!”. Me da mucha vergüenza, no por el contenido y no por lo que hice, sino por la forma en que está escrita…  es que yo encuentro que podría haber estado redactada tanto mejor. 

La carta que escribiste causó un impacto en muchos lugares, en muchas personas. ¿Qué significó para ti toda esa atención?

—No considero que haya sido una experiencia que me cambió la vida. Escribí la carta, la envié, recibí respuestas y esa fue la experiencia para mí, porque además mis papás nunca me mostraron mucho lo que pasó alrededor, no me mostraron lo que decía la gente, las noticias. Y yo no lo buscaba tampoco, porque me daba igual. En general, la respuesta pública nunca fue mi foco, mi foco siempre fue: ¿puedo entrar o no? Lo más distinto fue tener que ir al GAM y las entrevistas que me hicieron. Es como algo que uno hace de chico y que queda ahí, pero para mí nunca fue como “¡voy a cambiar el mundo con esto!”.

¿Y qué te pasó cuando recibiste esas respuestas negativas?

—Depende. Hubo una que me dio mucha rabia, una respuesta de la Municipalidad [de Santiago] que decía “ah, no se puede porque la infraestructura del Instituto no está capacitada para recibir niñas”. Me dio mucha, mucha rabia, porque lo único que tenían que hacer era agarrar uno de los baños —porque tienen caleta— y ponerle “niñas”, y era. O la mitad, por ejemplo. Esa era la única complicación y yo le encontraba solución al tiro, así que dije “no entiendo por qué”. Nunca entendí qué era este cambio infraestructural tan complicado que se tenía que hacer, y me acuerdo que me quedé muy enojada con esa respuesta. Cuando escribí la carta, para ponerle argumentos, me metí a la página oficial del Instituto y me puse a leer cuáles eran las reglas, los principios del Instituto, y uno de ellos era proporcionarles a los estudiantes una buena educación. Pero en ningún momento mencionan que solo a los hombres, sino que hablaban de “los estudiantes” o “al estudiantado”. Si mal no recuerdo, apelé a eso en la carta, porque en el mismo Instituto nunca se menciona que es exclusivamente para hombres. Entonces, no es algo que tenga una explicación lógica, son puros prejuicios. A mí me iba bien, yo toda la básica estuve en el top 3 de notas en mi curso. Ahora ya no estoy, pero es porque ni siquiera sé en qué lugar estoy. En mi otro colegio lo sabía porque al final del año nos ponían el primer lugar por notas, el segundo lugar, el tercer lugar, etcétera, pero en el Carmela no han hecho eso, entonces yo no tengo idea en qué nivel estoy. Y me va bien. Para mí, en ese entonces, era como “no me va mal, entonces, ¿por qué no puedo entrar?”. 

Y, en ese sentido, ¿crees que existe sexismo y desigualdad de género en la educación en general?

—Sé que hay, pero no podría fundamentar por qué, tendría que ponerme a investigar a fondo. Pero, aunque sea poco, sí hay. En mi otro colegio me acuerdo haber escuchado al menos una vez el comentario de un profe, de que el Instituto es para hombres entonces yo debería irme al Carmela, por ejemplo. En ese entonces, yo ni siquiera había escuchado del Carmela, entonces pensaba: “pero yo quiero ir al Instituto”. Entonces, sí, demás que sí, sigue habiendo, es algo que va a costar sacarnos. Falta tiempo todavía.

 ¿Qué piensas de las niñas que pudieron entrar este año al Instituto Nacional? ¿Qué les dirías a ellas?

—Si les tuviera que decir algo, es que aprovechen el Instituto, porque no es solo por el prestigio que es un buen colegio, sino porque además tiene un montón de talleres, y el liceo no va a dejar que esos talleres mueran. Por ejemplo, en el Carmela yo estaba en el taller de robótica y el profe se fue y el taller no siguió, estuve desde séptimo a inicios de primero medio y después no pude seguir. Entonces: aprovechar esas oportunidades, aprovechar los talleres, cualquier convenio que tenga el Instituto. A mí me habría gustado estudiar allá. Que lo aprovechen, que la pasen bien, que aprendan, pero que igual no se concentren solo en eso y exploren los talleres que hay, que prueben lo que les interesa. Yo creo que las cabras que están entrando ahora son más bacanes que yo, porque ellas son las que están entrando. Que lo aprovechen, porque es un buen liceo y van a aprender harto.

¿Crees que va a cambiar en algo el Instituto con la entrada de las mujeres?

—Yo creo que va a cambiar, pero no sabría explicar muy bien cómo. No en un sentido de que va a empeorar o mejorar académicamente, pero el ambiente de la comunidad del estudiantado va a ser distinto, idealmente para mejor. Porque no es la misma experiencia. Tenerlos aislados por sexo biológico nunca es buena idea, porque al final no se aprende a convivir con el par, a verlo como un par. Por ejemplo, si recibes una educación súper sexista, vas a ver a la mujer como inferior. Pero en el caso de, por ejemplo, mi liceo, yo tengo compañeras que dicen que no les gustaría mixto, porque se sentirían incómodas con otros hombres. Y claro, si nunca han convivido con otros, al final uno siempre se queda con la imagen de lo que el resto te dice. La posibilidad de mantener una convivencia entre ambos sexos de una manera más general, igual ayuda. No es lo mismo que, por ejemplo, en tu curso la mitad sean mujeres y la mitad sean hombres. Entonces estar con mujeres va a facilitar la convivencia entre ellos, y los va ayudar cuando tengan que ir a la universidad o a trabajar.

Elizabeth Lira: «Es muy complicado cuando el miedo de unos es la esperanza de otros»

La psicóloga y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, una de las voces más escuchadas en derechos humanos durante los últimos 30 años en Chile y América Latina, reflexiona sobre el efecto corrosivo del miedo y el negacionismo sobre la convivencia política. Asustados por la pandemia y cargando una incapacidad para tramitar colectivamente los dolores del pasado, sostiene, chilenas y chilenos nos sentimos «crónicamente amenazados» y somos presas fáciles de la manipulación política de nuestras angustias.

Por Francisco Figueroa

“¿Cuánto miedo residual permanece en las estructuras sociales y en las personas independientemente de los cambios políticos ocurridos en la transición? De ser así, ¿de qué manera este miedo residual puede afectar al proceso de transición a la democracia y de manera más permanente a la cultura política chilena?”.

Con estas preguntas cerró Elizabeth Lira (1944) Psicología de la amenaza política y del miedo, coescrito con María Isabel Castillo y publicado en 1991 por el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS), del que fue cofundadora y directora en sus años más influyentes. El libro es un estudio sobre las secuelas de las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura con el que las autoras contribuyeron a comprenderlas no solo como un trauma de las víctimas individuales, sino como un problema ético y político que afectaba y comprometía a toda la sociedad chilena.

“Nunca pensé que tendríamos un factor tan poderoso para reforzar el miedo como lo fue la pandemia. Porque ha puesto la amenaza de muerte ante nosotros, que es la amenaza más grande que tenemos los seres vivos. Cuando te expones a eso te haces vulnerable a ese miedo y angustia. La angustia es una emoción muy fuerte de sobrevivencia, te advierte que estás en peligro. Pero si te sientes crónicamente amenazado, el miedo pierde toda eficacia porque no te permite discriminar si estás amenazado o no. Y creo que, como sociedad, no alcanzamos a tramitar adecuadamente las cosas que nos pasaron”, dice Lira respondiendo a sus propias preguntas de hace 30 años, desde su oficina en el decanato de la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado, en un Santiago tenso y ansioso en la antesala de las elecciones presidenciales del 19 de diciembre.

Elizabeth Lira Kornfeld. Foto: Alejandra Fuenzalida.

Una de sus más recientes intervenciones públicas fue a propósito de la iniciativa, discutida en la Convención Constitucional, para terminar con el secreto de 50 años que pesa sobre los antecedentes y testimonios aportados a la Comisión Valech I, de la que fue comisionada. Firmó una declaración compartiendo la preocupación del expresidente Ricardo Lagos por proteger la privacidad de las víctimas, pero al día siguiente escribió una carta en La Tercera preguntándose si acaso mantener el secreto era la mejor forma de hacerlo.

“No soy muy partidaria de ningún secreto —agrega hoy—, por una razón simple: si es por cautelar la privacidad, eso ya estaba cautelado en la Ley 19.628 de 1999, que establece que esos datos (aportados a la Comisión Valech) no pueden ser publicados a no ser que lo autorice expresamente su titular, que es la persona que declaró. Por eso el secreto es redundante. Me parece que, al revés, hay que dar señales de diferenciar entre cautelar la privacidad de las víctimas y poner en evidencia la información que se tiene sobre el contexto y los victimarios”.

Con todo, Lira no cree que a personas como José Antonio Kast o al diputado electo Johannes Kaiser les sería más difícil relativizar la realidad del terrorismo de Estado (“un agravio a la inteligencia de las y los chilenos, a los jueces, y un agravio a la paz que hemos construido sobre la base de la verdad”, dice) sin el secreto: “no es por falta de información, es porque sus convicciones políticas y sus conceptos morales les hacen pensar que deben reivindicar a quienes cometieron violaciones a los derechos humanos”.

Una de las convicciones políticas que han estado en la base de este tipo de relativizaciones, Lira la encontró en la idea según la cual la violencia de Estado desatada en 1973 era resultado —y en cierta medida, responsabilidad— de la radicalización política de los años 60. Junto al historiador Brian Loveman, la sometió a juicio estudiando los modos en que el Estado había impuesto lo que las clases dirigentes entendían por reconciliación luego de agudos conflictos políticos entre 1814 y 2002. En los tres libros que publicaron sobre la “vía chilena de reconciliación” (Las suaves cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1814- 1932 [1999], Las ardientes cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1932-1994 [2000] y El espejismo de la reconciliación política. Chile 1990-2002 [2002], todos editados por LOM y Dibam) Lira y Loveman concluyeron, contra el mito de la excepcionalidad del golpe militar, que la violencia de Estado había sido una práctica sistemática del régimen político chileno. Su historia debía comprenderse, escribieron, como un orden “donde regía la impunidad como premisa implícita para gobernar”.

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Hay quienes sostienen que conocer la verdad e impartir justicia no basta, sino que tenemos que comprender, cosa que la izquierda habría evitado al considerar que contextualizar significaba justificar. ¿Qué es lo que necesitamos comprender para no repetir?

—Tenemos que tener conciencia recíprocamente como chilenos de que ciertas cosas producen agravios en los otros. Pero también comprender que hay reciprocidades que no se pueden comparar. Para sectores latifundistas, la expropiación legal del predio era agraviante, pero no lo puedes comparar con el agravio que significa para una familia mapuche que desaparezca su hijo. En la cosmovisión mapuche, para que una persona descanse en paz tiene que haber una serie de rituales que posibilitan que esa persona se pueda reunir con sus antepasados. Si esos rituales no los haces, las personas creen y sienten que el espíritu de ese hijo no descansa en paz. Uno puede compartir o no esa creencia, pero lo que sí tiene que entender es que para esa persona eso funciona como algo verídico, sentido, doloroso, terrible. Lo que escuchamos de algunos sectores que han sido especialmente violentos en esta materia, implica que carecen de toda sensibilidad en la noción de reciprocidad humana, de sentir que si el otro está agraviado, lo que me corresponde es entender por qué.

En 1991 escribiste que “el miedo a la transgresión es la mejor garantía de estabilidad del sistema social y político”. ¿Tiene el auge de discursos autoritarios algo que ver con un intento por reimponer ese miedo que pareció debilitarse con el estallido de 2019?

—2019 le generó miedo, y mucho, a muchos sectores del país, mientras que a otros les generó esperanza. Es muy complicado cuando el miedo de unos es la esperanza de otros, y eso es lo que hay que construir políticamente: que todos tengan la garantía de que van a ser respetados sus derechos. El miedo que se agita en el discurso de hoy implica señalar que tu adversario se convierte en enemigo, es alguien que va a violentar tus derechos hasta el punto de que te va a despojar. Es un discurso que apela a las experiencias de antiguas campañas del terror, pero también a otras concretas como los saqueos durante el estallido.

La derecha invoca el miedo por la supuesta amenaza izquierdista, y el miedo a un triunfo de algo parecido al pinochetismo todavía moviliza a mucha gente por la izquierda. Parece que duró poco la idea de que había una generación sin miedo.

—Mientras a uno no lo amenacen, uno no tiene miedo. Alguien que tiene miedo sin que lo amenacen tiene un trastorno psicológico. Cuando te amenazan, sentir miedo es una repuesta proporcional. Pero también ocurre que la manipulación del miedo genera una amenaza vaga e imprecisa, que toca aspectos que tú valoras mucho, y lo que se genera no es miedo, sino angustia, que es más grave, porque no sabes si lo que están amenazando es tu vida, tu calidad de vida, la posibilidad de pagar tu casa. Otro elemento que ha aumentado el miedo tiene que ver con la delincuencia. Es un miedo sumamente real, que potencia miedos en otras dimensiones más existenciales. El discurso político genera incertidumbres sobre el futuro y potencia esa amenaza porque a diario las noticias abren con los portonazos del día anterior. Y si agregas la amenaza vital que fue y sigue siendo el covid-19, tienes todos los ingredientes, en todos los niveles.

¿Por qué cuesta tanto la valoración política transversal de los derechos humanos?

—Me parece que es un problema de formación, de no haber podido transformar los derechos humanos en un asunto afirmativo y no en algo conectado exclusivamente a las violaciones. La afirmación se hace sobre la Declaración Universal o los distintos tratados y declaraciones de Naciones Unidas, pero creo que el problema de los derechos humanos es instalar una forma distinta de relación social, que es drástica: el otro es una persona, y por lo tanto alguien digno de respeto y reconocimiento, al que no puedo pisotear, insultar, maltratar. Estamos muy lejos de eso. Siento que es casi una visión idealista, pero es el horizonte de transformación que requerimos. Estoy convencida de que la única instalación de los derechos humanos es crear una nueva forma de relación social, donde no se trata solo de las mujeres, niños, discapacitados, las y los diversos, se trata de todos.

Escribiste que, en ciertos contextos de violencia política, para las comunidades de víctimas el futuro pierde capacidad de movilizar, por el peso del pasado y la injusticia. ¿Influye eso en lo difícil que ha sido universalizar una cultura de derechos humanos?

—Hay varios problemas contradictorios. Uno es que nunca en la historia del país habíamos tenido tal número de víctimas. Cuando la gente no logra tramitar eso desde el punto de vista emocional, moral y político, es difícil superar los efectos psicológicos. Si uno piensa cuánto de la movilización emocional que estaba detrás del estallido social tiene que ver con un acumulado de injusticias que no son tramitadas políticamente… Hace mucho rato que no tramitamos políticamente las injusticias. Se viven subjetivamente, en las familias: rabias, frustraciones, envidias. En algunas personas se transforman en un proceso de aprendizaje, reflexión, opción política, y en otras no, porque no tenemos educación cívica ni en la escuela ni en ninguna parte, no tenemos noción de corresponsabilidad: ni climática, ni del espacio, ni del agua, ni de la convivencia. Eso nos está pasando la cuenta.

¿Cómo se tramita políticamente eso?

—Creo que reconociendo lo que ha ocurrido y permitiendo que las personas puedan transformarlo. La organización de las víctimas en los casos de detenidos desaparecidos posibilitó que el problema fuera reconocido por la sociedad. Pero a pesar de esto y de la mesa de diálogo, tenemos hoy alrededor de 1.497 casos de desaparecidos, de los cuales solo 330 han sido encontrados e identificados. El resto sigue pendiente.

Esta es la primera vez que una candidatura presidencial que pasa a segunda vuelta —la de Gabriel Boric— propone con claridad la instalación de una comisión calificadora permanente y un plan nacional de búsqueda de personas detenidas desaparecidas. ¿Son medidas que permiten construir una verdad histórica con bases más solidas?

—Son excelentes medidas. La comisión permanente debió haberse hecho hace 10 años. La gente se toma mucho más tiempo que el que se les da a las comisiones para ponderar si habla o no. A mucha gente, sobre todo en el campo, el miedo la silenció. Cuando recorres las sentencias de los casos de campesinos desaparecidos y ejecutados, sobre todo en el sur, te das cuenta de que el miedo a que murieran otros miembros de la familia paralizó a esa gente, incluso después de terminada la dictadura. Por eso es tan apelable el miedo: es algo que está latente, por distintos motivos es una emoción que todos tenemos.

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De vuelta a las preguntas que la inquietaban hace 30 años y que cobran actualidad hoy, Elizabeth Lira vuelve sus pasos sobre las dificultades de la sociedad chilena para “tramitar sus miedos crónicos”, dice. “Nos hacen trampa ciertas visiones ideológicas, que no son políticas, sino que son ideologías sobre las relaciones humanas. Cuando la gente cree que vive mucho mejor si no piensa en el pasado, en los conflictos; si en lugar de sentarse con los hijos a hablar sus experiencias y enojos entre unos y otros, se echa la mugre bajo la alfombra. Eso es muy común en Chile: no tenemos costumbre de pedir disculpas, de pensar seriamente si hemos agraviado a otros.Creo que los chilenos tenemos muy poca conciencia del valor de la convivencia en paz. Si me creo el cuento de que el otro es mi enemigo y empiezo a ver enemigos en mis vecinos, muy rápido puedo pensar que la solución para vivir en paz es exterminar a mi vecino”.

Echarle la culpa al otro por todo es algo muy claro en el discurso político actual.

—Detrás de eso está la idea de que tienes que poner en el afuera, en el otro, en el enemigo, la amenaza y el miedo para generar cohesión. Y creo que eso tiene visos de resultar, porque se conecta con los miedos reales de las personas. Si no conectara, esas palabras caerían en el vacío. Vi en la tele que trajeron a un venezolano para que dijera que Boric era comunista, y que «si no era comunista, iba a terminar siéndolo». Volvieron las campañas del terror ¡de los años 30! Es el mecanismo más básico que ha tenido la historia política. Hay un chiste muy antiguo: dicen que cuando Stalin estaba muriendo, llamó a Nikita Jruschov y le dijo “te voy a dar las claves para gobernar: cuando tengas el primer conflicto abre este sobre, cuando tengas el segundo conflicto abre este otro”. Se murió, y cuando Nikita tuvo la subversión en Hungría, abrió el primer sobre. Decía: “échame la culpa a mí”. Entonces empezó el proceso de desestalinización y todos se fueron a defenestrar a Stalin. Pero cuando vino el conflicto de los cohetes entre Cuba y Estados Unidos, Nikita abrió el segundo sobre. Decía: “prepara otros dos sobres para tu sucesor”.

Kena Lorenzini: “Hace falta que las feministas jóvenes hagan suya la memoria de las mujeres anónimas que lucharon en dictadura”

Testigo esencial de los movimientos sociales de los años 80 en nuestro país, la fotógrafa y concejala por Ñuñoa exhibe en el GAM 60 imágenes que reflejan el papel que jugaron las mujeres durante la dictadura de Pinochet, saliendo a protestar a las calles, en primera línea y en las poblaciones, detrás de las barricadas y de las ollas comunes. En esta entrevista, la reportera gráfica hace un recorrido por sus fotos favoritas de la muestra, que son también parte de un archivo de más de mil negativos que serán donados al Museo de la Memoria y de un libro que se lanza el 18 de noviembre.

Por Denisse Espinoza. Fotos: Kena Lorenzini.

Fue en 1987 cuando Kena Lorenzini dijo basta. Tenía 28 años y había pasado los últimos cinco sumergida en las calles registrando con su cámara las protestas en contra de la dictadura de Pinochet para revistas de oposición, cuando se dio cuenta de que ya no podía seguir. No era que la violencia la desbordara, sino todo lo contrario. “Va a llegar la democracia y voy a estar convertida en un buitre, pensé. Todo lo que querían era ver sangre, violencia y al final yo también. A veces, con mi compañera, Marcela Briones, chamullábamos que nos habían quitado los negativos y nos íbamos a tomar café, porque ya no queríamos más”, dice la fotógrafa (1959) y actual concejala por Ñuñoa, quien hace algunas semanas inauguró su última muestra, Nuestra urgencia por vencer, curada por la investigadora Cynthia Shuffer en el Centro GAM, hasta el 19 de diciembre.

Kena Lorenzini. Foto: Gentileza GAM.

Después de dejar de trabajar para la prensa de resistencia, Kena se hizo fotógrafa freelance. Llegó la democracia, colaboró con la revista Pluma y Pincel y en otra de corta duración llamada Maga. En 1997 decidió estudiar Psicología en la Academia de Humanismo Cristiano, mientras trabajaba como fotógrafa para el Metro de Santiago. “Me pagaban una porrada de plata, así que podía estudiar en el vespertino. Quise ser psicóloga porque trabajando en una ONG ayudaba a inmigrantes a llegar a Chile, y me di cuenta lo poco que entendía sobre lo humano. Ejercí un par de años, pero luego volví de lleno a la fotografía, la psicología no era lo mío, no iluminé a nadie; en cambio, con la fotografía sí puedo colaborar con el despertar de las personas. En la fotografía está mi ego, si ahí fallo, me muero”, dice sentada en la plaza interior del centro cultural.

Con ese ímpetu fue que a inicios de los 2000 Kena Lorenzini comenzó a bucear en su archivo fotográfico. Miles de negativos compilados aparecieron en sobres y cajas y comenzaron a ver la luz lentamente. Su método fue ir gestando libros que le permitieran ir ordenando y difundiendo su trabajo, para luego donarlos a instituciones públicas, primero al Museo Histórico y luego al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

Así se publicaron los libros Fragmento fotográfico, arte, narración y memoria. Chile 1980 – 1990 (2006), Marcas crónicas (2010), Diversidad sexual: 10 años de marchas en Chile (2011) y Todas íbamos a ser reinas: Michelle Bachelet (2011).

El trabajo se detuvo hasta que en 2016 apareció en su puerta Cynthia Shuffer, fotógrafa, investigadora y docente que quería conocer su archivo. “Básicamente, me puse a cachurearle sus cosas. Me interesaba conocer ese momento bisagra de su obra de fines de los 80 e inicios de la democracia. De pronto, empezaron a aparecer estos sobres con el símbolo de mujer. La Kena los agarraba, los hacía a un lado y me decía, esto para después. Yo me preguntaba qué había en ellos, cuál era ese tiempo después para estos sobres; generó mucho suspenso. Cuando los abrimos se iluminó todo un camino. Primero postulamos a un Fondart de investigación, luego de exposición y así, de a poco, fuimos armando este trabajo que nos tomó años y que resultó en 6 mil y tantos negativos digitalizados. 1.500 son del archivo propiamente de mujeres, 300 imágenes van en el libro y 60 en la muestra”, cuenta la investigadora sobre el profundo proceso de edición.

En 2018 presentaron juntas el libro Hora cero de la democracia en Chile 1990-1994 en el Museo de la Memoria, para luego comenzar de lleno el trabajo con las imágenes sobre mujeres. Sin embargo, lo imprevisible de la vida se cruzó en el camino.

Sophia, la hija de Kena, enfermó y debió someterse a un trasplante de médula. Luego vino el estallido social, las marchas feministas que devolvieron a la fotógrafa a las calles y, después, la pandemia, que interrumpió abruptamente la presencialidad. También, el 24 julio de 2020 falleció la artista y amiga de Kena, Lotty Rosenfeld, quien colaboraba como diseñadora y museógrafa de la futura exposición, y a quien hoy van dedicadas estas imágenes.

“Fue muy emocionante ver la nueva ola feminista, haber esperado 30 años para que las mujeres jóvenes tomaran las banderas del feminismo, porque durante muchos años las mujeres que iban a pedir por el aborto tenían más de 50 y 60 años, y las jóvenes ni aparecían, entonces fue maravilloso ver eso. Pero ha pasado el tiempo y me doy cuenta, con un poco de pena, que las mujeres jóvenes feministas, lo que hicieron, fue instalar el derecho a su cuerpo y también el derecho a ser mujer desde cualquier lugar; pero para mí, no han trabajado la memoria, la memoria de las mujeres víctimas de la dictadura. Han trabajado la memoria de mujeres feministas anteriores, como la Julieta Kirkwood o la Elena Caffarena, pero no han traído de vuelta la memoria de las mujeres que sufrieron, por ejemplo, violencia sexual como método de tortura; no han tomado esas banderas que fueron tan tremendas, tan dolorosas, ni tampoco la lucha de las mujeres campesinas, ni la lucha de las mujeres pobladoras”, plantea Kena.

Nuestra urgencia es vencer recoge, justamente, esas imágenes: 60 fotos ampliadas y cientos de negativos inéditos que reflejan el papel que jugaron las mujeres en la lucha contra la represión, la pobreza, la muerte y la desaparición durante los años 80.

Para Cynthia Shuffer, el ejercicio de exhibir este acervo es justamente liberar una memoria que ha sido “silenciada” y “autocentrada en un discurso patriarcal”.  “Este proyecto contribuye justamente a eso, a ir engordando esa memoria y generando esos nexos, porque hay muchas de esas acciones, consignas y experiencias que vivieron esas mujeres en dictadura que resuenan mucho hoy, y también a conocer el amplio repertorio de formas de lucha, de resistencia, que hubo en esa época”, plantea.

“Ojalá sean estas fotos y de otras mujeres de la época las que las mujeres jóvenes tengan en sus escritorios, en sus casas, en sus oficinas y en sus lugares más importantes, para que se acuerden de que estas mujeres lucharon y les permitieron a ellas estar hoy en estas luchas sin miedo, porque esta es la generación sin miedo”, dice Kena Lorenzini antes de cruzar el umbral de entrada de la sala de artes visuales del GAM y comenzar el relato de algunas de sus fotos predilectas.

“Estas son dos fotos juntas. Representan la vuelta que se daban todos los viernes los familiares de los Detenidos Desaparecidos frente a La Moneda con Teatinos. La de abajo me impresiona mucho porque va la Estela, la Owana y la señora Elena, viudas de Parada, Guerrero y Nattino. La Owana era muy joven, tenía como 22 años nada más. Para mí es impresionante verlas hasta hoy y recordar esas vueltas y como las violentaban, las gaseaban, las golpeaban y ellas volvían cada viernes con sus carteles en algo que se convirtió en una tradición hasta hoy. Me impresiona que estas mujeres con ese nivel de dolor nunca pidieron la pena de muerte para los asesinos de sus maridos. Acá hay un amor infinito a la vida. Nunca olvidaré una vez que le pregunté a la Estela cómo era capaz de compartir espacio con carabineros, darles la mano cuando ella trabajaba en la Junji y a veces debía hacerlo por protocolo. Me dijo: ‘No soy yo la que tengo que bajar la cabeza’. Para mí fue una lección de dignidad tremenda”.

“La de arriba es en el Parque O’Higgins. La frase completa que se usaba en la época era ‘Democracia en el país, en la casa y en la cama’, pero ellas quitaron la casa. Esto tiene que ver con esa frase que dice ‘lo personal es político’ y que acuñaron las feministas en los años 70; a Chile llegó un poco más tarde. Esta foto representa ese tiempo, cuando empezó a aparecer el tema de la violencia contra la mujer como tema político, la lucha del poder dentro de la pareja y un atisbo de un feminismo más popular. La de abajo es icónica de la primera salida que hacen las feministas como grupo a la calle, en 1983, y aparecen un montón de feministas importantes como la Julieta Kirkwood, la Margarita Pisano, la Eliana Largo, cofundadoras de la casa La Morada, la Tere Valdés y la Sonia Montecino”.

“La persona que escribió esa consigna murió un poco después en Nicaragua, y la mujer que aparece con una honda se convirtió en una de mis mejores amigas. Me acerqué a ella porque no estaba segura de que fuese una mujer, pero lo era. Le pregunte si podía tomarle una foto y me dijo que sí. Fue en la toma de Puente Alto, en 1984. Veinticinco años después ella me logró ubicar y desde entonces pasamos todas las navidades juntas. De hecho, para el último aniversario de la revuelta, fuimos a la animita de Mauricio Fredes y ella andaba con una honda y recreamos de alguna forma esta foto. Esto habla de que siempre ha habido mujeres en la primera línea”.

“Esta es una foto que me encanta y de hecho la tengo colgada en mi oficina. Es parte de una secuencia que hay de la defensa que hacían las mujeres de sus territorios. También es de la toma de Puente Alto. Ese día andábamos reporteando con la Pamela Jiles y nos fuimos a dormir a una casa camuflada que estaba por ahí. Nos levantamos al alba porque todos sabían que iban a llegar los tanques. Ahí iban las mujeres con palos a armar las barricadas, se ven también las bombas molotov, y todas usan reloj. En ese tiempo no había WhatsApp, así que tocaba sincronizarse a puro reloj. La mujer de la foto tenía 17 años y en cada esquina, te juro, había una o uno como ella, todas jóvenes, todas con la chapa de comandante”.

“Esta tiene un significado especial. Era una manifestación de Mujeres por la Vida y arriba, en alto, aparecen la Fanny Pollarolo, que era comunista, y la Chela Bórquez, que era democratacristiana, una combinación que era impensada. De hecho, la Chela, que iba como sputnik dentro de la DC, perdió toda posibilidad de escalar por juntarse con las socialistas y las comunistas. Para mí, esta foto es importante porque demuestra que las mujeres siempre son capaces de ir más allá de las pugnas pequeñas, los egos. Primero que nada, somos mujeres, y para todas en esa época la prioridad era volver a la democracia. Nuestra urgencia era vencer, después venían las peleas de la política; esta foto es muy decidora de eso”.

“A diferencia de hoy, que las personas en situación de calle viven en carpas, en esa época la gente armaba sus casas con sacos de harina, palos, piedras gigantes para afirmar las casas y que no se les volaran los techos improvisados. Las mujeres se organizan siempre muy rápidamente. Arman una tienda como comedor con ollas comunes, arman otra tienda como cruz roja. Acá se ve una mujer barriendo en medio de un tierral. No es sencillamente un pedazo de tierra, ese es su hogar, y ella está allí con la escoba, quiere su hogar limpio, ordenado. Hay tanta dignidad en todas estas fotos que me emocionan mucho, son luchas y espacios defendidos y sostenidos por las mujeres donde la vida encuentra su lugar y se reproduce”.

Manuela Infante: “Cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista”

La dramaturga y autora de Cristo y Estado vegetal, que hace exactos 20 años estrenó junto a la compañía Teatro de Chile la polémica Prat, vuelve con Cómo convertirse en piedra —hasta el 17 de octubre en Matucana 100—, una obra en la que explora otra vez lo no-humano, a través de una puesta en escena donde iluminación, sonido, texto y movimiento entran en una coreografía conjunta para convertirse en aquello que se nombra, pero nunca entra en escena. Se trata de una crítica a la mirada antropocéntrica y al modo en que los seres humanos nos relacionamos entre nosotros y con otras especies.

Por Denisse Espinoza

Manuela Infante (1980) ha construido una trayectoria donde lo teatral es una plataforma no solo para contar historias, sino para cuestionar la vida en su significado más profundo. Si en montajes como Prat, Juana, Cristo y Xuárez el problema central era la representación de lo biográfico, la relación entre ficción y realidad, en los últimos años la dramaturga egresada de la U. de Chile ha reflexionado, en obras como Zoo, Realismo y Estado vegetal, qué implicancias tiene ser humano hoy, en un mundo en crisis y donde parece cada vez más urgente modificar las formas de vivir y relacionarnos.

En esa trayectoria, la obra de Infante se ha vuelto cada vez más abstracta y difícil de clasificar, alejándose de las concepciones y perspectivas del teatro más tradicional. A algunos, quizás, Cómo convertirse en piedra les parecerá demasiado sesuda —si es que la expectativa es entender la historia—, pero a otros les supondrá un viaje sensorial con ideas que comienzan a gestarse durante la hora y media que dura el montaje, pero que quedarán resonando varios días después.

Es eso lo que sucede justamente en el contexto de esta entrevista. Tras ver la función del viernes 24 de septiembre —un día después de su estreno en M100— fue difícil desmarcar la obra de lo que sucedió ese fin de semana en Iquique, cuando una marcha antiinmigrantes terminó con manifestantes quemando las pertenencias y carpas de familias extranjeras que estaban instaladas hace meses en la Plaza Brasil. Infante no nos habla solo de piedras: lo que hace, en el fondo, es cuestionar nuestros modos de habitar el mundo: siglos de pensamiento en los que lo humano se ha alzado sobre lo inerte, y donde incluso algunos seres humanos han logrado asentar su hegemonía por sobre otros que tildan de inferior

Crédito: Danny Willems.

“En el preguntarse sobre cómo está construida esa división entre lo humano y lo no-humano, genealógica e históricamente, aparece la pregunta sobre quién la construye, quién necesita expulsar a otro para construir ese concepto de humanidad con H mayúscula”, lanza Infante.

“Cuando ejerces acciones de apropiación o de explotación, y ahí las piedras, la tierra y los seres humanos están siendo explotados por igual, necesitas generar estas fronteras y exteriorizar estas otredades que vas a explotar o de las que te vas a apropiar. Y claro, no tiene que ver solamente con los entes no-humanos. Me interesan harto esas distinciones dentro de la humanidad, de quién califica como humano y quién no, y ahí entra esa división, que fue justamente donde comencé con la obra Zoo, sobre los zoológicos humanos. Y es interesante, porque es una situación supersimbólica de lo que sucede hoy y cómo acontece esa distinción humano-salvaje en los tiempos del protocapitalismo”, agrega.

En algún sentido, sin embargo, te has ido cada vez más alejando de lo humano, y en otras entrevistas has definido tu quehacer como una “dramaturgia feminista no-humanista”, poniendo en veredas opuestas ambos conceptos. ¿Por qué?

—Sabemos quién es este humano: en la construcción del humanismo, sabemos que decimos “hombre” para decir “humanidad”, y sabemos que ese hombre lo que primero que deja fuera es a la mujer. Pero pienso que una dramaturgia feminista tiene que partir también por un cuestionamiento a lo que constituye una voz válida en nuestro paradigma patriarcal y esa voz válida tiene ciertas características, y te lo digo porque veo mucho esfuerzo por escribir narrativa feminista, dramaturgia feminista, y resulta casi siempre en ejercicios de tematización de los problemas del feminismo. Me parece más poderoso -en términos de cambiar el patriarcado- pensar desde nuestras disciplinas en modificar las estructuras formales. De ahí nace esta dramaturgia ramificada, esta dramaturgia mineral. Son maneras de cuestionar las formas dramáticas hegemónicas que nos han sido entregadas por una cultura teatral y literaria que es patriarcal y antropocéntrica. Gran parte de cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista. Están todas amarradas, no son independientes.

En Cómo convertirse en piedra todo es simbólico. Las piedras como tal nunca aparecen en escena y todo el tiempo nos enfrentamos a un montaje “blando”, compuesto por el suelo de Marte, construido por una alfombra arrugada que luego se transforma en una roca gigante, o pequeños minerales hechos con medias rellenas. Las actrices Marcela Salinas y Aliosha de la Sotta y el actor Rodrigo Pérez cargan con sus dobles de trapo que resultan ser metáforas de esa parte no humana que Infante afirma que todos tenemos. Porque si en Estado vegetal la gran revelación era que la humanidad posee efectivamente en su carga genética ADN de las plantas (según la investigación del biólogo Stefano Mancuso), en Cómo convertirse en piedra queda rondando la incógnita de lo inerte como constitutivo de la humanidad.

Y es allí que aparece la metodología de Infante de llevar hasta el límite a sus actrices y a su actor en los modos de interpretación, que también son elementos clave de la obra: la utilización de tres looperas —un dispositivo electrónico en el que se pueden registrar melodías cortas para luego reproducirlas y tocar encima de ellas— que van sobreponiendo y repitiendo sin cesar los parlamentos de la obra, tejiendo un entramado de voces y diálogos a veces difíciles de seguir, pero que van fijándose en la memoria del espectador.

¿Cómo vas desarrollando en forma concreta el título de la obra Cómo convertirse en piedra?

—Esta metodología que tengo la llamo «imitar la no humanidad con el cuerpo de la obra», y es en el fondo recoger las indicaciones desde cualquiera que sea la otredad con la que estoy trabajando. Para hablar de piedras, yo recojo de las piedras la forma en que voy a hablar de ellas. Hay un ejercicio superfenomenológico en ese sentido, y tiene que ver con recoger de aquello que observas los medios formales a través de los que vas a hablar de lo observado. Y de esa imitación viene la idea de que la piedra es un apilamiento de capas de cosas que se aglomeran en el tiempo. Tiene que ver con proponer nuevos modelos de narración y de actuación.

Cómo convertirse en piedra es hermana de Estado vegetal, en el sentido en que ocupa el mismo método. Ahora se radicaliza la otredad. Es decir, si antes compartíamos por lo menos la vida con las plantas, ahora estamos haciendo el ejercicio de hacer teatro -que es por excelencia vivo- imitando algo no-vivo. Entonces hay un deseo de empujar las cosas más lejos, es decir, hasta qué punto aguanta este ejercicio. En Estado vegetal ya estaba la loopera, pero ahora hay tres que se intercalan entre sí, que tienen memoria, y eso me permitió una manera de escribir en loop, que ya había desarrollado antes, pero que ahora se complejiza y se toma toda la obra. La loopera es el soporte estructural básico de la obra.

—La pregunta clave es qué hay de piedra en mí, y ahí aparece la idea de ser un ser vivo, pero también la de ser un ser no-vivo. En la obra se habla de la estructura ósea de los seres humanos y de su mineralidad como lo no-humano, entonces a partir de ahí se abrió una conciencia de que no solo somos seres vivos, sino que somos seres no-vivos. Por eso los personajes acarrean sus cadáveres, están duplicados en la versión no-viva de ellos. Lo que hicimos desde el día uno, y de manera superintuitiva, fue hacer nuestros propios cadáveres, y desde entonces y en adelante, por meses y meses de ensayos, ellos cargaron estos cuerpos y en eso hay algo muy emotivo. La pregunta por la propia muerte o por la propia no-vida es una pregunta superexistencial que compartimos todes en el mundo, entonces creo que en la metodología hay hartas formas de trabajo que buscan mirar estas cosas no solo de manera conceptual.

-En Estado Vegetal fueron muy importantes las lecturas del neurobiólogo Stefano Mancuso y en general has dicho que lees mucha filosofía para tus obras. ¿Qué lecturas intervinieron en Cómo convertirse en piedra?

—La filosofía es un gusto personal. Acá leí un libro de Elizabeth Povinelli q se llama Geontologies, también leí harto a Nietzsche y Goethe que era coleccionistas, a Roger Callois, quien tiene un libro sobre piedras, también un texto que se llama Sakuteiki de principios estéticos del jardín japonés y un compilado hermoso de ensayos de autoras que se llama Anthropocene feminism.

Cómo convertirse en piedra. Crédito: Daniel Montecinos.

La idea de Cómo convertirse en piedra nació en 2018 durante una residencia que Manuela Infante hizo en el Kyoto Experiment y el Kyoto Art Center de Japón y que luego concretó en Chile, en el Centro Nave y el Parque Cultural de Valparaíso. En ella se mezclan las estéticas asiáticas y los relatos locales, que se cuelan y resuenan como noticias en un periódico. El de un minero intoxicado por el arduo trabajo de extraer minerales en una zona de sacrificio en pos del desarrollo del país, unos científicos que acaban de encontrar vida en Marte y que son interrogados al respecto, una mujer moribunda a causa de una golpiza recibida por su pareja celópata o el cadáver de una mujer que habla desde las profundidades de la fosa común donde fue enterrada junto a otros en dictadura son algunas de las historias que quedan flotando en escena.

—Trabajamos mucho con la improvisación, y la gracia de eso es que las actrices se vuelven como unos médiums de la contingencia. Si tú estás improvisando en una sala por seis horas diarias durante muchos días empieza a salir de ti lo que te rodea, entonces de maneras extrañas aparece la contingencia, lo que te preocupa en lo cotidiano, por eso el estallido y la pandemia están cruzando la obra, no de manera literal, pero siento que todo eso está ahí.

—Vivimos en un sistema que se apropia y neutraliza muy rápido toda crisis y todo cambio posible, y es de alguna manera lo que pasó con el estallido también. Uno vive estas especies de resacas de la ilusión, de que ahora sí que va a cambiar todo, pero lo cierto es que vivimos en un sistema político y económico muy hábil para absorber esos movimientos. Solamente basta pensar que por la pandemia terminamos trabajando de manera más esclavizante que antes, que en el fondo toda esta idea de trabajo desde casa termina haciendo más eficientes las formas de producción: las empresas ya ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja a todas horas, no hay límites en su horario laboral y pone su propio internet al servicio de la empresa. Son las maneras en que el capitalismo tardío saca beneficios de cualquier crisis. Creo que eso es lo más escalofriante, verlo ocurrir una y otra vez.

En este planteamiento de nuevas formas de narración, ¿qué lugar tiene concretamente en tu dramaturgia problemáticas como la ecología y el cambio climático?

—El ecologismo es algo que me importa en la vida privada, en la vida civil hago las cosas que tengo que hacer para aportar a frenar el daño a la naturaleza, pero en términos de las obras no las veo como ecologistas, porque no están en esa cruzada de salvar el planeta para salvarnos a nosotros, que es lo que me parece escuchar harto. El planeta tiene que sobrevivir para que nosotros sobrevivamos, dentro de eso está el concepto de la sustentabilidad y en eso cabe preguntarse qué es sustentable para quién. Me parece más eficiente políticamente cuestionar los paradigmas que permiten la explotación.

Cómo convertirse en piedra. Crédito: Daniel Montecinos.

Tu trabajo pareciera que se ha vuelto cada vez más interdisciplinar, más en el orden de una instalación artística, donde es esencial la luz, la danza, el sonido.

—Eso parte por el hecho de que para mí uno de los lenguajes básicos es la sonoridad y la música. Para mí las obras son una cosa a medio camino entre un concierto y una obra de teatro, y no digo un concierto en el sentido en que estén cantando canciones, sino como un concierto que apela a los sentidos de una manera completamente distinta a la de una obra de teatro. Un concierto va a tocar los espacios sensoriales más desde la contemplación y no tanto desde el entendimiento. Creo que ese interés mío de buscar ese tipo de experiencia, más integral estéticamente, también pasa por esa resistencia a que las obras de teatro sean entendidas solamente como cosas que portan sentido, cosas que nos entregan lecturas o críticas de la realidad. Creo que también hay algo muy antropocéntrico con mirar el teatro solo desde ese lado, entonces hay un ejercicio bien consciente de ir haciendo cosas más musicales, y me he ido acercando a un texto que es cada vez más absurdo. En Cómo convertirse en piedra hay escenas que se parecen a Beckett en Esperando a Godot, y eso para mí es supersorprendente, porque pasa por tratar de contrastar la idea del teatro como un lugar al que se va a leer o a entender cosas.

Veinte años de la obra germinal

Fue en 2001 que Manuela Infante entró en el mapa de la escena teatral chilena. Lo hizo con un estruendo. Tenía 22 años, y junto a sus compañeros y compañeras de Teatro de la U. de Chile, con quienes fundó la compañía Teatro de Chile, se aprestaban a hacer su debut oficial con Prat, obra que recibió el financiamiento de más de dos millones de pesos del Fondart para ser montada en la Sala Sergio Aguirre, tras una aplaudida primera presentación en el Festival de Dramaturgia y Dirección Víctor Jara, donde estuvo dirigida por la propia Infante y María José Parga.

Sin embargo, ante el anuncio de un estreno masivo, la obra fue criticada por varios sectores de derecha, incluida la propia Armada de Chile, que intentó censurarla debido a la manera en que se representaba a Arturo Prat: un chiquillo de 16 años vulnerable y atormentado por su tendencia al alcohol y por las dudas de convertirse en héroe.

La polémica escaló a tal punto que fue tema de debate dentro del Senado chileno, lo que empujó a Nivia Palma, directora del Fondart, a presentar su renuncia, tras evidenciar en una carta que Mariana Aylwiyn, consejera de la Cultura y futura Ministra de Educación, le había prohibido asistir al estreno de la obra y hablar con los medios de comunicación sobre el tema.

Finalmente, Prat se estrenó un año después, el 17 de octubre de 2002.

¿Qué significado tiene para ti hoy el episodio de Prat, a 20 años de su creación?

—Éramos muy chicos, teníamos 20 años y lo recuerdo como un episodio de mucha violencia. Ahora que lo miro con perspectiva, creo que no solo había violencia política sino violencia de género; había un rechazo absoluto a quienes éramos, no solamente a lo que estábamos diciendo. Pero también me doy cuenta de que esa obra cayó en un momento preciso, donde había una especie de necesidad del sector artístico de cuestionar ese tipo de cosas. Hay que recordar que en que el año 2000 todavía no se había hecho vox populi que la transición a la democracia había dejado intacta tantas cosas de la dictadura; todavía había una especie de fe en la democracia nueva, y había un acuerdo tácito de no poner en tela de juicio eso. La obra de alguna forma rompió ese acuerdo, yo lo rompí de cabra chica, de no entender qué era lo que se podía y no se podía hacer en ese acuerdo tácito, sobre todo el hecho de que no se podían tocar las Fuerzas Armadas, y eso tiene que ver con que Pinochet nunca haya sido procesado. Entonces la obra tocó unos nervios muy complejos. Con el arrebato y la valentía que daba la juventud, nos paramos en medio de eso sin ningún cuidado. Las partes que atacaban y defendían tuvieron una minibatalla sobre la libertad de expresión. Creo que podría haber sido esta obra u otra, porque eso necesitaba ocurrir.

Muchas personas se involucraron en la polémica, que escaló a niveles políticos. ¿A quiénes recuerdas?

—A Nivia Palma, tremenda. Recuerdo con mucho respeto lo que ella hizo, que puso su trabajo sobre la mesa por hacer lo que ella consideraba correcto contra esta nefasta ministra que era consejera de la cultura, Mariana Aylwin, un apellido que en ese entonces estaba asociado a la democracia, y claro, después nos fuimos dando cuenta quiénes eran realmente y qué lugar habían ocupado en la historia. También recuerdo mucho la gente de teatro, se armó una red supersólida de apoyo a la libertad de expresión, porque nosotros teníamos un litigio y ahí apareció una ONG a nivel sudamericano que ofreció defenderme, entonces aparecieron muchas personas a apoyar y a defender, lo que fue bastante inesperado. Esta obra hizo que existiéramos y que todos supieran quiénes éramos, y de alguna forma la obra que vino después (Juana) fue como la prueba a quienes cuestionaban si podíamos hacer algo aparte de polemizar. De hecho, siempre se dice que Prat la vio en realidad muy poca gente.

¿Qué queda de las inquietudes de Prat en tus actuales obras?

—Creo que en Prat ya estaba el germen de lo que estábamos hablando ahora, de este texto que ya empieza a caer en el absurdo. En Prat había una dramaturgia donde yo dejaba muchos espacios para la improvisación, algo que yo llamaba una dramaturgia con hoyos, en ese caso en vivo. Entonces ya era una dramaturgia que estaba buscando espacios para que aparecieran manifestaciones de lo presente, por decirlo así, y que es lo mismo que está extendido a esta nueva forma de dramaturgia mineral y que tiene que ver con cuestionar el relato lineal, la idea de que las obras son portadoras de sentido. También siempre ha habido una dramaturgia colaborativa, en la que recojo mucho en lo que escribo el trabajo de las actrices y su capacidad de traer el mundo a la sala de ensayo. Todo eso ya estaba ahí.

¿Cuál es tu próxima obra?

—En enero estreno en el Teatro Nacional de Catalunya Fuego, fuego, un ejercicio similar al de Cómo convertirse en piedra, que se pregunta por el fuego en un mundo en el que pareciera que estamos en llamas. Para mí es traer a la mesa este elemento que se usa a la hora de las protestas en la ciudad, tanto en Chile como en otros lugares. También mira los incendios forestales, como el de Santa Olga hace algunos años, que quemó el pueblo completo; también ve el fuego desde el punto de vista físico y químico, con asociaciones al rito del sacristán, es decir, al fuego visto como este agente transformador que también es destructor. En fin, tengo una colección de relatos y conceptos con los cuales tengo que ir trabajando, así como lo hice en Cómo convertirse en piedra.

¿Tu idea es seguir trabajando en Europa?

—Eso tiene más que ver con un tema de recursos y formas de trabajo, sobre todo hoy en día que acá en Chile la cosa está tan difícil. Creo que en Europa les resulta interesante mi voz porque es una mirada sureña a ellos mismos, quienes tienen mucha necesidad de que alguien les ofrezca un reflejo crítico de quienes son, pero me parece que las cosas que están pasando a nivel de teatro en Sudamérica son fascinantes. No diría que allá están más avanzados, porque ese es como el relato del primer y tercer mundo que se repite sin fin.

Me parece que esos avances en materia de cómo valoran los europeos la cultura dentro de la sociedad están permitidos por los privilegios de ser países que han saqueado al resto del mundo durante centenios. Tienen los recursos para sostener a su gente, no sé si es porque son éticamente más avanzados -no estaría tan segura de eso-, sino más bien porque repartieron para todos, incluido a los artistas, porque la plata que saquearon y saquean no se les acaba nunca.

Pensar horizontes, generar poéticas, valorizar los cuerpos

“Este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado”.

Por Diamela Eltit

Habitamos (hoy mismo) un territorio social recorrido por la incertidumbre. Un tiempo que se verificará en el tiempo. La escritura de la nueva Constitución será, sin duda, importante para ampliar fronteras jurídicas que apunten a reconfigurar normativas que posibiliten la ampliación de lo público, los poderes del Estado y su beneficio en los espacios sociales.

Esta escritura forma parte de un protocolo que busca actualizar el marco según el cual se regirá el territorio y, por otra parte, desalojará la figura de Pinochet y sus aliados civiles del control jurídico (material y simbólico) que hasta hoy mismo nos rige. El acuerdo constitucional fue activado por la urgencia del estallido y la extrema violencia ejercida por la policía. Se materializó durante la extensa enfermedad que hasta ahora ha ocasionado una suma de miles de muertos, especialmente de personas habitantes de sectores periféricos a lo largo del país.

El estallido puso en evidencia la existencia de micropolíticas, de formas de resistencia generadas por la ciudadanía ante el poder del neoliberalismo extractivista (de recursos naturales y de los cuerpos, especialmente de mujeres). Estas formas de resistencia moleculares operaban como políticas autogestionadas y autónomas. Fueron esas organizaciones móviles, minoritarias, muchas de ellas agrupadas bajo La Lista del Pueblo, las que consiguieron torcer la conformación hegemónica de la política y configurar los flujos que hoy pueblan la Constituyente. Más allá de la crisis interna, muy lamentable, explosiva y elocuente, que hoy cruza a los integrantes de La Lista del Pueblo, su poderosa emergencia constitucional es la que hay valorizar, porque  ellos conformaron las líneas de fuga que los consolidaron como modelos de resistencia. Transitaron de lo virtual a lo real, pusieron de manifiesto las diferencias que pueblan lo heterogéneo.  Hicieron historia.       

La intensidad política ahora está volcada a desplegar diversidades: la plurinacionalidad, la autonomía de los pueblos originarios, identidades transbinarias, prácticas, comunidades, bienes comunes, equidades que podrían encontrar, en una nueva escritura convencional, espacios proclives a los cambios de paradigmas. Y allí, una de las interrogantes complejas y abiertas radica en la cultura.

Definir “la Cultura” requiere pensar agudamente una multitud de campos, porque la cultura radica en el lenguaje, porque después de todo y antes que nada “somos lenguaje”. La escritura misma es una parte del lenguaje (entre muchos). El lenguaje o los lenguajes producen y, a su vez, reproducen cada una de las estructuras que forman la organización social del mundo o, dicho de otra manera, la sociedad es codificación. En ese sentido, la Constitución misma es una producción cultural.

La composición de los constituyentes conforma un mapa humano múltiple que en su interior contiene diversas gramáticas, desde el rechazo a modificar el texto de 1980 hasta nuevas formas de inclusión, considerando el género como un punto primordial en la búsqueda de equidad. Se apela a la reconfiguración de los cuerpos en sus territorios ya simbólicos, ya materiales, para generar autonomías, disminuir el centralismo y promover los bienes comunes.

En ese sentido, este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado.

Pero, desde luego, la contingencia de la composición de los constituyentes es producto de un hecho excepcional, no es aplicable a la realidad más real nacional, puesto que el control hegemónico del ultracapitalismo se mantiene hasta hoy intacto mediante la captura del sentido, es decir, este neoliberalismo irracional, fundado en la avidez y en la concentración de riqueza, se ha dotado de una poderosa racionalidad económica que lo sustenta y lo sostiene. Y eso atraviesa (y controla)  cada uno de los dilemas, géneros, territorios, identidades, recursos básicos.  

Resulta oportuno referirse aquí a las creaciones estéticas y su lugar en la escritura constitucional. Desde luego, las producciones artísticas no son constitucionalizables, y no lo son porque parte importante pertenece al campo de lo intempestivo, de la disrupción y de la irrupción. Así, no es posible poner sobre ellas normativas, pues atraviesan tiempos y fronteras. Muchas de las prácticas artísticas trabajan fundamentalmente con un deseo que, en general, está “fuera de control”. O como lo señalan Gilles Deleuze y Félix Guattari,  emanan de la creatividad, que puede ser entendida como una “máquina deseante” que une lo subjetivo y lo real. La creatividad artística es productiva porque se funda precisamente en un deseo que es producción, un deseo que es poética.  En ese sentido, situar la producción estética en la Constitución implicaría una forma de control apaciguadora del deseo.

Entonces pienso que más allá de establecer la creatividad como un derecho y favorecer iniciativas que apunten en esa dirección, será el conjunto de la tarea constitucional el que posibilitaría un territorio más favorable para las producciones estéticas. Todas cuestiones culturales como paridad, comunidades, geografías, diversidad y libertades (cada una como territorios por ganar, horizontes por construir, nunca inmediatos) podrían contribuir a favorecer, reconocer, difundir los campos creativos.

Desde luego, en el marco constitucional hay que poner en marcha instrumentos burocráticos que apunten a financiamientos. Pero el punto estratégico para la producción artística es cómo generar espacios que integren la burocracia  pero que, a la vez, la atraviesen  y hasta rehúyan las normativas más monótonas, para evitar así que se desencadenen mecánicas de disciplinamiento sobre los campos estéticos.

Nuestros deseos comunes

«La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución».

Por Daniela Catrileo

No voy a mentir: no sigo la discusión de la Convención Constituyente como si fuese un reality show. No lo digo en el sentido espectacular de la imagen televisada, sino por su articulación discursiva inagotable. Se me hace difícil seguirle sus rápidas huellas, especialmente en el presente de crisis que todavía intentamos habitar, una vida pandémica, con su peor versión del concepto de hibridez hecho carne. No estoy pendiente de la totalidad de su funcionamiento institucional, más allá de lo que resuena en las noticias, en ciertas columnas de opinión o en las declaraciones de constituyentes en la esfera pública. Porque hay que decirlo: la discusión de la Convención ha permeado mayorías, en el sentido de estar presente en la cotidianeidad de la sociedad movilizada. Su potencia oral se ha viralizado ineludiblemente, como rumor, anécdota o comentario al paso. Podríamos afirmar que no ha sido una discusión política aislada como tantas otras, pues ha encontrado resonancias y oleajes fuera del centro santiaguino y fuera de las élites acomodadas de siempre.

Explicito mi relación actual con la Convención porque sé que hay quienes se han esmerado en seguir los debates con rigurosidad, mientras que yo apenas me he colado por una tangente que más parece un patio enmalezado. No obstante eso, entre el enredo de malezas hay cuestiones que me son significativas, y para sincerarme por completo debo también decir que en un inicio tampoco tenía mucha esperanza en el proceso. Hasta antes de saber los resultados de las elecciones de quienes serían finalmente constituyentes, no me quería involucrar demasiado, lo que a su vez se traduce en un no me quería ilusionar. Quizás porque estábamos acostumbradas a las derrotas sucesivas y porque me invadía cierta desazón respecto al trayecto institucional que comenzaba. En su reverso, se me aparecía todo lo que nos ofrendó la revuelta, con sus distintos brazos, ríos, colores. Toda la experiencia en su complejidad.

No es que haya apostado por la marginación del proceso político. Al contrario, fui parte de algunas actividades y apoyé candidaturas que me parecían importantes, especialmente las de mujeres mapuche que han estado en diversos frentes de lucha. Mi sensación de sospecha se anclaba más en los acontecimientos previos a los resultados de las elecciones: antes del mapudungun irrumpiendo torrencialmente y antes del afafan colectivo contagiando a todes. Mi sospecha no era petrificante, no estaba pasmada ante lo inexplicable, sino ante sucesos concretos que me siguen generando contradicciones. Sobre todo, eso de tener que transar porque se está en el campo de “la política”. Y entonces mis temores se arraigan en comenzar un proceso constituyente con desigualdades, perjudicando una posibilidad única: no resolver la situación de presxs políticxs de la revuelta y la tremenda zancadilla parlamentaria a la participación del pueblo afrochileno entre los escaños reservados.

Ya sé, en este proceso no todo es como deseamos. Ni siquiera lo es en las acciones micropolíticas o en el trabajo colectivo. Pero no se me olvidan estos sucesos fundamentales, porque creo que para imaginar un porvenir común y tramar una heterogeneidad política que se piensa plurinacional, estos asuntos son pisos mínimos. Recordemos lo enmarañado del proceso previo, el poco tiempo para las campañas, el despilfarro de las candidaturas “empresariales”, la desinformación intencionada del gobierno y la vergonzosa repartición de minutos para aparecer en la televisión pública. No seguiré con esta lista, solo presento los antecedentes de la sospecha. Tengo claro que los proyectos políticos no son inmediatos, más aún cuando hemos crecido junto a los fantasmas neoliberales con su propia Constitución.

Y acá doy el paso siguiente, porque hasta el momento he hilado aristas previas, el panorama de la desazón como antecedente. ¿Qué cambió después? Bueno, la inesperada participación popular de zonas que no solían participar de procesos electorales, la arremetida de independientes (especialmente de movimientos sociales y organizaciones territoriales) y el arribo de pu lamngen que han experimentado el hostigamiento racista del Estado colonial, así como voces fundamentales del presente indígena. Pero, sobre todo, la demostración de que no somos una minoría, sino todo lo contrario: somos comunidades plurales y movilizadas.

Todo esto no me quita la desazón inicial, mantengo los reparos ya mencionados. Pero aquella heterogeneidad en movimiento, ese temblor popular ha tendido puentes que hasta ahora parecían imposibles de figurar bajo el mandato de una república forjada a punta de despojos y opresiones. Pues no solo se trataba de constatar la deslegitimación histórica del Estado, sino de su aparataje de representaciones impuestas violentamente a lo largo de siglos. Cargamos con muchas heridas en este pedazo de tierra.

Entonces, ¿cómo no sentirse tocada por las imágenes, las lenguas, las propuestas de trastocar el mundo añejo que heredamos? Y no lo digo solo por la creación de ese artefacto esperado como una letra transgresora o una escritura nueva, sino por todos los pliegues que se cuelan en su camino: la algarabía de la discusión colectiva, la imaginación venidera y su proceso vertiginoso. Porque no será fácil. Pienso en el legítimo disenso de quienes no se sienten convocades porque apuestan por formas de vida fuera del Estado. Pero sobre todo en aquellos que harán lo imposible para enturbiar el proceso constituyente mediante posiciones que ya hemos atestiguado durante estas últimas semanas, con oleadas racistas de una minoría que patalea, moribunda en un rincón.

Hoy el proceso constituyente nos ha traído representaciones más similares a nuestras experiencias. En este sentido, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hubiese sido de las niñas mapuche que fuimos si hubiésemos tenido la posibilidad de escuchar el discurso de la lamngen Elisa Loncon en nuestras infancias? Y, ante todo: ¿cómo será el mañana de la niñez mapuche y no mapuche escuchando cómo brota nuestra lengua viva?

La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución. Se relaciona con lo que se comienza a quebrar, con lo que se transforma simbólicamente cuando se brinda al menos una posibilidad de imaginar un porvenir diferente. Además, significa algo fundamental: abortar una letra muerta y una lengua pura. Se nos vuelve urgente emanciparnos de la escritura y la razón dictatorial, evadir el espectro neoliberal que nos devora. Espero que la letra y la lengua futura, impuras, puedan dar testimonio del temblor incansable de nuestros deseos comunes.

Momento constituyente y reafirmación de lo público

«Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto», escribe en su editorial el rector de la Universidad de Chile.

Por Ennio Vivaldi

Hoy el país escribe una nueva Constitución. Tras días convulsionados y de intensa y comprensible emocionalidad, se inicia un proceso de intercambio de ideas que habrá de ser reflexivo y constructivo. Habrá que conversar de tantas cosas, todas fundamentales para nuestra convivencia, pero de las cuales no habíamos hablado en mucho tiempo. Primero, porque estaba prohibido, y después, porque parecía inconducente. Algunas de estas cuestiones son respuestas directas a los excesos, al extremismo ideológico de la actual Constitución, hecha para justificar o, mejor dicho, para hacer parecer inevitable un camino que nos ha traído un país desagregado, individualista y plagado de injusticias. Otros temas nos obligarán a asumir por fin responsabilidades de larga data postergadas, algunas de ellas presentes en todo el mundo, como la equidad de derechos de la mujer; otras más propias de nuestro país, como el respeto a los pueblos originarios o la descentralización administrativa y económica. También corresponderá tratar nuevos grandes problemas que, si bien llevan un tiempo incubándose, hoy explotan. Enumeremos algunos medioambientales como la sustentabilidad, el cambio climático, la necesidad de energía verde, el agua, la transformación tecnológica; enumeremos también, en el campo de la salud, las nuevas patologías prevalentes, ya sean virales, vinculadas a la tercera edad o a la malnutrición.

La Universidad de Chile ha jugado un rol responsable y previsor al proponer a la ciudadanía incorporar a la discusión nacional estos asuntos. Ese es nuestro deber. Sobre todo, hemos enfatizado que una tarea medular habrá de ser la reconstrucción del espacio público. Pensamos que el esfuerzo por destruirlo, con esa premeditación explícita y desembozada que caracteriza a los fanatismos extremos, está en la base de la crisis que en 2019 se hizo inocultable. Lo público, sobre todo la educación pública, es el gran elemento cohesionador de una sociedad.

Queremos resaltar el tremendo potencial que representa el hecho de que las universidades públicas hayamos logrado configurar una red entre nosotras, convocando además a los otros centros de educación terciaria. Habrá que fortalecer también el apoyo recíproco virtuoso entre nuestras universidades públicas y el resto del Estado, el que volverá a expresarse en la tareas sectoriales, como las de salud, las silvioagropecuarias o las relacionadas a las tecnologías, así como, muy importantemente, las del mundo de la educación, donde deben articularse y vertebrarse sus niveles básico, medio y superior.

Las universidades públicas, en este nuevo escenario, deben ser consideradas en cuanto instituciones proveedoras de bienes públicos y garantes del derecho a la educación superior. Ellas han de cumplir con sus diversos roles: docencia, investigación, creación y vinculación con el medio, mediante una estructura de financiamiento que tiene que contar con aportes directos, asignados y controlados por criterios de desempeño, pertinencia, logros y metas comunes. Quizás lo más importante de la modalidad de financiamiento es permitir que el joven profesional perciba íntimamente que ha contraído una deuda virtuosa con la sociedad en un contexto solidario y no una fatigosa obligación individual con un banco.

El actual Plan de Fortalecimiento de las Universidades Estatales busca instalar la formación ciudadana como rasgo identitario de nuestro sistema, a través del trabajo interinstitucional para el fortalecimiento de la democracia y el desarrollo integral y sustentable del país. También se debe valorar la ética en su comportamiento cotidiano, lo que abarca desde la honorabilidad que un estudiante muestra en los procesos de evaluación hasta el compromiso con una mayor equidad social.

Las universidades públicas son universidades domiciliadas, centradas y focalizadas en cada región, lo que les permite ser actores significativos en la necesaria descentralización del país. También debe entenderse la relevancia que para la calidad de vida de nuestra población tienen las artes, humanidades y ciencias sociales, en las cuales las universidades participan activamente, fomentando un vínculo siempre bidireccional con la sociedad.

En este momento histórico, donde debimos enfrentar una pandemia con el compromiso cabal de una sólida comunidad científica vinculada a nuestras universidades, y donde estamos comenzando este proceso constituyente, algunas de las grandes tareas que el país deberá asumir son las de replantear nuestra matriz productiva e ingresar a la sociedad del conocimiento.

Necesitamos entender a la sociedad desde una mirada sistémica, enfatizando su cohesión y búsqueda de bien común, y no como una coexistencia de intereses individuales y grupales. Las universidades hemos dado un ejemplo avanzando en constituirnos en instituciones que colaboran y se complementan entre sí.

Las universidades públicas pueden y deben criticar constructivamente desde el ámbito del Estado, pero siempre buscando el bien común y con lealtad para con el sistema gubernamental, nacional y regional, y para con el Parlamento. No pueden ser instrumentos en la política contingente ni representar intereses económicos o ideológicos de grupo alguno. Deben seguir sirviendo a la creación y codificación de conocimiento, y destacar en el ámbito de la comunicación global por su libertad respecto de afanes de lucro que contradicen las posibilidades de concordar en políticas globales, hoy necesarias para la sustentabilidad planetaria.

Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto. Lo hacemos desde un absoluto respeto por la potestad y legitimidad del organismo elegido para redactar la nueva Constitución, a la vez que expresamos nuestra disposición a contribuir y servir a este proceso y al país en todo lo que se nos requiera.

Kathya Araujo: “Hoy estamos en un mundo de jerarquías móviles”

En su nuevo libro ¿Cómo estudiar la autoridad?, la renombrada socióloga e investigadora de la Usach explica por qué este concepto es tan importante para el sano funcionamiento de las sociedades, y por qué, a pesar de su mala fama, hay que diferenciarlo tajantemente del autoritarismo, con el que se suele confundir. En un país en crisis, revisitar términos, enfoques y metodologías es clave para que las ciencias sociales puedan acompañar las transformaciones sociales, señala Araujo, una de las teóricas más citadas para entender el estallido de octubre.

Por Jennifer Abate

La académica del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago y directora del Núcleo Milenio Autoridad y Asimetría de Poder ha publicado más de veinte libros, entre ellos, El miedo a los subordinados. Una teoría de la autoridad (LOM, 2016), Hilos tensados. Para leer el octubre chileno (Usach, 2020) y Las calles. Un estudio sobre Santiago de Chile (LOM, 2020). Su extenso trabajo de investigación, que desde distintos frentes ha analizado los cambios sociales del Chile reciente, la ha convertido en una de las voces fundamentales a la hora de entender la autoridad, asunto que estudia en su último ensayo, publicado por Ediciones Usach, y en el que destaca la relevancia que este concepto tiene en una sociedad donde suele tener particular mala fama. En esta entrevista, Kathya Araujo, una de las investigadoras que se adelantó al estallido de octubre, habla sobre su nuevo libro y analiza las transformaciones que está viviendo nuestro país. 

¿Cómo lee una investigadora social como usted lo que está ocurriendo en Chile hoy? Hay un contexto de gran efervescencia social y política, emergen candidaturas presidenciales, crece la participación en las votaciones populares y hay una gran expectativa sobre el trabajo de la Convención Constitucional. 

—Creo que los científicos sociales, en general, tenemos la tendencia a pensar las cosas un poco más a largo plazo y como procesos. Para mí es muy interesante e importante ver cómo esos procesos que hoy observamos se han ido produciendo a lo largo de las décadas; cómo la sociedad se ha ido transformando, cómo ciertas transformaciones sociales han adquirido un rostro político. El proceso más relevante que a mi juicio ha estado aconteciendo en la sociedad chilena es una enorme recomposición de las lógicas, de los principios que han ordenado tradicional e históricamente las relaciones sociales y que comenzaron a ser puestos en cuestión o a debilitarse o a replantearse, sin que hayamos encontrado una solución para esta recomposición. Hay un trabajo muy arduo de la propia sociedad en sí, porque la recomposición toca hasta las relaciones más íntimas, por ejemplo, las relaciones de pareja, de padres e hijos o madres e hijos. Lo veo con mucho interés, a veces con optimismo, a veces con pesimismo. 

Tras la revuelta social, la falta de identificación con las autoridades políticas tradicionales y las violaciones a los derechos humanos hicieron que se cuestionara la idea de autoridad. Usted la aborda no como el uso de la fuerza, sino como una institución necesaria para la vida en sociedad. ¿Por qué le pareció relevante discutir sobre un concepto que ha adquirido tan mala fama en el último tiempo?

—Justamente porque tiene tan mala fama. Hace años publiqué El miedo a los subordinados, y en esa investigación noté que las personas consideraban que la forma histórica de ejercicio de la autoridad había sido una forma autoritaria. Lo comenzamos a ver con más fuerza todavía en el Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder: las personas tienen esta especie de confusión muy grande entre la autoridad y el autoritarismo. Como hemos vivido tan largo tiempo bajo estos modos autoritarios de ejercer la autoridad, consideramos que autoridad es autoritarismo. Este libro intenta abordar esa confusión tratando de entregar las herramientas para entender lo que es la autoridad hoy, o cómo uno puede pensar la autoridad en sociedades como las actuales. La autoridad no es una cosa sin historia y sin localización geográfica; es un mecanismo de gestión de simetrías de poder que tiene nacionalidad, clase social, género. La autoridad como fenómeno social es un mecanismo que no podemos dejar de lado, porque funciona en tareas básicas: la sociedad deja de funcionar si no está actuando de una determinada manera. Nos ayuda a tener una cierta solución para ciertas cuestiones funcionales, pero también es esencial para el lazo social, porque permite, vista desde el lado más positivo, poner a raya el reinado del más fuerte.

Crédito: Felipe PoGa.

¿Qué es lo que el pueblo chileno busca hoy en sus autoridades? ¿Cuáles serían, a su juicio, las características que hoy les darían legitimidad a las autoridades?

—Ya no tenemos esas sociedades donde todos pensamos lo mismo y tenemos las mismas representaciones ni los mismos valores de lo que es bueno o malo. Por eso la cuestión de la legitimidad es importante, pero hay que moverse un poquito de ahí, porque no todos tenemos los mismos valores. Weber decía: “tenemos legitimidad, estamos listos”. Ahora no es así, porque en estas sociedades plurales no tenemos un acuerdo común sobre qué cosas resultan o no legítimas. Además, el mundo ha cambiado de tal manera que ha puesto en cuestión la forma en que entendíamos la jerarquía. La idea de jerarquía muy estable y permanente en el tiempo señalaba que merecíamos la misma consideración de nuestra autoridad, aunque no estuviéramos realizando la función que nos confería esa autoridad. Yo he repetido este ejemplo porque es el más claro: el del juez o el profesor en un pueblo. El juez iba a todos lados y todos lo respetábamos. Lo mismo con el profesor. Hoy estamos en un mundo de jerarquías móviles. Si estoy en el cine y vienes a sentarte conmigo para imponer tu opinión, esa es una falta de respeto; tu autoridad se terminó, está situada, localizada, porque estas jerarquías se han vuelto más móviles y van transformándose. 

Su nombre fue una referencia obligada después de la revuelta de octubre de 2019, pues había advertido desde antes sobre un malestar en la sociedad chilena, fruto de la desigualdad, que se había convertido en rabia. ¿Rabia contra qué?

—Yo creo que era una irritación. Siempre he hablado de una irritación que puede producir rabia. Y creo que no ha cambiado; es muy alta y está vinculada con varias cuestiones: con un grado muy alto de desmesura de las exigencias que tenemos que responder para solucionar los retos de nuestra vida ordinaria, mantener la salud de los que queremos, poder construir la idea de un futuro mejor, tener educación para nuestros hijos, tener un trabajo, tener algún grado de certidumbre para poder hacer proyectos, como irse a vivir con la pareja. Este sentimiento de desmesura atravesó a la sociedad. Tanto la desmesura de exigencias como los abusos y el sentimiento de abuso han estado ligados muy fuertemente con las instituciones. Hay una irritación muy fuerte contra ellas.  

¿Cree que esa irritación ha mutado tras la crisis sanitaria, política y social del covid-19? 

—Pienso que en algunos puntos se agudizó, porque en 2019 pasaron cosas que fueron muy importantes. El malestar era un diagnóstico a comienzos de los 2000, y ese malestar cambió a irritación. Lo esencial de 2019 fue el amplio apoyo de la ciudadanía, que le puso nombres a lo que estaba pasando. No hay vuelta atrás en la mirada de la desigualdad. Pero, al mismo tiempo, se afirmó una idea que venía de antes: que las cosas se resuelven por la fuerza y que el más fuerte es el que gana. Siempre ha sido así en los grandes cambios sociales. Creo que hay una especie de reverberación entre las dos cosas: hay una irritación todavía más acentuada y una idea de que efectivamente la fuerza es lo esencial para dirimir lo que se juega. No estoy hablando políticamente, sino que se juega en cualquier situación social, porque como nuestras reglas no están claras y no sabemos muy bien qué tenemos que hacer, la fuerza aparece como una cuestión muy fuerte. 

¿Cuál es el rol que tienen en estos momentos de transformación quienes están en su posición, es decir, quienes han hecho planteamientos acertados a la hora de leer las crisis y las coyunturas?

—Uno tiene que acompañar estos cambios. Yo creo que las ciencias sociales hicieron un increíble aporte mostrando las desigualdades y los efectos desde el lado de la dominación, pero ahora es el momento de tratar de acompañar estos cambios y de analizar cómo funciona la sociedad más que de denunciar. Creo que el primer gran esfuerzo debe ser acompañar, tratar de entender. En segundo lugar —y es la razón por la que hice este libro y participo en conversaciones públicas sobre cómo estudiar la autoridad—, tenemos que pensar seriamente las herramientas que tenemos para entender las sociedades; hay que renovarlas para producir un conocimiento que esté más cerca del momento que estamos viviendo, para poder identificar los nudos problemáticos sin temor. Tenemos que renovar nuestras herramientas conceptuales, porque en muchos casos creo que no están dando el ancho para la sociedad y los desafíos que estamos enfrentando. Por eso terminamos diciendo que el escenario es líquido, pero el concepto líquido no explica nada; tienes que poder explicar si eres cientista social y analista.

En un momento se decía que todo pasó a ser líquido

—Todo es líquido, porque nuestras herramientas no nos están sirviendo. Entonces repensemos el enfoque, comencemos a hacer este trabajo de cambiar las perspectivas y las herramientas analíticas, teóricas, conceptuales y metodológicas que tenemos. 

Guadalupe Nettel: “La naturaleza es la mejor escuela de diversidad”

No es ningún secreto que las nociones de maternidad o de familia son construcciones humanas. Basta con mirar a los animales para entender que existen formas múltiples de vivir estas experiencias, sugiere la escritora mexicana en La hija única, su última novela. El libro puede leerse como un manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y, de paso, como un recordatorio de los claroscuros de la maternidad. En esta entrevista, Nettel habla también de su trabajo como directora de la Revista de la Universidad de México, uno de los medios culturales más longevos del continente, y defiende la importancia de que las universidades tengan estos espacios de difusión del conocimiento y la cultura.

Por Evelyn Erlij

A veces los silencios de una lengua dicen más que sus palabras. Varias mujeres que han escrito sobre experiencias relacionadas al cuerpo femenino han tomado conciencia de que el desarme de las estructuras patriarcales no se juega solo en el lenguaje y su generización, sino también en sus vacíos. Le pasó a Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) cuando escribía su última novela, La hija única, en la que relata la historia de Alina, una gestora cultural que después de años de despotricar contra la maternidad —“el grillete humano”, le llamaba—, decide tener un hijo. Junto a su compañero intentan todos los métodos de fertilización posibles, hasta que todo da un giro violento: Alina se embaraza, pero al octavo mes le anuncian que su hija no sobrevivirá a causa de una microlisencefalia.

“Existe una palabra para designar a aquel que pierde a su cónyuge, y también una palabra para los hijos que se quedan sin padres. Sin embargo, no existe una para los padres que pierden a sus hijos. A diferencia de otros siglos en que la mortandad infantil era muy alta, lo natural en nuestra época es que eso no suceda. Es algo tan temido, tan inaceptable, que hemos decidido no nombrarlo”, advierte Laura, la narradora de la novela y mejor amiga de Alina, una doctoranda en literatura que, frente al dilema de la maternidad —al menos en el sentido tradicional—, decide ligarse las trompas. Para las personas como ella tampoco hay un nombre propio: en castellano no existe un término para designar a las mujeres sin hijos como sí lo hay en inglés, childfree.

“Lo que (esos silencios) dicen es que la cultura no se ha permitido pensar la posibilidad de que un hijo no exista en el contexto de una mujer o de una familia”, advirtió Lina Meruane hace unos años al hablar sobre su libro Contra los hijos, una diatriba que sacó ronchas por atacar el mandato cultural de la maternidad. La hija única, décimo trabajo de Guadalupe Nettel, también empalabra esas realidades silenciadas a través de la voz de Laura, una de las tres mujeres que protagonizan la novela y quien, además de narrar la historia de Alina —basada en el caso real de una amiga de la autora—, aborda su relación con Doris, su vecina, una madre agobiada de lidiar con la furia de Nicolás, hijo de un exmarido maltratador, que un buen día se atrinchera en su cama y no se levanta más.

Guadalupe Nettel. Crédito: Mely Ávila

Nettel, ganadora de premios como el Ana Seghers, de Alemania, y el Herralde de novela por Después del invierno (2014), lleva años desmontando tabúes en libros como El huésped (2006), El cuerpo en que nací (2011) o La hija única. Más que una historia sobre maternidades, la novela es una suerte de manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y una defensa de la crianza como una tarea colectiva. De paso, es un recordatorio de que la maternidad, todavía edulcorada en el discurso público, también está poblada de rincones oscuros, de “secretos” —como apunta en el libro— que a la larga son formas de asegurar la continuidad de la especie.

“La gente sabe en su fuero interno que si se verbalizara, si se transmitiera esa experiencia tal y como es, muchas mujeres decidirían no reproducirse. Reconocer el inmenso trabajo que implican los cuidados y la crianza es admitir la injusticia de que ese trabajo pese sobre una sola persona y la injusticia de que no esté remunerado —dice la escritora desde Estados Unidos, donde por estos días anda de viaje—. Por otro lado, hay un ideal de la maternidad que muchas mujeres quisieran cumplir o con el que quisieran ser identificadas. Admitir que a veces no son tan felices siendo madres las hace sentir culpables. Es algo muy semejante a lo que Virginia Woolf denominaba ‘el ángel de lo doméstico’, un deber ser que la sociedad nos inculca de forma subliminal y del que es muy difícil liberarse”.

A pesar de los avances de los feminismos, todavía no se habla lo suficiente de lo oscuros que pueden ser el embarazo y la crianza: la madre que se queja todavía es una potencial “mala madre”. En los últimos años, se han publicado varios libros sobre la relación ambivalente de las mujeres con la maternidad. ¿Crees que la literatura ha abierto un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?

—Hay textos muy viejos que abordan la condición subordinada de la mujer y en especial la de las madres, pero las sociedades en las que fueron escritos no querían ni oír hablar de esos temas —advierte Nettel—. Piensa que en el siglo XVIII, Olympe Des Gouges fue guillotinada por pedir que los derechos del hombre fueran también de la mujer. Algo tan básico como eso era inaceptable. Los hombres querían que las mujeres fueran elfos domésticos eternamente. Si ahora para muchos resulta indignante que una mujer se queje de la carga de la maternidad, ¿cómo habrá sido escucharlo en aquel tiempo? Libros como La mujer helada (1981),de Annie Ernaux, que ahora consideramos hermosamente escritos y muy potentes, eran silenciados o invisibilizados por los críticos, los libreros, los académicos y los bibliotecarios, espacios históricamente dirigidos por hombres. Fueron las feministas las que abrieron y sostuvieron el debate durante años y gracias a ellas, en el siglo XXI, el tema de la maternidad se ha convertido en un tema relevante.

El personaje de Doris revierte la fantasía de que las madres lo pueden todo, de que no hay derecho a enfermarse o rendirse. ¿Por qué quisiste integrar este personaje en paralelo a la historia de Alina?

—Doris encarna a todas las mujeres que conozco que por una razón u otra han encallado en la maternidad y no logran salir a flote. Tiene la autoestima y la confianza en sí misma muy deterioradas por la violencia doméstica que sufrió durante años. Está deprimida, no consigue hacerse cargo de sí misma y además se lleva fatal con un hijo al que adora. Vive atrapada entre la necesidad de ponerse en pie y la culpa que le genera no poder ser la madre ideal. Quería visibilizar a ese tipo de mujeres, darles una voz y disfruté cuando poco a poco se fue poniendo de pie en la historia a pesar del sacrificio que implicaba separarse por un tiempo de su niño.

Desde El cuerpo en que nací vienes problematizando la idea de que las familias nucleares y biológicas son una imposición, que los conceptos de familia y de mater-paternidad son permeables. “Es cosa de ver la naturaleza”, escribes, y tu novela es un ejemplo de que la crianza no es un trabajo exclusivo de los padres; que la familia adopta formas diversas. Entender esto es liberador, porque desacraliza la figura de los padres. Da la impresión de que este es un asunto aún pendiente en las discusiones feministas.

—Es un tema que me interesa mucho. Creo que los seres humanos tendemos a ver la vida a través de una reja muy estrecha. Como si viviéramos en una jaula mental y salir de ahí nos resulta muy difícil. Imagínate cuántos siglos tuvieron que pasar para que la sociedad viera la homosexualidad como algo natural. Cuando yo era chica escuchaba que esas relaciones eran “contra natura” y cuando me empecé a interesar en los animales vi que hay muchísimas especies que la practican, de la misma manera en que hay especies monógamas o polígamas, incluso transexuales. Todo cabe en la naturaleza. Se trata de la mejor escuela posible de diversidad a la que podemos acceder. Muchos mamíferos, como los lobos, los elefantes o los delfines, crían en grupo a sus cachorros, y estoy convencida de que los humanos hicieron lo mismo durante siglos. Me parece lo más lógico y lo más cómodo. ¿Te imaginas que cada familia se encargara de la escolaridad de sus hijos como ocurrió ahora durante la pandemia? Están mejor en una escuela, ¿no crees? Yo pienso que debemos abrir nuestros barrotes mentales y buscar las formas de familia que más nos acomoden. Además intuyo que en una familia extendida sería más fácil proteger a los niños de la violencia y los abusos, algo que me parece muy importante.

En Chile se ha discutido últimamente la idea de la sororidad, a raíz de que se ha condenado a críticas literarias por reseñar de forma negativa libros de autoras, por reproducir, supuestamente, prácticas patriarcales de “ningunear” la escritura de mujeres. Hay feministas que plantean que no hay que biologizar la literatura ni homogeneizar la categoría “mujer” porque se omite qué se escribe o desde dónde se escribe; mientras que otras apoyan la idea de visibilizar el trabajo de las mujeres más allá de las diferencias. ¿Qué opinión tienes sobre esta discusión?

—Creo que hay que empezar por reconocer un hecho histórico: la literatura escrita por mujeres talentosas ha sido “ninguneada” durante siglos. Basta echar un vistazo a la colección Vindictas que la editorial Libros UNAM y la editorial Páginas de espuma han puesto en marcha para rescatar del olvido a ese tipo de autoras. Es más, durante siglos, las mujeres tuvieron que usar pseudónimos masculinos para poder publicar y ser leídas. Yo quisiera pensar que esto ya se acabó. También me gustaría pensar que las que ejercen el oficio de críticas literarias tendrán esta historia en mente, pero también la libertad para ejercer su trabajo con pericia. Todos sabemos que hay tantas escritoras malas como escritores malos. Exigirle a las mujeres que no digan o que no escriban lo que piensan equivale a ponerles otro grillete.


La huella de Nettel en La Revista de la Universidad de México

En 2017, Guadalupe Nettel —Doctora en Ciencias del Lenguaje de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París— se convirtió en directora de la publicación cultural más longeva de su país: la Revista de la Universidad de México, un espacio que, bajo su tutela, se ha convertido en un puente entre intelectuales, académicos, investigadores y universitarios de distintas generaciones y rincones de América Latina. Su meta, dijo entonces, era tender puentes entre la universidad y los lectores de todo el continente, y lograr un diálogo entre autores de habla hispana en torno a asuntos que van desde el arte y la literatura, hasta la política y las ciencias. Cuenta, además, con un Consejo Editorial internacional conformado por nombres como Alejandra Costamagna, Martín Caparrós, Jorge Herralde y Enrique Vila-Matas.

Muchas veces se le reprocha al mundo académico cierto ombliguismo y una imposibilidad de no poder salir de los códigos y del lenguaje del paperismo, como se suele llamar la carrera por publicar artículos académicos. ¿Qué diagnóstico haces de estos años que llevas dirigiendo la revista? ¿Cuáles fueron las mayores dificultades que enfrentaste cuando llegaste?

—Creo que hay una diferencia grande entre los journals especializados y las revistas culturales. Es normal y supongo que deseable que se emplee un estilo académico en los primeros. La Revista de la Universidad de México, en cambio, es una publicación cultural que busca propiciar el diálogo entre distintas disciplinas, los investigadores, los estudiantes y el público en general. Por eso buscamos que los textos sean fáciles de leer y que el lenguaje sea comprensible para un lector no especializado. Ninguno de los dos estilos es fácil. Cuando uno lee los textos de divulgación piensa que cualquiera puede escribir con sencillez, pero esto es un espejismo. El problema de escribir únicamente papers es que después cuesta mucho salir del molde. Pasa lo mismo con la gente que vive y trabaja dentro de un campus, ya sea dando clase o investigando, después se olvida de que la vida fuera de la universidad es muy distinta, y es cuando se produce la desconexión que describes. Cuando los académicos publican en nuestra revista, les damos algunos ejemplos del texto que esperamos de ellos, los acompañamos durante el proceso y muchas veces el resultado es muy bueno. Cuando los vemos muy instalados en sus costumbres estilísticas, preferimos hacerles una entrevista y eso también funciona en la mayoría de los casos.

En México hay una fuerte tradición de revistas, mientras que, en Chile, las únicas revistas culturales que van quedando dependen de dos universidades (la U. de Chile y la U. Diego Portales). ¿Por qué crees que es importante que las universidades tengan estos espacios?

—Es verdad que existe una tradición de revistas culturales en mi país, pero por desgracia también se han ido extinguiendo en las últimas décadas, y la pandemia no hizo sino empeorar las cosas. Es muy triste. Por otro lado, la gente lee cada vez menos revistas y suplementos en papel o son raros quienes aún lo hacen. Para mí no se compara el placer de sentarse en la banca de un parque o en un sofá a leer una revista impresa con el de leer en una pantalla. Prefiero mil veces lo primero. Las universidades tienen la vocación de difundir el conocimiento y de propiciar el diálogo entre pensadores de distintas disciplinas. Una revista es un espacio perfecto para estas dos cosas. Todo se puede mezclar en un número sobre el Caribe o sobre la risa, por poner dos ejemplos: ciencia, poesía, historia, sociología, geografía y muchas materias más. Me parece muy importante que al menos las universidades vean la importancia de mantener espacios así y los aprovechen.