Análisis de la situación de DD.HH. en Chile a partir de las acciones de monitoreo de la Defensoría Jurídica de la Universidad de Chile

Por Nancy Yáñez Fuenzalida

La Defensoría Jurídica de la Universidad de Chile comenzó a actuar el 18 octubre de 2019 como una instancia voluntaria a fin de proveer defensa jurídica para la protección de los derechos fundamentales y humanos de las personas en Chile en el contexto del Estado de Emergencia que rigió en el país entre el 18 de octubre y el 27 de octubre de 2019 y las movilizaciones sociales que han tenido lugar posteriormente. Su actividad continúa hasta el día de hoy, toda vez que persisten las situaciones de vulneración de derechos humanos que determinaron su constitución. Está integrada por estudiantes, académicos y académicas, abogados y abogadas, el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, la Asociación de Abogadas Feministas (Abofem), Londres 38, Corporación 4 de Agosto y la Comisión Chilena de Derechos Humanos

La labor realizada por la defensoría se enmarca en el rol que el derecho internacional asigna a los defensores (as) de derechos humanos. De conformidad con el derecho internacional, son defensores/as de derechos humanos todos quienes se desempeñan en labores propias de este rol, como son actuar en favor de un individuo o grupo vulnerado en sus derechos humanos. Son propios de esta función “verificar por sí mismos la existencia de abusos, entrevistarse con las víctimas, testigos y expertos (tales como abogados o médicos forenses), hablar con las autoridades, estudiar documentación y realizar investigación de los hechos con el objetivo de proveerse de información objetiva”.

En el ejercicio de estas funciones hemos podido constatar violaciones graves, generalizadas y sistemáticas de derechos humanos, tales como:

  • Atentados a la vida e integridad física y psíquica que han resultado en homicidios cometidos por agentes del Estado, maltrato y abuso policial de carácter físico, sexual y psicológico (violencia desproporcionada, golpes con resultado de lesiones leves y graves, amenazas e intimidación, desnudamientos, actos de connotación sexual, actos discriminatorios).
  • Omisión del trámite de constatación de lesiones o presencia de funcionario policial durante la constatación.
  • Existencia de funcionarios/as sin la correspondiente identificación; no entrega de información sobre los derechos del detenido/a, cargos que se imputan y/o facilidad de su comunicación; omisión de registrar a personas detenidas en el registro correspondiente; denegación de acceso a la información del registro de detenidas y detenidos.
  • Ilegalidades en los procedimientos de detención y faltas al debido proceso (detenciones realizadas por agentes policiales vestidos de civil en vehículos no institucionales o sin placa patente; detenciones en lugares no habilitados para ello; detenciones/conducciones sin registro).
  • Constatación, a partir de la información recabada en centros de atención de salud, de un gran número de personas lesionadas como resultado del uso abusivo y desproporcionado de la fuerza por parte de Carabineros de Chile (impacto de proyectiles no balísticos, carros lanza aguas, bombas lacrimógenas, golpes y atropellos).
  • Vulneración de derechos de personas pertenecientes a grupos en situación de vulnerabilidad y que requieren de protección especial (como niños, niñas y adolescentes, mujeres, población LGTBIQ+, personas con discapacidad, adultos/as mayores, extranjeros/as, personas con VIH y personas en situación de calle).

Como consecuencia de estas acciones, el Estado de Chile ha vulnerado los estándares del derecho internacional de los derechos humanos respecto al derecho a la protesta social y el uso necesario y proporcional de la fuerza, según pasamos a exponer.

Crédito: Felipe PoGa

Respecto a la participación de las Fuerzas Armadas

En 2009, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó un informe sobre seguridad ciudadana y derechos humanos en el que instó a los Estados a restringir la intervención de las Fuerzas Armadas en contextos de protesta social, considerando específicamente la historia política del continente. Al efecto dispuso: “[la] historia hemisférica demuestra que la intervención de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interna en general se encuentra acompañada de violaciones de derechos humanos en contextos violentos, por ello debe señalarse que la práctica aconseja evitar la intervención de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interna ya que acarrea el riesgo de violaciones de derechos humanos”.

En forma previa, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) demarcó las tareas de defensa y seguridad, instando a los Estados a limitar el uso de las Fuerzas Armadas para el control de disturbios internos, considerando “[que] el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales”.

En su informe anual de 2015, la CIDH se pronunció sobre el uso de la fuerza en contexto de protesta social y volvió a enfatizar la necesidad de restringir la participación de las Fuerzas Armadas. En dicho informe la CIDH precisó las competencias de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública a efectos de garantizar la proporcionalidad del uso de la fuerza en contextos de protesta social. Al efecto ha señalado que estas son “[d]os instituciones sustancialmente diferentes en cuanto a los fines para los cuales fueron creadas y en cuanto a su entrenamiento y preparación”. Las fuerzas policiales, ha precisado, están formadas para la protección y el control civil mientras que las Fuerzas Armadas centran su entrenamiento y preparación en un único objetivo, consistente en la derrota rápida del enemigo.

En relación a las situaciones de protesta social, la CIDH destacó que “[dado] el interés social imperativo que tiene el ejercicio de los derechos involucrados en los contextos de protesta o manifestación pública para la vida democrática, la Comisión considera que en este ámbito específico esas razones adquieren mayor fuerza para que se excluya la participación de militares y fuerzas armadas en dicho control”.

Cabe consignar, no obstante, que en el caso chileno más del 90% de las denuncias sindican a Carabineros de Chile como autores de las violaciones de derechos humanos cometidas durante el Estado de Emergencia y las movilizaciones sociales. De modo que hay una responsabilidad específica de la institución en los hechos de violencia institucional que se han producido y que involucran en menor medida a los militares. No obstante, cabe precisar que los casos de homicidios durante el Estado de Emergencia son atribuibles a militares.

Respecto al uso de la fuerza para controlar disturbios internos

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos precisa que por lo irreversible de las consecuencias que podrían derivarse del uso de la fuerza en contextos de protesta social, este es un recurso de ultima ratio, limitado cualitativa y cuantitativamente, destinado a impedir un hecho de mayor gravedad que el que provoca la reacción estatal. Dentro de ese marco, caracterizado por la excepcionalidad, la CIDH y la Corte Interamericana de Derechos Humanos establecen que el uso de la fuerza por agentes del Estado debe satisfacer los principios de legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad.

Cuando sea necesario el uso de la fuerza, las medidas de actuación deben adecuarse a los principios de legalidad (i.e., dirigidas a alcanzar un objetivo legítimo, debiendo existir un marco regulatorio sobre su actuación); absoluta necesidad (i.e., limitarse a la inexistencia o falta de disponibilidad de otros medios para proteger la vida e integridad de las personas o asegurar cierta situación, de acuerdo con las circunstancias); y proporcionalidad (los medios y método empleados deben ser acordes con la resistencia ofrecida y el peligro existente, lo cual exige un uso diferenciado y progresivo de la fuerza, adaptado al grado de cooperación, resistencia o agresión del sujeto respecto del cual se actúa).

Respecto de Chile, la CIDH, en su informe de 2016 manifestó su preocupación por la incompatibilidad de la normativa administrativa que regula las manifestaciones públicas (máxime el Decreto Supremo N° 1.086 que autoriza a las fuerzas de seguridad a disolver las marchas sólo por no ser autorizadas) con los estándares internacionales de derechos humanos y constató la existencia de prácticas y uso excesivo de la fuerza en el manejo de protestas sociales en el país, como es la utilización de armas de fuego en protestas sociales y el uso indiscriminado de armas menos letales como son el vehículo lanza aguas, las bombas lacrimógenas y la percusión de perdigones de goma. En este caso, dado que las armas supuestamente menos letales pueden causar la muerte o lesiones graves a una persona, la CIDH consideró que se debe tomar en cuenta el diseño o las características del arma; otros factores relativos a su uso y control (v.g., la distancia y la parte del cuerpo hacia la cual se apunta); el contexto en que se utiliza (v.g., la utilización en espacios cerrados) y las condiciones particulares del destinatario (v.g., si se trata de niños o niñas o personas enfermas, adultas mayores o con cierta discapacidad).

Crédito: Alejandra Fuenzalida

La infracción a la integridad física y psíquica que atenta contra la dignidad humana

La jurisprudencia de la Corte IDH califica como un atentado a la dignidad humana una multiplicidad de acciones de distinta gravedad. Se cita textual:

“[la] infracción del derecho a la integridad física y psíquica de las personas es una clase de violación que tiene diversas connotaciones de grado y que abarca desde la tortura hasta otro tipo de vejámenes o tratos crueles inhumanos o degradantes, cuyas secuelas físicas y psíquicas varían de intensidad según los factores endógenos y exógenos que deberán ser demostrados en cada situación concreta”.

La Corte IDH, además, “[h]a sostenido que la mera amenaza que ocurra una conducta prohibida por el artículo 5 de la Convención Americana, cuando sea suficientemente real e inminente, puede constituir en sí misma una transgresión a la norma de que se trata. Para determinar la violación del artículo 5 de la Convención, debe tomarse en cuenta no sólo el sufrimiento físico sino también la angustia psíquica y moral. La amenaza de sufrir una grave lesión física puede llegar a configurar una “tortura psicológica”.

La violencia sexual configura una afectación a la integridad física y moral. Al determinar las reparaciones en el caso de la Masacre de Plan de Sánchez vs Guatemala, la Corte Interamericana tuvo en cuenta el sufrimiento especial y persistente de las mujeres que sufrieron violencia sexual a manos de agentes estatales. Sostuvo que esta práctica del Estado tenía como finalidad destruir la dignidad de las mujeres en los ámbitos cultural, social e individual y, como consecuencia de ello, constituía tortura.

Prohibición de la tortura

En el derecho internacional de los derechos humanos existe prohibición absoluta de la tortura como imperativo moral. Al respecto, la Corte IDH ha señalado:

“[…] la tortura y las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes están estrictamente prohibidas por el [Derecho Internacional de los Derechos Humanos]. La prohibición absoluta de la tortura, tanto física como psicológica, pertenece hoy día al dominio del jus cogens internacional. Dicha prohibición subsiste aun en las circunstancias más difíciles, tales como guerra, amenaza de guerra, lucha contra el terrorismo y cualesquiera otros delitos, estado de sitio o de emergencia, conmoción o conflicto interno, suspensión de garantías constitucionales, inestabilidad política interna u otras emergencias o calamidades públicas”.

Violación sistemática y generalizada de derechos humanos

Para explicar la sistematicidad de las vulneraciones a los derechos humanos resulta indispensable el análisis de los elementos de contexto en que se llevan a cabo. Entre otros, son relevantes: la extensión geográfica y temporal de los hechos; la cantidad de víctimas; la gravedad de las acciones de represión; la existencia de ciertos patrones de conductas llevados a cabo con recursos del Estado que responden a una conducta definida y avalada desde la cúspide del poder estatal.

La Corte IDH ha entendido que existe sistematicidad en la violación de derechos cada vez que la comisión de un conjunto de actos no se explica por mero azar, como cuando estos actos responden a ciertas similitudes. Asimismo, determinó que se expresa tal sistematicidad en la negativa de las autoridades gubernamentales a reconocer la dimensión de los ilícitos perpetrados en contra de una población civil en contexto de protesta social.

En relación con la afectación de niños, niñas y adolescentes, la CIDH sostiene que es una situación especialmente grave el que se le pueda atribuir a un Estado “el cargo de haber aplicado o tolerado en su territorio una práctica sistemática de violencia”. Esto, en relación con la situación de niños en situación de riesgo.

Se sostiene que se debe considerar que la violencia sistémica encuentra (a lo menos) dos formas. Una, desde un punto de vista subjetivo, asociada a las políticas deliberadas, y otra, desde un punto de vista objetivo, fundada en los niveles extremadamente bajos de gasto social en materia de políticas sociales básicas.

Una manera en que se concretiza la violencia está asociada a la aplicación de cuerpos legales contrarios a instrumentos internacionales. En estos casos, el Estado (la policía, en el caso de los niños de la calle) actúa en cumplimiento de un mandato legal, pero violando instrumentos internacionales y constitucionales.

En relación con la violencia sexual, la Corte IDH sostiene que “la violencia sexual no tiene cabida y jamás se debe utilizar como una forma de control del orden público por parte de los cuerpos de seguridad en un Estado obligado por la Convención Americana, la Convención de Belém do Pará y la Convención Interamericana contra la Tortura a adoptar, por todos los medios apropiados y sin dilaciones, políticas orientadas a prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres”.

En el caso de Chile, corresponde ponderar los elementos que indican que la vulneración sistemática y generalizada de derechos humanos por agentes del Estado (que ya ha quedado documentado en esta presentación) responden a decisiones adoptadas y avaladas por la máxima autoridad del país. Para determinar la responsabilidad política de las máximas autoridades del Estado, algunos elementos que deben considerarse son:

  • Discurso público de descalificación y demonización de los manifestantes.
  • Respaldo político a las fuerzas de orden y seguridad pública.
  • Ocurrencia de eventos similares en distintos lugares del país; la persistencia en el tiempo de estas conductas; el uso de recursos públicos; la intervención de prácticamente la totalidad de las fuerzas de orden y seguridad, incluyendo reservistas; y el uso de militares para contener el orden público.

Sobre el acuerdo y el momento constituyente actual

Por Fernando Atria

I

En normalidad, las normas (las decisiones institucionales) son la medida de los hechos. Esto quiere decir algo simple y obvio: la infracción de una norma no muestra un problema con ella, sino con la acción infractora, que es “ilícita”. Discutimos las normas porque de ellas depende lo que ocurra en el mundo de los hechos. Las normas son dictadas por poderes constituidos, es decir, por poderes también creados por normas, y así especificados, regulados, limitados, relativizados, etc. Esto vale también para las normas que crean y regulan esos poderes: ellas son la medida de los actos de ejercicio de esos poderes; si los violan, actúan ilícitamente y sus actos son nulos, etc.

Todo esto cambia cuando irrumpe, como lo hizo el 18 de octubre, una fuerza social cuyo contenido es inicialmente negativo: no al orden actual. Esa fuerza social que irrumpe negando las condiciones de vida actual (en este sentido, demandando unas nuevas) es lo que la teoría constitucional llama «poder constituyente».

Este no es conferido por normas y por tanto no aparece limitado, regulado y relativizado. No tiene competencias delimitadas ni se ejerce a través de procedimientos preestablecidos. Es irrelevante que su acción sea calificada de «ilícita», y lo que produce no puede ser «nulo». No es una norma, es una magnitud real.

Cuando un poder constituyente irrumpe, la relación entre hechos y normas que caracteriza a la normalidad se invierte. Las normas dejan de ser la medida de los hechos y los hechos devienen la medida de las normas.

II

Una analogía puede explicar este punto. Las instituciones en condiciones de normalidad operan como quien diseña un canal de regadío hecho para que el agua llegue de un punto a otro. La velocidad y dirección en que fluye dependerá del modo en que él sea construido. Al diseñarlo, tomaremos en cuenta las áreas que conviene que sean regadas; algunas autoridades harán cálculos sobre las ventajas que obtendrán por satisfacer a unos en vez de otros: habrá intereses particulares que buscarán «capturar» el diseño del canal en su beneficio. Eso es política normal.

Las cosas cambian si lo que estamos diseñando es un canal para prevenir un posible aluvión. Ahora se trata de que el canal sirva de cauce a una fuerza enorme cuando esta se manifieste. La cuestión ya no es si queremos que el agua llegue a un determinado lugar o a otro por consideraciones de política, sino que el canal sirva para contener la fuerza que se manifestará. Si no sirve, el agua no fluirá por el canal. Pero esto no quiere decir que no fluirá, sino que lo hará por donde sea, causando un daño muchísimo mayor del que habría causado si el canal hubiera servido para contenerla.

La diferencia es fundamental: en un caso discutiremos dónde queremos que llegue el agua y esta fluirá según las decisiones que tomemos. En el otro, la cuestión ya no es a dónde llevaremos el agua, sino construir el canal para que pueda contener la fuerza que se manifestará.

Si los ingenieros que construyen un canal aluvional malentendieran su función y asumieran que construyen un canal de regadío, el resultado sería trágico. Y eso es exactamente lo que parece que estamos presenciando en el caso del acuerdo constitucional.

III

El acuerdo parecía mostrar que la política institucional había entendido la exigencia de un momento constituyente, la inversión de la relación entre hechos y normas. La derecha aceptó un plebiscito constitucional al que se había negado siempre y que ese plebiscito pudiera llevar a una convención elegida para discutir una nueva Constitución desde una hoja en blanco.

Es decir, parecía abrirse un camino hacia el poder constituyente, lo que podría llevar a una genuina nueva Constitución.

Poco después, sin embargo, el senador Andrés Allamand negaba que el acuerdo fuera constituyente porque su contenido permitiría cambiar sólo lo que la derecha estuviera dispuesta a modificar (esa es, por cierto, la enorme diferencia que hay entre 2/3 para una reforma constitucional y 2/3 desde una «hoja en blanco»). Ahora, con el trabajo de la comisión técnica aparecen nuevos condicionamientos, relativizaciones, normas y limitaciones escritas con una lógica propia de lo constituido más que de una conducida por la necesidad de crear un camino reconocible para el poder constituyente.

Crédito: Felipe PoGa

Esto es un error: el acuerdo tiene sentido desde la óptica constituyente de canalizar un poder que existe y busca manifestarse. Si lo canaliza, ese poder podrá constituir limitando el daño o la disrupción que producirá. Si no lo logra, también se realizará constituyendo, pero lo hará de cualquier modo, causando mucho más daño y disrupción.

¿De qué depende que lo logre o no? Por cierto, no de que una norma se lo ordene. Así como Chile no necesitaba la autorización de una norma para despertar, el poder constituyente no está vinculado a normas que le impongan el deber de manifestarse a través de ciertos mecanismos en vez de otros. El poder constituyente, con la magnitud que irrumpió en la política nacional el 18 de octubre, no es del tipo de cosas que están normadas.

El acuerdo logrará canalizar al poder constituyente si este ve en él un camino adecuado. Fracasará si se percibe como un intento de neutralización, una forma en que la «clase política», «los políticos», «los partidos», buscan, mediante la «letra chica», evitar la nueva Constitución. Para lograr esto, la política institucional comienza cuesta arriba. Porque su credibilidad está en sus mínimos históricos y cualquier cosa que acuerde será en principio vista con sospecha. Esto hace todo más difícil.

Hoy lo único que puede legitimar ese camino es su contenido. Y en eso el plebiscito de abril y la posibilidad de una nueva Constitución desde una hoja en blanco fueron fundamentales.

IV

Con el trabajo de la comisión técnica aparece un intento de introducir reglas, de normar, limitar, relativizar. La sospecha de estar ante un intento de neutralización aumenta.

Un ejemplo es el modo de elección de los miembros de la convención constitucional. El acuerdo decía que se elegirían aplicando el sistema electoral vigente para la Cámara de Diputados. Si fuera así, la convención no tendría paridad de género ni representación adecuada de pueblos originarios, y sólo estaría compuesta por convencionales elegidos en asociación a un partido político. Esto último es más que un problema con «los independientes». Como hoy los partidos políticos están notoriamente deslegitimados, una elección en que sólo los candidatos vinculados a ellos tengan opciones reales excluiría de hecho a buena parte de la ciudadanía social y políticamente movilizada.

La cuestión es si la convención será un reflejo de la política contra la cual Chile ha despertado o responderá a un intento visible de anticipar la política que viene. La respuesta a esta pregunta es apta para acreditar o desacreditar todo el camino constituyente del acuerdo.

V

En condiciones de política normal, las cuestiones se discuten y deciden atendiendo al modo en que afectarán a los grupos que participan de la discusión y decisión. Aquí no hay nada novedoso, así es la política normal.

Pero en momentos constituyentes, la óptica para actuar cambia. Ahora lo que importa es que ese camino sea reconocido como apto y útil, de modo que la fuerza que ha emergido lo reconozca y lo use para manifestarse con la menor disrupción y daño adicional posible. Pero la política constituida se resiste a reconocer lo especial del momento constituyente y adoptará la primera perspectiva si puede; así, buscará introducir una regla que disponga que el plebiscito de entrada sea con voto voluntario para disminuir el rechazo a la Constitución de 1980; o una cláusula ambigua en cuanto a si los 2/3 son necesarios para cada norma o adicionalmente para una decisión final, porque eso puede crear una oportunidad para defender la Constitución de 1980 en la hora nona; o un sistema electoral orientado a maximizar las posibilidades de tener resultados favorables.

El riesgo, por cierto, es que esto lleve a que el acuerdo sea visto como un «negociado», un arreglo de «los políticos» al que sería ingenuo reconocerle una genuina dimensión constituyente. Entonces el poder constituyente no lo reconocerá ni lo recorrerá.

¿Podemos esperar que la política constituida abandone la óptica que le es natural y asuma la perspectiva constituyente? Esto parece ingenuo; parece significar que los grupos políticos no buscarán sus propios intereses, sino el interés del país. No parece realista esperar que la UDI esté dispuesta a hacer la pérdida respecto de la Constitución de 1980 y a dejar de buscar cualquier oportunidad para que ella sobreviva.

Esto no es ingenuidad, sin embargo, porque es dicho con plena consciencia de que es altamente improbable. Es improbable que la misma política constituida entienda que se encuentra en un momento constituyente en el que la relación ente hechos y normas se ha invertido, que por eso exige una acción totalmente distinta a la habitual. Por eso, las nuevas Constituciones no suelen ser dadas a través de mecanismos establecidos por lo poderes constituidos de la política que busca ser superada.

VI

Dos caminos se abren ante nosotros. Si la política institucional logra, a pesar de lo improbable que parece, reconocer la exigencia especial del momento constituyente, podrá canalizar adecuadamente la crisis actual, que entonces podrá ser superada pacífica y democráticamente mediante la dictación de una genuina nueva Constitución; si ella actúa con la lógica de lo constituido, lo que haga no será reconocido como un camino adecuado por el poder constituyente. El poder social que ha irrumpido el 18 de octubre, entonces, se manifestará de cualquier modo, en lo que podría llevar a una crisis política que afecte el desarrollo del país por una generación.

Este es el momento en que cada uno deberá asumir su responsabilidad ante la historia.

Las voces del malestar (que nadie quiso escuchar)

“…Toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: falta de alma… ¡Crisis de hombres! Una nación no es una tienda, ni un presupuesto es una Biblia… Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los veintinueve años. Carrera a los veintidós; O’Higgins, a los treinta y uno, y Portales a los treinta y seis. Que se vayan los viejos y venga la juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y esperanza…” .

Es parte de ‘Balance Patriótico’, escrito en 1925 por Vicente Huidobro, candidato a la Presidencia de la República levantado por la Fech. Huidobro tiene 32 años y se vuelca contra sus orígenes en una rebeldía propia de quien abrazará pronto el grito de Rimbaud. El Chile de esos años ya ha dado sus frutos más insignes: Neruda, la Mistral, de Rokha, Anguita, Volodia, Díaz Casanueva, Ángel Cruchaga y otros tantos que sembrarán vientos y cosecharán tempestades, como corresponde a los talantes disidentes. Para todos ellos hubo prensa, adversa o afín, pero prensa; clandestina u oficial, pero prensa capaz de tender el puente de rosas o de púas que expresaban a través del debate cultural una parte del país real.

Por Faride Zerán

Luego del estallido del 18 de octubre último, muchos se preguntaron con sorpresa cómo no advirtieron que Chile se había transformado en una olla a presión que hizo saltar todos los relatos acerca de las bondades del modelo. Dónde estaban esos jóvenes que exigían futuro, quiénes eran esos pobres que, en multitudes y cual metáfora de la obra “Los invasores”, del dramaturgo Egon Wolff, irrumpían en la tranquilidad de sus hogares apuntándolos con el dedo acusador.

No se habían detenido el 2006, con “la marcha de los pingüinos”; ni el 2011, con la rebelión de los estudiantes universitarios; ni el 2018, con el mayo feminista y su demanda de cambio cultural. Tampoco habían prestado atención a la masiva concentración del 8 de marzo último, ni a los levantamientos sociales en Freirina, Aysén, Chiloé, entre otros puntos del país.

Salvo excepciones, los medios de comunicación proyectaron en estas décadas de posdictadura no sólo el exitismo de un modelo socioeconómico abrazado sin condiciones, sino además una sociedad homogénea, acrítica, sin debate, y a través de la cual emergía un sujeto popular asimilado en general a la figura del delincuente; un sujeto cultural reducido a la era del espectáculo o un sujeto intelectual percibido como denso y cuya palabra o aporte no sirve en tanto no puede ser banalizada.

Porque el país blanco, sin orígenes y memoria que emergió a comienzos de los 90 en la metáfora del iceberg con que Chile quiso ser representado en la Expo Sevilla, y que muy bien retratara el sociólogo Manuel Antonio Garretón en su ensayo “La faz sumergida del iceberg” (1993) no fue una construcción casual. Los medios, los discursos oficiales, el decretado consenso de inicios de la transición postergaban el necesario debate sobre nuestras diferencias, propias de un país fragmentado por el dolor y el horror, omitiendo no sólo una parte esencial de su ser, mestizo, plural, diverso y con patrimonio y memoria cultural. También, la posibilidad de enjuiciar moralmente un pasado para que efectivamente el Nunca Más no fuera sólo una consigna, sino un legado para las próximas generaciones.

La década de los 90 confirmó que el iceberg era la metáfora de la simulación. La prensa independiente, aquella capaz de dar cuenta de los conflictos y debates más ricos de nuestra sociedad, fue desapareciendo paulatinamente mientras se perfilaba con fuerza la concentración de los medios escritos a través de dos grandes conglomerados, El Mercurio y Copesa, y desde La Moneda se nos decía que era un tema de mercado.

Así, bajo la excusa del mercado desaparecieron los diarios Fortín Mapocho, La Época, las revistas Análisis, Cauce, Hoy, Pluma y Pincel, Los Tiempos, El Canelo; más tarde la Revista de Crítica Cultural dirigida por la intelectual Nelly Richard, y Rocinante, por nombrar algunas. De esta forma, gran parte de la diversidad, el debate plural, la riqueza de otras miradas, quedaban sepultados bajo el peso económico.

La agenda pública emanada de los órganos del poder político, empresarial y militar nos reflejaba un país conservador, censurado, con miedo a la libertad. El divorcio, el aborto, la diversidad sexual, los pueblos originarios, la violación de los derechos humanos, por citar algunos temas, fueron desplazados del debate público mientras la seguridad ciudadana, los índices económicos, el fútbol y el show de mal gusto se imponían en la vida cotidiana de los chilenos.

Ilustración: Fabián Rivas

La modernidad era sinónimo de consumo, de celulares de palo, de chilenos agresivos que se transformaban en los fenicios de América. “Tigres de papel, cómo me río de los tigres de papel”, exclamaba Donoso en la irritación del malestar de la cultura ante el exitismo de una sociedad complaciente. “No hay Chile contemporáneo sin una franqueza y un develamiento de cosas. Somos una mata de cardenales en el jardín, polvorienta y fea”, reiteraba José Donoso en una entrevista que le hiciera para el diario La época, donde puntualizaba: “Este Chile que está oculto y que es mentiroso es un Chile de otro tiempo, es el resabio del siglo pasado”.

Tal vez el informe del PNUD, “Las paradojas de la modernización”, se constituyó en la radiografía más severa de los 90 y dio cuenta de las cifras del desencanto en un país escindido, desconfiado, lleno de temores y desinformado.

Cooptada por el Estado o por los centros de pensamiento de universidades privadas, partidos políticos de distinto signo, la figura del intelectual público, aquel que desde la academia o desde un espacio de independencia asumía los valores libertarios, laicos y republicanos, sufría un franco descenso en nuestro país.

Debates como el que iniciara Garretón con el iceberg de Sevilla, la representación blanca, fría y sin memoria que hizo Chile de sí mismo a propósito de los 500 años de la llegada de Colón a América; el originado por Tomás Moulian con su libro Chile actual, anatomía de un mito (1997), donde evidenciaba las falencias, fracturas y traiciones de la transición, fueron haciéndose más débiles.

Nombres como Diamela Eltit, Sonia Montecino, Martín Hopenhayn, José Bengoa, Ana Pizarro, Grínor Rojo, Sofía Correa, Nelly Richard, Elicura Chihuailaf, Gabriel Salazar, Alfredo Jocelyn-Holt, entre otros que animaron el incipiente debate intelectual de las primeras décadas de la transición, empezaron a ser invisibilizados por “aguafiestas”, “densos” o “autoflagelantes” frente a discursos que llamaban al realismo político, a la gradualidad de los procesos, a la gobernabilidad y ventajas de la política de los consensos.

En este escenario irrumpía otra figura, más incómoda para una más bien aséptica y conservadora transición. Pedro Lemebel, agudo e irreverente, provocaba a la izquierda tradicional con sus crónicas que recreaban los años 80 y, de paso, fustigaba la atmósfera hipócrita del momento que, una vez más, intentaba en nombre de la reconciliación un acercamiento entre el mundo cívico y militar.

“Pareciera que sólo bastara que la derecha y los milicos dijeran ‘lo siento’ con fingido remordimiento para que el gobierno, la curia católica y la Concertación se deshicieran en alabanzas por ese gran gesto. Entonces la excusa del criminal no sólo blanquea el crimen, sino que lo eleva al rango de súper patriota. Un ejemplo de virtud que todo el país debe reconocer y admirar. ¡Dime si estas mariguancias con la justicia en este Chile actual no son repulsivas!”, declaraba Lemebel en una entrevista para Rocinante.

Paralelamente, y en el plano de la reflexión política, a inicios del nuevo milenio el sociólogo Enzo Faletto llamaba a crear una nueva ética del comportamiento, asumiendo que con el golpe de Estado hubo una retracción hacia un individualismo feroz. En esa misma línea y en una crítica a la política como “gestión de los entendidos”, Faletto, quien moriría de cáncer meses más tarde, narraba una conversación incidental con su amigo Fernando Henrique Cardoso, recogida también en Rocinante:

“‘Mira, cambio con gusto 300 mítines de plaza por cinco minutos en televisión. En Brasil, en cinco minutos llego a 60, 70 millones de personas. Con 300 mítines de plaza no llego ni a 250 mil, y esa es una diferencia enorme’. Frente a eso le respondí: ‘Pero con los mítines de plaza tú transmites ideas y con cinco minutos de TV no transmites nada’. ‘Es que la realidad hoy día es esa’, me argumentó, ‘ya la política es una política de masas y mediática, donde la gente se identifica con esa dimensión’”.

Fueron muchas las expresiones del malestar ante una transición política pactada que sin pudor traspasó al siglo XXI con temas pendientes como una nueva Constitución, los derechos de los pueblos originarios, la reconstrucción de un sistema de educación y salud públicos, de pensiones, los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales, entre otros puntos que hoy exigen distintos sectores sociales.

Las voces del malestar siempre estuvieron presentes y se evidenciaron de distintas formas, pero sin duda fue a través de sus artistas, intelectuales y creadores que la lucidez y persistencia de la crítica se hizo más profunda.

Esas voces en diversos momentos fueron advirtiendo sobre el estallido iniciado el 18 de octubre. El punto es que a muchos no les convenía escucharlas y por ello no la vieron venir.

Ciencia, elitismo y mercado: una mirada crítica al desarrollo de las políticas de CyT en Chile

Por Claudio Gutiérrez y Mercedes López

Aunque desde los orígenes de la República se consideró a la ciencia, fue a partir de la formación de la Corfo, en 1939, que se instaló la idea de que la ciencia y tecnología es central para el desarrollo del país. A partir de ese momento se generaron grandes debates sobre política científica y tecnológica, sobre industrialización y desarrollo, que se desplegaron en dos perspectivas divergentes. Por un lado, en torno a la ciencia (básica), la educación universitaria y la cultura, impulsada fundamentalmente por quienes «investigaban» en las universidades y por los jóvenes doctorados que venían llegando al país, que conformarán la elite científica. Bajo esta mirada se crearon instituciones como la Academia de Ciencias, las facultades de ciencias y Conicyt. Por otro lado, se desarrollaron las aplicaciones de la tecnología y la ciencia a la industria y el desarrollo económico. En esta línea, se multiplicaron los institutos de investigación del Estado y comenzaron debates impulsados por investigadores aplicados, ingenieros y economistas al alero de instituciones como Corfo, Odeplan y agencias internacionales como Cepal.

Instauración, desarrollo y consolidación del modelo actual

El golpe de 1973 truncó ese debate y la CyT perdió prioridad con el régimen dictatorial. A poco andar, la noción de eficiencia económica comenzó a invadir todos los campos. La elite científica se centró en resaltar la relevancia de la ciencia para la cultura y la educación universitaria. La dictadura desmontó la ciencia como asunto institucional y social, quitándole el financiamiento a las universidades, y la transformó en un asunto competitivo individual (proyectos Fondecyt, 1982), un modelo orientado a conformar a los científicos ya instalados y que introducía la idea de que el desarrollo de la ciencia se mide por el número de científicos y de papers que estos producen.

La tecnología, por su parte, se desentendió de la estrategia de país y se concibió como un bien de capital para las empresas privadas, como un commodity importable y, a lo más, «adaptable» a las necesidades. En paralelo, se truncaron los esfuerzos por desarrollar una base tecnológica nacional con el desmantelamiento de los institutos de investigación del Estado.

Los gobiernos posteriores a la dictadura continuaron con el modelo y crearon diversos programas e instrumentos que impulsan proyectos más prolongados y con mayores recursos, como los Fondap (1997, dependientes de Conicyt), la Iniciativa Científica Milenio (2000, dependiente de Mideplan), los Centros Basales y Consorcios Tecnológicos (2004, dependientes de Conicyt) y los «Centros de Excelencia» (2006, dependientes de Conicyt). Aunque algunos de estos programas apuntaban a temas país, las métricas de evaluación y la lógica individual prevalecieron. Así, importantes recursos públicos se concentraron en la elite científica y en pocas unidades, apuntando progresivamente a crear grandes empresas científicas con lógicas esencialmente privadas, produciendo un natural conflicto con las universidades proveedoras de infraestructura, formación y estudiantes.

En el ámbito de la tecnología también continuó el espíritu de las políticas de la dictadura. Una prueba de esto es el hecho de que la matriz productiva chilena mantuviera (¿o profundizara?) su sesgo extractivista y la baja complejidad productiva del país. El modelo ahondó la dependencia tecnológica al extremo de diseñar programas para financiar la «atracción» de centros de excelencia internacional (2009) y emprendedores extranjeros (Startup Chile, 2010).

Consecuencias del modelo y sus políticas científicas

En las políticas, el quehacer científico se redujo a cuatro variables: prestigio internacional, número de científicos, número de papers y eficiencia empresarial. Ellas aseguraban esencialmente que (la elite de) el país pudiera frecuentar clubes internacionales. No importó el evidente empobrecimiento reflexivo y disciplinar de la academia ni menos el abandono de la búsqueda de respuestas a los problemas del país.

El sujeto “científico” se modeló como un emprendedor eficiente, guiado por rankings de prestigio y «excelencia» internacional. Esto benefició individuos y unos pocos grupos, que concentraron los recursos y el poder. Más abajo, invisibilizado, quedó el grueso de «colaboradores», en el cual está la mayoría de los jóvenes científicos y científicas, con una carrera insegura, un trabajo y vida precarios y un futuro profesional incierto.

Disciplinariamente, se privilegiaron ciertas áreas, no en función de un plan país, sino por mecanismos de mercado y de influencias. En particular, las ciencias sociales fueron sometidas a métricas que desincentivan el estudio de la sociedad local y sus problemas. Es paradigmática la irrelevancia de la ciencia social «oficial» (de los grandes centros) para prever el estallido social del 18 de octubre.

Propuestas mínimas para una futura política de CyT

De lo anterior se deduce que los problemas de CyT en Chile no son sólo ni principalmente presupuestarios, como se ha hecho tan común afirmar. Es indispensable:

1. Democratizar la toma de decisiones en CyT para incorporarla participativamente en todos los insterticios del Estado y la vida del país. Es crucial buscar mecanismos para que la comunidad científica y la sociedad toda participe y decida sobre las políticas cientifícas.

2. Reestructurar las relaciones entre ciencia y tecnología. Se debe romper el muro histórico existente en Chile entre la formación técnica y la educación universitaria, y repensar la relación entre los centros de investigación (excelencia), los institutos de investigación del Estado y de las FF.AA.

3. Redireccionar el modo de producción del conocimiento. Esto significa desmontar la concepción tecnocrática y cortoplacista de la ciencia, guiada por incentivos e indicadores basados en factores externos, e incentivar la diversidad del pensamiento y líneas de investigación, el desarrollo estratégico y la ligazón con la academia.

4. Terminar con la inaceptable división entre científicos de elite que concentran prestigio, dinero y poder, y que definen la agenda y los modos de producción de conocimiento, y «colaboradores» o científicos precarizados (usualmente jóvenes) con contratos a honorarios y temporales, sin posibilidades de desarrollar sus propias ideas ni una carrera científica.

Planteamos estas ideas como una contribución al necesario debate que debemos tener como país respecto de la CyT en el marco del proceso constituyente que vivimos.

Mercedes López, Doctora en Ciencias Biomédicas y académica de la Facultad de Medicina
de la Universidad de Chile
Claudio Gutiérrez, Doctor en Ciencias de la Computación y académico de la Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas de la Universidad de Chile

*Esta es una versión resumida de un trabajo de lxs autorxs que contiene todo el aparato académico (datos, referencias, citas, etc.) que por razones de espacio no incluimos aquí.

El derecho a la salud en el debate constituyente

Por Pamela Eguiguren

Dentro de las causas del estallido social que nuestros jóvenes gatillaron hace ya seis semanas, la salud es una dimensión que ocupa un lugar central en las demandas. En muchas de las pancartas se plantean consignas que reflejan las insuficiencias del acceso a una atención de salud oportuna, continua, humanizada y de calidad, pero también que el sistema social, político y económico en el que vivimos condiciona nuestra salud de manera integral y fundamental. Desde la salud pública, hace muchas décadas que la evidencia señala que son las determinaciones sociales la fuente más importante de enfermedad o de protección frente a ella, poniendo alertas sobre la necesidad de políticas públicas que promocionen en todo orden y desde los distintos sectores, la salud y el buen vivir, abordando determinantes sociales de la salud. Sin embargo, los logros económicos se han puesto progresiva e insensiblemente por delante de los indicadores del bienestar humano y colectivo. Una de las consignas que resume el discurso del malestar es: “No era depresión, era el sistema”. Frases como esta resuenan para los y las salubristas que han venido encendiendo las alarmas respecto de las cifras de depresión y otros trastornos de salud mental en la población chilena y sus vínculos con ejes de desigualdad social, por ejemplo, género, ya que las mujeres doblan en cifras de prevalencia en varios trastornos a los hombres.

Hablando del sistema, la penetración de la doctrina neoliberal en nuestra sociedad se relaciona con la falta de protección del Estado ante garantías de derechos sociales fundamentales, como educación, salud, trabajo, pensiones dignas y muchas otras necesidades, hasta las más básicas para la vida humana. El alcance de estos derechos en Chile está limitado por lógicas de mercado que abandonan a los individuos a sus propias posibilidades de satisfacer sus necesidades. Este diseño de sociedad se ha ido adueñando progresivamente de todos los espacios, y lo ha hecho sobre la base de la generación de niveles inaceptables de desigualdad, con brechas insostenibles entre una gran parte de la población cuya vida se ha precarizado, frente a reducidos grupos privilegiados vinculados al poder económico que disfrutan con creces de un buen vivir.

En este contexto, hoy en la discusión ciudadana ha emergido fuerte y claro el derecho a la salud como un derecho social que debe ser reconocido en nuestra Constitución, que no admite dudas sobre el deber del Estado de garantizarlo. La salud, cuyo concepto se ha medicalizado en extremo, debe aproximarse más a la noción de bienestar integral y no sólo a la ausencia de enfermedad. La necesidad de un cambio sustancial del articulado que aborda esta materia tiene que ver con que el texto actual de nuestra Carta Fundamental sólo establece el derecho a la protección de salud a través del acceso a un sistema de atención de salud y sus acciones. Su modificación debe apuntar a la salud que se construye en la suma de las condiciones sociales, culturales y económicas, y es el Estado quien debe garantizar condiciones de vida dignas y equitativas para su ciudadanía. Otro punto fundamental que hay que desmantelar en la Constitución es la dualidad de la respuesta frente a las necesidades de salud, lo que instala una elección obligada entre el sistema público o privado, a partir de la cual las personas deben suscribir y, más gravemente, aportar su contribución a la seguridad social en un sistema u otro, lo que resta solidaridad y capacidad redistributiva a la salud. La sociedad chilena tiene en el cuerpo casi cuarenta años de esa dualidad, que hace evidente y demostrable que la elección no es tal y cuyo resultado ha sido el debilitamiento del sistema público de atención en desmedro de su capacidad de responder integralmente a las necesidades de salud de toda la población, particularmente la beneficiaria de este sistema, que es más del 75% de los/as usuarios/as a nivel nacional.

En esa vereda, el sistema público concentra a población de mayor edad y que producto de los determinantes sociales y sus interseccionalidades —como ser mujer y a la vez adulta mayor e indígena— es también la población con mayor carga de enfermedad y necesidades más complejas. El mercado de la salud y las reglas del juego, Isapres mediante, ha favorecido el crecimiento de un sector privado, concentrando los aportes a la seguridad social del 15% de la población que corresponde a la más sana y con más recursos. Adicionalmente, a este sector privado van a parar ingentes sumas de dineros públicos que no sólo enriquecen al sector privado, sino que pauperizan al público, incrementando la desigualdad.

El avance hacia un sistema público universal de salud que para su financiamiento y el fortalecimiento de su red pública de atención cree un fondo mancomunado, reuniendo los aportes a la seguridad social de todos/as los/as ciudadanos/as y los impuestos generales, es la alternativa que comienza a visualizarse en las discusiones de cabildos ciudadanos, incluidos los que están siendo organizados por organizaciones como Acauch, Ces y Afuch en alianza con la Escuela de Salud Pública y otras unidades de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. La red pública de salud chilena es sin ninguna duda una de las mejores en su diseño y posibilidades en la región, y cualquier medida debe comenzar por fortalecer sus recursos y recuperar su funcionamiento integrado, con el objetivo de que las personas tengan en su territorio las posibilidades de atención accesible, resolutiva e integral concebidas en el modelo de atención, con eje en atención primaria, y de desarrollar estrategias de promoción y prevención de la salud comunitaria, que actualmente tenemos en la teoría y que efectivamente podríamos brindar si creamos un sistema universal de salud capaz de responder como un todo integral y coordinado.

El llamado ciudadano es a encontrar, en esta construcción, formas que cambien y abandonen modelos donde el lucro con la enfermedad siga siendo posible. Desde la salud pública se tiene la obligación de pensar fuera de los límites del modelo actual a través de una amplia discusión social que abra espacios para construir caminos que nos puedan llevar, como sociedad, a una respuesta sanitaria a la altura de lo que el momento histórico nos demanda. Chile despertó y las fuerzas sociales están disponibles para participar activamente en la construcción del sueño colectivo, donde la negociación de las expectativas de todos/as ocurra no en las cúpulas y en la superficie, sino en comunidad, en los barrios, en la calle, en el contexto democrático que sin duda se está instalando y se instalará con la construcción de un poder constituyente. En ese diálogo democrático y participativo, el análisis profundo de los significados de estas modificaciones a la estructura del sistema de salud debe permitir comprender a todes las ventajas que tendrá para la ciudadanía destinar sus principales esfuerzos a una forma de hacer sociedad en la que sin exclusión tengamos lugar equitativamente en el aporte y también en los beneficios.

Salud mental y crisis social

Por Roberto Aceituno

Los problemas denominados de “salud mental” aparecieron referidos con fuerza este año al interior de la vida universitaria. Se trataba de la expresión a nivel subjetivo y psicosocial de un malestar colectivo e individual que durante años ha sido el resultado de un modo de vida implantado por lo que denominamos la “condición neoliberal”. Más allá de —o junto a— las cifras epidemiológicas frecuentemente citadas que reclaman, entre otras cosas, políticas públicas acordes a los necesarios recursos para abordarla, la salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor, “digna de ser vivida”, como aparece frecuentemente en las paredes de esta ciudad en crisis, exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance.

Tal como ocurriera con la revuelta feminista del 2018, se incorporaban así —con las demandas estudiantiles por la salud mental— otras dimensiones de la desigualdad, del abuso o de la violencia, referidas hasta entonces —y con razón— a las condiciones estructurales e institucionales propias a ese estado de cosas, producido violentamente a partir de un golpe de Estado que implantó “experimentalmente” no sólo una lógica política basada en la acumulación financiera y la falsa expectativa de un acceso masivo al bienestar que produciría este “modelo” (que a estas alturas, estamos claros, de modelo no tiene nada), sino un sentido común anestesiado por las promesas incumplibles del modelo y/o un descrédito progresivo de la representación política a expensas de un malestar que sólo por la vía de la indignación activa alcanzaba periódicamente formas masivas de acciones de revuelta y de movilización.

“La salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance”

El abordaje de tales problemáticas quedó en cierto modo interrumpido —o, como comentaremos, desplazado hacia otras dimensiones— por el estallido social que reclama otros esfuerzos de trabajo y de acción, en el marco de una crisis no sólo social sino, sobre todo, política. Un cierto adormecimiento producido por las expectativas de acceso a mejores condiciones de vida —a través de un endeudamiento creciente de las capas medias y una precarizacion extrema de los sectores más vulnerados— mantuvo latente un estado de malestar que sólo explotaba cada cierto tiempo —por ejemplo, con las revueltas por la educación pública en el 2011— para luego decaer a partir del mínimo impacto en las políticas públicas y de un sistema político deslegitimado.

Crédito: Fabián Rivas

Como una síntesis de ambos procesos —crisis de las políticas públicas referidas al acesso a condiciones de salud, previsión, educación, laborales, entre otras— y, por otra parte, como una cuestión referida a las condiciones de género y de etnias, asociadas no sólo a expectativas socioeconómicas sino directamente culturales, el estallido social de este año vino a explotar bajo la forma de la indignación y de la indignidad. No es casual que sea bajo esa forma que aparezca el conflicto social hoy, porque de algún modo pone en cuestión la dimensión ética de una política que hasta ahora era comandada sólo por intereses económicos o donde la política ha sido reemplazada a menudo por la fuerza pura. La dignidad —o la indignación—, el abuso y la desconfianza, la corrupción, la violencia desatada como represión en el marco de una violencia estructural denegada, son nociones que apuntan a una dimensión del malestar que no se resuelve en la lógica simple de expectativas de desarrollo y su eventual satisfacción. Cuestión que no está alejada del problema así llamado de “salud mental”, en la medida en que sus mayores “trastornos” (que habría que considerar también como formas de resistencia) resultan menos de exigencias de emprendimiento para vivir mejor que de una percepción, ahora expresada elocuentemente, del menoscabo flagrante de los derechos, de la publicidad impúdica de la mentira institucionalizada, del quiebre de un pacto social basado en la denegación, la impostura y la arrogancia. Y del abuso, que es la síntesis más evidente de lo que vivimos hoy.

La lógica liberal supone —y esto forma parte de la declinación subjetiva, individual del malestar— que la sociedad se organiza en función de intereses individuales, donde el marco normativo e institucional de la democracia ofrecería condiciones generales de convivencia y desarrollo. Pero lo que olvida esta lógica es que el estado de cosas, construido historicamente, establece inequidades de base, naturalizadas, donde su eventual reducción sólo podría ser el resultado de una transformación profunda de la política social y de sus instituciones. No hay libertad individual —menos colectiva— posible sin un marco que otorgue legitimidad y reconocimiento a un proceso colectivo que requiere conducción política para la transformación radical del modelo.

El problema de la así llamada “salud mental” pone en juego en la esfera de la experiencia subjetiva y psicosocial condiciones que son propias a la sociedad y a la cultura. La individualización del malestar es tanto la expresión de imperativos basados en una ideología que exige a los individuos lo que la política colectiva desconoce, política colectiva que es el fundamento histórico de la noción misma de invididuo (social), ahora reducido a un consumidor, obligado a un emprendimiento que a falta de condiciones básicas —pensiones y salarios dignos, condiciones laborales respetuosas, cuidado garantizado para niños, ancianos, personas en situación de discapacidad física o psicológica, entre muchas otras condiciones más— como de un espacio de resistencia que visibiliza las demandas no sólo de mejores condiciones de vida en lo material y social, sino de reconocer y transformar un modo de vivir implantado violentamente que hace del abuso una práctica cotidiana y frecuentemente denegada.

Violencia política sexual y la reivindicación del foro público para las mujeres

Por Silvana del Valle Bustos

La etapa postdictatorial chilena se ha caracterizado por un continuo de violación a los derechos humanos de mujeres y niñas, lo que se refleja en dos situaciones constantes y sistemáticas. Por un lado, la violencia política sexual (VPS) y, por otro, la impunidad en crímenes cometidos en contra nuestra. Ambas realidades se retroalimentan en una ordenación neoliberal y patriarcal que sólo puede ser desestructurada por nuestra propia acción.

La VPS ha sido definida como aquella acción violenta de carácter sexual o sexista, dirigida contra las mujeres por el hecho de serlo, y que busca desanimarnos de participar en política, como señaló en 2016 el National Democratic Institute, menoscabando o anulando nuestros derechos. Al extender el análisis, podemos señalar que la VPS cumple un doble objetivo: castigar a las mujeres, jóvenes, niñes y disidentes sexuales por su participación pública, eliminándoles de la misma, y permitir con ello que los grupos privilegiados dominen a los pueblos, con un especial ataque a las etnias, razas y clases consideradas peligrosas, y en específico a las mujeres pertenecientes a tales identidades. Como consecuencia de esta agresión, no sólo se logran tales objetivos, sino que además se impide que mujeres y niñas podamos influir en el foro público y que aportemos con nuestras propuestas políticas a la eliminación de las estructuras de dominación y opresión.

“Si ante el temor que nos genera la violación nos protegemos restándonos de los espacios en que puede ocurrir, ¿cómo podremos participar en el debate y las acciones sobre nuestro futuro como sociedad?”

Las razones por las que el castigo político durante conflictos armados ha sido dirigido hacia el cuerpo-mujer se encuentra en la significación que se le da a nuestra sexualidad y nuestra posición como género en la sociedad (Catherine MacKinnon). Es el peligro que representamos como extensión de la vida y resistencia a la muerte lo que se intenta anular. Y es por ello también que la VPS puede abarcar a cuerpos identificados con aquello que difiere del cuerpo-varón hegemónico (blanco, heterosexual y rico), a fin de castigarles por su feminización, o bien feminizarlos para otorgarles el menor valor que el patriarcado asigna al cuerpo femenino. Así, la VPS en conflictos con alto grado de violencia, como el que estamos viviendo desde el 18 de octubre en Chile, se realiza a través de actos colectivos, públicos y no aislados, muchas veces asociados a otras humillaciones específicas dirigidas contra aquella otra identidad desvalorada que la persona agredida posee. La VPS revela, entonces, un modus operandi en su masividad y asociación a otras formas de violencia. Por eso no es de extrañar que en Chile los ya al menos 70 casos de VPS denunciados al Indh vayan aparejados de ya más de 250 mutilaciones oculares a manos de Carabineros.

Crédito: Amanda Aravena – Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

No obstante, lo más complejo para mujeres y niñas no es que la VPS se trate de una estrategia dirigida en nuestra contra. Se ha documentado que en acciones de guerra, como las ocurridas en Vietnam, los soldados, tras violar y asesinar a mujeres, al ser interrogados indicaban que habían recibido órdenes de matar pero no de violar. Esto implicaría que la VPS como tipo penal internacional puede cometerse como estrategia (bajo órdenes) o como una práctica tolerada por el contexto social (Elizabeth Jean Wood). Pero más allá de los tipos penales, lo preocupante es que, siendo la VPS una práctica tolerada por la estructura social, lo sea en cualquier tiempo y no sólo en tiempos de guerra o crisis. He ahí el carácter político per se de la violación sexual, “un proceso consciente de intimidación por medio del cual todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de temor” (Susan Brownmiller). Si ante el temor que nos genera la violación nos protegemos restándonos de los espacios en que puede ocurrir, ¿cómo podremos participar en el debate y las acciones sobre nuestro futuro como sociedad? Por ello, que la VPS ocurra permanentemente en tiempos de la llamada “paz”, como demuestran las 284 denuncias de violencia sexual cometidas contra mujeres pertenecientes a las Fuerzas Armadas y de Orden chilenas entre 2010 y 2018 (El Desconcierto), y el 44,4% de parlamentarias a nivel mundial que han recibido amenazas de muerte, violación o palizas (Unión Interparlamentaria), es altamente peligroso. La impunidad, así, está asegurada.

«La persistencia en nuestra lucha, que nos ha permitido nombrar la VPS cometida por el Estado, hoy más preocupado de la destrucción del capital que de la vida, nos permitirá seguir saliendo a las calles a mujeres y niñas»

Finalmente, el ciclo de impunidad se cierra en VPS cuando hombres del mismo grupo atacado participan en las violaciones, como se documentó respecto de Sendero Luminoso y Tupac Amaru en tiempos de Fujimori en Perú. Si la basurización de nuestros cuerpos (Rocío Santiesteban) es confirmada por nuestros propios “aliados”, la expulsión de nuestras vidas del debate político se sella. Entonces, que no sepamos las cantidades exactas de agresiones sexuales en conflictos como el de Guatemala (1.400 a 9.400) o Yugoslavia (14.600 a 60.000) o que sólo se haya llegado a una miserable condena en Chile por tortura “con connotación sexual” durante la dictadura de Pinochet, es parte de la misma VPS como práctica socialmente tolerada.

Crédito: Amanda Aravena – Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

En este escenario, sin embargo, la politicidad de las mujeres ha sido fundamental para denunciar la impunidad, que impide tanto castigar a todos los violadores de DD.HH. tras 1973 como conocer las razones de las muertes de muchísimas mujeres catalogadas por el Estado como “hallazgo de cadáver” o incluso suicidio, pese a ser encontradas flotando en ríos, con bolsas plásticas en su cabeza, quemadas o envenenadas (Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres). La persistencia en nuestra lucha, que nos ha permitido nombrar la VPS cometida por el Estado, hoy más preocupado de la destrucción del capital que de la vida, nos permitirá seguir saliendo a las calles a mujeres y niñas. Nos permitirá encontrar los cuerpos de Tanya Aciares de Copiapó y Paola Alvarado de Curacautín, asesinadas por violadores y femicidas antes del estallido social, y que el Estado de Chile se niega a buscar. Nos permitirá, en definitiva, seguir construyendo nuestra propia justicia.

La raíz del estallido y el fracaso del modelo neoliberal

Por María Olivia Mönckeberg

Escribir estas líneas en un clima enrarecido por la falta de respuestas a tono con la profunda crisis de las instituciones del país, con los derechos humanos atropellados, mientras continúan las llamas, los saqueos, y —sobre todo— la incertidumbre, es un ejercicio difícil.

Pero en el intento de encontrar las hebras que ayuden a comprender lo que ha ocurrido —y sigue ocurriendo— aparece el grave deterioro de la educación pública y las continuas protestas de los estudiantes y profesores que lo venían señalando desde hace años; las deudas acumuladas por los créditos y las que se multiplican por los incentivos al consumo de cualquier cosa; las paupérrimas pensiones que entregan las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) a los que prometieron hace casi cuarenta años jubilaciones fabulosas; los innumerables y agotadores problemas de la salud pública, incluyendo los elevados precios de los medicamentos, y los de las Instituciones de Salud Previsional (Isapres); la falta de viviendas dignas y las ciudades segregadas.

Todo eso es parte del conjunto de duras secuelas de esas políticas económicas impuestas en dictadura que se mantuvieron en las décadas siguientes y a las que nos acostumbraron a aceptar como la manera de lograr el crecimiento y la «estabilidad democrática».

Sin embargo, la desigualdad y la estratificación social, así como el individualismo y el abuso en sus diferentes formas, fueron emergiendo dentro del poco feliz legado del «modelo» que por aquel entonces llamaban «de economía de mercado» y al que hoy se define como neoliberal. Si se analiza el asunto más en profundidad, habrá que admitir que también la delincuencia y el narcotráfico —en aumento en los últimos años— se relacionan con las consecuencias de ese estado de cosas generado por el trasfondo de injusticia social y falta de oportunidades de miles de jóvenes.

Libros, informes y cifras estaban dando señales de alerta que no fueron escuchadas. La más comentada post 18 de octubre es la del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, que en su publicación Desiguales, editada en 2017, ratificó que el 33% del ingreso que genera la economía chilena, lo capta el 1% de la población. Y, a su vez, casi el 20% se lo lleva el 0,1% más rico. Otro récord ingrato que se suma a los de alcoholismo, drogadicción, suicidios y enfermedades mentales del país que hasta hace muy poco era considerado por el presidente de la República como «un oasis».    

Ilustración: Fabián Rivas

Una historia de más de 40 años

Se ha sostenido que el estallido social del 18 de octubre no fue por 30 pesos sino por 30 años. Sin embargo, podría corregirse esa apreciación: la historia indica que la raíz del asunto va aún más atrás y se remonta a casi 40 años o incluso varios más: al principio de la dictadura, cuando un grupo de economistas provenientes de la Universidad Católica convenció a los altos oficiales uniformados de aplicar lo que fue conocido como «El ladrillo», con las líneas fundamentales de lo que sería su modelo de desarrollo.         

En 1981 el plan adquirió formas concretas cuando empezó a regir la Constitución de 1980, ideada por Jaime Guzmán Errázuriz, el líder del gremialismo, con el objetivo de perpetuar para siempre la dominación política y económica instalada en dictadura. Ese mismo año fundacional se estrenaron las controvertidas AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones) y las Isapres, que acumulan utilidades en el negocio de la salud privada hoy ampliado a clínicas, laboratorios y otros «servicios». El mismo año se dio el impulso a las «reformas» de la educación superior que castigaron a la Universidad de Chile y a la entonces Universidad Técnica del Estado —las dos únicas públicas—, y sin hacer mucho ruido se dio el vamos a la existencia de universidades privadas e institutos profesionales.

Poco tiempo después vino la municipalización de la educación básica y media que debilitó la educación pública hasta llevarla a niveles paupérrimos, y se implantó el nuevo invento de la enseñanza particular subvencionada que siguió el mismo esquema de voucher con la marca de Milton Friedman que hasta hoy prevalece también en la educación superior.

Es obvio que en democracia no habría sido posible que esa fórmula alentada por los Chicago boys, los gremialistas —antecesores de la UDI— y resguardada por los militares que acompañaron al dictador hubieran podido implantar esas férreas reglas sin reprimir con dureza a la población. Resulta impensable imaginar siquiera que con Parlamento y Poder Judicial independiente, con prensa libre y con organizaciones sociales como las que hubo alguna vez en Chile se hubiera podido descuartizar la sociedad para generar tan radical experimento.

Como recordaba el economista doctorado en Chicago Ricardo Ffrench-Davis, Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, en una reciente entrevista en La Segunda, «Chile empezó a aplicar el modelo neoliberal casi 20 años antes de que recibiera su nombre actual». Y agregaba: «Fue pionero y lo aplicó brutalmente amparado en el miedo que existía en la dictadura». También comentó algo muy escuchado en esos años 70 y 80, cuando de la mano de Sergio de Castro y de Miguel Kast los Chicago Boys avanzaban: esta fórmula fue más extrema que la de Ronald Reagan en Estados Unidos y la de Margaret Thatcher, la dama de hierro, en Inglaterra.

«La nuestra fue una reforma brutal que liquidó muchas industrias, pymes y empleos. Pinochet no solo terminó con vidas, también creó desigualdad, estructuras desiguales que constituyen un lastre hasta hoy», concluyó Ffrench-Davis.

El saqueo, Büchi y Larroulet

Llamaron «modernizaciones» a los ejes de su «modelo». Decían que eran siete y abarcaban casi todos los aspectos de la vida de las personas. Recurrieron a los fondos de previsión de los trabajadores para afianzar sus políticas monetaristas y entregarlos a grupos financieros. Traspasaron miles de millones de dólares del erario nacional para salvar a los bancos cuando este experimento iba hacia el fracaso después de la fuerte crisis de 1982, en momentos en que los grupos económicos de aquel entonces rodaron por los suelos.

Los autores de ese «modelo» completaron el saqueo al Estado de Chile con la privatización de las grandes empresas públicas que tomó fuerza a partir de 1985 después de que Hernán Büchi Buc, quien antes había desempeñado estratégicos roles en el gobierno, asumió como ministro de Hacienda, en febrero de ese año. Ya el descontento se había manifestado a partir de las protestas nacionales de 1983 y por esa época aparecían señales de que la dictadura podía terminar algún día. El traspaso de las enormes riquezas del país se les hacía necesario para que funcionara la economía y para dejar asegurado el futuro de los grupos que los sostendrían y se beneficiarían con él.

Fue así como cayeron la Línea Área Nacional (LAN), la Compañía de Teléfonos, la Industria Azucarera Nacional (Iansa), las generadoras y distribuidoras de electricidad, entre las que estaban Endesa —que además era titular de derechos de agua a través de todo el territorio— y Chilectra. Entre otras, sucumbió también la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich,) hoy conocida por su sigla SQM, que fue a parar a manos del ex yerno de Pinochet Julio Ponce Lerou, quien está desde hace unos años en el ranking de los grandes ricos del país, según la revista Forbes. Sus hijos, es decir, los nietos de Pinochet, acumulan fortunas en paraísos fiscales, mientras el litio y el potasio producido por Soquimich se encuentran en sus manos y en las de inversionistas chinos.

Desapareció en aquella época también el Instituto de Seguros del Estado (ISE) en medio de maniobras que favorecieron a dos ingenieros comerciales que poco tiempo después dieron vida al grupo Penta, Carlos Eugenio Lavín y Carlos Alberto Délano, los mismos que tras el controvertido caso de las boletas falsas que reventó en 2015 fueron sancionados con «clases de ética». Y después de traspasar algunas de sus pertenencias, acaban de reaparecer como prósperos empresarios inmobiliarios que buscan hacer negocios con viviendas en diferentes comunas de Santiago. El 11 de noviembre los Carlos aparecían, por ejemplo, en una crónica de La Segunda en que anunciaban su avanzada en Independencia, con una inversión por 84 millones de dólares.

Esa ola privatizadora que sobrevino después de la crisis de 1982 también significó la consolidación para grupos de corte más tradicional como los Matte o Anacleto Angelini, que se quedaron con parte de lo que había pertenecido al grupo Cruzat-Larraín, como las empresas forestales y de celulosa que fueron creadas por el Estado. Y Andrónico Luksic, que logró la Compañía de Cervecerías Unidas (CCU) y luego continuó con Madeco, el Banco de Chile y empresas mineras como Los Pelambres.

Crédito: Felipe PoGa

“El inmenso saqueo de las riquezas básicas y de la energía, que luego continuó en los años 90 ya en transición a la democracia con las aguas y los puertos, dejó al país prácticamente sin industrias y a su gente sin sentido de comunidad ni de país”

Büchi, quien hoy es miembro de numerosos directorios y preside la junta directiva de la Universidad del Desarrollo y —entre otros— integra directorios del grupo Luksic, no actuó solo. Son muchos los nombres de ingenieros comerciales y civiles, la mayor parte ligados a la UDI, que surgen al recordar ese periodo y siguen hoy resguardando el modelo y el botín saqueado.

Uno de ellos es Cristián Larroulet Vigneau, jefe de gabinete de Büchi durante todo su periodo como ministro de Hacienda, hasta 1989, cuando renunció para dedicarse ambos a su fallida campaña presidencial. Después, en marzo de 1990, Büchi, junto al ex ministro de Pinochet Carlos Cáceres, fundó el Instituto Libertad y Desarrollo, y Larroulet fue elegido director ejecutivo. Estuvo ahí 20 años, hasta el primer gobierno de Sebastián Piñera, cuando llegó a La Moneda en calidad de ministro Secretario General de la Presidencia.

Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, Larroulet se retiró a la UDD para volver a La Moneda en marzo de 2018 junto a Piñera, esta vez, encabezando el grupo de asesores del denominado segundo piso. Y ahí permanece, moviendo los hilos, en este averiado gobierno de Piñera, en un puesto más oculto pero no con menor influencia.

Ese inmenso saqueo de las riquezas básicas y de la energía, que luego continuó en los años 90 ya en transición a la democracia con las aguas y los puertos, dejó al país prácticamente sin industrias y a su gente sin sentido de comunidad ni de país, dedicada a trabajar más en los servicios y las finanzas, a competir y endeudarse.

Los resguardos constitucionales

Todo el entramado político que se fue construyendo bajo la batuta del fundador del gremialismo, Jaime Guzmán Errázuriz, iba en estrecha relación con el modelo económico y social ideado y dirigido por Sergio de Castro, Pablo Barahona, Miguel Kast, Hernán Büchi y sus jóvenes seguidores como Joaquín Lavín, Cristián Larroulet y muchos otros.

La Constitución de 1980, aprobada en fraudulento plebiscito sin discusión abierta, logró en buena medida su objetivo de prolongar por casi 40 años un estado de cosas antidemocrático y adverso a las grandes mayorías. Esa Constitución exalta la propiedad privada como el máximo valor de una sociedad en la cual los ciudadanos se han convertido en consumidores. Todo en ella está impregnado de la concepción de “Estado subsidiario” y acarrea la visión economicista y privatista, además de concebir un poderoso Tribunal Constitucional que oficia de «cuarta cámara» dispuesta a atajar todo lo que no se avenga con ese modelo.

Además, están las leyes orgánicas constitucionales pensadas y redactadas para que en las diferentes áreas complementen a la Constitución. Y con sus elevados quórums para modificarlas han mostrado cuán rígidas pueden ser las amarras que dejaron puestas quienes ejercieron el poder dictatorial. El Código de Aguas, el de Minería y otras creaciones de ese tiempo han sido complementos importantes para favorecer a una pequeña minoría que se adueñó de lo que debiera ser de todos.

Con esos instrumentos lograron debilitar el Estado al que le quitaron su rol en la producción —salvo el caso de Codelco y otras pocas excepciones— y suministrador de servicios públicos básicos, y le dejaron sin posibilidad de ejercer su papel regulador, mientras la concentración se hacía cada vez más presente.

En algunos sectores, como las sanitarias y los puertos, que se habían librado del traspaso en dictadura, el impulso fue retomado en los 90. En el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle se vendieron las sanitarias y se privatizaron las faenas de la mayoría de los puertos. La justificación fue la falta de recursos del Estado y las necesidades de inversión. Lo mismo ocurrió después en el gobierno de Ricardo Lagos con las concesiones de obras públicas.

También es lo que está detrás del crecimiento sin límites —ni regulación— de las universidades privadas, favorecidas con recursos del Estado que se les otorgan por la vía del subsidio a la demanda orientado a los estudiantes que acuden a ellas, a quienes se les dan créditos o becas. El Crédito con Aval del Estado (CAE), que data de 2006, es elocuente ejemplo de la canalización de esos recursos a las entidades privadas, que ha permitido su notable ampliación de matrícula sin dar garantías de calidad, y que ha comprometido gran cantidad de recursos fiscales mientras disminuía la proporción de matriculados en las universidades públicas.

Crédito: Felipe PoGa

El precio de la atomización

«¿Por qué Chile es Chile?» fue la pregunta que nos plantearon en 2010, el año del Bicentenario y del terremoto a un grupo de 23 Premios Nacionales desde la Comisión Nacional de la Cultura y las Artes, precursora de ese Ministerio. Era el primer año del primer gobierno de Piñera y se publicó un libro con las respuestas. Cuando escribía este artículo, volví a toparme con ese texto que —creo— viene al caso recordar por su relación con la raíz de los hechos actuales.

Planteaba en esa oportunidad que «a ojos vista aumenta la riqueza y el lujo» y unos pocos concentraban cada vez «más poder económico y cientos de miles quieren seguir los ritmos del consumo de los más acaudalados, y se endeudan día a día para adquirir la última novedad que les ofrece el mercado».

Continuaba en ese artículo escrito hace nueve años: Chile es «un país de consumidores más que de ciudadanos, dicen muchos. Un laboratorio de experimentos ideológicos, religiosos y políticos de muy diferente signo para llegar a ser hoy un conjunto de muchos Chiles que se divisan a lo lejos unos a otros»…

Me referí a los medios de comunicación como «factores determinantes en esa atomización que experimenta el país cuando conmemora su Bicentenario». Y agregaba: «En Chile están —salvo muy pocas excepciones— en manos de un solo sector político y económico: la derecha vinculada a grupos económicos y financieros (…) Se puede advertir que los medios masivos —prácticamente todos— apuntan en un sentido, responden a una sola ideología, la de ese mercado que quiere ser reforzado, la que dictan quienes tienen el poder».

«Esto —continuaba— no solo atenta contra la libertad de expresión y el acceso de la ciudadanía a la información (…) contribuye a que Chile sea muchos Chiles fragmentados, y atenta contra el sentido de comunidad nacional donde unos y otros puedan conocerse y reconocerse. Difícilmente, entonces, podrán identificarse como un país».

A continuación rescato otros párrafos que parece adecuado considerar en estos días: «En lugar de integrar a los ciudadanos y contribuir a generar identidad, la actual estructura de medios de comunicación es una barrera que se levanta contra los muchos habitantes de este país que son ignorados, olvidados, censurados o estigmatizados. Un factor de desunión de los chilenos, de desinformación y de aislamiento entre las personas que integran los diversos sectores socioeconómicos. Un elemento que potencia la estratificación social que se ha venido manifestando en forma creciente en las últimas décadas”.

«Muchas realidades solo se conocen cuando estallan como conflictos. Ha ocurrido con el histórico tratamiento medial de la situación en La Araucanía, con la rebelión de ‘los pingüinos’ en 2006, con el reciente malestar de los habitantes de Rapa Nui, por citar algunos casos».

«Faltan espacios para la información sobre lo que realmente ocurre en este territorio. Faltan medios que, con ética y calidad profesional, entreguen versiones distintas a las de la prensa convencional ligada a grandes grupos económicos. Faltan escenarios donde pueda haber discusión de proyectos de largo aliento para el país, para la cultura y el desarrollo de las personas”.

«La situación de los medios y las ‘cortinas’ que se imponen son factores claves para la permanencia de la desigualdad y la desintegración social y política. Solo se muestra una cara de Chile: la que interesa a los grupos que han logrado dominar no solo con su poder económico, sino también con su visión y su manera de imaginar el futuro del país”.

«La actual estructura de medios de comunicación contribuye así a perpetuar y agudizar la existencia de ‘Chiles’ incomunicados y aislados. Sin espacios públicos para compartir realidades y sueños es imposible construir país. Entre los riesgos evidentes de una situación así está el debilitamiento de la democracia y la agudización de la desigualdad y de la estratificación social y económica. Y a la corta o a la larga eso no será positivo para nadie”.

«De no mediar acciones concretas que impidan que las cosas sigan el curso que llevan, este Chile dividido seguirá sumiéndose en sus brechas y contrapuntos, seguirá perdiendo su ser más profundo», decía en los párrafos finales.

Está claro que las acciones concretas no llegaron a tiempo. Y tal como están las cosas, sin reformas que abarquen el modelo económico impuesto en Chile en dictadura, sin un rol más activo del Estado al servicio del bien común y no de unos pocos, y —desde luego— con una nueva Constitución que las ampare, el resultado será como barrer la basura debajo de la alfombra. Y más temprano que tarde los innumerables problemas de fondo volverán a reaparecer. Y los costos que eso tendría para la democracia y para la calidad de vida de las personas no se miden en dólares.        

Para fortalecer la democracia y asegurar el destino del país para los próximos 30 o 40 años, parece ya imprescindible reconocer que el experimento de Chicago fracasó. Y habrá que pensar en serio en construir sobre nuevas bases y criterios un modelo de desarrollo sustentable a tono con los desafíos que plantea el siglo XXI y con los necesarios requerimientos de justicia social.

Plurinacionalidad y autodeterminación de los pueblos

Por Claudio Alvarado Lincopi | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Hay tres temporalidades que con mucha claridad han sido impugnadas durante el último mes de movilización. Cada una de ellas, entremezcladas y articuladas, habla de nudos históricos que buscan ser desatados por tiempos y subjetividades negadas en la gestación de los vínculos de la comunidad política que es Chile.

Las dos primeras temporalidades que más visibilidad tienen son el pacto del año 88 y el golpe del 73. Cada una de ellas, en su particularidad y acopladas, representa los cerrojos del modelo neoliberal y de la democracia autoritaria. 1973 es la fractura histórica que permitió el asentamiento de un modelo económico de inagotable privatización: el agua, las pensiones, la educación, la salud, casi la vida entera comenzó a quedar regulada por los vaivenes del mercado. No es que todo haya ocurrido en el 73, pero su peso y densidad histórica fue la que contaminó el modelo de desarrollo instalado hasta hoy en el país.

Desde el mismo lugar, el pacto del 88, fundado en el plebiscito del Sí y el No, gestó otro amarre que hoy se busca desatar. La “democracia de los acuerdos” profundizó un tipo democrático profundamente clausurado para los movimientos sociales, donde la participación se resumió al voto, bloqueando cualquier capacidad deliberativa desde los territorios y los pueblos.

“La reivindicación de la wenufoye y la whipala, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional”.

Así las cosas, desde el 18 octubre se viene tensionando el modelo de desarrollo neoliberal y la democracia autoritaria, como sedimentaciones de las temporalidades 1973 y 1988. Ahora bien, hay un tercer tiempo histórico, de mayor densidad, que las movilizaciones han puesto en querella: la larga continuidad colonial. La reivindicación de la wenufoye y la whipala, expresiones simbólicas del pueblo mapuche y los pueblos andinos, respectivamente, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional, de una crisis que busca socavar una herida de profundidades centenarias.

Es que la comunidad política que es Chile se fraguó bajo un principio identitario que ubicó como intereses superiores de la nación aquellos que eran particulares de las elites eurocentradas. Lo nacional chileno se construyó bajo un relato patrio profundamente utilitarista y antropocéntrico, donde el eje hegemónico de la nación quedó enclaustrado en una percepción del bienestar como maximización económica, donde la naturaleza fue establecida únicamente como recurso, y los territorios (sus pueblos y ambientes) puestos como material para la conquista de los fines elitarios.

Esta trama nacional fue el epítome de un proyecto civilizatorio sustentado ideológicamente en la blanquitud. El barroquismo societal fue reducido a una proyección monocromática, profundamente homogeneizadora bajo el espectro de nuestras elites blanquecinas. Fueron ellas los que definieron el eje hegemónico de la comunidad política nacional. Así, los diversos horizontes históricos que llevan otras formas de gobernanza, disidentes percepciones epistemológicas y herejes concepciones éticas, fueron clausurados del relato nacional.

Y es esta densa temporalidad, refundada y en permanente actualización desde el siglo XIX, la que denominamos larga continuidad colonial. El procedimiento de glorificación y anulación obedece a un viejo patrón colonialista: son determinadas vidas, cuerpos y saberes los que engloban los caminos aceptables y honoríficos de la comunidad política, mientras que otras vidas, cuerpos y saberes son edificados como salvajes, inferiores, no capacitados. Los otros de la nación no tienen cabida, sus racionalidades son relegadas, y aquí yacen las vidas indígenas y afrodescendientes, pero también las biografías mestizas y empobrecidas, ese Chile que reivindica el bastión nacional, pero desde una trayectoria disonante a las fórmulas esgrimidas por las elites.

“¿Qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación?”.

Y desde esta fractura temporal emerge la plurinacionalidad como escenario y posibilidad. El repertorio de acción desmonumentalizador y la reivindicación de los emblemas indígenas es un reconocimiento de facto de aquellas otras racionalidades que cohabitan Chile, este es el escenario, y desde allí emerge una potencia utópica, una posibilidad que se erige desde una presumible cohabitación abierta al contacto, a forjar un nuevo universalismo sostenido en el abigarramiento societal, renunciando al monocroma eurocéntrico, provincializando Europa, manchándolo de otras trayectorias históricas y divergentes racionalidades. Plurinacionalidad como el reconocimiento de diferentes modos de concepción del bienestar común conviviendo al interior de la misma comunidad política. En este plano, ¿qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación? ¿O podremos también poner en la mesa las expresiones cosmogónicas de los pueblos indígenas y las éticas socioambientales que promueven los derechos intrínsecos de la naturaleza? Es esta tensión, la concepción del vínculo humano-naturaleza es quizás la más gráfica para pensar los alcances de la plurinacionalidad, pero, ineludiblemente, debe ser traducida a toda la vida social: educación, salud, habitares colectivos en el medio rural y urbano, etc.

Ahora bien, esto no se trata únicamente de disputas epistemológicas, de divergentes gestaciones narrativas sobre el mundo común, sino que se trata de poder. No es sólo reconocer la existencia de otras formas de comprensión de la realidad, sino entender que aquellas formas puedan convivir de modos simétricos, dado que hoy cohabitan jerárquicamente. Por ello la plurinacionalidad está inevitablemente atada al derecho de la autodeterminación de los pueblos y territorios. Así, la descentralización y gobernanza desde zonas ecológicas e identitarias como horizonte libredeterminista en el marco de la plurinacionalidad, puede ser entonces una propuesta concreta desde los pueblos indígenas para todo el territorio chileno. ¿Acaso los habitantes de Petorca, de Quinteros, de Chiloé, de Aysén o de la población Lo Hermida no encuentran también urgente participar de manera contundente en el devenir de sus territorios? Autodeterminación como profundización de la democracia y plurinacionalidad como convivencia de racionalidades y horizontes históricos.

En fin, en esta imaginación plurinacional caben todos bajo la posibilidad de construir una comunidad política unificada y heterogénea, democrática y descentralizada, que supere por fin las viejas tradiciones decimonónicas para entrar de lleno al siglo XXI, que abraza universalismos contradictorios, unicidades heterogéneas, abigarramientos societales que sepultan el blanqueamiento homogeneizante, el centralismo asfixiante y la violencia monocultural. Debemos avanzar hacia la antropofagia cultural como nuevo horizonte universal.

Rescatando la seguridad social

Por Andras Uthoff

Quienes en 1990 recuperaron la democracia y sus instituciones, prometieron la alegría administrando un modelo económico que traía enraizada una tremenda omisión. Uno que privilegiaba el mercado y relegaba al Estado a un rol exclusivamente subsidiario. Un modelo que prometía alcanzar el desarrollo del país sin seguridad social. Esto les impidió cumplir con sus promesas.

El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos. No genera seguridad social,entendida como la provisión de medidas públicas destinadas a evitar privaciones económicas y sociales que, de otro modo, ocasionarían la desaparición o una fuerte reducción de los ingresos por causa de enfermedad, maternidad, accidente del trabajo o enfermedad laboral, desempleo, invalidez, vejez y muerte. Esto también abarca la protección en forma de prevención y asistencia médica y de ayuda a las familias con hijos.

La seguridad social se hizo desaparecer con tres medidas implícitas de la dictadura y su Constitución. Primero, la cotización que trabajadores y empleadores aportaban por trabajar e ingresaban a cajas donde el Estado actuaba en calidad de patrocinador, se transformó en una cuota de ahorro de propiedad exclusiva del trabajador y que obligatoriamente se debía depositar en administradoras de fondos de pensiones (AFP) con fines de lucro. Segundo, el empleador se eximió de contribuir al sistema, excepto por una pequeña prima para un seguro de invalidez. Tercero, el Estado asumió el financiamiento del costo fiscal de transitar desde un sistema de reparto a uno de capitalización en cuentas individuales, y se comprometió a regular y supervisar una industria de administradoras de fondos de pensiones.

El derecho previsional asociado al trabajo se cambió por un derecho previsional asociado a la capacidad de ahorro individual de cada trabajador. El trabajador pasó a ser el único responsable de su futuro previsional y mutó desde un ciudadano con derechos a un consumidor de servicios financieros, a merced de una industria a la que se enfrenta con completa indefensión y asimetría de información. Terminó siendo el único responsable de gestionar riesgos que estaban fuera de su control, como son aquellos asociados a la falta de oportunidades de empleo, la caída en la rentabilidad de los fondos y el aumento de la longevidad.

“El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos”.

La realidad se impuso a la doctrina. Ya en 2006, las autoridades detectaron que la mitad de los adultos mayores habrían transitado a lo largo de todo su ciclo de vida activa en condiciones de vulnerabilidad y sin capacidad de ahorro. La reforma de 2008 de la Presidenta Michelle Bachelet vino a suplir esta deficiencia con la creación del Pilar Solidario, que ofrecía dos garantías financiadas con impuestos generales. Una Pensión Básica Solidariapara quienes no habían tenido posibilidad de ahorro, y un Aporte Previsional Solidario para quienes habrían ahorrado poco. Sin embargo, dado el carácter subsidiario asignado al rol del Estado, sólo eran garantías para aquellos que, teniendo malas pensiones autofinanciadas, podían demostrar pertenecer al 60% de la familias más pobres. Las prestaciones no constituían un derecho, sino un subsidio focalizado, el cual se otorgaba bajo medidas tecnocráticas de disciplina fiscal e incentivos al ahorro.

La realidad resultó ser más dura aun. Cuatro argumentos bastan para ilustrarlo.

Crédito: Felipe Poga

Primero, los parámetros bajo los que se diseñó el sistema quedaron rápidamente obsoletos. Tanto los ingresos imponibles de los trabajadores como la tasa de cotización del 10% sin aportes patronales, la frecuencia o densidad de cotizaciones con que un trabajador aportaba al sistema debido a la vulnerabilidad en el mercado de trabajo, y la rentabilidad de los fondos de pensiones que convergieron a niveles internacionales, resultaron bajos. Lo que sí aumentó fue la longevidad. Por ende, no era posible que los trabajadores autofinanciaran sus pensiones por sus propios medios.

Segundo, el sistema jamás se adaptó a las características del mercado de trabajo chileno y ha sido incapaz de generar incentivos o superar las limitaciones para que los trabajadores independientes, aquellos a honorarios, con subcontratos y los trabajadores informales coticen en el sistema.

Tercero, el sistema ha carecido de legitimidad en tanto los dueños del ahorro previsional —que son los trabajadores— no tienen ninguna injerencia en la administración de sus fondos. Deben aceptar las regulaciones y supervisiones del gobierno y la gestión de las administradoras de fondos de pensiones, donde no tienen representantes en los directorios.

“La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella”.

Finalmente, al sistema le faltan piezas. Omite la realidad de toda una generación que ya vivió su ciclo de vida activa sin haber ahorrado lo suficiente. Esta generación debió pagar el costo de la transición. Además de financiar sus pensiones, debieron financiar con sus impuestos aquella de quienes permanecieron en el sistema antiguo y las de las Fuerzas Armadas. Es la misma generación que sufrió las consecuencias de la crisis de la deuda por el mal manejo económico de las autoridades y debió laborar en programas de empleo de emergencia (Pem) y en programas de ocupación para jefes de hogares (Pojh). En definitiva, una generación que merece la construcción de un pilar. Uno que los compense mediante ingresos generados hoy, un pilar de reparto solidario y redistributivo, no puramente asistencial.

La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella. El mercado no implementa solidaridad, es miope, y en el caso chileno, dominado por industrias lucrativas que no se ocupan de la gente, no provee los mecanismos públicos para derechos sociales si estos no se expresen en capacidad de compra. Respecto al sistema previsional chileno, haberlo dejado en manos del mercado y una regulación inapropiada, descuidó sus parámetros, su necesaria adaptación a las diferentes condiciones laborales de los trabajadores, su legitimidad y su capacidad de redistribuir y compensar.

Existen argumentos suficientes para ir en rescate de la seguridad social en Chile.