El instante de la política

Por Federico Galende | Fotografía: Felipe Poga

Si la memoria no me falla, es en Filosofía del presente que Alain Badiou da el ejemplo del matemático Arquímedes, un griego de Sicilia que, tras la invasión de los romanos, dibujaba tranquilamente una figura geométrica sobre la arena cuando un soldado se le apareció de la nada para decirle que el general Marcellus quería verlo. Arquímedes no le respondió, siguió concentrado en su tarea y el soldado volvió a repetirle el mensaje dos o tres veces. Finalmente, Arquímedes levantó la mirada, le dijo al soldado que le permitiera seguir con su demostración y recibió a cambio un sablazo en la cabeza que hizo que se desplomara muerto sobre la arena y borrara con su cuerpo la figura geométrica en la que trabajaba. Sabemos hacia dónde apunta Badiou con este ejemplo: entre el poder de los invasores y el acto creativo de un matemático no hay una medida en común, entre otras cosas, porque lo segundo permanece enfrascado en la inmanencia de sus propias reglas. En una situación como ésta, uno debe tomar una decisión: o está con Arquímedes, o está con el soldado invasor.

La situación sirve para ilustrar un poco lo que está sucediendo en Chile: hay quienes a derecha e izquierda están del lado del orden explicador —justifican con timidez la militarización de las calles, le ponen un paño frío al fervor de la gente o se alimentan parasitariamente de la impotencia que siguen atribuyéndole al pueblo—, y hay quienes están con Arquímedes, del lado de ese fugaz acto creativo con que escriben las multitudes un libro sin prólogos ni desenlaces, cerrado sobre sus reglas misteriosas y esbozado en el corazón de la nada. Si en defensa de esto último hay poco que decir, se debe a que las sublevaciones son revoluciones indocumentadas, gestas sombrías sin papeles ni agendas que trazan con el tímido rigor de un Arquímedes un texto que se ramifica a orillas de las lamidas de la historia.

Entonces hay que pensar este tiempo, porque no es que las sublevaciones no hayan existido antes y que, de repente, el ahogo elocuente de la razón moderna o la desaparición de las grandes filosofías de la historia las hayan puesto de moda; existieron siempre, sólo que en calidad de hermanastras pobres de la revolución. Por eso no es fácil comprenderlas del todo ni arriesgar diagnósticos precipitados, pues en realidad habitan en otro tiempo, no en uno que está por llegar o que se marchó dejando en el aire una estela perdurable, sino en un tiempo que se es suficiente a sí mismo y se muestra por esta razón demasiado arisco o sensible a los dictámenes de los académicos o los periplos del profeta que se anticipa trayendo una buena nueva de algún futuro.

Es sin pasado y sin futuro, como el instante del despertar. De ahí quizá la consigna: Chile despertó. Es una consigna bastante rara, que declara para sí misma lo que acaba de suceder haciéndola suceder por el solo hecho de que la declara. Se puede despertar así también, autodeclarándose en un sueño sin afuera que se acaban de abrir los ojos. En efecto, si el despertar del sueño al interior de otro sueño es una mónada sin ventanas, a quien puede importarle que sea verdad. La parte faltante, en caso de que alguien la imagine, no puede esgrimirse porque el universo de conceptos con los que se lo haría está fuera de la realidad o, si se prefiere, destituido de antemano. Se podría decir entonces que no hay nada que decir, pero tampoco esto es posible, pues no tener nada que decir y hacerlo a la vez es la punta de ovillo de toda escritura.

«El despertar es una bocanada que traspasa las orlas de humo, las bocacalles militarizadas, el edicto neoliberal de la vida como capital humano y la administración del estado como una empresa que pasa los números en azul ante la auditoría del FMI o el Banco Mundial».

Una forma que piensa: es el principio del cine, pero es también el principio del pueblo, puesto que el pueblo configura una forma colectiva del pensamiento cuyas vigas no están en el porvenir ni en el pasado. Esto significa a la vez que, sin ser parte del poder instituido por el invasor, no comulgan con las variantes de la práctica instituyente esbozada como un fármaco prometido por el vanguardista sabelotodo. ¿Y entonces qué? Entonces estamos en el terreno anómalo de una potencia inoperante que esquiva el cemento de las ideas para servirse su sensibilidad a sí misma, digamos que en el caldo común en el que se calienta un guiso con despuntes, contagios y roces, en una marmita heterónoma al arsenal de los nombres y las categorías. Un disparo bien rumiado del profesor Carlos Peña, con sus frases pulidas y sus aciertos de picarón atinado, no difiere del que suelta la boca de una metralla. Son balas endemoniadas de las que basta su redondez para que se las deseche. Lo que las deshecha es el instante creativo de la política, formado por una puntuación pensativa que hace que cada quién se extrañe a sí mismo en la hoguera que reanuda una nueva comunidad entre los cuerpos, los textos, las imágenes y las voces.

El instante en cuestión, acentuado en ese desperezado que se declara súbitamente despierto, forma parte de un tiempo nuevo. Aunque valdría la pena insistir: no es nuevo porque esté a punto de suceder o porque se ha escabullido de una cripta rasgada, es nuevo en su duración plena, o acaso en su modo de destituir en la instantaneidad las formas mismas del pensamiento del tiempo. ¿Existirá otra soberanía que no sea ésta? El despertar es una bocanada que traspasa las orlas de humo, las bocacalles militarizadas, el edicto neoliberal de la vida como capital humano y la administración del estado como una empresa que pasa los números en azul ante la auditoría del FMI o el Banco Mundial.

Es lo que no comprendió Piñera cuando dejó escapar la palabra guerra. Pensó que si lo hacía, señalando a un enemigo que tuvo la precaución a la vez de no identificar del todo, daría un mensaje preciso al sistema financiero internacional, pero el interlocutor no existía y lo único que consiguió fue encender la misma mecha con la que los cosacos, un siglo atrás, habían hecho arder las escalinatas de Odesa, después de que en un legendario acorazado los marinos protestaran por la carne podrida. A pesar de que se le dio a aquel pathos inmemorial de “bocas abiertas, ojos desorbitados y cuerpos extáticos”, la forma de un emblema de pensamiento en imágenes que puso a correr la revolución tratando la fenomenología del espíritu por medio del mundo encantado de las figuras en movimiento, lo que recordamos no es la carne podrida sino su aventón, el punto de partida de una sublevación que, como la que está teniendo lugar en Chile, enhebró el aumento de una tarifa en el metro con la palabra guerra para recortar un cuadro social que hace de los medios de transporte un enemigo episódico.

¿Y las cacerolas? ¿Qué hacen esos objetos domésticos parlantes monologando con el metal de su voz en medio de las alamedas que se siguen abriendo? También hay aquí un cuadro histórico resumido, una cita del allendismo por medio de la reunión de materiales que esperaban una última articulación. ¿No habrá una sobrecarga musical y coreográfica tal vez muy literal con la última voz que resonó dignamente en aquel Palacio? Proponerlo es de por sí rebuscado, pero, así y todo, las cacerolas puntúan rítmicamente la invención instantánea de una soberanía. No es una “soberanía en suspenso”, sino al revés: es el suspenso mismo el que, no respondiendo a la impotencia de las teorías biopolíticas ni a la musculosa prometeica de las vanguardias utópicas, cobra la forma etérea de la soberanía.

«Es el instante de la política. No se puede saber cómo sigue la historia —jamás un pueblo lo sabe—, pero se puede ser feliz teniendo por ahora la sensación de que de esta historia formamos parte, la vivimos y la estamos protagonizando».

El suspenso como soberanía es el guion incompleto de un mito que no se inscribe en la historia como curso, sino que se ensancha en el espacio. Ondulaciones, relieves, chispazos que emergen borrando sus motivos, soles momentáneos y refulgentes en el cielo anónimo de lo humano que desfiguran la historia imponiéndole un ralentí barroco o una velocidad retardada. Es más lenta que la televisión, que muestra las hogueras donde se queman las grandes ideas y se incendia el patrimonio letrado de la república con demasiada celeridad, en circunstancias en las que esta misma celeridad es desdeñada por un pensamiento instantáneo y colectivo que se toma el tiempo para sí mismo. No es que los medios censuren; sobrevuelan con una densidad técnica que ha dejado fuera de la política las causas de un momento tensado entre el festín y la desolación.

Aparece entonces esta excepción, acompañada de su imprevisible instantaneidad creativa, y mientras el gobierno exhibe su caudal voraz y fascista, apresurándose a tacharlo todo de vandalismo para ocupar un arsenal en desuso y volver a poner las metrallas sobre cabezas arrebatadas a la multitud, la gente sigue creciendo en las calles. A la mañana siguiente se dirá que hubo desmanes en el segundo o el tercer círculo de un distrito definido verticalmente, pero la multitud no es una unidad: sale a la calle desde diferentes rincones para dejar atrás la ideología del infortunio como una responsabilidad personal y llega a las plazas a elaborar un libro en proceso, escrito en un registro que arruina la repetida puntuación del poder. Chile no está muerto. Y esto lo sabemos más hoy que ayer, gracias a un pueblo que lo recrea y lo elabora, con las estrofas de un cántico que conmueve y al que aporta su consabido sinfín de variaciones. Es el instante de la política. No se puede saber cómo sigue la historia —jamás un pueblo lo sabe—, pero se puede ser feliz teniendo por ahora la sensación de que de esta historia formamos parte, la vivimos y la estamos protagonizando.

(*) Este texto fue publicado originalmente en el dossier «Los estados generales de emergencia», del sitio Ficción de la razón.

Tantas ciudades dentro de la ciudad: el desafío de encontrarnos

“Habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado. Los demás siempre serán otros sospechosos, otros que en su diferencia está precisamente la sospecha y por ello, nuestra negación. ¿Qué proyecto colectivo se puede construir así? Ese es uno de nuestros primeros retos: mirarnos, reconocernos, sentirnos parte de lo mismo. No es fácil, pero tenemos la responsabilidad de iniciar el camino”, escribe en esta columna Enrique Aliste, académico especializado en geografía social y cultural.

Por Enrique Aliste | Fotografía: Felipe Poga

Dimensionar lo ocurrido este octubre de 2019 en Chile nos lleva a los cientos de textos, gráficos, mapas, discusiones, eventos, congresos, seminarios, cursos, lecturas, autores y un largo etcétera que podría llevarse varias líneas que hoy parecen escasas.

No se trata sólo de hacernos los que ya sabíamos o que era previsible lo sucedido. No es eso. Tampoco se trata de sentirse bajo la lupa atenta de quienes ven en ti a uno más de los que ahora vienen con que sabían. Pero a pesar de ello, sí podemos decir que ya sabíamos de esto, y también podemos decir que el titular de antología que publicó el diario La Tercera el domingo 20 de octubre y que decía bien grande “La crisis que nadie vio venir”, es una evidencia más del grado de encierro en que viven las elites chilenas.

No puede ser sencillo el balance siniestro de las atrocidades de las que comenzamos a enterarnos y difundir desde el mismo viernes 18, en tiempos donde la fortuna de tener redes sociales nunca fue tan valiosa. Muchas de estas atrocidades incomprensibles, especialmente pensando que nos encontramos ad portas de la tercera década del siglo XXI, han logrado saberse gracias, precisamente, a esta nueva plataforma que se transforma también en una manera efectiva e interesante de hacer y ejercer ciudadanía a través de los dispositivos móviles.

Pero entre tantas cosas, otra que ha quedado en evidencia durante esta semana es que hay una herida que no sabemos bien cómo se sana, pues si apostamos a que sólo con medidas económicas esto puede revertirse, creo que nos equivocamos profundamente. Es verdad que aquello ayudaría bastante y, en caso de acceder, sería avanzar mucho en disminuir aquellas brechas que nos hablan del mismo país donde un alto ejecutivo de la plaza puede tener un sueldo mensual de más de trescientas veces el sueldo mínimo, o más de ciento ochenta veces el sueldo promedio que gana la mayoría de los chilenos. Y que como si tanto fuera aún poco, proporcionalmente este ejecutivo paga menos impuestos que aquel que gana el mínimo o el sueldo promedio. Y se trataría, por lo demás, del mismo ejecutivo que quería recibir ahora una reintegración de los impuestos pagados, es decir, que el dinero recaudado para las arcas fiscales, esas que se supone ayudan al bien común de un país, se les devolviera a ellos.

«No se trata sólo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo (…). Se trata, además, del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados, del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo?»

Entiendo que eso ya no va, pero tuvieron que morir personas, destruir varias estaciones de metro, saquear supermercados, decretar estado de excepción, sufrir detenciones ilegales, tortura, vejaciones sexuales; todo eso, por lo menos, para que “cedieran” en sus aspiraciones de lo que probablemente ellos entienden como “justo”.

El gran desafío, entonces, parece ser más bien ético. Sí, precisamente aquel tema sobre el que versan las clases que, por condena judicial, han tenido que recibir dos importantes miembros de la élite económica chilena que financiaron ilegalmente la política por años. ¡Vaya condena!

Y es que no se trata sólo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo, y que difícilmente van a cambiar de un modo muy rápido. Se trata, además, del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo? Mientras, al mismo tiempo, en muchísimos de los barrios que fueron el resultado de las “exitosas” políticas de vivienda durante una treintena de años, la realidad dista mucho de los códigos propios que hablan de aquella difusa y extraña idea de desarrollo. Peor aún: el desarrollo se ha articulado como aquella noción que permite movilizar el mundo basado en un imaginario.

Hubo en el Santiago de este octubre encendido una ciudad que efectivamente era el oasis al que aludía el presidente en su desafortunada y reciente alocución; un Santiago tranquilo, bien abastecido, con comercio abierto y normal, si no fuera por el toque de queda que —suponemos los que estamos lejos de allí— habrá operado como para el resto de la ciudad. Cabe hacer notar la excepción de lo ocurrido en las cercanías del metro Manquehue, donde las pacíficas muestras de las y los vecinos del entorno —no precisamente populares o identificados con el chavismo o el socialismo internacional— recibieron durísimas respuestas de parte de las fuerzas militares y policiales a tiro de fusiles y avance de tanquetas, en un hecho inédito en la memoria colectiva de Chile.

Pero, al mismo tiempo, en las antípodas de la misma ciudad, había un Santiago sitiado no sólo por la represión policial reinante en los principales ejes de la zona céntrica con epicentro en la Plaza Italia, sino también extendiéndose hacia las periferias, cuyos relatos más crudos estuvieron en las abandonadas comunas de los márgenes como Puente Alto, Maipú, Quilicura, La Florida, La Pintana, entre otras; en las que el pillaje y la barbarie se hicieron parte del mismo estado de ánimo de reclamo, pero donde la fiesta y el carnaval estaban muy lejos de sentirse. Mientras militares y policías se esmeraban en disuadir y reprimir con violencia las protestas pacíficas en las zonas centrales o más acomodadas, las periferias debían lidiar con los saqueos y el desamparo producto de un brutal abandono de la idea del orden público.

Precisamente por esto será difícil que este mapa se articule con claridad si sigue mostrando la imagen de tantos Chile que deben ser capaces de coexistir. Porque esto que sucedía en Santiago también ocurría, más o menos con la misma lógica, en Concepción, Temuco, Puerto Montt, Punta Arenas, Copiapó, Antofagasta, Valparaíso, Viña del Mar y otras ciudades. ¿Cómo se logrará entonces aquel diálogo en donde un territorio no es capaz de reflejarse, al menos mínimamente, en el Otro que se define a partir de la diferencia? ¿Qué pasa allí donde no hay un espejo capaz de reflejar que en el otro lado hay un símil a nosotros que se construye en una diferencia que no nos dice nada? Y probablemente no nos dice nada pues no conocemos, no sabemos ni comprendemos sus códigos, lenguajes ni señales propias de una diferencia tan ignorada por tantos años. ¿Qué hay en ese habitar que ha quedado marginado de las miradas de quienes deciden y de los cuáles efectivamente sabemos poco o nada que no sea, en general, cifras y datos que se centran en la idea de una evidencia que suele carecer de lectura, significado y una debida interpretación? Un “legítimo Otro” como señala Humberto Maturana o un Otro que se pierde en la infinitud, como dice Emmanuel Levinas.

«No hay ciudad posible cuando el territorio está así de fragmentado (…). La perplejidad de las élites también es eso: lo vivido no siempre calza con lo que habitamos, porque habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado».

Una situación dolorosa que tiene que servir para pensar, pero para pensar en serio y de manera más desapasionada y que, por lo mismo, nos lleve al plano ético que nos exige el momento que vivimos. Sé que es difícil por estos días y todos lo sabemos; y con esto quiero ser claro: el ejemplo que quiero poner en nada justifica o quiere justificar la barbarie a la que hemos asistido estos días. Por ello aprovecho de, antes de desarrollar este punto, expresar mi más enérgico rechazo y condena a las situaciones de violencia, atropello a los derechos humanos y, más aún, me sumo de manera categórica al repudio público ante la acción policial y militar represiva, respaldando todas las acciones que apunten al debido castigo y a que esto no quede, una vez más, cubierto con el manto de la impunidad; pero quiero especialmente llamar a que, a diferencia de lo ocurrido en dictadura, esta vez SÍ veamos y no dejemos de tener presente en todo momento que la responsabilidad fundamental es de los civiles que no sólo lo han permitido, sino que son los que han llamado a que esto ocurra.

Pues bien, el ejemplo en torno al que quiero que reflexionemos es el siguiente: metro estación Salvador. En las afueras, resguardo militar. Los militares que la custodian son jóvenes que difícilmente alcanzan los 30 años. O tal vez los alcanzan apenas. Los muchachos bajo aquel uniforme no son de la élite; muy probablemente, tanto ellos como sus familias, son parte de los que reclaman con más fuerza ante esta crisis, pues a todas luces vienen de los estratos populares. Todos sabemos que en Chile eso salta a primera vista (en Chile se usa con frecuencia la expresión tener cara de o bien, dependiendo de lo que se hable o donde se esté, NO tener cara de). Pero el trabajo de estos muchachos consiste básicamente en cumplir órdenes. Sus superiores, que han recibido órdenes de civiles que están a cargo de la seguridad pública, los han sacado a la calle y les han encargado el resguardo de una estación de metro. De noche deben cumplir la orden de impedir el libre tránsito de las personas, porque hay un estado de excepción que ellos no han decretado, pues han sido, nuevamente, órdenes de los civiles a cargo. Pero durante el día, por la calle, muchos de los que pasan y se manifiestan —probablemente varios de ellos hijos de las élites medias, quizás estudiantes universitarios, quizás estudiantes conscientes y comprometidos que luchan genuinamente por un Chile más justo y en paz—, les gritan insistente y majaderamente: asesinos, ladrones, vendidos, traidores. Uno de los gritos que también se repite en más de una ocasión es “no te alcanzó más que para ser milico”. ¿Cómo leer esta escena que se repite con el paso de las horas y los días? ¿Qué germen alimenta esta escena que insistentemente vemos mientras hay militares en la calle por orden de la autoridad civil?

Para mí, aunque quizás sea poco popular decirlo, la escena me resulta espantosa. Es más, creo que ES espantosa. Lo es en el sentido más profundo de lo que está en juego y de lo que no hemos logrado ver y que aquí tenemos el deber de analizar en profundidad: ¿a quién le hacemos el juego con este ritual? ¿Cuántas contradicciones nos deja esta escena? ¿Qué esconde cuando emerge desde lo más profundo de nuestras convicciones y sentimientos?

Jóvenes pobres de los barrios bajos, que visten uniforme militar probablemente porque en su mundo es una efectiva (a veces única) alternativa laboral, deben venir a proteger los barrios de las élites que los desprecian. Mientras tanto, en sus barrios, impera la ley del más fuerte al desamparo absoluto del Estado y del gobierno a cargo. ¿Cómo interpretamos esta escena? Como ella hay muchas más: las de las asesoras del hogar, los trabajadores de la construcción, los conserjes de edificios, las y los vendedores en ciertas tiendas de mall, etc. Cada una y cada uno de ellos, cotidianamente, debe cruzar la ciudad de extremo a extremo, madrugando como le gusta al ahora exministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, dejando así la vida en la calle y compartiendo el mundo entre universos tan disímiles como los que se fraguan bajo el sol implacable de un Santiago que es capaz de contener tantas ciudades como situaciones existen en él. Estudiantes, profesoras y profesores, técnicas y técnicos, entre tantas y tantos otros, repiten la escena, a la que se suman las y los miles de trabajadores a honorarios (el nuevo “boletariado”), las y los trabajadores por cuenta propia y tantos otros que visten el uniforme de la precarización laboral, que también son parte del mismo ramillete de situaciones que al modelo chileno le encanta adornar con el concepto del emprendimiento.

«La Asamblea Constituyente debe ser el camino en donde las diferencias se puedan hacer visibles a partir de la debida comprensión de que es esa diferencia la que nos hace ser lo que somos. Luego de lo vivido, tenemos todo el derecho de sentir que lo que iniciamos es el primer paso de un largo viaje. Un viaje largo y agotador, pero que promete una vida mejor».

Por lo pronto, la mía es apenas sólo una primera lectura: no hay ciudad posible cuando el territorio está así de fragmentado. La fractura de la sociedad se acompaña de un espacio que se ha cercenado para que lo que vivamos sea casi una reacción natural. La perplejidad de las élites también es eso: lo vivido no siempre calza con lo que habitamos, porque habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado. Los demás siempre serán otros sospechosos, otros que en su diferencia está precisamente la sospecha y por ello, nuestra negación. ¿Qué proyecto colectivo se puede construir así? Aquí tenemos entonces, uno de los primeros desafíos: mirarnos, reconocernos, sentirnos parte de lo mismo. No es fácil, pero tenemos la responsabilidad de iniciar el camino.

En mi concepto, la Asamblea Constituyente es y debe ser el camino en donde las diferencias se puedan hacer visibles a partir de la debida comprensión de que es esa diferencia la que nos hace ser lo que somos. Y luego de lo vivido estas semanas recién pasadas, tenemos todo el derecho y la esperanza de sentir que lo que iniciamos es el primer paso de un largo viaje. Un viaje que es largo y agotador, pero que promete una vida mejor. En nosotros está el deber de no desaprovechar la oportunidad.

Chile onírico

«Lo que vivimos hoy en Chile no hubiera ocurrido si no se hubiese arrasado con la educación pública en los niveles básico y medio», dice el rector de la Universidad de Chile en esta columna, publicada originalmente en el diario El País, de España.

Por Ennio Vivaldi Véjar (*) | Fotografías: Felipe Poga

En un Chile onírico los celulares acumulan videos, textos e imágenes. A lo largo de más de cuatro mil kilómetros, en los ciento ochenta que separan la cordillera del mar, en este país tan improbable y, por eso mismo, tan real, es fácil detectar las fake-news pues, hoy, son más verosímiles que la verdad factual. Gente en número desbordante deambula con carteles, gritos y cacerolas. Imposibles yuxtaposiciones de videos de militares: uno jugando con civiles a que una pelota-globo no toque el suelo y otro causando una herida transfixiante en el muslo de un civil.  Hay muertos y heridos. Hay saqueos. Hay, y esto es inédito, incendios. Y hay mucha gente pacíficamente marchando. Gente que se acerca y rodea a militares en las afueras de sus cuarteles como si no supieran que estos portan armas letales. Un sueño.

Si los sueños aspiran a satisfacer deseos inconscientes, quizás el de este pueblo sea el de reencontrarse. Devolverle un sentido a cada vida para que converja en un destino común. Que a cada cual de nuevo le permitan, a través de un fondo solidario, ayudar a alguna anciana para que ella pueda recibir la atención médica que necesita. Sabe que eso hoy le está prohibido. Quizás ya no quiere más seguir preocupándose solo de sí  mismo y solo para sí mismo. Quizás también quisiera que sus hijos reciban una buena educación que no esté predefinida por el dinero que pueda pagar y que la reciban en un entorno plural, enriquecido por una diversidad de orígenes socioeconómicos, ideológicos, culturales.

No intentaré señalar con certeza los determinantes causales de lo que hoy ocurre. Sí sugerir un factor permisivo. Como un edificio que se desploma cuando se destruye uno de sus muros estructurales, lo que vivimos hoy no hubiera ocurrido si no se hubiese arrasado con la educación pública en los niveles básico y medio.  Y eso es lo que se ha venido haciendo por muchos años sin el menor remordimiento. Un documento del Ministerio de Hacienda de tiempos de Pinochet afirmaba que nada sería más perjudicial que tener una educación pública, gratuita y de buena calidad. En efecto, se argumentaba, eso desincentivaría a las familias a querer pagar más por una mejor educación, perdiéndose ese espíritu competitivo basado en la libertad de elegir que está a la base de todo progreso. Puedo enviar copia facsimilar de ese documento a quien me lo solicitare.

«Quienes marchan hoy están descontentos y frustrados. Muchos de ellos fueron engañados por un sistema que los empujó a endeudarse para acceder al espejismo de una educación universitaria que, en la realidad, no les proveería ni una formación integral que los convirtiera en reflexivos ciudadanos del mundo, ni un título profesional que les garantizara empleabilidad»

La Universidad de Chile ha jugado, desde la primera mitad del siglo XIX, un rol de torre de construcción permitiendo levantar ese y muchos otros muros estructurales para edificar esta república. El respeto a ese rol histórico y la tenaz  defensa de ella que, en condiciones muy adversas, hizo su propia comunidad, impidió que la educación superior estatal corriera, en el período iniciado con la dictadura, la misma suerte que los niveles básico y medio. Pero si no pudieron destruirla, cuanto esfuerzo hicieron por desnaturalizarla. Desde Pinochet, las universidades públicas chilenas fueron tratadas como universidades privadas sin dueño.

Quienes marchan hoy están descontentos y frustrados. Muchos de ellos fueron engañados por un sistema que los empujó a endeudarse para acceder al espejismo de una educación universitaria que, en la realidad, no les proveería ni una formación integral que los convirtiera en reflexivos ciudadanos del mundo, ni un título profesional que les garantizara empleabilidad. Nadie se acordaba a esa altura que las universidades eran comunidades para la generación, mantención y transmisión del conocimiento. Muchos se entusiasmaban con este nuevo negocio consistente en incentivar a un joven a endeudarse hoy para ganar más dinero mañana. No se trepidó en corromper el sistema de acreditación. Se enorgullecieron de una gran ampliación de matrícula, la que se logró con  créditos de estudio que llevarían caudales al sector privado. Hoy, un joven marchaba ante la vigilancia militar mostrando un pedazo de cartón en que había escrito: “El crédito de estudio me tiene tan endeudado que no les conviene dispararme”. Perfecta síntesis económica-militar-cultural.

Increíblemente, la institucionalidad en educación superior impuesta por Pinochet en 1981, recién se pondrá en discusión en 2014, al asumir Michelle Bachelet su segundo gobierno. El debate ha estado marcado por un contexto conceptual depauperado e intereses financieros desembozados. Entre las estrategias utilizada para resistir los cambios, ha destacado la de ambiguar el concepto de universidad pública, con fines tanto ideológicos como económicos.

Los fines ideológicos: negar a la Universidad Estatal sus especificidades distintivas tales como pluralismo, laicidad, inclusión, vida interna participativa e independencia de controladores externos; además de su trabajo sinérgico con el resto del Estado en asumir y abordar los grandes problemas nacionales y locales. Como ejemplo insuperable de ignorancia y confusión de los roles regulador y proveedor del Estado, cuando se implementó la gratuidad para las familias por debajo del percentil 60, había acuerdo en que… ¡la gratuidad no se aplicaría a universidades públicas que no alcanzaran un cierto nivel en la escala de acreditación! (Tuvimos que explicar la inconsecuencia con los principios de la democracia que representaría tener universidades  privadas gratuitas y universidades públicas pagadas y que la calidad de las instituciones públicas debe ser activa y permanentemente asegurada por el Estado).

Los fines económicos: en un ámbito en que lo estatal representa 16% de la matrícula de educación superior y 25% de la universitaria, asegurarse  que “el Estado no tuviera un trato preferente para sus universidades” (sic), sino que siguiera proporcionando igual aporte a las privadas, como de hecho ocurrió al implementarse la gratuidad.

Las universidades públicas hemos desafiado el comando explícito de rivalizar, y hemos ido fortaleciendo redes e instalando una ética que reemplaza la competencia por la colaboración y promueve un sentido de ciudadanía y cohesión social. Somos la institución chilena mejor evaluada por el público general. (Encuesta que considera todas las instituciones de todo tipo. El segundo lugar, lejos, es para el Metro). Somos las preferidas por los estudiantes al momento de postular. aunque la actual normativa, desoyendo el dogma de libertad de elegir, nos restringe drásticamente cualquier aumento de matrícula.

Pareciera que en Chile estamos haciendo un camino de vuelta, que, desde luego, nunca es el mismo. Pero es bueno, en un recodo, conversar con los que podrían estar haciendo el de ida.

Quienes marchan hoy están también alegres y esperanzados. Es diferente caminar que marchar, como también lo es salir de paseo que concurrir a una concentración. Están presentes todos los estratos socioeconómicos. Los chilenos ven atónitos y emocionados que también hay marchas en los barrios ricos. Todos entienden que se requieren cambios estructurales. Una nueva constitución. Otra forma de vida.

Suena mi celular con breve estridencia. Puede ser algo político o lúdico. Alguna pregunta desde una mesa de trabajo en la universidad. Algo sobre un documento de análisis. Alguna declaración oficial del gobierno. Alguna tragedia. Alguna foto de un cartel ingenioso.

Se me viene a la cabeza Machado: también la verdad se inventa. O, quizás, se sueña.

(*) Este texto fue publicado en el diario español El País el lunes 28 de octubre de 2019

Félix Galleguillos Aymani

Escaño reservado del pueblo atacameño lickanantay –  Región de Antofagasta

Si bien llevamos dos meses, siento que ha pasado más tiempo, ya que la carga laboral es  fuerte. En esta instancia en donde hemos sido mandatados para escribir la constitución han existido y existen discursos  de odio y racismo en contra de las primeras naciones y en  especial hacia la machi Francisca Linconao, al nivel de no  respetar que se hable en las respectivas lenguas maternas  cuando es uno de nuestros derechos humanos poder hacer lo. Y es que, pese a que como personas indígenas conocemos de racismo y discriminación, no esperaba esa actitud  tan hostil de gente que se supone ha recibido o recibe la  mejor educación privada del país.  

Personalmente es una gran responsabilidad que llevo tanto  yo como mi equipo de trabajo. No me gusta el término  batalla, prefiero decirle desafío. Como, por ejemplo, repre sentar a la gente de mi pueblo atacameño lickanantay, un  pueblo que territorialmente es diverso, con zonas rurales en  las que no llega bien la señal de teléfono, televisión, internet  o radio, pero donde el conocimiento y las tradiciones se ali mentan día a día, por lo tanto, es fundamental trabajar con  las comunidades. Ese es uno de los desafíos en el territorio.  También son desafíos las discusiones al interior de la Con vención con mis pares constituyentes, para que, entre otras  cosas, logremos reconocer a Chile como un Estado Pluri nacional. Hemos trabajado como escaños reservados con  nuestras similitudes y diferencias. Creo que esa ha sido la  alianza más importante, ya que sabemos lo difícil que será  que los poderes hegemónicos de Chile acepten un Estado  plurinacional. En general, me llevo bien con mis compañe ros y compañeras de la CC, claramente no con todes tengo  una relación de amistad, pero sí de respeto.  

Lo más duro ha sido tener menos tiempo con mi familia,  principalmente con mi hija, que es un bebé aún. Quiero  hacer un buen trabajo para que ella pueda crecer en un  país que reconozca sus raíces y no tenga que enfrentar la  negación de su ser indígena, y para que la calidad de vida de  miles de trabajadores mejore. Otro cambio significativo fue  haber renunciado al trabajo que desempeñaba como admi nistrador del relleno sanitario en San Pedro de Atacama y  las asesorías que realizaba en materia de medio ambiente a  organizaciones y personas. 

Los pueblos originarios nunca habíamos sido participes en  la escritura de una Constitución. Sin embargo, he percibido que no será fácil concretar esta expectativa, porque hoy  con el organismo ya instalado —y habiendo dejado fuera  a los pueblos selk’nam y afrodescendiente— se continúa  viendo esa resistencia a nuestra participación y al principio  de plurinacionalidad. Entre los aspectos positivos están la  creación de la Comisión de Participación y Consulta Indígena en la Convención, y haber contado nuestra verdad  histórica como pueblo atacameño lickanantay en la voz  de Ximena Anza y Edith Parra en la comisión de DDHH  y escuchar a los otros pueblos contar la suya y visibilizar  su historia viva.

Hernán Larraín

(Vamos por Chile) Distrito 11 – Región Metropolitana

La primera dificultad de todos los constituyentes fue iniciar un proceso que venía sin un manual de instrucciones. Hubo que instalar una convención entre 155 personas que no se conocían, todos muy diversos, de distintos lugares, donde también existían muchas desconfianzas, prejuicios, distancias, diferencias; y eso fue una dificultad para el arranque. Fueron momentos muy emocionales, para algunas personas es toda una experiencia nueva con los medios y creo que hubo una primera etapa super compleja, bajo presión. Pero eso se ha ido moviendo y ha sido muy interesante. Nos hemos ido conociendo. Desde el Pleno, que es un trabajo muy abierto y colectivo, hemos pasado a trabajar en comisiones, que son grupos más pequeños y permiten la interacción, la generación de confianzas, de empatía, y se van derribando prejuicios. Siempre habrán legítimas diferencias políticas, proyectos distintos, pero comprendemos que por un tiempo acotado tenemos una gran responsabilidad de llegar a acuerdos. La izquierda tiene una responsabilidad superior a la derecha, que es minoría sin veto, y, por lo tanto, vamos a tener que buscar colaborar desde el lugar y el peso que tenemos.

Espero que estos primeros meses hayan sido un aprendizaje y que el respeto y el diálogo se impongan a las críticas —que a veces son muy vociferantes—, y a los discursos altisonantes.

Tengo plena conciencia de la responsabilidad que significa estar en la Convención, y por lo tanto estoy trabajando en este desafío de manera exclusiva. Tengo la convicción de que Chile necesita una nueva Constitución y con un pacto político que le vuelva a dar legitimidad a las instituciones y nos permita vivir un nuevo ciclo. También tengo la convicción de que la centro derecha, o una parte importante de ella y el mundo liberal, que ser parte de ese acuerdo y yo busco colaborar desde las propuestas y desde el diálogo para que una centro derecha democrática, abierta y liberal pueda participar en la construcción de grandes acuerdos, para que la Constitución sea para todos y todas y no solo para algunos.

El trabajo es terriblemente exigente. Tengo un hijo de 3 años y una guagua de 4 meses, y es muy difícil cumplir con mis responsabilidades como debería, y en eso mi pareja ha sido muy generosa, pero uno no puede estar en la Convención hablando que la nueva Constitución debe tener un enfoque de género y luego no llegar a la casa. Hay una responsabilidad también en la práctica y esto ha implicado tener que estar haciendo la pega, pero muy enfocado en lo que pasa en la casa y que, en mi caso, es lo más exigente.

Hay temas que me parecen muy relevantes, como el reconocimiento de los pueblos originarios, el cambio climático, la protección del medioambiente. Tener una economía del siglo XXI, el desarrollo económico y el financiamiento de los derechos sociales: la ecuación de esos tres elementos es clave. Luego está el régimen político, la denominada sala de máquinas, para crear una estructura que permita que funcione el sistema. En otros procesos de Latinoamérica esto ha sido más bien un fracaso. Se hacen constituciones maximalistas, extremadamente generosas en su catálogo de derechos, con grandes declaraciones, pero sin un motor que tenga la capacidad de movilizar todos esos compromisos.

Educación pública, bien común y cohesión social

Recientemente, rectores, académicos, funcionarios y estudiantes de las universidades estatales, junto a las autoridades e integrantes del Senado, de la Cámara de Diputados y del Ministerio de Educación, conmemoramos el primer año de la entrada en vigencia de la Ley 21.094 de Universidades Estatales.

Este es un gran logro en el proceso de reinstalar en Chile los valores de una educación pública. Para nosotros, la vocación académica se identifica con dimensiones que resultan propias, es decir, específicas, de la universidad pública. Una de sus expresiones más notables es el concepto de bien común, expresado en las ideas de pertenencia, respeto a las opiniones del prójimo, inclusión social e igualdad de oportunidades para que cada cual desarrolle sus talentos.

Pensamos que ningún sector ideológico o político debiera considerar al sector público como antagónico. La educación pública permite que prosperen desde las ideas de igualdad y equidad que propone el socialismo, hasta las que permiten hacer realidad el derecho a un desarrollo individual autónomo que defiende el liberalismo.

Para nuestras universidades, esta vocación se expresa plenamente en el requerimiento de pertinencia, de compromiso con el desarrollo del país y las regiones. Es evidente también que no es posible cumplir con tal vocación a través de una decisión unilateral. Debemos invitar a todos los poderes del Estado a tener presente que las universidades estatales son una herramienta principal para servir al conjunto del país. Debemos también asumir en conjunto que sólo el reencuentro en una sociedad cohesionada permitirá superar el actual crispamiento social y el desacoplamiento entre el accionar político de nuestros jóvenes y la institucionalidad política nacional. Una de sus expresiones más dolorosas es lo que está ocurriendo en la educación media.

Pienso que hace perfecto sentido la siguiente tesis: la destrucción sistemática e intencional de la educación pública en Chile, con dramáticas consecuencias en sus niveles básico y medio, explica en gran medida el daño a la convivencia, tolerancia y cohesión social que hoy estamos sufriendo. Si queremos superar esta crisis, hoy deberemos abordar y discutir esta explicación.

Debemos asumir que este proceso de desintegración, que no ha sido casual sino buscado, alcanza su nivel más dramático en lo que está ocurriendo con el Instituto Nacional. Porque ahí se entrelaza el desprecio por lo público con el desprecio por la historia. Y es la historia común, una que abarca desde lo político y militar hasta lo científico y humanístico, el otro gran factor de cohesión social para un país.

La situación del Instituto Nacional se nos aparece como surrealismo, como escenas sacadas de alguna película de Buñuel. Me imagino a un paciente diciéndole a su psicoanalista: “Doctor, tuve un sueño tan raro: veía estudiantes en el patio de un colegio, y cuando alcé la vista al techo comprobé que estaba lleno de policías uniformados en formación”.

Para nosotros tiene perfecto sentido sugerir que la crisis de convivencia que vivimos en nuestra sociedad tiene como antecedente el debilitamiento de los valores propios de la educación pública. Y que ésta no se va a resolver si no somos capaces de reinstaurar esos valores.

Es por ello que nuestra universidad, y el conjunto de las universidades estatales, hacemos de la defensa, articulación y aumento en calidad de todos los niveles de educación pública un objetivo esencial para preservar nuestra misión. Y estamos profundamente comprometidos con esta causa que busca la cohesión nacional, la equidad y la inclusión al servicio del progreso y bienestar del país.

Una ramplona oferta de homogeneidad

Palabra Pública organizó un diálogo sobre periodismo y revistas culturales en el marco de la Primavera del Libro realizada en el Parque Bustamante. Se trataba de interrogar sobre el aporte del periodismo en la visibilización y análisis en torno a las manifestaciones artísticas y culturales, asumiendo que el campo cultural no sólo nos remite a la creación sino también al vasto escenario donde se exhiben y confrontan las señas de identidad de un tiempo, incluidos el pensamiento crítico y el debate de ideas.

Por ello, pasan a ser centrales interrogantes sobre cómo y dónde se abordan estos aspectos claves para el desarrollo humanista y democrático necesarios en toda sociedad que aspire a  una cierta densidad, y que quiera ser narrada o mirada más allá de los parámetros del consumo o del mercado, como nos han acostumbrado en las últimas décadas.

Más aún, cuando enfrentamos cambios culturales de envergadura en medio de crisis políticas, sociales y medioambientales que ponen en jaque incluso la propia existencia humana.

¿Desde dónde podemos leer estos cambios? ¿Quiénes y desde qué disciplinas o áreas del conocimiento siguen las huellas de estas múltiples revoluciones? ¿Qué pasa con la creación artística o con la literatura en América Latina, un continente que se funda y refunda en la palabra de sus creadores, cuya solvencia sobrepasa con creces la de sus políticos y tecnócratas?  

Estas y muchas otras preguntas le corresponden al periodismo cultural a través de sus diarios, revistas, suplementos, libros u otros soportes donde éste se despliega en sus narrativas y estéticas innovadoras e irreverentes.

Sin embargo, la fría tarde primaveral donde transcurrió el diálogo en cuestión dejó un sabor amargo. Esto, pese al entusiasmo y lucidez de su conductora y editora, Evelyn Erlij, así como de las y los panelistas invitados, la crítica Patricia Espinosa, el periodista David Ponce y el editor Álvaro Matus, y pese a la buena noticia que significaba la aparición de dos nuevos medios: Átomo, de la Fundación para el Progreso, y Punto y coma, del Instituto de Estudios de la Sociedad, el primero cercano a una línea liberal y el segundo, a una más conservadora.

Porque no sólo se constataba que gran parte de los medios culturales existentes hoy están anclados a instituciones como universidades o centros de pensamiento. Palabra Pública, en la U. de Chile; Revista Universitaria, de la UC o Santiago, de la UDP, por sumar tres ejemplos a los ya nombrados, y que hablan positivamente del aporte de estas instituciones y centros de pensamiento a las sociedades a las que se deben.  

El problema estaba en que no era mucho más lo que había. Porque en esa fría tarde de primavera, cuando se reflexionaba sobre el estado del arte en materia de revistas culturales y periodismo cultural, se hacía invocando los cadáveres de al menos una decena de medios que en las últimas tres décadas dejaron su impronta para luego ser arrasados, ya sea por la indiferencia de sus lectores, las leyes de un mercado que no es neutral o la ausencia de políticas públicas que deben garantizar no sólo la libertad de expresión sino el valor de la diversidad y del pluralismo.  Una diversidad y pluralismo que permitan la circulación de otras voces, de otros discursos, de nuevos debates y estéticas que enriquecen a una sociedad.

Pero en el Chile actual, poco o nada de eso existe. Y aunque nos inviten a sumergirnos con entusiasmo en las alternativas que en esta materia nos ofrecería el mercado, salvo excepciones, seguimos condenados a su ramplona oferta de homogeneidad.  

El peso de las voces

En una sola novela no caben todos los testimonios que habitan los archivos judiciales. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura.

Por Lola Larra | Ilustración: Fabián Rivas

En octubre de 1998 yo vivía en Madrid, todavía trabajaba como periodista, y uno de los diarios para los que era corresponsal me llamó para cubrir la detención de Pinochet. Y aunque me inquieté porque yo no escribía de política, pensé que el destino, o el azar, me había puesto allí, en ese preciso momento, en ese lugar, para darme la oportunidad de saldar cuentas con ese personaje que hacía más de dos décadas había obligado a mi familia a exiliarse en Venezuela.

Saldar cuentas… creo que fue un sentimiento que muchos tuvimos cuando los agentes de Scotland Yard, autorizados por el juez Nicholas Evans, se acercaron a la cama donde dormía el dictador para comunicarle que estaba bajo arresto. Sólo habían pasado unas horas desde que el juez Baltasar Garzón había firmado la orden de detención en Madrid. Era la medianoche del viernes 16 al sábado 17, y hasta las dos de la madrugada el paciente permaneció incomunicado en su habitación del octavo piso de la London Clinic. Dos largas horas —irrepetibles horas, ni fotografiadas ni filmadas para el recuerdo— en las que el dictador estuvo a solas con uniformados que no estaban allí para obedecerlo sino para apresarlo.

Con un amigo periodista nos lanzamos hacia la Audiencia Nacional. La antesala del despacho de Garzón era un hervidero de abogados, fiscales y reporteros, y se había convertido en el foco de atención de la prensa mundial. Cualquiera podría pensar que el lugar desde donde se había gestado esa acción histórica es, por lo menos, un edificio imponente ubicado en alguna de las imperiales avenidas que cruzan Madrid. Pero la Audiencia Nacional es una construcción moderna de aspecto decididamente ministerial, situada en una pequeña calle y provista de oficinas nada glamurosas.

Dos años atrás, en 1996, en esas mismas oficinas se habían aceptado los expedientes recabados por los abogados de la acusación particular, Carlos Slepoy y Joan Garcés. Con su meticuloso trabajo habían logrado documentar una lista de más de cuatro mil desaparecidos y recabar más de quinientas mil firmas que apoyaban la causa. Los cargos que se le imputaban a Pinochet incluían delitos de genocidio, tortura y terrorismo. Setenta y seis delitos coordinados con Argentina en la Operación Cóndor. Cuatro mil desapariciones. Más de ochocientas causas judiciales contra su régimen. Nueve procedimientos criminales contra su propia persona y procesos abiertos no sólo en España, sino también en Alemania, Suecia y Argentina.

Eran datos que manejaban todos los periodistas que nos rodeaban. Pero mi amigo y yo queríamos encontrar algo más, información que entonces, en los inicios de internet, sin Twitter, y cuando la difusión de las noticias demoraba aún algunas horas, había que salir a buscar a la calle. Alguien nos contó, por ejemplo, que Garzón había redactado la orden de detención en unas horas, que tenía 18 páginas y que lo hizo el mismo día que tomaba declaración a dos testigos de otro caso completamente distinto. Eran detalles para sumar a su leyenda de trabajador impenitente.

“Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para bucear en la maldad de nuestra especie”.

Mientras mi amigo intentaba sonsacar declaraciones entre abogados y jueces, yo me quedé pensando en los expedientes de Slepoy y Garcés. ¿Dónde los guardaban? ¿Eran muchas cajas? ¿Cuántas? ¿De qué tamaño? De pronto necesitaba ver las cajas. Porque aquella noche, cuando escribía el reportaje, quería describirlas. Contar cómo eran, de qué color, viejas o nuevas… Mi amigo me dijo que seguro eran un montón de cajas llenas de carpetas muy gruesas y pesadas. Que podía usar los adjetivos que quisiera sin traicionar a la verdad: pesadas, voluminosas, enormes, ¡pon lo que quieras!

Sin embargo, para mí era importante visualizar esas cajas.

¿Qué extensión tiene la perseverancia de los abogados?

¿Qué volumen ocupa la paciencia de los familiares de las víctimas?

¿Cuánto pesa una espera de años?

¿Qué apariencia —hojeada, gastada en los bordes, amarillenta— tienen las evidencias de la crueldad?

¿Cuántas carpetas hay que acumular para demostrar la infamia?

Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para reconstruir y contar la miseria humana, la vileza, la locura, y también para bucear en la maldad de nuestra especie, y de cómo puede afectar y cambiar la vida de todo un país.

Al lado de su estudio, el escritor francés Emmanuel Carrère tiene una pequeña bodega donde guarda maletas y viejos colchones, y también el sumario del caso de Jean-Claude Romand, ese impostor que en enero de 1993 mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres. Más que un sumario se trata de una quincena de sumarios que sirvieron a Carrère para escribir su novela más famosa, El adversario (2000). A propósito de ellos, dice: “Todos los que han escrito crónicas de sucesos han tenido, como yo, la intuición de que esas decenas de miles de hojas cuentan una historia y que hay que extraerla como un escultor extrae una estatua de un bloque de mármol”.

Si bien la imagen de Carrère es hermosa, para mí los archivos judiciales no son un bloque de mármol mudo, quieto y silencioso. Por el contrario, me resultan inquietantemente vivos y locuaces. Un sumario es una polifonía de voces, la suma de todas las voces. Y, especialmente en el caso de los que registran violaciones a los Derechos Humanos, son las voces de aquellos que han sido vilmente silenciados.

Frente a ese archivo judicial donde todo se suma, está la novela, donde la economía del lenguaje, o la pulcritud de una estructura, te obliga a restar. En la novela siempre hay que elegir. Por mucho que se usen múltiples narradores o varios puntos de vista, hay que terminar eligiendo las voces que van a hablar y las miradas a través de las cuales veremos el mundo. Hay que seleccionar, funcionar más como el conductor de una sinfonía que como el compilador de una polifonía. Y ese trabajo puede resultar extremadamente complicado. ¿Qué dejar fuera? ¿Qué dejar dentro? ¿Con qué criterios? ¿Qué es lo esencial a fin de cuentas? ¿Cuáles voces son las que permitirán contar mejor esa historia? ¿A qué memoria seremos fieles? ¿Cuáles memorias rescataremos?

En una sola novela no caben todas las voces que habitan un sumario. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que alertan sobre la impunidad y que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura. La memoria de un país, finalmente, debería intentar recordar la voz de aquellos que no tuvieron voz, otorgarles el peso y el volumen que merecen.

Del muro (30 años después del muro)

“El muro habrá de quedar, presumiblemente, como ruina. Y la ruina del muro, así como es reliquia del poder, sería una sombra, una velada imagen de la historia. ¿Cómo ver —y con qué mirada— en esa sombra el oculto sol, el secreto sol ausente de la historia de que esa sombra, como sombra, es testimonio?”.

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