Michel Lussault, teórico del “geopoder”: ”Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento”

Profesor de Estudios Urbanos en la École Normale Supérieure de Lyon y miembro del Laboratorio de Investigación sobre Medio Ambiente, Ciudades y Sociedades UMR 5600, del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), Lussault es uno de los principales especialistas de lo que se conoce como el Antropoceno urbano, rama de estudios desde la que se busca repensar las formas de habitar en estos tiempos marcados por el cambio global. En esta entrevista, habla sobre ciudadanías transnacionales, sobre cómo el régimen del encierro legitimado privilegia la desconfianza, y afirma que Chile es un ejemplo que contradice el dogma neoliberal “no hay alternativa”.

Por Ximena Póo F.

En esta larga conversación entre tres idiomas, el reconocido geógrafo Michel Lussault (Tours, 1960) se refiere al Antropoceno como máquina de la desigualdad, pero también a la esperanza que implica seguir resistiendo y actuando en contra de un neoliberalismo depredador que él conoce muy bien. Cuando las miradas del mundo se fijan en las alternativas que en este país del sur del mundo se han desplegado en calles, aulas, plazas, cabildos y ahora en la Convención Constitucional, este diálogo nos ofrece un tiempo para hablar de las “espacialidades” que hemos construido a nivel global y que sostienen la existencia social y, en particular, de ese “espacio intermedio” donde se fisura lo que parece infranqueable. Asimismo, nos hace pensar creativamente en las disputas que surgen en el ámbito de lo que él ha denominado el “geopoder”:

Michel Lussault. Foto: A di Crollalanza.

—Llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legitimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial —explica el teórico francés, fundador y director de la Escuela Urbana de Lyon, institución dedicada al estudio del Antropoceno urbano. Si bien advierte que el cambio global, como se denomina a la suma de cambios ambientales derivados de la acción humana sobre el planeta, aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales, también cree que la lucha contra este fenómeno es prometedora. Abordar el Antropoceno y enfrentarse al futuro, dice, significa derribar el dogma thatcheriano de “no hay alternativa” y garantizar que existan muchos caminos, sostiene Lussault desde la esquina optimista que a veces no se suele mirar.

Usted ha reflexionado sobre el “geopoder” como sistema, considerando que el espacio, que los territorios, son físicos, simbólicos y metafóricos. Una de sus principales fuentes es Hannah Arendt. ¿Cómo influye en sus construcciones teóricas?

—“Geopoder” es un concepto que he creado a partir del “biopoder” de Michel Foucault. Pero el punto de partida de mi pensamiento se encuentra en Hannah Arendt. Trato de demostrar que el espacio sostiene la existencia social: es la disposición de materiales e ideas por la que las vidas humanas son posibles. No se trata de una condición abstracta a priori, sino de lo que vectoriza y subyace a la experiencia humana por excelencia: la práctica espacial de la cohabitación concreta (lo que yo llamo “espacialidad”) con otros individuos, así como con lo no-humano, los objetos, las cosas. Por esta razón, el ser humano está siempre en un “devenir” espacial, pues esta convivencia es una actividad incesante, una “aventura del acto”. El ser humano está hecho de espacialidades que tejen su existencia. La convivencia, sin embargo, es una actividad difícil. La menor de las interespacialidades —es decir, la relación entre seres humanos separados y distantes— enfrenta al individuo con otras realidades con las que se relaciona. Esto nos devuelve al fundamento de la dimensión espacial de la política, si aceptamos el uso que un geógrafo puede hacer de las reflexiones de Hannah Arendt: el hombre es a-político; la política se origina en el espacio intermedio y se constituye como una relación. Para Arendt, el campo político surge de la organización de cualquier grupo humano en una reunión de entidades distantes y del imperativo de poner en marcha procedimientos para tratar este problema primordial.

Es “el entre” de Arendt, la idea del intermedio.

—Hannah Arendt llama nuestra atención sobre este espacio concreto, relacional, lingüístico y simbólico que separa a los individuos física, psicológica y mentalmente, y nos propone soluciones para establecer los vínculos necesarios para la vida social. Este principio separador constituye, por tanto, un elemento movilizador, a la vez que una restricción y un recurso, porque al apoyarse en lo que Arendt llama el «entre», los humanos construyen la posibilidad misma de vivir juntos. Esta noción de lo intermedio es importante. Para Arendt, las leyes regulan “lo político”, es decir, el ámbito de lo intermedio es constitutivo del mundo humano. Este «entre» crea al mismo tiempo una distancia y un vínculo, y, como tal, constituye el espacio dentro del cual nos movemos y nos comportamos con los demás. Esto nos sitúa en una concepción muy societaria de la política, entendida como una relación espacial; un enfoque que da a la distancia entre las realidades humanas una función destacada. La espacialidad es esta condición que requiere que los individuos y las sociedades aprendan a pensar, gestionar y regular la distancia que separa radicalmente a los seres humanos y, más globalmente, a todas las realidades humanas y no humanas distintas.

Toda la historia de las sociedades está marcada por la conflictividad potencial que expresan el espacio y la distancia: la inmovilidad tan temida por los antiguos griegos es también un corte en el vínculo espacial, una incapacidad para asegurar la coexistencia pacífica entre individuos mediante la regulación del “entre”. En este marco de análisis, llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legítimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial. Por ejemplo, considero que la planificación urbana “oficial” forma parte de este geopoder que pretende controlar a los habitantes.

Los efectos sociales y políticos del Antropoceno afectan principalmente a las poblaciones más pobres y a los territorios más frágiles. ¿Qué análisis hace de la relación Antropoceno-pobreza-crisis climática?

—Intento mostrar que, aunque todo el hábitat humano es vulnerable (porque somos seres frágiles y mortales), el hecho es que los dominantes, los que tienen más capital económico y social, pueden movilizar más medios para atenuar su vulnerabilidad, en el sentido de encontrar modos de existencia que les permitan ser menos sensibles a los daños que vienen. Lo acabamos de experimentar con la actual pandemia, en la que los más pobres han estado mucho más expuestos que los más ricos. Así, hoy en día observamos que las injusticias sociales se ven siempre redobladas por las injusticias medioambientales.

Por esta razón, el Antropoceno es el momento en que debemos tomar conciencia de esta doble injusticia y de los riesgos de regresión política que la acompañan. El cambio global aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales. Pero la lucha contra los efectos de este cambio también es prometedora, porque podría permitirnos elegir otros modelos sociales y políticos que los propuestos desde hace 40 años como única vía posible, es decir, el modelo neoliberal promovido desde el famoso eslogan de Margaret Thatcher, hablando de la economía de mercado: «No hay alternativa». Para mí, abordar el Antropoceno significa luchar contra esta idea y garantizar que se prueben y puedan existir muchas alternativas.

Las ciudades han ido cambiando y las ciudadanías también. Hay ciudades globales que superan a los Estados, pero mientras se impone el reto de reflexionar sobre las ciudadanías transnacionales, las fronteras se cierran para la humanidad y siguen abriéndose para los flujos financieros. ¿Qué democracias y qué ciudades estamos construyendo de esta manera? ¿Ve alguna salida?

—Creo que tener en cuenta la urbanización global y el establecimiento de ciudades interconectadas en todo el mundo podría permitirnos cuestionar la lógica política clásica y el dominio geopolítico de los Estados. Pero estas ciudades deben ser espacios democráticos y no solo plataformas funcionales para una economía de mercado depredadora que destruye el medio ambiente y los derechos sociales. Por lo mismo, habría que llegar a un nuevo entendimiento entre las ciudades y los Estados o grupos de Estados, para buscar nuevas formas de producir y distribuir la riqueza y para crear políticas de reorientación ecológica. Estoy a favor de la constitución de los “Estados Unidos de Europa” y del fin de los Estados clásicos heredados de la modernidad, que me parecen todavía portadores de herencias imperialistas, patriarcales y coloniales, como se comprueba al observar el actual resurgimiento de los nacionalismos y soberanismos. Me parece que las federaciones estatales podrían aportar la necesaria regulación y defensa de los derechos y principios para acompañar las políticas y acciones locales. También estoy desarrollando una reflexión en torno a formas de organizar un gobierno mundial que permita que nuestras sociedades se adapten al cambio global, algo que me parece indispensable si queremos que esta adaptación vaya de la mano con una promoción de la ética y la justicia.

Ha dicho que la pandemia ha reforzado la desconfianza, la alienación y el miedo a lo diferente. ¿Cuáles son las advertencias que esta pandemia plantea sobre la vida en las ciudades?

—Hemos visto cómo la pandemia ha subvertido el régimen ordinario de la sociabilidad urbana, que se basa en un mínimo de confianza y que nos permite experimentar lo que yo llamo «relaciones de indiferencia»: compartimos con otros individuos un mismo espacio de práctica que no es el hogar y accedemos a él a través de la movilidad, pero no estamos obligados a compartir con ellos las mismas creencias, ideas, virtudes. Esta sociabilidad de lazos débiles y contingentes, que permite la convivencia civil, es esencial en el ambiente de la gran ciudad, donde el anonimato no es anomia, sino garantía de libertad y emancipación. La urbanidad se basa en este estilo de interacción espacial que nunca está totalmente limitado, a pesar de que las autoridades busquen normarlo sobre todo a través de la arquitectura, el urbanismo y el diseño.

Sin embargo, hoy en día, la simple acción de ir de compras o de hacer ejercicio al aire libre está regulada administrativamente y a veces incluso sometida al escrutinio de la policía. El régimen espacial del encierro legitimado establece así lo contrario de esta relación de indiferencia: la sistematización de la desconfianza. Porque el “distanciamiento social” postula que el otro es una amenaza, que conviene desconfiar de él, mantenerse a una distancia segura. Un analista pesimista vería en ello la difusión de una ideología comparable a la famosa y desastrosa dialéctica del amigo-enemigo que Carl Schmitt situó en el centro de su teoría política. El prójimo se convierte en ese enemigo que siempre es posiblemente malo (incluso sin quererlo, porque puede ser un portador sano, “inocente” pero contagioso). Este período epidémico refuerza esta idea y sustenta opciones políticas sanitarias y de seguridad que son presentadas como ineludibles e incuestionables basadas en la ciencia médica.

¿Qué sabe de los procesos políticos que estamos viviendo en Chile? ¿Cómo definiría el derecho a la ciudad, el derecho a los espacios vitales, el derecho a vivir con dignidad?

—No sé lo suficiente sobre la situación chilena, pero observo un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de “no hay alternativa” y el desarrollo hipersegregado, incluso secesionista de las ciudades; y también a promover la justicia social. Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y, por supuesto, una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles, los más “subalternizados”: los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas. Por ello, creo que Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento. Aquí se plantea una cuestión fundamental: ¿somos capaces de inventar formas de vida social que combinen ética, derechos, justicia social y reparación de un planeta degradado por nuestras actividades? En Chile, como en otras partes, debemos inventar formas de reparar este mundo dañado.

DESTACADOS

“Observo (en Chile) un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de ‘no hay alternativa’ y el desarrollo hipersegregado de las ciudades (…). Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles”.

Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Elisa Araya: “Este no es un país de oportunidades”

La primera rectora en la historia de la UMCE espera que su llegada abra el espacio a más mujeres, pero también quiere colaborar en una reestructuración del sistema educacional en Chile que permita que personas como ella, que no provienen de la élite, puedan acceder a los espacios donde se toman las decisiones. Ese es el proyecto que busca encabezar como autoridad de la universidad pedagógica de Chile. “Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación”.

Por Jennifer Abate C.

Desde el 7 de julio, Elisa Araya es la rectora de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Ese hito la convierte en la primera mujer a la cabeza de dicha institución y en una de las escasas tres rectoras de universidades estatales en el país. Se trata de un avance que ya la tiene en conversaciones con las rectoras Natacha Pino (Universidad de Aysén) y Marisol Durán (Universidad Tecnológica Metropolitana) para definir cómo “llevar al CUECH algunas de nuestras ideas para motivar a más mujeres académicas a participar en puestos de decisión al interior de las universidades y en equipos de gestión, y a tener más voz pública”. Sin embargo, ese suceso quedó en segundo plano cuando, tras conocerse los resultados de la elección, el hijo de la rectora Araya tuiteó: “Mi vieja vendió helados en la micro mientras iba a la U, cuando nací vivíamos allegados donde mi abuela y como no había plata fuimos declarados indigentes para el parto. Se ganó una beca y trabajó limpiando wc’s mientras hacía su PhD. Hoy fue electa como rectora de la UMCE”.

Elisa Araya. Foto: Felipe PoGa.

Aunque la doctora en Ciencias de la Educación y exdirectora del Departamento de Educación Física y Recreación de la UMCE se tomó bien la expectación periodística que provocó esa suerte de revelación y respondió diversas entrevistas, algo no dejaba de inquietarle: ¿hasta qué punto se extendía el clasismo en un país que se sorprendía tanto frente a una trayectoria que en otro punto del globo podría haber sido considerada común y corriente? “Meritocracia” fue la palabra que se usó para describir su triunfo tras una vida alejada de las comodidades económicas, pero Araya prefiere no usar un concepto en el que no cree. “Justicia social” es el que más le acomoda.

¿Qué sintió con el revuelo mediático que generó el hecho de que una mujer que no proviene de la élite se convirtiera en rectora de una universidad?

—Cuando me empezaron a llamar [desde los medios de comunicación], me dije: “¿qué pasa acá? No creo que ser rectora de una universidad sea tan impactante”. Pero el origen, la proveniencia social, impacta. ¿Cómo es posible que esto ocurra en un país en que siempre se habla de las oportunidades y de la meritocracia? Es un discurso con el cual estoy absolutamente en desacuerdo, porque no es así, este no es un país de oportunidades. El mérito implicaría que todos partiéramos más o menos de la misma línea de base y eso no es así. ¿Cuánto talento, capacidad, inteligencia, creatividad está bien distribuida en todos los sectores sociales? Las oportunidades no están, por eso ha sido tan sorpresivo, impactante, y la gente me ha llamado para hablar de eso. Nuestro país está todavía muy al debe en justicia social.

Usted prefiere no hablar de meritocracia, pero sí le gusta el concepto de justicia social. ¿Cómo la alcanzamos?

—Es obvio que toda actividad humana requiere que la persona que está involucrada genere un esfuerzo individual, que haya perseverancia; no hay aprendizaje, avance o logro si una no está involucrada, pero toda tarea existe en un contexto social, colectivo; una está en una sociedad, en una comunidad. Eso implica que para que yo pueda desarrollar mi proyecto personal, la colectividad debe generar condiciones. Cuando decimos justicia social, quiere decir que las condiciones que como sociedad ponemos al servicio de los proyectos individuales y colectivos tienen que ser idénticas en dignidad, en calidad. Por ejemplo, todas las escuelas y liceos de Chile deberían ser equivalentes en calidad, en infraestructura; con profesores idóneos, espacios adecuados, bibliotecas, computadores. Si tienes establecimientos educacionales de primer mundo conviviendo con escuelas precarizadas, ¿dónde está la igualdad de oportunidades? Esa es una falacia. Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación.

¿Cómo llegamos a este punto de desvalorización de la educación pública? Precisamente por lo que usted describe, quienes pueden elegir se inclinan por colegios privados.

—Eso es parte de la instalación del modelo neoliberal en Chile. Cuando Chile estaba intentando ingresar a la OCDE, esta señaló explícitamente que el sistema educativo chileno estaba segregado y, más aún, que estaba ex profeso organizado de una manera que segrega. Creo que el primer acto de desmantelamiento de la educación pública fue en tiempos de la dictadura. La Universidad de Chile fue desmembrada. Curiosamente, la Universidad de Chile, que era la universidad estatal y nació con la república, nunca más volvió a estar en todo Chile, y en cambio el Inacap, que también era estatal, está presente en todo el país. Es lo que pasó en el 80 con la escisión del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y la municipalización de las escuelas. Hace 30 años, el sector municipal tenía el 60, 70% de la matrícula, y ahora tiene el 40, el 30%. Las escuelas municipales, a pesar de todos los esfuerzos que hacen sus profesores, han sido empobrecidas. De hecho, el sinónimo de lo público en Chile es “para pobres”: educación pública para pobres, salud pública para pobres, transporte público para pobres, todo lo privado es para otros, para los que pueden pagar, pero la sorpresa que nos trajo la pandemia es que parece que nuestra población es más pobre de lo que pensábamos.  Necesitamos Estados eficientes, robustos y que generen protección mutua, y eso significa educación y salud de la misma calidad para todos.

¿Cómo enfrentamos esa situación? ¿Basta con entregar más recursos a la educación pública o considera que es necesaria una reforma estructural que cambie el foco y que ponga lo público al centro?

—Es bien difícil, pero yo creo que efectivamente hay que hacer una reforma estructural muy de fondo y tiene que estar acompañada de un debate nacional donde todos podamos poner nuestras ideas en discusión y también las comunidades. «Elegir» es un verbo que nos han machacado en los últimos años, “elige esto”, “elige esto otro”, cuando la elección no es tal, tú no eliges. Un estudiante de colegio municipal marginalizado no puede elegir cualquier cosa, pero te dicen que si tiene talento, puede elegir; si tiene méritos, se puede ir a un colegio mejor. Hemos convertido muchas de nuestras comunas y barrios en verdaderos guetos, son un apartheid de pobreza y eso hay que desmantelarlo. ¿Cómo? Discutiendo el sistema educativo que tenemos, entendiendo la importancia del capital humano en un país. Lo que Chile tiene para desarrollarse son chilenos y chilenas y las personas que viven aquí. La contribución de cada uno de nosotros depende de si nos entregan las oportunidades, pero de verdad. Eso significa que nuestras escuelas tienen que ser equivalentes en calidad, no podemos perder ningún talento, ni uno, en los próximos años. Hay que discutir la estructura general del sistema, hay que hablar del financiamiento de las escuelas y las universidades. No nos tienen que decir: “mira, aquí hay un estudiante con bequita”, y todos peleándonos por ese estudiante. No, nos tienen que reconocer por nuestros aportes. Hemos estado todos estos años en discusiones, compitiendo por recursos. ¿Cuál es la estrategia que nos han mostrado otras sociedades más avanzadas para salir del subdesarrollo, para estar en lugares de mayor bienestar? Un Estado eficiente, poderoso, que invierte en capital social, que son las personas; en educación, en salud.

A su juicio, ¿qué es lo que hay detrás de la baja valoración de la profesión docente? Y, más importante todavía, ¿qué cree que se puede hacer para revertir esa situación?

—Una de las cosas que me parece que hay que hacer es mejorar las condiciones de las escuelas en general, su infraestructura, los materiales de los que disponen; ya vimos los efectos de la conectividad. Además, hay que mostrar en qué consiste la carrera docente, en qué consiste ser profesor realmente. Es una profesión tremendamente compleja, agobiante y agotadora. Hay que desarrollar una carrera docente ad hoc, que tenga reconocimiento social. Hay que prestigiar la carrera con campañas que muestren qué significa ser profesor y ese prestigio social tiene que ir de la mano de remuneraciones atractivas. Nos hablan de los países escandinavos o de Japón, que tiene un sistema escolar con altos rendimientos, y se les olvida decir que en Finlandia, por ejemplo, las escuelas son todas iguales, de la misma calidad, y que la profesión docente es de las mejor pagadas. En Chile no es atractivo ser profesor desde un punto de vista económico. Yo les insisto a mis estudiantes: es un camino muy reconfortante, tiene muchas recompensas, es muy bonita la relación que uno logra tener con los estudiantes.

Y en su caso, ¿por qué tomó la decisión de ser profesora?

—Es que a mí me encanta. Creo que todas las niñas, los niños, jugaban a ser profesores. Hay investigaciones que muestran, sobre todo en niños pequeños, que los seres humanos tenemos esa tendencia a enseñarle a otros, y las investigaciones ponen estos ejemplos: cuando un niño pequeño le habla a una guagua, fíjate cómo lo hace, en general se pone enfrente, se agacha y le habla despacio o le mueve la cabeza para mostrarle algo. Eso es muy curioso, está en nuestro ADN como especie esa necesidad de guiar al que viene detrás, a la manada, a la tribu. Me parece fascinante estar con niños o con jóvenes, porque es ser testigo del desarrollo del otro. Cuando un estudiante no está entendiendo algo y tú estás con él, trabajas con él, y en un momento te dice: “ya lo tengo”, y después lo ves en otro nivel de su discurso y de su entendimiento, eso es muy reconfortante. Siempre creí que la profesión de educadora era esa oportunidad de estar con más gente, aprender todos los días. Que alguien te haga una pregunta que tú nunca te habías hecho es realmente fascinante.

Foto: Felipe PoGa.

La profesora que marcha

Usted habla mucho de transformaciones sociales, que son el anhelo de una gran parte de Chile tras las movilizaciones que comenzaron en octubre de 2019. ¿Cómo vivió usted la revuelta social?

—Fue un momento increíble, muy épico, porque estábamos en conversaciones con los estudiantes, estábamos mirando cosas que sucedían en nuestra escuela, en nuestra carrera. Tras el 18 de octubre se cerraron las universidades por un par de semanas, y cuando abrimos no había estudiantes. Entonces hicimos asambleas, convoqué a los chicos y a las chicas y empezamos a conversar. Fue tan impactante para mí escuchar a mis estudiantes. Nosotros tratábamos de que no perdieran clases. ¿Cómo hacemos para salvar el semestre? Y ellos decían: “profesora, lo que corresponde ahora es estar en la calle, no es el momento del aula”. Y hablaban de lo que les estaba pasando a ellos, de esta necesidad de un cambio, de otro país. Yo los acompañé un par de veces, hicimos la caminata desde la UMCE hasta la Plaza de la Dignidad y fue muy bonito, porque había mucha energía juvenil. Creo que los adultos y los profesores, sobre todo, podemos estar con ellos, podemos discutir, podemos reflexionar, problematizar. Para mí, el 18 de octubre tuvo muchas reminiscencias de épocas pasadas. Me acordé de la marcha del No, yo era joven y participamos porque estábamos seguros de que era el momento para que se terminara la dictadura. Creo que hay muchos jóvenes que estaban en esa energía de cambiar el modelo, porque este modelo de desarrollo ha generado pobreza, marginalidad y exclusión.

¿Con qué país sueña en el contexto de la nueva Constitución?

—Mi gran expectativa es que la gente participe, que converse en sus casas, con los vecinos. Mi expectativa es que podamos sentarnos a conversar aunque pensemos distinto. Hay personas que creen que este modelo es bueno y que la libertad de enseñanza es muy importante. Bueno, no estamos de acuerdo, pero conversemos y busquemos un punto donde ni tu perspectiva ni la mía, sino que la nuestra, converja. Necesitamos madurar como sociedad, no tenerle miedo al conflicto. También quiero que se protejan los recursos naturales, que cambiemos nuestro modelo de desarrollo extractivista por uno desarrollista; además creo en el decrecimiento y no en el crecimiento, pero esas son mis ideas. Estoy abierta a otras y a jugar ese juego de la conversación para que sea algo colectivo.

Yásnaya Aguilar: “A mayor autonomía, mayores posibilidades de mantener tu lengua viva”

La lingüista y escritora mixe plantea que la vitalidad de una lengua depende del grado de autogobierno del pueblo que la habla. Y que la muerte de una lengua es el último eslabón de la violación extendida de los derechos humanos de sus hablantes. De ahí que deposite su esperanza no en lo que puedan hacer los Estados para proteger la diversidad lingüística y las lenguas indígenas, sino en lo que puedan dejar de hacer en favor del mayor control de los pueblos indígenas sobre su educación, justicia, salud y formas de vida política. Su invitación es a reimaginar el mundo «como una diversidad de cultivos donde ahora solo existe el monocultivo del Estado-nación».

Por Francisco Figueroa

Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla Mixe, 1981) se preguntó por qué su lengua materna, el ayuujk o mixe —hablada en la región mixe del estado mexicano de Oaxaca—, perdía hablantes cada año y por qué ella misma no sabía escribirla. Terminó llegando a una conclusión radical: el problema sería inherente a la conformación y operación del Estado-nación. No encontró la respuesta escondida en el fondo de una biblioteca de la UNAM, donde se licenció en Lenguas y Literaturas Hispánicas y obtuvo la maestría en Lenguas Hispánicas. La encontró en un tránsito de idas y vueltas, a tropezones, como fabricando un tejido con fibras vivas y rebeldes, entre sus estudios y su compromiso cotidiano con las luchas por la vida y el territorio de su comunidad, Ayutla Mixe, acunada en la sierra norte de Oaxaca.

La imaginativa radical de Aguilar ajusta cuentas, empleando agilidad y humor, con el nacionalismo, el colonialismo y la cultura patriarcal que sostiene el culto al Estado, tentativa que despliega en libros como Inventar lo posible. Manifiestos mexicanos contemporáneos (2017), Un nosotrxs sin estado (2018) y Äa: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), y en las tribunas de la revista Este País y el diario El País, de España. Esa misma fuerza tuvo el discurso que pronunció en 2019 ante la Cámara de Diputados de México, 18 años después de que otra mujer indígena, la comandanta zapatista Esther, esa vez con pasamontañas, hiciera en el mismo estrado lo propio, que es también lo suyo: recordarle al Estado mexicano que los pueblos indígenas son, mal que le pese, su negación.

Habiendo seguido de cerca el proceso constituyente chileno, Aguilar recibió emocionada y sorprendida la elección Elisa Loncon como presidenta de la Convención Constitucional, un hecho, dice, “hace un tiempo inimaginable y de tremendo potencial subversivo”. De ese potencial y sus desafíos también trata esta entrevista.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Durante las últimas décadas, la desaparición de lenguas corre en paralelo a la proliferación de instituciones y políticas culturales que intentan salvaguardarlas. ¿Por qué pese a esos esfuerzos el problema persiste?

—El problema, creo, tiene que ver con dos hechos. Uno es que el Estado, que durante mucho tiempo fue abiertamente lingüicida, cambió el marco legal y creó instituciones, pero estas no tienen o el presupuesto o la visión. En los hechos no hay una voluntad política, sino una voluntad de hacer lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado el multiculturalismo neoliberal, que es esto de hacer festivales de poesía indígena mientras el sistema de salud o de impartición de justicia siguen siendo fuertemente monolingües. La inercia de cómo funciona el Estado no permite que sea de otra manera. Por otro lado, hay un error que lo han cometido tanto el movimiento indígena como las instituciones, y es creer que la lengua es cultura como sinónimo de manifestaciones estéticas. Entonces tienes la danza, la música y la lengua de los pueblos indígenas, todo junto. No quiero denostar la danza, pero no todos estamos danzando ni haciendo rituales todo el tiempo, tienen un lugar específico y una función social. La lengua va más allá, te atraviesa desde que te duermes y sueñas, lo empapa todo. Aquí quiero citar a un activista mapuche, Víctor Naguil, que dice “la lengua es un fenómeno societal”. Por lo tanto, el cambio tiene que ser societal: en la educación, en la justicia, en la salud, en todo. Así como pasa con la perspectiva de género, todas las instituciones del Estado debieran estar atravesadas por una perspectiva de diversidad lingüística. Y esto tiene una potencia política y autonómica muy fuerte, porque el lenguaje es un territorio cognitivo empalmado con la defensa del territorio, entonces crea algo que es una casa propia.

Si la lengua es un territorio cognitivo y no solo una forma de comunicación, ¿el lingüicidio sería también una forma de volvernos más ignorantes?

Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Yásnaya Elena A. Gil. Almadía Editorial, 2020. 216 páginas.

—Una pregunta recurrente es en qué nos afecta. Hay un filósofo británico de origen indio, Kenan Malik, que aboga en contra de la diversidad lingüística y dice que, si la gente decide que ya no quiere hablar mixe, por qué voy a violentar sus derechos lingüísticos y obligarlos a que lo sigan transmitiendo si ya no les es útil. No nos quedemos en el romanticismo de pensar que cada lengua es un mundo y una cultura, dice, porque una misma lengua no garantiza una misma visión de mundo. Hay varios puntos en su argumentación que de entrada parecen interesantes. Uno, es pensar que la existencia de lenguas francas debe atentar contra la diversidad lingüística. Pero eso no es verdad. La existencia del latín, que fue lingua franca durante muchos siglos, no hizo que la diversidad lingüística del mundo estuviera en riesgo. Porque hay un hecho obvio y básico y es que, por fortuna, el cerebro humano no te da a elegir. Yo puedo aprender chino mandarín e inglés para conectarme con el mundo y seguir hablando mixe. ¡Como los daneses! El danés no está en riesgo de desaparición, el inglés no atenta contra el danés, que tiene muchos menos hablantes que varias lenguas indígenas en el mundo. ¿Por qué unas pierden muchos hablantes y otras no? En realidad, lo que hay atrás es que son lenguas de Estado. El Estado-nación está peleadísimo con el multilingüismo. Es la construcción del Estado-nación la que pone en riesgo a las lenguas. No es la existencia misma del inglés como lingua franca, no es la globalización, sino el hecho de que toda la maquinaria contra las lenguas es impulsada por el Estado.

Ahora, ¿qué perdemos? Yo plantearía distinto la pregunta. Cuando una lengua se pierde lo que importa es lo que pasó antes, es decir, una serie de violaciones de derechos humanos terribles. A mí me interesa que las lenguas no mueran porque eso es signo de que los derechos lingüísticos de las personas están siendo respetados, de que no fueron golpeados, no recibieron balas en las manos, no fueron colgados, no sufrieron racismo. Sí me importan las lenguas, pero me importan más sus hablantes. Lo normal es que una lengua viva. Cuando una lengua muere es porque se ejerció una violación sistemática de derechos humanos a sus hablantes. Eso es lo que importa.

¿La supervivencia de una lengua es entonces inseparable de la autonomía y autodeterminación del pueblo que la habla?

—Así es. Yo me he preguntado mucho qué tiene en común el sami —una lengua indígena que se habla en Noruega, Rusia, Finlandia y Suecia— con nosotros. ¿Por qué mi lengua es indígena y la de ellos también? ¡Si son totalmente distintas! Ni geográfica, ni histórica ni gramaticalmente tienen ningún parecido. El persa y el español tienen más en común que el sami y el mixe, pero estamos juntos en esa cajita que se llama lenguas indígenas. Y todo esto me sorprendió más cuando me enteré que la lengua hermana del sami es el finés. ¿Por qué habiendo sido en algún momento la misma lengua, el finés no es una lengua indígena y el sami sí? Y claro, el finés es una lengua de Estado, el sami no: es un asunto político. Todos los Estados han combatido su diversidad lingüística en aras de una lengua, una identidad, una bandera y tal. El hacer equivaler al Estado con la nación —esa es la operación terrible de este tipo de estructuras— es responsable directo de la desaparición de las lenguas, por lo tanto, su fortalecimiento implica la autonomía. El Estado mexicano puede decir “yo respeto el multilingüismo”, pero si no me deja hacer mis planes y programas, mi didáctica y currículum de educación mixe, no se va a poder. Lo que se le pide al Estado es que deje de violar derechos lingüísticos. Cuando deja de hacerlo, las lenguas naturalmente florecen.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Entonces se trata de quitarle poder y atribuciones al Estado.

—Sí. Nos han enseñado que lo público es el Estado y que si voy contra el Estado lo que queda es el mercado. El Estado nos ha cooptado la imaginación del manejo de lo público. Pero lo público se puede hacer desde lo común. La vida en común no es del Estado, hay otros horizontes de vida. El Estado surgió como la estructura sociopolítica más funcional al capitalismo. Necesita del Estado, de su marco jurídico, para operar. Y también para que no se te rebelen. Necesitamos pensar fuera de eso, no hay solo dos sopas. Y ahí es difícil imaginar, por eso hay que sospechar. No hay nada más hegemónico que aquello que es imposible imaginar. El mundo lleva muy poquito tiempo con Estados-nación y es casi imposible pensar cómo funcionaría el mundo sin el Estado-nación. En un ejercicio radical, yo siempre pienso: ¿cómo funcionaría un hospital de cancerología o de nutrición? Dicen no, no se puede. Me impresiona que incluso imaginarlo no sea posible.

¿Y a dónde te lleva la imaginación? ¿Cuáles son esas otras estructuras y cómo podrían funcionar?

—Creo que es Pessoa el que dice, con su humor, que no hay que confundir el hecho divino de existir con el hecho satánico de coexistir. Y ese hecho satánico necesita coordinarse de alguna manera. A lo largo de la historia ha habido muchas opciones: repúblicas, monarquías, estructuras tribales, estructuras comunales. El gran asunto con el Estado-nación es que no permite otras estructuras, las combate. Y como dice la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, nosotros, los pueblos indígenas de Mesoamérica, en 300 años configuramos otra opción que es la comunalidad. Es una estructura asamblearia que no genera clase política, donde el servicio público se ve como servicio. Aquí, el presidente municipal no cobra nada, no hay campañas políticas, la gente más bien evita esos cargos, porque implica un año de trabajar sin pago. Es una opción de hacer la vida en común que ha sido muy combatida por el Estado. Ahora es reconocida por el Estado, pero cuando el Estado reconoce algo lo controla. Positiviza la vida de los pueblos indígenas, la traduce a derecho positivo. Y ahí los riesgos que veo con el Estado plurinacional. Estas otras opciones quedaron como islas que el Estado no ha podido cooptar, estructuras minúsculas, con mucha autogestión, que es como funcionamos desde hace 500 años. Entonces, en lugar de pensar que México debe sí o sí existir, prefiero pensar en múltiples formas de coordinar lo que entendemos como el hecho satánico de coexistir.

Cuando imaginamos el futuro, es importante imaginarlo a detalle, amueblarlo, pensarlo desde cómo organizaríamos el drenaje. Hay quienes dicen que esto es utópico, pero hace 400 años una mujer mixe como yo debió haber dicho “esto está terrible”, porque murió muchísima gente entre las guerras de conquista, el trabajo forzado, la viruela. Yo hubiera dicho “el pueblo mixe va a desaparecer”. Pero, contra toda evidencia, 400 años después, sigo hablando mixe y aquí estamos. Me gustaría decirle a esa mujer: sí lo logramos, esta estructura que llaman utópica es la que nos permitió llegar vivos con nuestra cultura y formas políticas y lingüísticas al siglo XXI. Estas estructuras sí funcionan, son la opción ante la crisis climática, esa debacle provocada por el Estado y el capitalismo.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Mara Rita, el trópico nuestro

A veces, la tecnología juega pésimas bromas, pero al parecer el destino es inmune a ello. Esta es la historia de una entrevista —perdida y encontrada— que la periodista Javiera Tapia le hizo a la profesora, escritora y activista trans Mara Rita poco antes de morir, en 2015. Seis años después, cuando se publica su poemario póstumo Me arde, esta conversación inédita sobre identidad, sobre escribir, transitar, persistir y hacerse eterna, ilumina el legado de la poeta que, además de dejar una obra literaria inextinguible, ayudó a cambiar la realidad de las diversidades sexuales al interior de la Universidad de Chile, donde estudió Lengua y Literatura Hispánica. 

Por Javiera Tapia Flores

Es jueves 14 de mayo de 2015 en la mañana. En la intersección de Santo Domingo y Miraflores, en el centro de Santiago, existen cuatro cafeterías, y en una de las dos esquinas que dan al norte, hay una plazoleta improvisada, forzada por un árbol que cobija dos terrazas y cuyas raíces sirven como lugar de descanso de algunos perros callejeros que, en parte, llegan ahí por el aroma de la comida y el cariño que le entregan algunos trabajadores del lugar. 

En esa mañana de otoño, de frío en la sombra y calor al sol, llega la profesora y escritora Mara Rita, de 24 años, abrigada con un chaleco color turquesa muy suave, tan suave que me pide que lo toque con las manos para confirmarlo. Cuando saluda me abraza, aunque es primera vez que nos vemos. Nuestra cita se debe a una entrevista para conversar sobre su primer libro de poesía, Trópico mío, publicado semanas antes por Mago Editores. 

Una hora, siete minutos y diecisiete segundos. Esa es la duración de esta entrevista realizada en 2015, grabada con un teléfono que días después se descompuso y que, por lo tanto, di por perdida. En ese momento, pedí disculpas a la entrevistada y la invité a la radio en la que trabajaba para una nueva conversación. Aceptó. 

Es diciembre de 2020. Estamos encerrades en nuestros hogares, y toda la precariedad que muches pudimos haber vivido en años anteriores agarra nuevas características debido a una pandemia. En Chile, además, hay cientos de casos de violaciones a los derechos humanos impunes, después de una revuelta social ocurrida en 2019. Es 2020 y la Ley de Identidad de Género lleva casi un año de vigencia. Es 2020 y esas cuatro cafeterías del centro ya no existen. Es 2020 y hace mil 701 días, Mara Rita murió a causa de un accidente cerebrovascular. 

Es 2020 y en un disco duro aparece un archivo .m4a que se titula “Mara”. Y comienzo a escucharlo.

“Hace años, una alumna me regaló un cuadernito de viajes, una libreta de notas con muchas florecitas. Empecé a escribir Trópico mío ahí”, dice. Y recuerdo muy bien que, mientras hablaba, sacaba de su bolsa un ejemplar del libro. Pasándole la mano por la portada, como si le hiciera cariño, me explicó que la adornan flores por ese motivo. 

Le pregunto cómo se dio la posibilidad de publicarlo. Toma aire para hablar, se detiene un momento y dice: “en realidad, la busqué. No salió de la nada”. Una respuesta que aparece en los primeros minutos de la conversación y que lo inunda todo, como si las compuertas de una represa se abrieran, siendo la voluntad y resistencia de mujeres y disidencias el agua, siendo el patriarcado esa ciudad a punto de ser ahogada. 

“La gran motivación para escribir es la plata”, continuó. Y aparece un silencio entre ambas que acaba rápido con risas ensordecedoras. ¿Plata? ¿Quién escribe para ganar plata? Bueno, al parecer, Mara Rita: “Yo quería participar en el concurso Stella Corvalán de 2014 y no alcancé, no terminé a tiempo”. 

«30 de febrero», de Belén Marchant Ibaceta, intervenida por Zaida González.

Así que escribió Trópico mío, un solo poema largo, que sintió que no podía ir junto a otros en un libro. Era una obra individual. “Me cargan… bueno, ahora ya no. Me cargaban esos primeros libros chiquititos de escritores que después se lanzan a la novela. Y me pasó a mí. Yo quería lanzar un gran mamotreto, pero todavía no termino eso. Sentí la urgencia de definirme y decir, con justificación por cierto, que era escritora”.  

Su forma de definirse escritora fue escribir, abstrayéndose de todo lo demás. Por ejemplo, participaciones en “La Chascona o en el GAM, todas esas cuestiones. No estoy metida en el ambiente porque algunos se sienten muy iluminados, no todos, pero se creen mejor de lo que son. Como digo en varias partes cuando me he presentado, quizás en diez años más o veinte, yo mire el libro y diga ‘¡cómo escribí esto!’ y está bien, porque es parte del ejercicio escritural”. 

Abre el libro y me muestra las fotos que aparecen. Son retratos suyos que una amiga tomó en el Cerro 15 de Maipú. “Me gusta esa idea de poner fotos, como lo que hacía Lemebel, así que le copié. Es bonito”.

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Trópico mío tiene mucho que ver con mi nombre, Mara. Te lo cuento desde el principio. No sé cómo llegó un perfume de Max Mara a mi casa, porque no tenemos plata para esas cosas, pero llegó y me gustó el envase. Me gustó también cómo sonaba. Después, me pregunté si necesitaba otro nombre o si con uno bastaba. Luego de ver lo que significaba Mara, decidí ponerme Rita. Muy portugués. Y Mara significa muchas cosas: en hebreo significa amargura, amargo o nostalgia. Hay dos pasajes de la Biblia en donde aparece. Uno es cuando Moisés lleva al pueblo elegido y llega a las aguas de Mara, que eran aguas amargas, y supuestamente le pide a dios que los ayude y dios las vuelve dulces, entonces ahí hay otra interpretación, que significa esperanza”. 

“También hay otra parte de la Biblia en donde aparece Noemí, que significa ‘llena de dicha y alegría’. Se le mueren los hijos y regresa con una nuera a su pueblo natal y dice ‘ya no me llamen más Noemí, llámenme Mara, porque dios ha dado testimonio contra mí’”. 

“En Bolivia, hay una madera noble, oscura, que la usan mucho para hacer vasitos de mate y es la madera de Mara”. 

“También me di cuenta de que lo usan mucho en Centroamérica como un nombre colonial con influencia africana, porque en África hay un río que se llama Mara, con la misma importancia que tiene el Nilo. Eso lo vi en un documental de la National Geographic”. 

“También, en la costa africana oriental, hay un idioma en el que Mara significa ‘tiempo’”.

“En el budismo, por influencia del hinduismo, había un monstruo que le impedía al buda llegar al nirvana y se llamaba Mara”. 

“En sánscrito, hay un cuento antiguo en el que Mara es una de las criaturas más cercanas a dios”.

«Aunque me lavase con agua de nieve», de Vicente Martínez, intervenida por Zaida González.

“Cuando me fui dando cuenta de todo eso, me encantó. Vi que lo usaban en muchas partes como algo que dejó este proceso de conquista e invasión. Es por eso que tomo el Rita, por las colonias portuguesas en África. Me sentía despojada, invadida y colonizada, así que tomé estos dos nombres y los resignifiqué”.

“Por otra parte, la palabra trópico en latín era algo que giraba en círculos. Después, durante  el proceso colonizador se definió que existía un trópico del norte y otro del sur, que eran paralelos y eran espacios desconocidos, tanto en África como en América. Entonces, lo tropical es un espacio desconocido, exuberante. Y con el mío, juego con el posesivo, porque cuando digo ‘trópico mío’ es mío, cuando tú dices ‘trópico mío’, es tuyo. Y eso es un trópico nuestro. Un territorio desconocido, pero nuestro”.

“Me gusta la idea de trópico como lo desconocido, tanto en mi proceso personal, como en mi escritura sobre la identidad”, dice, algo que ella cree que funciona más allá de la construcción de la suya, porque “todos tenemos cuerpos que cambian, que transcurren; es por eso que juego también mucho con la idea del líquido. Yo estoy en contra, pero ¡muy en contra! ¡me enojan! los conceptos de cristalización de la identidad en la sociología. Eso de decir que la identidad se cristalizó y se formó: mentira. Yo me estoy reformulando totalmente, hasta mi proceso de memoria creativa. Antes me costaba mucho decir ‘cuando yo era chico’; reformulé mi proceso histórico y ahora digo ‘cuando yo era chica’”.

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La lectura que se repitió sobre su primer libro fue la del camino autobiográfico. “Hay lecturas muy exóticas”, responde ella frente a esta idea. “Soy el nuevo elemento-objeto exótico y aprovecho también eso. ¡Otra escritora transexual! ¡Va a hablar de su historia! ¡De su tránsito! Creo que eso pasa porque es llamativo, son temas tabú. Yo pertenezco a la OTD (Organizando Trans Diversidades) y ahí hay varias mujeres trans, pero son pocas las que quieren ser visibles. Hace poco también salí en Chilevisión y cuando preguntaron quién quería aparecer, ninguna quiso”. 

“Yo creo que el hecho de visibilizarme, de ser una persona trans que escribe, ayuda al imaginario de quienes quizás tienen miedo a enfrentar una realidad semejante, entonces sí, también me he abanderado de forma activa desde la visibilización de lo trans, pero siento que el libro tiene su autonomía artística”.

“A diferencia de muchos testimonios que he escuchado de compañeras y compañeros trans, yo nunca me sentí viviendo algo falso. Nunca he sentido que mi cuerpo es el cuerpo equivocado, sí aconteció hombre y ahora quiero que acontezca mujer, porque esa es mi identidad. Nunca me cuestioné mi identidad porque conmigo me bastaba, bastaba con decir ‘yo soy la que soy’. Creo que por eso partí mi proceso a edad avanzada, no en la adolescencia. Después, comencé a pensar por qué me gustaban los hombres y no me sentía homosexual. Creo que ese fue uno de los primeros quiebres”.

“Ya en la universidad empecé a buscar información por internet. Por ser universitaria, una tiene mayor acceso a ella, y es por eso que no me automediqué ni me inyecté silicona industrial. Llegué al MOVILH primero, pero no me sentí muy bien acogida y no tengo una muy buena opinión sobre los especialistas que me topé ahí. Luego, (la historiadora) Valentina Verbal me dio el contacto de la OTD y fui allá por mi cambio. Empecé con evaluaciones y entremedio hice un viaje a Arequipa por una ponencia en 2013”.

Este viaje fue crucial para ella. Llevaba bajo el brazo un análisis de género sobre Mayra Santos-Febre, Lemebel y Bellatín, y decidió cambiar todo a última hora para escribir sobre teorizar como mujer trans. “En todas mis ponencias me travestía y llegaba muy tropical, con flores y pañuelos en la cabeza, hacía mi ponencia y después me desmontaba”, relata. Un día, necesitaba usar un baño. “Le pedí a un funcionario que abriera uno para mí y abrió el de damas. Me dijo ‘pase, señorita’ y yo estaba muy afectada, pero feliz, porque sentí por primera vez que se me notaba. ¿Dónde vio mi alma?, pensé”. 

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Mara y Vicente se conocieron a inicios de 2015, cuando ambos participaban en una reunión en OTD. “Ella llegó diez minutos tarde y lo hizo sin pedir permiso, haciendo ruido, y yo pensaba: qué onda esta niña que no tiene ningún respeto. Me sorprendió porque vi a una mujer con mucha presencia y fuerza. Después la escuché conversar y me impactó. Pensé: es una mujer muy interesante”, cuenta él en 2021. 

Luego de un juego grupal en donde se dieron un beso con los ojos vendados, pasó el tiempo y fueron a ver un documental. Más tarde, en medio de la despedida, vino otro beso. Uno que él considera el primero, el real. 

Al principio, “yo estaba conflictuado, porque me reconocía como transmasculino, entonces, en mi mente, me tenían que gustar las mujeres cis. Así que viví una especie de lucha y luego pensé que era muy absurdo que le exigiera algo a alguien, si yo tampoco cumplía con la norma”.

«Los diamantes», de Zaida González.

Ese mismo año, antes de Vicente, Mara consiguió su operación de orquiectomía a través del sistema público. “No fue fácil”, dijo. “Una tiene que ser patuda, meterse y preguntar todo. Insistir incluso en que se respete tu nombre citando la Circular 21 —recordó, en referencia al instructivo  de  atención  de  personas trans en la red asistencial  de  salud del Minsal—. He tenido suerte, pero también perdía días enteros en hospitales, consultorios, buscando dónde los exámenes salen más baratos. Ahora que llevo un mes y medio desde la operación, siento que no estoy luchando contra mi cuerpo, ahora siento que lo guío”.

“Muchas veces la gente habla de la transición como si fuera algo lejano”, dice Vicente. “Yo explico que las personas trans vivimos una transición que se ve mucho más, pero que todos, desde que nacemos hasta que morimos, transitamos todo el tiempo. Cambian los gustos de la gente, cambia el cuerpo”. Y así aparece una conclusión evidente: todes transicionamos, pero la heteronorma permite algunas transiciones y otras no. 

“En términos familiares fue difícil”, explicaba Mara. “Querían que yo me fuera de la casa si es que llegaba a operarme. Querían que antes de hacer mi cambio terminara la carrera, tuviera un buen trabajo, una casa y, tipo a los 50 años, hacerlo. Era difícil para mi familia, porque nadie quiere que sufras discriminaciones. Luego entendieron. Con el tiempo, viéndome más femenina, agarré más confianza. Ya no tenía miedo de subir a la micro y mi familia ya no tenía tanto miedo de que me fueran a pegar en la calle”.

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Escritora, pero también profesora. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, el mismo lugar en el que después cursó la pedagogía y que luego de su muerte, en 2017, aprobó el Decreto Mara Rita, que establece el derecho de las personas trans a ser tratadas en asuntos internos por su nombre social.

“Yo le veía un gran futuro como profe, pero siempre me complicaba imaginarla como tal porque ya había sufrido discriminación en el lugar donde hizo su práctica”, cuenta Vicente. 

En una entrevista publicada en la revista Bello Público de 2015, Mara ahonda en la experiencia de discriminación que sufrió por parte del Departamento de Estudios Pedagógicos (DEP) de la universidad y del Liceo Experimental Manuel de Salas, lugar de su práctica profesional. “En el DEP recuerdo a varios profes que no sabían si aceptarme por ser mujer trans o esperar a que un especialista lo descubriera. Era un ping-pong donde no se consideraba mi opinión”, se puede leer allí. 

Pese a las dificultades, enseñar era un placer y una misión. Fue profesora voluntaria de lenguaje en el Preuniversitario José Carrasco Tapia y también en el Preu Trans que, luego de su muerte, fue nombrado “Escuela Popular Feminista Profesora Mara Rita”. Vicente cree que la participación de Mara en ambos proyectos tenía que ver también con su origen, “porque venía de una familia de pocos recursos, entonces quizás trataba de enseñar lo mejor posible a personas que muchas veces no tenían posibilidades. Ella tenía esta forma de querer enseñar el lenguaje de la mano de algo filosófico. Era una persona que si bien tenía 25 años, era muy inteligente y didáctica”.

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El 19 de abril de 2017, la casa FECh se llenó de gente. Fue el lugar en donde fuimos a despedir a Mara. El rito. Las flores. Su ataúd. Asistieron muchas personas que se sintieron deslumbradas por ella en los diferentes lugares que habitó. Hubo llanto, música e historias. También palabras de agradecimiento. La madre de una niña trans explicó que gracias a Mara y a su trabajo, la vida de su hija sería mucho mejor. Lo reproduzco acá porque esa noche llegué a mi casa y lo escribí, para nunca olvidarlo. Esa noche alguien dijo que Mara “se fue en poder, no en paz”. ¿Cómo describirla mejor?

“Después de su muerte, estuve en un estado de shock y me hice a mí mismo y a ella la promesa de terminar todo lo que había dejado inconcluso”, dice Vicente. 

Me arde, publicado en abril de 2021 por Ediciones del Intersticio, es parte de esa promesa. “Ella lo armó en base a una conversación. Su primera idea había sido sacar un conjunto de cuentos, un libro muy gordo. Yo le dije que lo dividiera, que sacara uno, luego otro y así, porque le daba más opciones. Dijo que tomaría mi consejo, sacó una hoja y escribió ahí mismo los títulos de los capítulos”, explica quien fuera su último compañero y quien se encargó de buscar una editorial y de mediar con la familia para su publicación. 

Vicente dice que en este libro él ve a “alguien con muchas vivencias, con muchas emociones y cosas que creo que no alcanzó a sanar. Cosas con su familia, con su identidad. No sé si tanto con su transición, y quizás mi visión es sesgada porque también conversaba con ella, sé lo que pensaba. Sé que ella jugaba un poco con un personaje. Todos conocían a la Mara risueña, con un humor superespecial, resuelta, pero cuando la conocías más a fondo, te dabas cuenta de que no era así. Creo que en Me arde da algunas luces de quién era realmente”. 

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En los últimos minutos de esa grabación perdida y encontrada, Mara comienza a leer algunos de sus pasajes favoritos del libro. Me explica referencias escondidas y me cuenta que un amigo un día le dijo “oye, esta parte es un refrán, ¿cómo lo vas a publicar como si fuera tuyo?”. “Soy un poco antropófaga, reformulo canciones y versos de otros poetas. Ahora estoy trabajando un texto que es como si yo me fuera comiendo al resto”, decía entre risas. ¿El refrán? Reescrito: “No digas mi nombre, no digas mi nombre, si lo dices yo no existo. El silencio”. 

Daniel Cruz, nuevo director del MAC: «Hoy quien se hace llamar artista está haciendo una declaración de principios política»

A sus 45 años, el artista visual que ha hecho carrera como docente e investigador en la U. de Chile llega a reemplazar a Francisco Brugnoli, quien estuvo 23 años a la cabeza del Museo de Arte Contemporáneo. Cruz sueña con revivir la historia del edificio de Parque Forestal, convirtiéndolo en un laboratorio de artistas que muestren su quehacer, y con acondicionar la sede de Quinta Normal para formatos multimedia y experimentales. Tiene claros sus principales desafíos: sortear el escuálido presupuesto y consolidar al MAC como un museo nacional.

Por Denisse Espinoza A.

Daniel Cruz (1975) reconoce que, probablemente, las razones por las que su nombre se impuso sobre otros para asumir como nuevo director del Museo de Arte Contemporáneo tengan más que ver con su currículum académico en la Facultad de Artes de la U. de Chile —de la cual depende el museo— que con sus redes de contactos en la escena artística local e internacional.

Quizás por eso solo dos días después de que asumiera oficialmente el cargo, una nota de prensa lo calificó como “poco conocido en el sector”. Pero lo cierto es que Cruz, un artista visual de mediana trayectoria que ha participado en innumerables exposiciones colectivas de arte y bienales internacionales, y que incluso impulsó la creación en 2011 del concurso  Matilde Pérez, Arte y Tecnologías Digitales, es sobre todo conocido en su sector, el sector de la investigación artística, la experimentación y la educación.

Daniel Cruz, en su exposición Espesores tisulares (2019). Crédito: Simón Varea.

“Creo que llegaron a mi nombre porque me ha tocado este año y medio, desde mi función anterior como director académico de la Facultad de Artes, tener mucha presencia en distintas instancias de la universidad, haciendo presentaciones relativas al arte en consejos universitarios, en relaciones entre la facultad y vicerrectorías. Mi nombre no aparece de la nada”, afirma Cruz. “De inmediato muchos artistas importantes a nivel nacional me escribieron entregándome apoyo y ánimo frente a este desafío y poniéndose a disposición para lo que necesitara. Esa es la contratapa que no consigna el titular del diario”, agrega.

En sus 23 años a cargo del MAC, Francisco Brugnoli desarrolló una tarea titánica: levantó el edificio del Parque Forestal, que estaba en ruinas desde el terremoto de 1985, consiguiendo en 2004 fondos directos por cerca de 1.750 millones de pesos del gobierno de Ricardo Lagos. Hizo crecer la colección de 1.700 piezas a más de 3 mil y trajo muestras de importantes artistas internacionales que marcaron hito a nivel local como Yoko Ono en 1998; la performance de Spencer Tunick en 2002; el movimiento Fluxus en 2005; la venida de la Bienal de Sao Paulo entre 2004 y 2007 y la retrospectiva de Michelangelo Pistoletto en 2018.

Sin embargo, hoy Daniel Cruz debe hacer frente a una crisis latente de presupuesto en la que siempre ha vivido la institución, que Brugnoli no pudo revertir y que hoy se agudizó debido a la pandemia. “Llevamos 14 meses cerrados, entonces mi primera tarea es echar a andar con el equipo el plan retorno. Hemos empezado a abrir para hacer labores de limpieza de las salas y hemos retomado el contacto con todos los artistas que deben exponer en el segundo semestre. Tenemos 29 exposiciones comprometidas para inaugurar”, señala.

En cuanto a los recursos, el artista reconoce que son deficitarios. “Recibimos cerca de 600 millones de pesos al año, que, comparativamente con otros espacios culturales, es muy acotado, sobre todo para la cantidad de metros cuadrados que tenemos repartidos en dos sedes y la cantidad de exposiciones que desarrollamos. Piensa que el GAM [la Galería Gabriela Mistral] obtiene 1.300 millones de pesos y su espacio y programación es mucho más reducida”, plantea.

Hall del MAC, 2020. Crédito: María Francisca Crovari.

—¿De qué forma piensa afrontar el problema de los recursos que recibe el museo?

—Creo que esta es una pregunta que como Universidad [de Chile] tenemos que abordar, entendiendo que el museo no es solo un dispositivo de la Facultad de Artes, sino un centro extensional de carácter universitario, pero de relevancia nacional. El MAC tiene que ser considerado tan importante y necesario como otros espacios que tiene la misma universidad, como el Hospital Clínico o el Centro Sismológico. Hoy todo el presupuesto proviene de la Facultad de Artes, pero estamos ya barajando otras posibilidades para generar una inyección que no sea solo de la Universidad. El arriendo de los espacios del museo para productoras y otro tipo de eventos ha sido una forma histórica en la que se levantaba fondos, y que es un modelo que se hace en otras partes del mundo, no es algo solo del MAC, pero ahora por la pandemia tampoco ha sido posible. Creo que el MAC es un lugar interesante y querido por los artistas, si no fuera así no tendríamos  29 muestras que inaugurar. La mayoría de estos artistas levantaron ellos mismos sus fondos para exponer, no son fondos del museo. Nuestra parrilla programática tiene compromisos hasta el 2022.

Entre las exposiciones que se esperan para el segundo semestre en Parque Forestal están Leaking women, de Soledad Pinto y Paula Salas, y Líquida superficie sólida, de Alejandro Leonhardt, mientras que en abril de 2022 se montará Delira de Nicole L’Huillier y Post escultura, integrada por 10 artistas y curada por Luis Montes Rojas. Mientras que en Quinta Normal está programada una selección de fotografías del acervo MAC, a partir de un proyecto financiado por el Fondo de Mejoramiento Integral de Museos, del Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, y Geometría emocional, una propuesta de Juan Castillo con curatoría de Andrea Pacheco González.

Cruz cuenta que el plan retorno está fijado para mediados de agosto, pero siempre sujeto al Plan Paso a Paso. De cualquier manera, no será una apertura total como lo era antes de la pandemia. “Tenemos una cantidad de protocolos que hay que cumplir. Las inauguraciones no existirán como tal, serán otro tipo de acciones, el asistir al museo no será tan libre, habrá que agendar, habrá un acompañamiento para definir la trazabilidad de la gente que entra y sale, habrá un horario para recorrer el museo por turnos y no abandonaremos las muestras virtuales”, afirma.

Un edificio para el MAC

Formado en pregrado y magíster en la Universidad de Chile y con una especialización en el Harvestworks Digital Media Art Center, de Nueva York, Daniel Cruz pertenece a la generación de artistas de fines de los 90 que, como él dice, vivieron “la resaca” de la dictadura: criados bajo el miedo a la represión y la esperanza en un modelo económico que terminó fallando por completo. Al igual que Iván Navarro, Patrick Hamilton, Mónica Bengoa, Voluspa Jarpa o Cristián Silva Avaria, Daniel Cruz egresó cuando las ferias de arte hacían furor en la región y el Fondart se instalaba como la herramienta para producir arte en Chile.

Daniel Cruz. Crédito: Marisa Miño.

Sin embargo, el nuevo director del MAC es escéptico del mercado y jamás ha participado de una feria de arte. Quizás eso explica que tenga más interés en el proceso, la investigación, las materialidades y las lógicas de trabajo que en el objeto artístico en sí mismo.

“Creo que poner el foco en la legitimación de la obra terminada es un error, es importante hablar de los procesos de creación también. ¿Cuántos coleccionistas de arte hay y cuántas obras por encargo existen? En un país de 18 millones de personas, muy poco, el mercado local no existe. Hoy quien se hace llamar artista está haciendo una declaración de principios política en contra de este sistema, es un ser indisciplinado. Tiendo a pensar, además, que el artista no es un ser instantáneo, y que todo lo que hemos vivido en estos últimos dos años de revuelta es algo que no vamos a terminar de ver ahora mismo. Es interesante leer esa secuencia que tiene que ver con los recorridos y no necesariamente con una respuesta inmediata. Hay un peligro también en que la obra de arte se transforme en un relato de contingencia que puede ser panfletario, a mí me cuesta leer esas respuestas tan inmediatas. Tengo la sensación de que el artista está observando y tiene otros tiempos de administración y lectura. Mis propios proyectos tienen una trama de tres a cuatro años”.

Su última muestra, desarrollada entre abril y junio de 2019 en el MAC de Quinta Normal, se tituló Espesores tisulares y reunió una serie de objetos entre fotos, videos, pintura en spray, instalaciones reactivas, textos y aplicaciones móviles que hablaban sobre “el significado de estar en red, la era de la tecnología e información” y “los conceptos de privacidad, invisibilidad, transparencia, seguimiento y traza”.

Antes, el artista había desarrollado otras obras como Robotype y Océano de 1cm de profundidad —exhibidas ambas en el MAC de Parque Forestal, en la Bienal de Artes Mediales y en el Centro de Arte Nacional Cerrillos—, donde utilizaba búsquedas de palabras claves en Twitter que luego eran materializadas por un sistema robótico en un piso de arena. Todo era manipulado por el propio espectador.

—¿Cuál es la línea curatorial que quiere imprimirle al museo y cuál será su forma de trabajo en ese sentido?

—Me interesa mucho el ámbito interdisciplinar como un elemento que está también en mi práctica y que tiene que ver con el ejercicio del arte en un sentido ampliado —danza , música, artes escénicas—, donde lo interdisciplinar habla de la contemporaneidad. El MAC debiera proyectarse hacia allá. Estamos en un trabajo muy arduo con el equipo, ya hemos conformado  un pequeño comité editorial interno para levantar el nuevo modelo de convocatorias que vamos hacer a la comunidad artística nacional e internacional. No soy curador y no pretendo serlo ahora. Soy artista visual, me encanta hacer docencia, me encanta hacer investigación, me encanta trabajar con las personas, hacer equipos  y aperturar conversaciones. Hasta ahora, el museo funcionaba con Francisco como único curador, pero lo que yo propongo es que tengamos una postura como museo y no yo como única persona. Tampoco veo el MAC como plataforma para mi obra. También hay una línea que tiene que ver con prácticas más emergentes, con espacios que queremos empezar a habilitar en Quinta Normal, específicamente. Hay un subterráneo muy atractivo para el trabajo lumínico, proyecciones, instalaciones que requieren de una lógica muy contemporánea que no necesariamente es la del cubo blanco, como una galería. Y por otro lado mi idea es activar el perímetro exterior de Quinta Normal que está protegido y que sería interesante para ciertas obras. Abrir el museo y atraer al público con algo más que un simple pendón que diga MAC. En el caso del edificio de Parque Forestal, me parece importante que sea el lugar para la lectura del acervo del museo, relevar una conversación de las obras históricas de nuestro recorrido cultural como país, pero también dar la posibilidad para que artistas jóvenes puedan instalarse allí y establecer un espacio de laboratorio, preguntarnos cómo podemos apoyar el desarrollo de sus investigaciones y de sus obras. Hoy hay mucho desconocimiento de ciertas técnicas y materiales y el museo puede dar soporte en ello y, en esos términos, por ejemplo, hacer cruces con otras disciplinas de la universidad como la ciencia. Creo que ahí cumpliríamos con el rol universitario de construir un acompañamiento para los artistas no solo en la exhibición y, de paso, que el público pudiese ver cómo los artistas trabajan.

Muestra Colección Contingencia, MAC Parque Forestal, 2020. Crédito: María Francisca Crovari.

—Esa idea coincide mucho con lo que fue el edificio del MAC en su origen, ligado a la Escuela de Bellas Artes ¿Le gustaría homenajear esa época?

—Creo que hay una concepción del arte como si fuese un ritual mágico, una cuestión oculta que creo hay que transparentar. Justamente esa concepción de los talleres de artistas como espacios de exhibición desaparece y todos los talleres son trasladados al campus de Las Encinas, donde estoy seguro muchos aún no saben que hay una escuela de arte. Creo que con Francisco hubo una apertura grande del museo a artistas que no eran de la Chile, a artistas internacionales y a prácticas amplias, pero aún el MAC debe abrirse más, sobre todo a regiones. Que sea realmente un museo nacional.

—Otro debate abierto que siempre vuelve es la relación del MAC con el Museo Nacional de Bellas Artes y el problema de que compartan edificio. ¿Cuál es su postura frente a este tema?

—Es un deseo muy relevante a nivel de universidad y necesaria para el museo crecer en metros cuadrados, pero la decisión que se tome saldrá de ahí, no será algo que yo decida. Hoy en día ninguna de las propuestas de traslado del MAC ha sido validada y el proyecto [Gonzalo] Mardones [iniciativa privada que implicaba construir bajo tierra una extensión del museo hacia el Parque Forestal] fue desechado de plano por el propio rector.

—¿Merece el MAC quizás su propia infraestructura contemporánea?

—Esa es una bonita pregunta que deberíamos reflexionar en la universidad. Si lo piensas, el edificio del Museo de Bellas Artes fue concebido como museo, igual que el Museo de la Memoria. En nuestro caso, ninguna de nuestras sedes ha sido pensada para el arte contemporáneo. Es interesante esa reflexión porque hoy los programas de exhibición requieren de una infraestructura que no tiene que ver solo con los metros cuadrados sino con una propuesta técnica, que va de la mano con el diseño. También están las áreas de restauración y conservación que necesitan mayor atención. Siempre están ingresando nuevas obras y el trabajo de catalogación es fundamental y los materiales siempre van cambiando. Hace un año y medio me tocó donar una obra para el Harddiskmuseum, que es un disco duro, o sea, lo que doné fue un software, una programación. Sería bonito que el MAC se abriera a ese tipo de donaciones, obras hechas en una materialidad de orden binario. Entonces, cuando veo que se levantan nuevos lugares para el MAC, como el ex Correo o el edificio de TVN, me doy cuenta de que no hay un sentido de pensar el museo desde esa conciencia contemporánea, en torno a los debates de lo que realmente se requiere para exhibir arte contemporáneo hoy de manera adecuada.

—Y, ¿qué sucede con el rol del MAC en los debates que hoy toman la atención del país como es el proceso constituyente?

—Sería interesante que el MAC fuera plataforma para esos debates. Poner a los constituyentes discutiendo en el hall, proponiendo, también para visibilizar que hay constituyentes vinculados a las artes, como Malucha Pinto e Ignacio Achurra, y yo esperaría que haya una representación de ellos con un relato de pertenencia y pertinencia. La cultura ha sido bastante marginada en esta crisis, como tantos otros sectores. Creo que nosotros tenemos que seguir proponiendo y quizás levantar más la voz. Quizás no hemos tenido la capacidad total de hacer propuestas a la ciudadanía o de transmitir la importancia del arte para el país, de su rol más allá de la entretención.

Eduardo Engel: «Uno estaba mucho más seguro en Santiago a fines del año pasado, sin vacuna, que ahora, con vacuna»

Sin vacilaciones, el profesor titular de la U. de Chile y director de Espacio Público sindica al Gobierno como el responsable de una crisis sanitaria que, a su juicio, puede manejarse de mejor manera para evitar más contagios y muertes. Si bien admite el buen trabajo que se hizo con la adquisición de vacunas, reconoce que “no hay algo que me lleve realmente a entender cómo se puede cometer un error de política pública de esta magnitud” para referirse a las que considera señales confusas de normalidad de parte del Ejecutivo en medio de un tercer brote significativo de casos y muertes por covid-19.

Por Jennifer Abate C.

El profesor titular de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile y director del centro de estudios independiente Espacio Público ha sido, desde el inicio de la pandemia, una de las voces más críticas frente al manejo del Gobierno de la crisis sanitaria. En los primeros meses, promovió las cuarentenas totales cuando el Ejecutivo insistía en el concepto de confinamientos dinámicos y hoy, con cifras alarmantes de contagio, que hace pocos días alcanzaron casi nueve mil en todo Chile, llama a un cambio urgente de estrategia basado en la transparencia de la información disponible y la convocatoria amplia de expertos y expertas interesadas en colaborar con la gestión de la crisis.

Eduardo Engel

¿A qué factores se debe la difícil situación de contagio de covid-19 en la que nos encontramos hoy?

—Creo que se debe a un error de diagnóstico, a no haber escuchado lo que decían expertos muy diversos, a un grado importante de obstinación por parte del Gobierno. El Gobierno ya cometió un error importante a comienzos de marzo, cuando estaba convencido de que se evitaría una segunda ola, un segundo incremento importante de casos, gracias al programa de vacunación. Las evidencias eran claras: los tiempos no calzaban. La vacuna, siendo muy importante —es bueno aclararlo desde el comienzo—, siendo una enorme ayuda y algo muy positivo que hayamos vacunado relativamente rápido comparado con la mayoría de los otros países, igual no iba a servir para detener una segunda ola. Por lo tanto, no se podía llegar y relajar las medidas de reclusión todavía, había que buscar la mejor forma de hacer un último esfuerzo, dar esas seis semanas adicionales que requería la vacuna para tener una protección masiva.

En semanas recientes, el error de diagnóstico, la falta de análisis, la negación de la realidad del Gobierno era que podíamos tener una situación en la cual, a pesar de que subían los contagios, bajaría la cantidad de gente que llegaría a ocupar las UCI o a morir, y que, por lo tanto, gracias a la vacuna no importaba mucho que subieran los contagios. Ese análisis, que era el leitmotiv del Gobierno, estaba equivocado, y ahora se está revelando que estaba equivocado. Esto no fue mala suerte o que el virus los traicionó; simplemente eran errores no forzados y un afán de no querer escuchar a expertos muy diversos que estaban diciendo lo mismo: “no haga lo que está haciendo”.

¿Tiene una lectura de por qué el Gobierno se niega a escuchar a esos expertos y expertas?

—Es muy complicado especular sobre por qué la gente hace las cosas, ¿no? En el grupo que seguimos la pandemia en Espacio Público comentamos mucho esto y uno especula, digamos, tratando de entender qué lleva a alguien a cometer errores tan grandes. Puede ser que el Gobierno quiera apelar al cansancio pandémico que tenemos todos, pero no se da cuenta de que cuando se empiece a ver la cifra de contagiados, como ahora, va a tener que echar pie atrás de nuevo y la derrota política va a ser aún mayor de lo que fue. Esa hipótesis, que es parte de lo que está pensando el Gobierno, creo, tampoco es una buena hipótesis, porque significa que calcularon mal. No hay algo que me lleve realmente a entender cómo se puede cometer un error de política pública de esta magnitud por segunda vez en menos de tres meses.

¿Se ha puesto el suficiente énfasis en la transparencia y claridad de la información sobre el impacto de la pandemia?

—El acceso a datos ha sido una pelea muy grande del mundo científico, de las políticas públicas. Evidentemente hoy tenemos muchos más datos que en abril del año pasado, sin embargo, el Gobierno sigue no haciendo públicos datos que deberían ser públicos y que usa a sus anchas. Uno a veces tiene dudas de si estará eligiendo la parte que le conviene. Los datos más importantes en este momento, en los últimos dos o tres meses, que debieran ser públicos y que el Gobierno se niega sistemáticamente a publicar, son el desglose de todas esas estadísticas que da el ministro [Enrique] Paris tres veces por semana en conferencia de prensa y que aparecen diariamente en los reportes del Gobierno, pero separadas por vacunados y no vacunados. Los números de hoy (viernes 28 de mayo), con casi 9 mil nuevos casos de contagio, por ejemplo. Quiero saber cuánta de esa gente está vacunada y cuántos no están vacunados. De la gente que está en la UCI, cuántos están vacunados y cuántos no están vacunados. La gente que muere cada semana, cuantos están vacunados y cuántos no están vacunados. El número de vacunados y no vacunados que están en la UCI, con rango etario, además, eso es muy importante, y lo mismo para los que mueren, los contagiados y hospitalizados. El Gobierno tiene una tendencia a esconder esa información, pero a aprovecharla cuando le conviene para argumentar a su favor.  Cuando uno tiene información pública, todo el mundo de las políticas públicas, todo el mundo científico puede ir aportando ideas, muchas veces viendo cosas que el Gobierno no ve y alertando cuando está en esta visión de túnel, creyendo cosas equivocadas, lo que ayuda a construir mejores políticas públicas.

¿Qué opina sobre la comunicación de riesgo que ha realizado el Gobierno a lo largo de la crisis sanitaria?

—El Gobierno ha tenido una muy mala comunicación de riesgo, esa es la verdad. Yo creo que todos compartimos el objetivo del Gobierno, de que los rezagados en todos los grupos etarios se vacunen, eso es muy importante: si alguien lee esto, por favor, vacúnese. Pero el Gobierno tiene que comunicar el riesgo correctamente y no enviar mensajes contradictorios como el que dio con este pase [de movilidad] que se aprobó la semana pasada. El mensaje debería decir que tenemos un brote tremendo y que hay que volver a cuidarse. Hay un objetivo válido, que es que la gente rezagada tenga más incentivos para ir a vacunarse, pero la política es equivocada, había muchas otras formas de incentivar a esa gente, se pueden pensar muchas cosas que no dan el mensaje negativo de que estamos en la normalidad. Esto está ayudando a que la gente vaya a vacunarse, pero a un costo enorme, porque más gente se vuelve a contagiar porque cree que estamos en la normalidad y claramente no estamos en la normalidad. Con los niveles de contagio que hay en este momento, la probabilidad de morirse es alta, uno estaba mucho más seguro en Santiago a fines del año pasado, septiembre, octubre del año pasado, sin vacuna, que ahora, con vacuna.

A eso se agrega que si tenemos un sistema hospitalario colapsado, si me enfermo, mis chances son mucho peores vacunado o no vacunado, porque la calidad de la atención que recibo no es la misma. En las UCI están haciendo un esfuerzo enorme, hay que aplaudirlos, valorarlos y apoyarlos en todo lo que uno puede, pero en ese nivel de estrés la calidad no es la misma que si fueran números más normales. Es lo que los médicos llaman, con cierto eufemismo, “adecuación del esfuerzo terapéutico”, que en buen castellano significa que hay gente que en épocas normales de la UCI se salva, pero como estamos en crisis hospitalaria, ya no hay UCI para ellos y los mandan para la casa y se mueren. Es una situación de la que se habla poco, cuesta decirlo, pero está sucediendo bastante en estas semanas y va a seguir en las que vienen.

Hay que decirle a la gente que tenga mucho más cuidado, el riesgo se comunica cuando uno tiene mensajes claros, consistentes, que no es lo que está haciendo el Gobierno, que le echa la culpa a la gente.

Como usted plantea, el Gobierno ha puesto énfasis en la responsabilidad individual de las personas en el aumento de los contagios. Si usted tuviera que atribuirle un porcentaje a la responsabilidad, ¿cuál sería el que les corresponde a las personas y cuál el que les asignaría a las autoridades que toman las decisiones políticas y sanitarias?

—No puedo responder a esa pregunta, pero puedo decir que este no es un problema individual. Todos tenemos una responsabilidad en no tomar riesgos innecesarios. Hemos aprendido durante la pandemia que podemos hacer muchas cosas con riesgos muy, muy bajos, no estamos en abril del año pasado, cuando el mensaje era “no haga nada”, hoy se puede salir y caminar al aire libre, hacer deporte al aire libre; hasta ir a un restorán al aire libre es algo de muy bajo riesgo si se toman las precauciones del caso, ahora eso está comprobado. En cambio, estar en espacios cerrados y sin mascarilla, con bastante gente, es buscarse enormes problemas. Pero los riesgos que asumo no solo dependen de mí, también dependen del nivel de circulación general del virus, y eso depende de la conducta de todos. Todos estamos en esta, en el país, en la ciudad, en el planeta.

Pero necesitamos un liderazgo que convoque. ¿Qué hace un Gobierno si la gente no confía en él? La respuesta es obvia: busque a gente en la que las personas confíen para que dé el mensaje. Para el Gobierno ha sido muy importante tratar de aprovechar la pandemia para resucitar políticamente, sacar provecho político, y no ha dejado que la gente que tiene credibilidad, personas civiles de diverso tipo en las que la gente sí confía, actúen, no ha querido que esas personas tomen el liderazgo porque pierde presencia política.

Después de un requerimiento de transparencia del Colegio Médico, el Gobierno confirmó que la Mesa Asesora Covid-19 no tiene funcionamiento formal ni actas de sus reuniones. ¿Qué opina sobre esta forma de funcionamiento en una instancia clave para la toma de decisiones sobre el manejo de la pandemia?

—A ver, yo no soy experto en derecho administrativo para decir si cada instancia, sobre todo una instancia exclusivamente de Gobierno, tiene que dejar en acta cada decisión, pero lo que sí veo acá es un patrón de comportamiento de este Gobierno, en que a aquel que trata de criticar se le descalifica en vez de contraargumentar. En países más avanzados, muchas veces quedan grabaciones sobre estas reuniones para que la historia pueda juzgar y aprender las lecciones del caso, y la única manera de aprender de los errores es saber lo que estaba pasando. Aquí hay una inquietud legítima del Colegio Médico y la respuesta es no responder a la legítima pregunta, y eso desgraciadamente se ha vuelto una constante en la forma de comunicar del Gobierno cuando alguien osa criticarlo en el tema de la pandemia. Cada vez que el ministro Paris recibe alguna crítica, responde que se está criticando a todo el personal médico, cosa que es totalmente falsa: se está criticando al ministro porque hace mal las cosas y no al personal médico, y siempre está el victimizarse o el descalificar a quien critica en vez de responder con argumentos que uno esperaría desde la sociedad civil.

El médico internista Juan Carlos Said publicó en Ciper una columna en la que argumenta que la vacuna Sinovac no ha sido suficientemente efectiva para cortar el contagio de covid-19 y que por eso Chile debería avanzar en la vacunación con el mayor número de vacunas altamente efectivas, como Pfizer, Moderna o Sputnik. Para la realidad de nuestro país, ¿fue un error privilegiar la vacuna con Sinovac?

—Me parece que lo que dice la columna de Said es un tanto distinto. No teníamos otra, y haber tenido la Sinovac es muchísimo mejor que no haber tenido nada. La regla en ese momento era “vacune con lo que tenga”, y la Sinovac no tiene la efectividad de la Pfizer ni de la Moderna, pero tiene una efectividad muy, muy valiosa, y puede salvar, está salvando y va a salvar miles de vidas. El problema es que el Gobierno ha exagerado la efectividad. La efectividad es un concepto relativo, que dice cuánta gente menos se contagia gracias a la vacuna comparada con la que se hubiera contagiado sin vacuna. Se compara a los con y sin vacuna, pero no me dice cuántos hay en total en cada grupo, hay que explicarlo porque la mayoría de la gente no lo entiende. Si yo digo que, por ejemplo, la Sinovac tiene una efectividad del 60% en prevenir el contagio sintomático y asintomático, eso significa que, si sin vacuna hubiese tenido cien contagios, tengo solamente cuarenta con vacuna, porque hay sesenta que se dejan de contagiar, pero también significa que si hubiese tenido diez mil sin vacunar, tengo solo cuatro mil. La pregunta es: ¿cien y cuarenta o diez mil y cuatro mil? Y esa diferencia depende de las restantes medidas que se estén tomando.

La Sinovac ha evitado un número importante de contagios y lo más importante es el 80% de efectividad para evitar muertes. Donde hubiesen muerto cien personas sin vacuna, han muerto solamente veinte y ochenta se salvaron, pero nuevamente, la pregunta es: ¿cien contra veinte o diez mil contra dos mil? Nuevamente miles de personas terminarán muriendo a pesar de este programa de vacunación activo. Entonces, entre no vacunar o vacunar muy poquito, como pasa en Argentina, no cabe duda de que en Chile vacunar con Sinovac ha sido mucho mejor. Dicho eso, no se debió decir nunca lo que dijo el ministro Paris, que está por escrito y lo está diciendo hasta abril: “la efectividad de Sinovac en prevenir muertes es del 100%”.

Eso lo desmintió el primer estudio de seguimiento de personas que se habían vacunado con Sinovac en Chile…

—Efectivamente, ese informe lo hicimos Alejandro Jofré, Juan Díaz y yo. Volviendo al 100% que informaba el ministro Paris, este se basaba en un estudio del Institutio Butantan con aproximadamente 10 mil personas, donde hubo siete casos graves entre los no vacunados y ninguno entre los vacunados. Y donde no hubo muertos, ni entre los vacunados o los no vacunados. Existe un concepto en el mundo de la bioestadística que todo buen médico conoce: intervalo de confianza. Dados los resultados de este estudio, la transmisión correcta de riesgo era decir que un intervalo de confianza para la efectividad en prevenir muertes estaba entre 55% y 100%. Eso es lo que uno podía decir responsablemente, pero el Gobierno decidió decir 100%. Una persona que comunica bien los riesgos se pone a la mitad del intervalo y dice 80%, pero no se pone en 100%, que era el escenario ultra, ultraoptimista. Ya habían empezado los rumores en marzo: “oye se murió esta persona y tenía la vacuna y habían pasado dos semanas”, y salía el caso en el diario, porque evidentemente iba a ser noticia cuando muriera gente que estuviera vacunada, pero el esfuerzo inicial era dar a entender que eran personas muy débiles y muy enfermas. Ni siquiera tienen la capacidad de elegir estrategias comunicacionales que no se evidencie en el tiempo que están equivocadas. Es algo realmente muy difícil de entender.

¿Funcionan las cuarentenas en la manera en que las estamos manteniendo o es el momento de pensar en otras medidas que ayuden de manera más efectiva a disminuir los contagios?

—Las cuarentenas son las medidas de último recurso, cuando la pandemia se sale de control y cuando no hay nada más que hacer. Lo que uno quisiera es nunca tener que recurrir a cuarentenas y hay muchas cosas que se pueden hacer para ojalá no recurrir nunca a la cuarentena, como, por ejemplo, mejorar la trazabilidad, que es un tema en el que seguimos al debe y en que el Gobierno no se ha puesto las pilas de verdad. Llevamos muchos meses bastante estancados en el tema trazabilidad, ese es el tema en el que se podría avanzar mucho. Hay otro tema también, las estrategias para prevenir contagios en empresas y colegios, que cuestan plata, pero no tanta, un poquito de plata. Esos son los temas que evitan tener que recurrir a cuarentenas. Pero en el escenario en que estamos ahora, a niveles altísimos, con el sistema hospitalario al borde del colapso, hay momentos en que la cuarentena pasa a ser la única medida, pues, aunque baje solo un 20% la movilidad, eso ayuda mucho. Podrían ser mucho más efectivas las cuarentenas, claro que sí, podrían ser más efectivas, pero cuando el Gobierno se las cree. Cuando el Gobierno invoca la cuarentena después de demonizarla, quién diablos le va a creer. En comunicación de riesgo, la primera cuestión es un mínimo de consistencia en el tiempo. En segundo lugar, se han dado tal vez demasiados permisos que no son bien usados. Cuando parten cien mil familias a la playa para el 21 de mayo, está claro que esa gente no tenía un funeral, que esa gente no se iba a su casa a trabajar; se fueron a su casa de veraneo y punto, hay un problema de fiscalización. Y tercero, pero con este gobierno creo que es imposible, se podrían hacer buenas encuestas. Yo creo que se ha instalado la idea de que las cuarentenas no sirven, pero podríamos decirle a una empresa de encuestas independiente que haga un estudio bien en serio, con focus group, a la gente, viendo lo que realmente quiere.

Hay una pregunta en la última encuesta del CEP, una pregunta que le pide a las personas que elijan entre un mundo en el cual priman las libertades y cada uno se mueve lo que quiere, y un mundo donde se restringe mi libertad y no me deja moverme para nada, todo en un contexto de pandemia. La pregunta está formulada de manera muy sesgada porque la ideología del CEP es pro libertad por encima de cualquier otro derecho. A pesar de lo sesgada que está formulada la pregunta, el 70% se inclina por la frase que está planteada de una forma que parece del Gran Hermano, una frase que indica que básicamente yo quiero que me restrinjan para revertir la pandemia. El Consejo para la Transparencia también hizo una encuesta en diciembre y enero, en la cual les pregunta a las personas por medidas concretas y hay cinco medidas bien restrictivas. El Consejo para la Transparencia está preocupado del tema de la privacidad y, claramente, si a la gente no le preocupa la privacidad, entonces hay más herramientas para contener la pandemia. En las dos encuestas que han hecho preguntas, dos instituciones cuya agenda estaba en la onda de que la gente no quiere medidas restrictivas, en el caso del CEP porque es de derecha, en el caso del Consejo para la Transparencia porque están muy interesados en liderar el tema de la protección de datos personales, la gente dijo que estaba dispuesta a que no haya libertades con tal de que esto baje más rápido.

¿Qué es lo que podríamos esperar en este año 2021 y 2022 respecto a un potencial regreso a la normalidad?

—Es muy difícil hacer proyecciones y eso depende no solamente de las dinámicas del virus, sino que de las dinámicas que va tomando la autoridad, cómo logra convocar o no convocar a las personas. Un escenario optimista es un Gobierno que revierte el norte equivocado, que hace algo de lo que he dicho recién, que es convocar. Así, de acá a finales de julio, principios de agosto, podría esperarse que bajen drásticamente los contagios. Un escenario intermedio es que el Gobierno no revierta rápidamente, que se requieran varias semanas más para que se dé cuenta de su error. En ese caso, tendríamos que en septiembre y octubre, con la ayuda de la llegada de la primavera, podríamos alcanzar valores más bajos. Pero es difícil hacer proyecciones, es una pena, porque el programa de vacunación es bueno, en parte porque el Gobierno se consiguió las vacunas y en parte porque Chile tiene una larga tradición de vacunar bien, pero cantaron victoria antes de tiempo dos veces y con eso se perdió la oportunidad de haber salido de esta pandemia bastante antes.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Jaime Lorca: «El teatro es una necesidad, una vacuna contra los males del mundo»

El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.

Por Denisse Espinoza A.

Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.

Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.

—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.

Jaime Lorca. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.

El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.

—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.

Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.

—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.

La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.

Primera función de Lear después de la primera cuarentena en Santiago, 10 de octubre de 2020. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.

Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.

Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.

—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.

Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?

—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.

Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?

—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.

Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Lear (2020). Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.

Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?

—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.

¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?

—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas  y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos.  Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.

Fabián Casas: “Donde está el peligro en la escritura, está la salvación”

En este diálogo, organizado por Santiago en 100 Palabras en el marco de su aniversario número 20, Álvaro Bisama —director de la Escuela de Literatura Creativa de la UDP y autor, entre otros libros, de Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha— conversa con el poeta y ensayista bonaerense, una de las figuras centrales de la generación de la poesía argentina de los años 90 y escritor de referencia en América Latina, quien profundiza en sus procesos creativos, su relación estrecha con Chile y su necesidad de escribir desde la incomodidad para estar en un «estado de riesgo», como lo llama Casas, cuya literatura funciona «como prótesis de la memoria y como un espacio que habitar», en palabras de Bisama.

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Este es un extracto editado del encuentro “Diálogos Magistrales”, de Santiago en 100 Palabras, realizado el 8 de abril de 2021. Puedes ver el video de la conversación completa aquí. 

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Álvaro Bisama (AB):  Para partir, te quiero preguntar dónde estás ahora: leí que han pasado años en que no has escrito poesía, te demoras en escribir narrativa y nunca has dejado de hacer columnas. ¿Con qué te sientes más cómodo? ¿Qué es la escritura? Pienso en tus libros El salmón, en tus ensayos, en esa compilación de nueva literatura argentina, La voz extraña.

FC: Me siento cómodo en la inseguridad. Porque, de alguna manera, siempre me pareció que tenía algo de control sobre esos géneros que mencionas, y me trataba de correr de ahí. Nombraste La voz extraña, que es una antología que publicó la editorial de la UDP, y es un concepto que tiene que ver con la idea de trabajar con la voz personal. Cuando identifico que lo que estoy escribiendo lo hago yo, trato de correrme de ahí para buscar la voz extraña. Como cuando tienes una piedra en el zapato; me gusta sentirme así. En el último tiempo he estado escribiendo obras de teatro, que no sé cómo se hacen, y ya llevo una antes de la pandemia y ahora (la editorial) Blatt y Ríos va a publicar otra, que es una reescritura de El jardín de los cerezos. No tengo un lugar donde ubicarme, vengo escribiendo columnas hace varios años en los diarios y son columnas editorializadas, y también una columna puede ser un poema, una narración. Yo trato de que la columna no quede quieta en ningún género y eso me produce libertad y una posibilidad de no saber qué estás haciendo. Me gusta que pueda existir un lector que no se tranquilice con las columnas, como yo no me tranquilizo cuando las escribo. Acabo de terminar esta obrita de teatro y hace como ocho años vengo escribiendo una novela que no tiene ni ton ni son, cada vez que la agarro la tengo que reescribir entera. Yo no escribo todos los días, ¿viste que Vargas Llosa escribe diez horas?

AB: Carlos Droguett escribía 60 páginas diarias, y si escribía menos de 20 se quería suicidar.

FC: Jajaja. Yo leo mucho, la verdad leo todos los días, no solo porque como vos hago clases y un taller literario, que ahora no lo puedo dar parado; me cuesta dar clases por Zoom. Me gusta dar clases parado porque caminando se me ocurren ideas, entonces no las llevo muy pensadas. Eso me hace estar en un estado de riesgo, voy armando la clase con los alumnos.  

AB: Esa idea de dar el taller de pie es simbólica para mí, que trato de tener cuidado con los talleres, de estar en un estado de alerta total.

FC: Total. Hay que quitarle solemnidad a la literatura. Los chilenos tienen a Parra y eso es un antibiótico contra la solemnidad. Había un compañero de taller que quería que lo elogien: mirá, el taller de elogios es más caro y  no tenés que quedarte aquí, no es presencial, te llamamos y te elogiamos. Me parece que a Roberto Bolaño le pasaba que mezclaba su gusto, que creo que tenía algo solemne; creo que confundía su gusto con el valor universal de la literatura. Pero por suerte la literatura es algo muy inestable y lo que a mí me parece una mierda a otro le parece genial. Y es genial que eso pase, porque con la mierda podés hacer combustible.

AB: ¿Estás escribiendo poesía?

FC: Sí, el año pasado escribí bastante mientras cuidaba a mi papá, que estaba viejito. La vida se pone muy dura y necesitaba escribir poesía. Y leí mucha poesía también. Con todo eso se fue armando un librito chiquito. En un año tan malo, necesitaba un lenguaje duro como el de la poesía. Como dice Jeanette Wintenson, la poesía es un lenguaje duro para una vida dura. Ella dice que cuando alguien piensa que la poesía es algo que las élites hacen para pasar el tiempo, sospecha que esa persona no entiende la vida dura; porque la vida dura busca un lenguaje que es el de la poesía, un lenguaje potente, de condensación, emotivo.

Fabián Casas
Crédito: Guadalupe Gaona.
Álvaro Bisama
Crédito: UDP.

AB: Tienes un tema con la lengua, y tiene que ver con habitarla; con habitar una lengua como quien habita una comunidad, una comunidad literaria, pero también casi física.

FC: Sí, siento que tengo una especie de comunidad o familia que es la de los escritores latinoamericanos, gente como tú, como Zambra, Margarita García Robayo, Germán Carrasco; gente que habla diferentes lenguas y que me hacen abrir el oído. Siento como una especie de hermandad, somos una especie de familia. Germán Carrasco me parece un poeta descomunal, una persona que quiero mucho y que ahora aparece en mis poemas.

AB: Y Juan Luis Martínez.

FC: Sí, a él lo conocí muy chiquito. Fui a Villa Alemana y me quedé dos días en la casa de él. Yo había leído La nueva novela, no la tenía, me la había mostrado Jorge Boccanera, un poeta argentino, y me rompió la cabeza; ese es un experimento que pueden hacer los chilenos. No es un experimento argentino. Para mí, una parte muy potente de la poesía chilena viene de unir el arte y sacar a la poesía del libro, algo medio duchampiano. Juan Luis me regaló La nueva novela. Para mí, Santiago es una ciudad mía, la conozco desde muy chiquito; la recorrí por todos lados con (Sergio) Parra, cuando era una especie de poeta maldito, descalzo; con Lemebel. Me acuerdo de Caja Negra, un bar del que nos echaron, nos agarramos a combos en Recoleta y luego pusieron un cartel que decía “se prohíbe la entrada a poetas chilenos y argentinos”. Ese cartel me pareció un acto poético, eso no pasa en Argentina.

AB: Trabajar contra la habilidad es un mantra tuyo y es un consejo que le doy a mis estudiantes, que es salirse de la zona de confort, del lugar propio para encontrar lo que no se sabe y lo que lo cambia a uno.

FC: Exacto, es un poco eso, y es lo que me mantiene de alguna manera con una relación intensa con la escritura: no estar en un lugar de traquilidad, de confort, porque los estados de confort me terminan debilitando. Ahí donde está el peligro, está la salvación. Hay que salir a pelearla y eso me gusta, me doy cuenta de que me mantiene en un estado vital, de potencia, spinoziano.

AB: En tu escritura hay una lectura de la lengua; hay un camino muy cercano entre poesía, narrativa; un modo de habitar esa lengua propia.

FC: La primera vez que fui a Chile, a los 18 años, no tenía libros publicados. Me crucé con Malú Urriola, Sergio Parra, Pedro Lemebel, Pancho (Casas) de las Yeguas. Los conocí muy chico, y me acuerdo que muchos me decían “nosotros somos poetas y ustedes narradores”, y eso no me cerraba mucho. Después, determinados escritores que existieron en Argentina produjeron que no nos pensáramos ni como poetas ni como narradores, y eso nos pudo liberar. Eso lo produjo un escritor muy raro, que es como una especie de Joyce argentino, que es Ricardo Zelarayán. Vos podés leer La obsesión del espacio (1972), un libro de poemas, y de golpe puede ser una novela. Él nos dio una libertad de registro en que era difícil decir si éramos narradores o poetas. Es algo que después empecé a ver más en Santiago; ya no importaba tanto ser el novelista, como Edwards. Podías ser un novelista pero también escribir poemas. A veces la tradición te termina agobiando. Ustedes tienen dos premios Nobel, tenés allá grandísimos poetas, y pensás que tenés que ser poeta, y la originalidad se vive como una mochila pesadísima. Yo creo que eso se ve en las nuevas generaciones en Santiago, posterior a Diego Maqueira; esa libertad de poder utilizar cualquier registro se ve. ¿Qué pensás vos? ¿Cómo lo viviste?

AB: Tuve la suerte de no crecer en Santiago; crecí en Villa Alemana, donde estaba Juan Luis (Martínez) y había mucho rock. A mí me salvó esa escena, o me formó: literatura, narrativa, poesía, ciencia ficción; el rock de La Floripondio, Supersordo… Esos cruces siempre me llamaron la atención, nunca lo vi como algo dramático. A Donoso, que era de la tradición de las novelas realistas,  siempre lo vi como un narrador fantástico. Donoso era un narrador de cuentos de terror.

FC: Claro, es esa especie de extrañamiento de la escena que es muy productivo. Siempre pienso que desde que nos levantamos hasta que nos acostamos queremos que nuestros días se entiendan, y los mejores días son los que no se entienden, los que no se pueden traducir. Lo más potente es lo que no se puede entender.

AB: ¿Cómo viviste la muerte de Maradona? La pregunta es: ¿cómo escribir de eso?

FC: Me pasó que me llamaron de muchos lados para escribir sobre Diego, pero yo estaba tan tomado con la situación, que no tenía ganas de escribir, no tenía ninguna idea, así que me disculpé con todos. Habían pocos textos que realmente me conmovieran. De los homenajes que se hicieron, me gusto cuando Messi se sacó la camiseta. Para mí fue como que se sacó un peso de encima; ahora Messi puede ser. Por ahí ahora tiene un momento de redención con su estilo tardío. Tiene que buscar su estilo tardío. En el caso de Roberto Bolaño, que murió muy joven, su estilo tardío es el gran Bolaño (…). Aquí hay gente que anda con remeras de Roberto, que no es la misma relación que pueden tener ustedes con él y que es como nuestra relación con Borges: él ejerce una presión sobre la literatura ahí donde vos estás escribiendo, y tenés que tomar decisiones respecto de qué tomás de él. Sabemos que la literatura es algo inestable, que es tú verdad o mi verdad. Borges acá es como el Maradona de las letras. No sé si en Chile pasó con Neruda, pero acá hay un libro contra Borges, escrito por un montón de ensayistas.

AB: El año pasado escribí un libro sobre Pablo de Rokha, que era el gran enemigo oculto de la literatura chilena, y me pasó que lo encontré un poeta absolutamente contemporáneo, que los que lo leían creían que era prosista. Y De Rokha publicó un libro el año 55 que se llamó Neruda y yo, una diatriba larguísima contra Neruda que siempre se ha leído como un libro sobre Neruda, pero me di cuenta de que era un libro sobre De Rokha, que hablaba de sí mismo hablando mal de Neruda. Esa diatriba hecha de energía, hecha de odio, hace que en esa época De Rokha vuelva, que recupere su voz. Neruda era secundario. La escritura tomaba otra energía y él volvía a estar vivo. Me acuerdo que Carlos Droguett dijo que Neruda, después del Canto general, se puso a recalentar comida.

FC: Jajajajaja.

AB: Volviendo a ti, pensaba en lo que escribes tú y se me vienen a la mente dos cosas: primero, la literatura o la escritura como prótesis de la memoria y, segundo, como un espacio que habitar, como una casa donde encontrarse con esos familiares perdidos que no sabíamos que eran familiares y nos damos cuenta de que siempre habíamos querido abrazarlos.

FC: Sí. O te encuentras allí con los tíos y primos intratables que, sin embargo, son parte de tu familia.

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