Autonomía universitaria hoy

Por Jonás Chnaiderman | Fotografía: Alejandra Fuenzalida

El 2 de junio de este año la Presidenta Bachelet ingresó al Senado de la República el Proyecto de Ley sobre Universidades del Estado. En el artículo 2 de dicho proyecto se explicitan definiciones respecto a la autonomía académica, administrativa y económica que deberían tener todas las universidades pertenecientes al Estado. Sin embargo, en el párrafo 1°, llamado “Del gobierno universitario”, en 17 artículos se detallan los órganos superiores (además de su constitución y sus funciones) que deberían regir a dichas instituciones. En particular, se define un Consejo Superior (en adelante CSup) con un impresionante conjunto de poderes, entre los que destacan el tener que aprobar los planes de desarrollo institucional, las políticas financieras, los presupuestos y las modificaciones a los estatutos de cada universidad. Esta descripción llamaría menos la atención si no fuera porque dicho CSup tendría nueve integrantes, cinco de los cuales serían externos a la universidad, tres de ellos nombrados por la Presidencia de la República.

Es innegable que este modelo de gestión implica un cambio radical en el modo como se gobiernan las universidades estatales hoy y una evidente contradicción con las definiciones más extendidas de autonomía universitaria (ver por ejemplo [1]). Para ir un poco más allá de la burda y malintencionada caricatura que muestra a las universidades estatales como unos entes abusivos que quieren toda la plata y ningún control, procuraremos despejar algunas variables que inciden en esta discusión, específicamente en lo que atañe al efecto que los tipos de gobierno universitario tienen en su misión institucional.

Autonomía institucional

La orgánica del Estado chileno contempla la existencia de diversas estructuras con variables grados y dimensiones de autonomía, tales como el Banco Central, la Contraloría General de la República, el Tribunal Constitucional y las universidades estatales. Esa autonomía está otorgada por las mismas leyes que delimitan su quehacer y el argumento más reiterado por los defensores de esas autonomías es la necesidad de proteger el quehacer institucional de los vaivenes políticos a los que cada gobierno somete a la estructura estatal. Este argumento trae implícita la desconfianza respecto al daño que cada gobierno pueda infligir a instituciones que tienen sus obligaciones definidas “por sobre” la contingencia de un periodo presidencial.

Sin embargo, autonomía no es sinónimo de independencia, inclusive para las universidades[2], puesto que en pos del cumplimiento del bienestar común de quienes habitamos el país, en algún momento las instituciones deben demostrar que están cumpliendo con aquello a lo que han sido mandatadas, aquello que en la jerga anglosajona se ha denominado accountability. El eje de discusión actual no es si las instituciones deben o no dar cuenta de lo que hacen, sino de quién y en qué momento realiza el juicio de evaluación de esa rendición de cuentas.

La visión más académica de esta discusión sostiene que para las universidades dicho control no puede ser ex ante, como lo propone el proyecto de ley antes citado, puesto que no existe evidencia alguna en el mundo moderno de que para el caso específico de las universidades sea la mejor manera de garantizar su rol en la sociedad. En cambio existe sobrada evidencia de los negativos efectos que el tipo de gobierno universitario que en él se propone puede tener en otros aspectos del quehacer institucional, particularmente en su carácter democrático y en la libertad académica.

La batalla conceptual por el tipo de gobierno

En todo el mundo se ha polemizado respecto a las instancias de autonomía que las universidades deben tener y existen innumerables estudios (especialmente de carácter cualitativo) que relatan experiencias y sintetizan categorías al respecto. Lógicamente, estas discusiones se han dado en el contexto de cómo la sociedad (particularmente la occidental) ha ido evolucionando y muchas de las decisiones tomadas han sido consecuencia de los procesos político-sociales que cada país ha evidenciado. Así, la versión más simplista de esta batalla conceptual es la presunta dicotomía que coloca a los académicos que “manejan” las universidades, la del “templo del saber”, frente a los modernizadores de la actual sociedad capitalista que quieren acercar a la universidad a la noción de “templo del producir”[2]. Ambas definiciones, así de simplificadas, permiten dibujar la dimensión contaminada en la que el concepto de autonomía se está dando, puesto que en el momento de la historia actual ninguno de los dos modelos sirve para dar cuenta de aquello para lo cual las sociedades necesitan universidades: ni para la pura reproducción del conocimiento ni para la pura creación de valor agregado de las mercancías.

Efectivamente hay ingentes ejemplos de universidades, especialmente en Estados Unidos, a las que se les ha impuesto un tipo de gobernanza de carácter más empresarial. Sin embargo, no existe ningún estudio sistemático que pruebe que dichos cambios las haya llevado a cumplir de mejor manera un rol social objetivable ni de que aquellas que han mantenido un gobierno de carácter más académico u horizontal tengan una peor performance. Además, ha surgido una crítica transversal a aquello que en el mundo anglosajón se ha denominado el managerialism [3] que ha infiltrado a las universidades en el contexto de un mundo más focalizado en el mercado que en el humanismo, particularmente porque las comunidades en las que esas universidades se encuentran no revelan una mejor percepción de ellas bajo los nuevos tipos de gobernanza. En otras palabras, se ha pasado de instituciones que presuntamente sirven solamente a un grupo de interés (los académicos) a otras que sirven a otro grupo de interés (los mercaderes del conocimiento); del rol social ni una palabra.

No habiendo razones sólidas para transitar hacia un modelo gerencial de gestión, cabe entonces iniciar la discusión (que va más allá de este espacio) respecto de la tendencia que ha existido en nuestro continente a tener gobiernos universitarios más pluralistas y con participación de sus comunidades (el manoseado concepto de triestamentalidad). En este sentido vale recordar que las universidades europeas tampoco han estado exentas de la necesidad de incorporar a sus comunidades en la toma de decisiones[4].

Autonomía financiera

Habiendo despejado la escasa injerencia que el tipo de gobierno pueda tener sobre el rol social que las universidades estatales deben cumplir, entonces se requiere entrar a la discusión de otro aspecto de la autonomía que sí suele tener efectos más visibles: el financiamiento para su quehacer.

Para aportar a la discusión de la ley en cuestión, cabe reiterar la tesis de que por muy gerencial que sea la gestión de una institución universitaria, ningún país desarrollado ha decidido recortar de manera importante el financiamiento estructural de las universidades estatales como sí lo hizo Chile en la década de los ochenta. Esto no significa que la estructura presupuestaria no deba tener componentes variables en función de compromisos en periodos de tiempo definidos, pero es evidente que las proporciones de los tipos de financiamiento, que en la versión chilensis se desglosa en “basal” versus “convenios marco”, reflejan la dosis de desconfianza entre el Estado y sus universidades[5]. La siguiente pregunta que debe responderse es si la desconfianza que muestran los tecnócratas que redactaron esta ley acompaña cualquier atisbo de desconfianza que las comunidades puedan tener respecto al rol de las universidades estatales.

La experiencia chilena ha mostrado que el más peligroso efecto de la prescindencia estatal en el financiamiento universitario es que las obliga a buscar financiamiento y eso las ha llevado a una enorme pérdida de autonomía, puesto que las decisiones pasan a estar supeditadas a la capacidad de generar ingresos en el contexto de un mercado del conocimiento[1]. De ahí que el proyecto de ley deja a las universidades estatales en el peor de los mundos: la desconfianza reflejada en una gobernanza más bien gerencial y la dependencia del mercado para lograr financiamiento, es decir, una pérdida completa de la autonomía.

La libertad académica

Un último aspecto a discutir y que suele estar vinculado al concepto de autonomía universitaria es la libertad académica, entendida como la anuencia que se les da a las comunidades universitarias (no solamente a los académicos) a decidir “el área chica” de su quehacer: qué conocer, qué enseñar, qué divulgar a la comunidad (investigación, docencia y extensión).

Aunque no hay una correlación absoluta entre autonomía institucional y libertad académica[2], parece claro que una institución con baja autonomía será más favorable a que se desarrollen prácticas de coerción académica en su interior[3], [4]. Sobre la base de los conceptos previamente analizados (gobierno y financiamiento), es fácil colegir que bajo un régimen como el propuesto en el proyecto de ley la libertad académica podría verse seriamente mermada, ya sea porque un CSup tendría un criterio no-académico para decidir qué financiar o desfinanciar, ya sea porque la necesidad de buscar financiamiento externo puede desgastar recursos humanos que podrían ser mejor aprovechados para avanzar en aspectos más estrictamente académicos. Cualquiera de estos costos podría ser discutido si se hubiera probado que dicha opción de gobernanza o de financiamiento trae aparejada una significativa ventaja en lo que respecta al rol social de la universidad. Mientras así no sea, no se entiende que valga la pena aplicarlos.

Epílogo

La promesa de masificar la educación superior no puede deshacerse del componente ético que implica educar con calidad. Hay sobrada experiencia internacional que demuestra que la calidad depende del quehacer integral de las instituciones universitarias, más aún, las mejores universidades del mundo han mostrado una capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos (económicos y sociales), dándole libertad a sus comunidades a elegir los caminos para dar cuenta de su función. Es de esperarse que el poder legislativo de nuestro país logre en esta ocasión realizar una discusión independiente de los oscuros intereses que pretenden empeorar aún más la autonomía institucional de las universidades estatales a sabiendas de que no es esperable ningún beneficio social de tan peligrosa decisión.

[1]       R. Atria Benapres, “La autonomía universitaria ante el estado y el mercado,” An. la Univ. Chile, vol. 0, no. 11, 2017.

[2]       T. Nybom, “University autonomy : a matter of political rhetoric?,” in The university in the market, 2008, vol. 84, no. 84, pp. 133–141.

[3]       K. Lynch and M. Ivancheva, “Academic freedom and the commercialisation of universities : a critical ethical analysis,” Ethics Sci. Environ. Polit., vol. 15, pp. 71–85, 2015.

[4]       C. Macilwain, “Time to cry out for academic freedom,” Nature, p. 2015, 2015.

[5]       L. C. Chiang, “The relationship between university autonomy and funding in England and Taiwan,” High. Educ., vol. 48, no. 2, pp. 189–212, 2004.

Legislando sobre universidades y sobre universidades estatales

A partir de dos proyectos de ley, uno general sobre universidades y otro específico para las estatales, el país puede por fin vislumbrar la posibilidad, porfiadamente negada e inexplicadamente postergada, de un cambio en la actual legislación chilena sobre universidades.

Antes de discutir los contenidos mismos de estos proyectos de ley parecería necesario un debate previo: decidir si queremos o no un cambio en la actual legislación universitaria. Aparentemente, gran parte de los comentarios críticos a las propuestas modificatorias del actual estado de cosas en educación superior no están en realidad dirigidos a las propuestas propiamente tales, sino al intento de hacer un cambio. No son críticas a este proyecto de cambio, sino a cualquier proyecto de cambio. Esto no debería extrañarnos pues muchos representantes de universidades sienten que ya viven en el mejor mundo posible, amparados tanto por la ambigüedad entre lo público y lo privado, como por la redefinición del rol del Estado, el que pasa de ser un proveedor de educación superior a un mero facilitador de transferencia de recursos. Ellos no podrían, aun extremando la imaginación, concebir una situación mejor que la que ya tienen.

El cambio que esperamos debe restaurar en las universidades chilenas valores inherentes a la academia que fueron trastocados por la aplicación de otros valores como parte de un proyecto integrista inédito. El exagerado énfasis en la competencia y en la motivación entusiasta que despierta el afán por el lucro tuvo hondas y extensas repercusiones. Se supuso que las universidades serían mejores mientras más se las hiciera competir entre ellas. Parte importante de las dificultades que hoy encontramos para trabajar una nueva legislación provienen, precisamente, del temor permanente de que alguna medida beneficie a otro. Para la nueva mentalidad rivalizadora, lo que es bueno para otro es malo para uno.

Valores tales como el pluralismo, la democracia, la inclusión, el compromiso con el desarrollo social, científico y cultural del país, o la formación cabal de profesionales de pertinencia nacional y regional, persisten no sólo en las comunidades de las universidades estatales. Las encuestas a la población señalan que el ideario de las estatales prima con creces en la sociedad chilena. Los datos objetivos que evalúan a las universidades no son considerados. La insólita insistencia en declarar que lo privado es mejor que lo público, como la consecuencia de un principio que tiene que ser cierto porque un dogma así lo exige, representa un excelso ejercicio de posverdad.

A la hora de discutir sobre gobierno universitario, el dogmatismo homogeneizador demuestra suma coherencia. No cree en la participación, desconfía de las comunidades universitarias y amenaza con instalar formas de gobiernos propias de otros contextos negando los desarrollos históricos específicos. La Universidad de Chile se caracteriza por un entrelazamiento entre sus funciones y el progreso del Estado. En realidad, fue fundada expresamente para cumplir esa misión. Nuestra historia tiene resonancias con una historia de la universidad latinoamericana de participación y compromiso social, uno de cuyos paradigmas es la Reforma de Córdoba, ya a punto de ser centenaria. La actual estructura de gobierno de la Universidad de Chile es un motivo de orgullo para el país, pues es la primera instancia en que un precepto heredado del período dictatorial, a saber, la organización de la universidad, es debatido y modificado. Ya antes nuestra Universidad se había rebelado ante formas autoritarias de intervención gubernamental. Incluso por su simbolismo, no puede pretenderse que sus actuales estatutos se borren de una caprichosa plumada. O lo que aún es peor, de una plumada no caprichosa sino premeditada.

Estamos ante una oportunidad inédita de reforzar un ideario de universidades públicas. Para lograrlo bastaría con permitir que esas universidades se articulen entre sí y con el resto del Estado, respetando su historia de autonomía, participación y compromiso. No debiera ser en absoluto difícil, si hay conciencia y voluntad para ello.

Escenas de racismo cotidiano

“Queridos compatriotas, sabemos que estamos viviendo momentos difíciles, todos pueden verlo en las noticias y en las redes sociales, pero les quiero informar que vienen momentos peores, pero sé que somos un pueblo resiliente y vamos a poder sobrevivir”. Así comenzaba su saludo el profesor de lenguaje y migrante haitiano, Yvenet Dorsainvil, cuando presentaba en la Casa Central de la Universidad de Chile el primer diccionario kreyol-español de su autoría, en un salón repleto de haitianos.

Era inicios de julio de este año, y esa tarde de fiesta para cientos de migrantes de todas las edades que se congregaban para celebrar este gesto que facilitaba el encuentro entre dos pueblos, dos culturas, dos idiomas, era empañado por el anuncio de la nueva exigencia de solicitud de visa para los migrantes haitianos.

Un anuncio efectuado pese a las demandas de distintos sectores de una nueva ley migratoria con enfoque de derechos y no de seguridad nacional como opera actualmente. Una ley que data de 1975 y que concibe al migrante más como un enemigo interno que como un ser humano digno de acoger.

Algo del espíritu de esa ley promulgada en plena dictadura debe haber sentido en carne propia la joven Joane Florvil cuando intentó explicar a los guardias y luego a carabineros que ella no había abandonado a su bebé. Pero no sólo la barrera idiomática sino el racismo y la discriminación que se extienden como una lacra en todos los ámbitos de la sociedad chilena completaron lo que se transformaría en un episodio cruel que retrata a un país entero.

La mujer de 28 años había sufrido el robo de su cartera mientras estaba en la Oficina de Protección de Derechos de la Municipalidad de Lo Prado. Para salir tras los pasos del ladrón, dejó a su pequeña hija en coche al cuidado de un guardia. Cuando regresó, alguien del municipio había llamado a carabineros acusándola de abandonar a la niña. Joane no logró hacerse entender, no pudo explicar tampoco que su marido estaba realizando un trámite en una oficina de empleos, y terminó detenida en una comisaría, con su hija entregada en custodia al Sename, y luego internada en la Posta Central por golpes que se habría provocado por la desesperación, para después ser trasladada a otro centro hospitalario donde finalmente murió.

La prensa en esos días también aportó a esta cadena de equívocos alentada por la irresponsabilidad de quienes tienen el deber de confirmar los hechos y no plegarse a las lógicas discriminatorias. En titulares como “Detienen a mujer que dejó abandonado a hijo de dos meses”, publicado por La Tercera el 31 de julio, o “Mujer que abandonó a bebé se dio cabezazos en celda y está en la Posta”, del diario La Cuarta, se escurre no sólo el rol de los medios en la construcción de una sociedad más decente como la dimensión ética y profesional de cada uno de ellos.

En un país donde el origen indígena es negado o bien criminalizado, y en el que algunos de sus políticos en plena campaña electoral vinculan migración con delincuencia, o bien llaman a “seleccionar” migrantes, hechos como los ocurridos a Joane no son casuales.

Hace poco nos enteramos que un taxista que circulaba en la comuna de Renca decidió expulsar de su vehículo a una pareja de colombianos que se dirigía a un centro asistencial cuando la mujer estaba a punto de dar a luz. En plena vía pública, Lina García, de 21 años, tuvo a su hijo y en estado de shock vio cómo se le moría en la calle.

Estos hechos nos exigen repensar el país que hemos construido en relación a la educación en Derechos Humanos, a la formación de una ciudadanía respetuosa del otro distinto, y a la dimensión que tienen en el debate público aquellos discursos discriminatorios y racistas que han calado de manera alarmante en diferentes estratos de nuestra sociedad.

Porque si bien se trata de alcanzar una política migratoria democrática, dentro de los marcos y compromisos que el país posee en materia de DDHH, también debemos hacernos cargo desde la política, los medios, los colegios y universidades de esa pulsión discriminadora y racista que cada tanto afloran con la naturalidad de quienes se sienten superiores. La pregunta sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo está más vigente que nunca y no responderla hoy puede llegar a ser un acto criminal.

Responsabilidad política y universidades públicas

El lema que convocó a la reciente asamblea de MACRO, el organismo que agrupa a las principales universidades públicas de América Latina, en la Casa Central de la Universidad de Chile, fue “Responsabilidad política y universidades públicas: Identidad, Integración e Innovación para la Igualdad”. Esos cuatro puntos sobre esas cuatro íes sintetizan tres valores que inspiran y un gran objetivo que anhelamos los rectores de las principales universidades del continente. Esta Asamblea, en cuyo desarrollo también participaron académicos de CEPAL, quería convocar, invitar a comprometerse, a las autoridades políticas de la región, conscientes de que en todo el continente están ocurriendo importantes debates que han de afectar a la Educación Superior en cada uno de nuestros países.

Resulta significativa la elección de nuestra Universidad como sede de esta Asamblea. En el debate que, por fin, hoy se abre en Chile, parecen estar en juego argumentaciones acerca de conceptos importantes para las discusiones sobre Educación Superior en toda América Latina. Cuando las visitas preguntaban cuáles eran los cambios más trascendentes que se propondrían en la nueva legislación, nos dábamos cuenta de que si respondíamos la verdad, probablemente no creerían. Nadie podría tomar en serio que un eventual cambio fuera “que el Estado efectivamente se responsabilice de las universidades públicas”. Lo que se podía responder era más bien que lo llamativo no es el cambio que se quiere hacer, sino la realidad que se quiere cambiar.

Cuando se habla de “modelo chileno” (un adjetivo discutible atendida su autoría) se piensa en la versión más radicalizada y dogmática de un conjunto de conceptos nunca antes aplicados tan literalmente, tan al pie de la letra, a las universidades. Entre las rupturas de este modelo con el pensamiento tradicional acerca de las universidades, destacan la exaltación del individualismo por sobre el bien común o interés colectivo; la exacerbación de la competencia como gran motor de progreso para las instituciones e individuos del ámbito académico, por sobre la colaboración y la complementariedad; el encumbramiento de la fe en que el financiamiento y las transacciones pecuniarias permiten evaluar y jerarquizar el quehacer universitario, por sobre el pensamiento crítico, la originalidad de pensamiento y la producción de nuevos conocimientos.

Era hoy en Chile, entonces, donde parecía más pertinente y oportuno hablar de Identidad, Integración, Innovación e Igualdad.

La Identidad busca reconocer las características de nuestras universidades como insertas en nuestra historia. Se trata del modelo de universidad latinoamericana, fundada o refundada en la primera mitad del siglo XIX para contribuir a la construcción una nueva nación. Prontos a cumplir cien años de la Reforma de Córdoba, hemos de recordar la dualidad de compromiso social y autonomía a la que ésta aspiraba. La universidad latinoamericana está latente en la sociedad y busca generar modelos propios de desarrollo.

La Integración ha de buscarse desde el reconocimiento de lo que tenemos en común, económica, social y culturalmente. Busca actuar coordinadamente en esos planos. Especial mención merece la movilidad estudiantil: que los gobiernos faciliten y financien el intercambio de estudiantes entre los países. Muchas experiencias en el mundo demuestran que estos programas, en que los integrantes de las futuras elites políticas y sectoriales se impregnan de la cultura de los países vecinos, están entre los mecanismos más valiosos para facilitar el entendimiento y la paz entre los estados.

La Innovación, por su parte, busca situar a nuestras universidades en la ciencia, humanidades, cultura y tecnología de nivel mundial, a la vez que proponer nuevas matrices productivas para nuestros países.

Estas tres vocaciones cobran sentido en cuanto afluentes de una cuarta, la Igualdad, que busca una disminución de la segregación e inequidad y el fortalecimiento de la inclusión y la cohesión social en el continente. De ahí la invocación a todos quienes representan al pueblo desde el gobierno y el parlamento. Al hablar de responsabilidad política y universidades públicas se está llamando tanto a quienes tienen en sus manos la política a que se comprometan con las tareas de formación profesional e investigación de la educación superior, como a las universidades a que contribuyan críticamente a enfrentar los grandes problemas que afectan a sus naciones.

Consideraciones sobre crisis política en América Latina

Por Rodrigo Baño

Cuando algunos, los otros, empiezan a susurrar que hay una crisis política en América Latina, se escucha el susurro infinito de las olas en la playa. Como la memoria está ahora en todas partes, menos en la cabeza, se olvida que en América Latina es difícil encontrar un momento en que no hayamos tenido crisis política. Casi se podría decir que los creativos que inventaron la revolución permanente podrían haber agregado para esta región la idea de crisis permanente con mayores posibilidades de tener éxito en cuanto realismo. Por otra parte, es digno de tener en consideración que ahora, en esto de tener crisis, no somos muy originales, puesto que crisis políticas podemos encontrarlas en muchas otras partes, sin ir más lejos (ni meternos en la continuación de la política por otros medios más contundentes), basta con contemplar lo que sucede en Estados Unidos y la Unión Europea.

Lo anterior, además de servir para comenzar a escribir, establece ciertos parámetros para tratar de entender lo que está sucediendo presuntamente en la región. Porque, aunque usted no lo crea, la crisis actual en países que no son del vecindario pareciera tener componentes que aquí también están presentes. Naturalmente que estas situaciones no se producen por una sola causa, sino que contribuyen muchos factores para lograr una buena crisis, por lo que siempre es pretensioso postular explicaciones rotundas. De manera que sólo se trata de recordar aquí ciertas circunstancias que permiten a América Latina hacer ostentación de tener una crisis permanente y dejar planteada la pregunta de si tiene esto alguna relación con lo que sucede en esos otros ámbitos donde también se susurra crisis.

En cuanto a la crisis continua en América Latina, sin necesidad de remontarnos a los primeros momentos de la independencia y el largo periodo en que las nuevas repúblicas estuvieron tratando de adquirir el carácter de tales, más la posterior crisis de la dominación oligárquica, que se desarrolla desde comienzos del siglo XX y culmina en los turbulentos años treinta, tenemos una seguidilla de acontecimientos y procesos que reclaman con plenos derechos el carácter de crisis. Es así como en la década del cincuenta asistimos también a inestabilidades en las que destacan los movimientos revolucionarios en Bolivia, Guatemala y Cuba, culpando el análisis simple a esta última por el desarrollo en la década del sesenta de un extendido movimiento insurreccional, agrario o urbano según los países, que se correspondía con una masiva movilización social de orientación socialista. El enfrentamiento a tales movilizaciones desembocará en la también extendida implantación de regímenes militares represivos en la región que perdurarán hasta los ochenta. Luego vendrán los tiempos de las difíciles transiciones democráticas, que hacen pensar a muchos que ya América Latina entraba en el camino del orden y la estabilidad, y que de crisis sólo se hablaría en los libros de historia. Sin embargo, cuando se creía que ya todos los países habían encontrado el camino de la verdad y la vida de las democracias estables, aparecerán nuevos problemas y crisis: en Brasil con la destitución de Collor de Melo, en Argentina con las dificultades del sempiterno peronismo, en Perú con Fujimori, en Paraguay con los herederos de la dictadura, en México con discutidas elecciones, en Venezuela con Chávez y sus proyectos, en Colombia con la persistencia de la guerrilla y la ruptura del pacto liberales-conservadores. Etcétera, etcétera. Sólo Chile y Uruguay parecían recuperar una tradición relativamente tranquila. En fin, recordando sin ira.

Más recientemente es conveniente señalar que la actual presunción de crisis política en América Latina tiene su antecedente más directo en la compleja situación que vive el continente cuando, hace aproximadamente una década, se constituye uno de los mayores desafíos al protectorado estadounidense que se creía firmemente  instalado en la región después de la normalización democrática de la década de los ochenta. El “Eje del Mal”, encabezado por el chavismo, lograba articular a Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia, Cuba y Nicaragua en un mismo bloque que cuestionaba el tradicional predominio de Estados Unidos y proponía modelos económicos sociales críticos del pujante neoliberalismo. A esto habría que agregar que Brasil, sin incorporarse de lleno a esta alternativa, con el PT a la cabeza, también pretendía un desarrollo alternativo al modelo neoliberal más duro.

Pero el buen dios decidió llamar a Chávez a su costado y, lo que es peor, desplomó el precio del petróleo y de otras materias primas, bautizadas ahora como commodities, con lo cual falló toda infraestructura para sostener aventuras de ese tipo. Desde ahí hay que leer la “novedad” de crisis política que algunos descubren en América Latina y que pareciera afectar fundamentalmente a los países que emprendieron aventuras de rechazo o moderación del modelo neoliberal asociado al mítico “Consenso de Washington”. Sin embargo, no es fácil hacer cortes nítidos, porque la región en su conjunto no se ha despegado de ese tipo de producciones primarias para la exportación, sea porque no quiere o porque no la dejan. De manera que esa caída de precios de los commodities afecta prácticamente a todos y, como corresponde, a todos también les corresponde su pedazo de crisis política. Esto, por la simple razón de que, perdida la tradicional invocación a los dioses ante la desgracia, ahora se maldice a los gobiernos cuyas supuestas herejías provocaron la venganza divina.

Cuando hoy se habla de crisis política en América Latina se apunta fundamentalmente al espectáculo de Venezuela, Argentina y Brasil. En los tres la crisis económica es insoslayable, aunque la crisis política apunte a factores diversos. En Venezuela se critica al gobierno por dictatorial. En Argentina la derrota del Kirchnerismo se atribuye a manejos turbios en procesos policiales y enriquecimiento ilícito. En Brasil se destituye a Dilma por manipulación de ciertos datos económicos a la vez que se asiste al descubrimiento de una corrupción política generalizada, con escándalos que ya se hacen rutina.

Se podría sostener que la crisis económica es latinoamericana, pero la crisis política “es venezolana o argentina o brasileña”. Más allá del oportunismo de los que eran o son opositores para sacar dividendos de la situación, tal pareciera basarse esto en la expectativa que se puede despertar en la ciudadanía de que la política puede definir la economía, en este caso, superar la crisis.

Más allá de esos tres países, las dificultades económicas han sido menos dramáticas y sus crisis políticas también bastante menores. Es lo que sucede en Bolivia y el deterioro de la posibilidad de reelección perpetua de Evo Morales; en Ecuador y Uruguay, con una continuidad que casi se cae en las últimas elecciones; en Chile, con una coalición gobernante dedicada al suicidio y el florecimiento de todos los capullos de alternativa, mientras la derecha se prepara para hacerse cargo del negocio; en Perú, que recién experimenta una leve baja económica y sin mayores alteraciones en el juego político. De manera que, en general, puede decirse que América Latina sigue en lo mismo. Para bien o para mal, usted elija.

Mientras y para complicar las cosas, en otras partes del mundo también están ocurriendo crisis bastante espectaculares. Tampoco parecen fáciles de entender, pero no nos faltará audacia para intentarlo.

Veamos, con una pretenciosa mirada de largo plazo, lo que ha estado sucediendo en el mundo y cómo esto está afectando las posibilidades de la política. Recordemos que, en un proceso histórico bastante largo y complejo, el paso de la economía doméstica a la economía política está en la base de la creación de los Estados nacionales, como forma de regular y ordenar una producción y distribución que excedía la capacidad de control familiar anteriormente prevaleciente. La economía se hace más compleja y se constituye una intrincada red de relaciones interindividuales en que los sujetos buscan satisfacer sus necesidades e intereses constituyendo lo que un alemán denominó sociedad burguesa y que derivó a sociedad civil entre los más piadosos. La seguridad y orden de estas relaciones en un espacio geográfico delimitado sólo podrá garantizarla el moderno Estado, que establece un orden general obligatorio respaldado con el monopolio de la coacción física y la correspondiente burocracia. Por obscuras razones, que no es del caso indagar aquí, pero que están relacionadas con la necesidad de darle legitimidad al poder, se establecen formas políticas democráticas que implican una supuesta participación de la ciudadanía en definir las autoridades y las normas que regulan la actividad económica, además de otras cosas. Hay una política económica del Estado y existe una actividad política que trata, entre otras cosas, de definir esa política económica.

En la medida en que la economía empieza a trascender el marco del Estado nacional, no sólo en cuanto a intercambio, sino que en cuanto producción y capital, se empieza a hablar de transnacionalización o globalización de la economía, lo que significa que ya no están sometidas al control estatal. En consecuencia, pierde sentido la acción política, puesto que no puede definir un tema central como es la economía. Las posibilidades de elaborar una política económica nacional se ven drásticamente reducidas, si no totalmente eliminadas, lo cual resta atractivo a la participación política de la ciudadanía y crece la apatía y el descontento. Algunos hasta hablan del fin de la historia.

Naturalmente no todos los países están en la misma situación, sino que sus posibilidades reales de acción política sobre la economía dependen de su peso en esta economía global y de sus particulares intereses, pero en la medida que esa falta de control sobre la economía global se plantee como generando una situación deteriorada para el respectivo país surgirá el descontento. Lo mismo ocurrirá si los acuerdos internacionales para enfrentar la economía globalizada son percibidos como limitando las capacidades de acción propia para solucionar problemas relacionados. El surgimiento y auge de liderazgos, movimientos y partidos políticos definidos confusamente como ‘populistas’ o ‘nacionalistas’ responde, entre otras muchas causas posibles, a esta contradicción entre una política que es nacional y una economía que es global.

Si volvemos a América Latina y sus situaciones de crisis política, no podemos olvidarnos de su sempiterna relación de dependencia económica. De manera que regularmente la política nacional no ha estado en condiciones de definir la economía nacional, salvo esporádicamente y de modo bastante limitado. Tal vez la crisis política permanente tenga algo que ver con esto. Al menos en parte, quizás se pueda sostener que la crisis económica actual es expresión de tal situación, sus repercusiones políticas posiblemente también. No obstante, resulta especialmente interesante el hecho de que mientras la crisis en Estados Unidos y la Unión Europea se plantee en alternativas entre intentar una mayor recuperación de control nacional sobre la economía o lograr lo mismo vía acuerdos internacionales, la crisis política en América Latina se manifiesta como un fracaso en el ambicioso proyecto de constituir una alianza de Estados nacionales para programar una alternativa a la subordinación de los países de la región al “Consenso de Washington” y a un neoliberalismo galopante. De manera que tanto el nacionalismo como el internacionalismo aparecen como respuestas un tanto desesperadas ante una globalización económica que no tiene control político. El problema es que tampoco se vislumbra que vayan a tener éxito, por lo que puede que tengamos crisis para rato. Afortunadamente no soy el encargado de encontrar soluciones.

Posverdad: normalizando la mentira

Desde que el diccionario Oxford definiera “posverdad” como la palabra del año 2016, mucho se ha especulado sobre el sentido y los alcances de este término que se instaló con fuerza a partir de tres hitos que sorprendieron a la opinión pública internacional: el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el de Trump en las elecciones estadounidenses, y el del NO en el plebiscito realizado en Colombia para validar el proceso de paz con las FARC.

La posverdad ha sido definida como el espacio donde la información objetiva y los datos duros -dos elementos claves en el ejercicio del periodismo- influyen menos que las emociones y las creencias personales, cuestión que en las redes sociales y en un cierto periodismo de bajos estándares profesionales tendrían uno de sus nichos privilegiados.

En la era de la sospecha, la explicación de este fenómeno estaría en la creciente desconfianza de las personas no solo en las instituciones y elites de poder, sino en las fuentes tradicionales de información, lo que conduciría a buscar en las redes aquellas verdades que les estarían siendo vedadas y que conducen, por ejemplo, a enterarse de falacias como que la diputada Camila Vallejo poseía un Audi de 50 millones de pesos; que la Presidenta de la República iba a anunciar su renuncia; que los mapuche y miembros de las FARC estaban incendiando el sur de Chile, etcétera.

El más reciente ejemplo que nos conduce también a los entramados de la información “seria” tiene alcances internacionales y se relaciona con el ataque químico contra civiles sirios en la provincia de Idlib. Las noticias apuntaron al régimen de Bashar Al Assad y su ejército como responsables de este crimen, pese a que a comienzos del 2016 la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) había anunciado la destrucción total de esas armas por parte del régimen sirio.

Sin embargo, el 21 de abril último la Comisión Investigadora del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para Siria emitió un comunicado señalando que no había evidencias que demostraran el uso de armas químicas por parte de Damasco contra la población, cuestión que no fue tan ampliamente difundida como aquella que responsabilizaba a Al Assad, instalándose esta última como una verdad irrefutable. Algo similar ocurrió hace una década cuando con la misma excusa tropas comandadas por EEUU invadieron Irak y asesinaron a Saddam Hussein, pero nunca pudieron encontrar ni una sola arma química.

Cuando hablamos de posverdad nos referimos a noticias falsas, verdades a medias, ausencia de fuentes confiables; en definitiva, al mal periodismo. Se trata de un viejo tema con nombre nuevo. Porque confirmar la información, chequear las fuentes, ampliarlas, confrontarlas y contextualizar los hechos son parte de un periodismo cuya dimensión ética es intrínseca a su quehacer. Ocultar viejas prácticas bajo nuevos nombres no mitiga el impacto ni la gravedad de la falta.

El 12 de septiembre de 1976, en el sector de Los Molles, apareció el cuerpo de una mujer. Su cadáver había sido lanzado al mar desde una aereonave luego de ser detenida y confinada en Villa Grimaldi, donde murió a consecuencia de las torturas. Los diarios El Mercurio y La Segunda la describieron como una bella joven víctima de un crimen pasional, aunque al poco tiempo el odontólogo y académico de esta Universidad, Luis Ciocca Gómez, identificó el cadáver como el de Marta Ugarte, profesora y militante del PC de 42 años. En esa línea, y a propósito de la muerte de Agustín Edwards y del rol de El Mercurio en el ocultamiento de crímenes de lesa humanidad, el caso de Marta Ugarte resulta otro ejemplo de muchos, de cómo la posverdad es la naturalización de la mentira disfrazada de posmodernidad.

Sin brújula

Por Sofía Correa

Posiblemente no ha habido época en la historia de Chile independiente en la que sus contemporáneos no sintieran con profunda angustia que estaban viviendo una crisis intensa en todo sentido. No es que esta constatación venga a relativizar la actual crisis que nos tiene atribulados, puesto que cada experiencia histórica es única e irrepetible. No obstante, quizás la radicalidad de la actual es que probablemente ella está dando cuenta del fin de una época histórica, e incluso del fin de una civilización, sin que sepamos qué la reemplazará.

Pienso que vivimos el fin de una civilización, por muchos signos que se pueden observar. Por de pronto, no es nada novedoso constatar el enorme impacto que el desarrollo tecnológico ha tenido en los modos de relacionarnos y concebir la vida en el planeta. Las formas contemporáneas de comunicación digital no sólo han transformado la cotidianeidad, la convivencia social y familiar, las relaciones entre generaciones, la privacidad, sino también la manera en que nos situamos ante el tiempo y el espacio, al romper, con su instantaneidad, experiencias milenarias de la humanidad. La constatación de que todos los instrumentos que forman parte de la existencia contemporánea, que nos son imprescindibles para relacionarnos, están ya desde su inauguración en proceso vertiginoso de descarte por otros medios más avanzados tecnológicamente, constituye la base de la arraigada convicción de la inevitabilidad del deshecho, del abandono de lo que otrora fuese valioso, que también es una experiencia humana inédita. Más aún, si hasta ahora el misterio de la vida permanecía oculto y despertaba nuestro asombro, el desarrollo de la ciencia ha llegado al punto de la clonación de la vida, abriendo posibilidades que quisiéramos ni imaginar. Estos son sólo algunos ejemplos que nos hablan de un cambio de civilización, en la que estamos inmersos y que no sólo exige nuestros mayores esfuerzos para adaptarnos, sino también nos despierta temores, angustias y dudas profundas.

Situándonos en una temporalidad más corta, podemos percibir un cambio de época que afecta las dimensiones políticas, sociales, culturales. Viene a ser reiterativo volver a tratar el gravísimo problema de la falta de confianza en las instituciones que sostienen el tejido democrático, por de pronto el Congreso Nacional, el poder judicial, la representación ciudadana, los partidos políticos. Quienes intentaron remontarla apostando por fórmulas de democracia directa, se toparon con el Brexit y con el rechazo a los acuerdos de paz en Colombia; el peligro del nacionalismo xenófobo en Europa se combinó con la elección de Trump de la mano de la nueva y perversa fórmula de la post-verdad. Ya no vale ser veraz, sólo importa tener impacto comunicacional, esa es la lección que ya tiene aprendices locales.

¿Y por qué mirar todo desde la vereda impoluta del observador lejano? Lo que pasa en las universidades es tal vez el peor escenario de esta crisis chilena que se desenvuelve en múltiples y diferenciados niveles. Así como algunas pertenecen a grandes consorcios internacionales dedicados al negocio de la educación, hay otras cuyas ganancias financiaron partidos políticos, y están las que han quebrado dejando a los alumnos en el limbo. Así como hay universidades privadas donde no es posible reprobar alumnos/clientes, hay universidades públicas que controlan el uso del tiempo de sus académicos. ¿Estamos viendo la paja en el ojo ajeno, ignorando la viga en el propio?

Queda por llamar la atención hacia las tendencias totalitarias que se han apoderado de algunos núcleos de la Universidad de Chile, donde lo que no está en sintonía con sus criterios, es pulverizado. Fue por una profesora de una universidad privada como me enteré que Gabriel Salazar se había ido de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Chile. La historia es conocida, no su desenlace. Salazar salió en defensa de profesores de Historia acusados de acoso sexual, con quienes había compartido sufrimientos y persecuciones durante la dictadura. Si bien conozco a algunos de los acusados y éstos me resultan detestables desde hace años, sus actuaciones, despreciables, y las acusaciones, nada sorprendentes, no me cabe duda que Salazar tiene el derecho de defenderlos. Pero no fue así. Quien fuera el maestro endiosado esta vez habló en disonancia con los espíritus totalitarios, y recibió una andanada de fusilería verbal. Pacientemente respondió explicando su posición, pero la condena había sido emitida y no hubo espacio cordial para las discrepancias. Ante la imposibilidad de compartir un espacio universitario común, de acuerdos y diferencias, respeto y consideraciones, Salazar se fue.

En las universidades chilenas anida lo peor de la crisis actual, porque encarna la crisis de sentido, de convivencia, de racionalidad, y ya ha llegado a la Universidad de Chile, envenenando su presente e hipotecando su futuro.

Ley de Educación Superior: Riesgos y oportunidades en el nuevo escenario

Por Ernesto Águila

Luego de un rechazo inicial en la Comisión de Educación del proyecto de Ley de Educación Superior, éste se aprobó en general -y con ello la idea de legislar- el pasado 17 de abril en el plenario de la Cámara de Diputados. Se destrababa así un proceso legislativo que se encontraba paralizado por casi un año desde que el primer proyecto del Ejecutivo encontrara un rechazo casi unánime de los distintos actores institucionales, políticos y sociales vinculados al tema.

En ese intervalo distintos sectores plantearon sus reparos a la propuesta original del gobierno y levantaron propuestas alternativas. Dentro de éstas cabe destacar el amplio y rico proceso de debate llevado adelante por la Universidad de Chile, de manera triestamental, y que se plasmó en el documento “La Chile piensa la Reforma. Construyamos juntos una educación pública para Chile”, en el cual se fijaron los horizontes estratégicos que debiera inspirar una reforma a la educación superior, así como un conjunto de propuestas específicas en materia de institucionalidad, financiamiento y reconstrucción y fortalecimiento del sistema de universidades públicas.

Si uno logra descifrar los acuerdos a la base de este complejo proceso de tramitación del proyecto de educación superior, el escenario para lo que resta de este gobierno -que no es mucho y en año electoral- incluye tres proyectos: a) La ley de educación superior ya mencionada; b) el envío de un proyecto especial para las universidades del Estado (se separa en lo medular este capítulo del actual proyecto), y c) un proyecto específico que reemplaza el actual CAE por un sistema de créditos bajo administración estatal (compromiso adoptado por la Ministra de Educación en el marco de la aprobación de la idea de legislar el proyecto de educación superior).

¿Que se jugará en cada uno de estos proyectos? La ley de educación superior trae algunos avances -propuesta de institucionalidad para la gratuidad, penalización del lucro, restitución del Aporte Fiscal Directo (AFD), una mayor institucionalidad estatal expresada en una Superintendencia de Educación, institucionalización del CRUCH, obligatoriedad de la investigación dentro de la acreditación; pero en su fondo el proyecto sigue sin cambiar la centralidad del mercado en la definición de la fisonomía y financiamiento del sistema de educación superior. Se intenta regular mejor lo existente, pero no se lo transforma; o se colocan plazos de transición muy largos a ciertas reformas, con el riesgo de que algunas de éstas se pierdan en el camino. Cuando se intenta introducir cambios al modelo, el peligro siempre es que éste pueda terminar por consolidarse. El neoliberalismo se mueve siempre entre la extrema desregulación hacia fases de mayor regulación (y cuando puede vuelve a su desregulación extrema). Pero salir de él es otra historia.

El segundo escenario es el proyecto comprometido de eliminación del CAE. En rigor aquí se trata de traspasar este crédito de la banca privada a un ente estatal. Resta por ver si será un cambio real o más bien simbólico y la manera cómo este nuevo crédito dialoga y encaja con un sistema de gratuidad universal progresivo y con el actual sistema de becas. También puede ser el momento para debatir la situación de los endeudados, así como las estratosféricas transferencias estatales actuales a las universidades privadas y a la banca.

Por último, el tercer escenario será el proyecto de universidades pú- blicas o estatales. Poco se conoce de este proyecto, pero habría que esperar una definición clara de la responsabilidad del Estado con sus universidades (y centros de formación técnica), asumiendo que cuando una de éstas falla o no tiene los niveles de calidad exigidos es responsabilidad del propio Estado. Aquí hay un desafío de institucionalidad, financiamiento y de expansión de la matrícula. El principio rector debiera ser volver a hacer del sistema de universidades estatales la columna vertebral del sistema de educación superior y que dichas instituciones vuelvan a rearticular su misión y sentido con un proyecto de desarrollo nacional. A su vez, que las universidades públicas sean aquel lugar donde la sociedad fija los estándares más altos de excelencia, inclusión, participación y pluralismo para el conjunto del sistema de educación superior.

No cabe duda que las movilizaciones abiertas en 2011, y la presencia de diferentes actores en el debate como es el caso de nuestra Universidad, han logrado ir moviendo los términos del debate en la educación superior e introduciendo paulatinamente una concepción de ésta como un derecho social y restituyendo el significado e importancia de la educación pública. Sin embargo, las lógicas mercantiles, privatizadoras y el concepto de subsidiaridad del Estado siguen siendo dominantes en nuestro sistema de educación escolar y superior. El nuevo escenario -que seguramente cruzará este gobierno y se proyectará en el próximo– abre siempre riesgos de autocorrección y consolidación del modelo, pero también oportunidades para ir encontrando ese “punto de quiebre” que signifique el inicio de su definitiva superación.

Para ser un país «resistente»: La contribución de los periodistas al manejo de desastres

Por Raúl Rodríguez / Fotografía: Felipe Poga

La ofensiva estadounidense en Siria marca un antes y un después en Medio Oriente y en las relaciones internacionales. No solo es un asunto de “balances” de poder con Rusia en la zona del conflicto o una nueva estrategia de la geopolítica norteamericana, sino también un asunto humanitario, toda vez que se incrementa el riesgo de desastre en la región.

Según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), Siria enfrenta la mayor crisis de desplazamiento interno del mundo con 7,6 millones de personas y casi cuatro millones de refugiados en los países vecinos. Estima, el organismo internacional, que 4,8 millones de personas necesitan asistencia humanitaria en zonas de difícil acceso y lugares asediados por tropas de uno u otro bando. Los desastres a distintas escalas interpelan más que nunca a los medios de comunicación y líderes de opinión en el uso de redes de información para que circulen mensajes y datos veraces, considerando el estado emocional de las víctimas, desde el proceso de emergencia hasta la reconstrucción.

Así, la comunicación y el periodismo en tiempos de crisis toman otro color. Se ponen a prueba las líneas editoriales, la producción de la información y los tratamientos periodísticos expresados en las coberturas dedicadas a estos hechos extraordinarios.

En Chile, recordábamos en marzo pasado los dos años desde los aluviones en Atacama y el desigual proceso de reconstrucción que ha vivido la población en la zona. Más reciente están en nuestra memoria los incendios forestales, el peor desastre de esta índole en la historia del país.

En medio de la tragedia que afectó a la zona centro y sur, el Consejo Nacional de Televisión (CNTV) solicitó a los canales de la TV abierta respetar el estado emocional de las víctimas de los incendios durante sus transmisiones.

«Es fundamental la cobertura informativa que realizan los canales de televisión para conocer las necesidades y las acciones de las instituciones que dan respuesta a las emergencias. Sin embargo, son (sic) en estas circunstancias cuando se valoran los protocolos y herramientas que aseguren una entrega responsable de la información”, expresaba el oficio enviado a los canales.

Los actores relevantes se multiplican y la magnitud de los hechos amerita aplicar el mayor rigor en las rutinas de producción, con un tratamiento éticamente responsable. Sin embargo, la espectacularización de la noticia, la escasa participación ciudadana en estos procesos y la falta de respuestas colectivas a la tragedia hacen que el proceso de gestión de la información en medio de un desastre no sea el más adecuado.

Pautas conceptuales para “manejar” el desastre

Un desastre se produce por origen natural (terremoto), biológico (epidemias) o inducido por el ser humano (como incendios o guerras), mientras el riesgo es la sumatoria de las eventuales pérdidas en vida, ausencia de condiciones de salud, falta de medios para el sustento y dificultad para acceder a bienes y servicios, según clasifica la Oficina para la Reducción del Riesgo de Desastres de la ONU. A su vez, el riesgo provocado por un posible desastre está en función tanto de la amenaza o peligro como de la vulnerabilidad de una comunidad. Por tanto, el riesgo puede aumentar o disminuir proporcionalmente en la medida que alguno o ambos factores varíen en el tiempo.

Frente a esto, la pregunta es cómo gestionar el riesgo de un desastre, cuyo proceso social incluye la estimación del riesgo; prevención y reducción del mismo; preparación, respuesta y rehabilitación; y reconstrucción.

La Tercera Conferencia Mundial de Naciones Unidas celebrada en Japón en 2015 aprobó un Nuevo Marco para la Reducción de Riesgos de Desastres 2015-2030 definiendo dos propósitos centrales: mejorar la gobernanza en la gestión de desastres y fomentar la coordinación de todos los sectores.

En Chile aún existe una deuda en esta materia para el adecuado manejo de desastres, ya que a seis años de ingresar al Congreso, el 22 de marzo de 2011, el proyecto de ley que crea el Sistema Nacional de Emergencia y Protección Civil y la Agencia Nacional de Protección Civil, todavía está en su segundo trámite constitucional en el Senado.

Pese a la suma urgencia dada este año, a propósito de los incendios forestales en el verano, el Estado y sus instituciones van mucho más lento que lo que apremia la “realidad” socio natural del país. Esta actitud reactiva sólo aumenta el riesgo de nuevos eventos, a contrapelo de la necesidad de políticas públicas y del desarrollo sostenible en materias económica, ambiental, seguridad y territorial.

Los medios de comunicación, en este sentido, pueden jugar un papel importante respecto a estos desafíos para cambiar la improvisación por tareas permanentes. “Los desastres pueden reducirse considerablemente si la gente se mantiene informada sobre las medidas que puede tomar para reducir su vulnerabilidad y si se mantiene motivada para actuar”, señala el Marco de Acción de Hyogo de las Naciones Unidas, 2005, suscrito por Chile.

Pautas para la acción: el periodista activo

La abundancia de memes se ha hecho habitual cuando vemos a periodistas “todo terreno”, mojados hasta el “cogote” para demostrar los estragos del temporal; o a los reporteros “sensibles” de algunos matinales que lloran con los afectados por los incendios. Esto confirma la necesidad de avanzar en protocolos para regular los tratamientos informativos en situación de calamidad.

La Oficina para la Reducción del Riesgo de Desastres de la ONU entregó recomendaciones a los estados y medios de comunicación para enfrentar las “amenazas” y prevenir de mejor forma los “desastres”. Desde usar el lenguaje apropiado hasta manejar una cultura de la prevención, que sea referencia para la comunidad y la ciudadanía, son elementos centrales para que los medios, sobre todo aquellos de mayor impacto, puedan prestar un servicio oportuno y veraz, pero también puedan cumplir su rol de comunicadores con sentido ético y de responsabilidad social.

El CNTV (2015) ya advirtió en un documento para la “Identificación de buenas prácticas para la cobertura televisiva de tragedias, desastres y delitos” que si bien los canales de televisión se han dado normas de autorregulación, no tienen normas específicas o prácticas que validen su implementación dentro de su ejercicio diario, en sintonía con sus definiciones programáticas y editoriales.

En el Manual de Gestión de Riesgos de Desastres para Comunicadores Sociales, elaborado por la UNESCO en 2011, se proponen acciones sobre la base de la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres de las Naciones Unidas, como difundir conocimientos científicos y tecnológicos sobre los riesgos y las amenazas; promover la incorporación y participación activa en el proceso de gestión de riesgo de los medios masivos y alternativos, instituciones académicas y gremiales de la comunicación; y evitar la desinformación y el abuso en la función informativa y comunicacional promoviendo códigos de comportamiento ético para los comunicadores en momentos de emergencia o desastre.

Lucy Calderón, periodista guatemalteca, especialista en comunicación en gestión del desastre y expresidenta de la Federación Mundial de Periodistas Científicos, plantea a Palabra Pública tres tareas esenciales: “ante todo se debe dar un toque humano a las notas que se publiquen, pero sin causar más victimización en las personas, tratando de dar respuestas a las preguntas que más le estén acongojando a la población afectada. Segundo, dentro de las redacciones debe formarse un grupo ad hoc para responder informativamente a la catástrofe, por eso la capacitación debe ser constante para los periodistas. Y tercero, además del recuento de daños, el periodista debiese informar sobre prevención. Cómo la comunidad afectada puede evitar que le vuelva a pasar algo similar. Debe ofrecer información que le ayude a ser resiliente y evitar mayores daños en un futuro”.

Si bien los medios locales y comunitarios, y los medios digitales y centros de investigación periodística, han contribuido a diversificar la oferta y proponer nuevos enfoques a los conflictos que atravesamos, los medios en su conjunto deben ofrecer un debate más informado sobre los efectos y consecuencias de estas catástrofes, para fomentar una cultura de la prevención y no una mera cultura de la reacción.

Discurso de Diamela Eltit en el Día de la Mujer: La extensión de los días

Quiero saludar a cada una de las autoridades de la Universidad de Chile presentes y de manera muy especial al señor Rector,  Ennio Vivaldi. Saludar a las y los académicos, a las y los funcionarios administrativos y cómo no a las y  los estudiantes que construyen la continuidad social y política de la Universidad marcando el tiempo en cada uno de sus tiempos. Y agradecer a la Vicerrectora de Extensión, Faride Zeran, por su generosa invitación a participar de esta ceremonia.

Desde luego, esta fecha, el 8 de marzo,  tiene una arista compleja porque se acumula la historia de la mujer en un día de un calendario que dispone de 365 (así habría que pensar, por qué no, en el territorio hostil de los porcentajes) y, en este registro de pensamiento, se podría suponer que el 8 de marzo es  el (único) día pauteado  por el calendario masculino para nombrar a la mujer.

Sin embargo no me parece necesario agitar el terreno de las simples oposiciones –a la manera de un enfrentamiento o una inútil guerra sin matices- entre mujeres y hombres porque esta situación social es muy entreverada y se funda en sistemas, categorías y especialmente economías. Me parece importante hoy ingresar en el territorio muy intestable de la noción de democracia fundada  en lo igualitario. Quiero apuntar aquí a un igualitarismo que considere las diferencias y aun las diferencias de las diferencias. Una democracia real, generada y cuidada por el conjunto social y como diría Richard Sennet, una democracia fundada en el respeto.

Seguramente hablar de democracia en el sistema que transitamos puede parecer una utopía o una mirada ejercida desde un  lente distorsionado o desenfocado que no da cuenta de la realidad. Efectivamente. La noción de democracia ya parece utópica.  Siempre lo ha sido de manera más o menos intensificada, pero ahora, en esta actual fase del capitalismo, marcado por el agudo sistema neoliberal que nos rige, se desecha abiertamente la igualdad para relevar como soporte de sí la desigualdad social. En Chile,  una ciudadanía multitudinaria,  se convierte en minoría abismante cuando se piensa en la acumulación de riqueza desde la que un 1% ejerce, controla y distribuye sus privilegios a costa, precisamente, de una impresionante irregularidad distributiva.

Y en este aspecto, el de la desigualdad considerada como un costo necesario y marginal por  parte de la teoría económica actual, hay que pensar cómo ese costo y su administración, se funda, en gran medida, en el cuerpo de las mujeres como mano de obra más barata, como cuerpos más caros  y rentables en los sistemas privados de salud, como figuras impagas en el trabajo doméstico, como servicio clave en la tarea de cuidados a familiares y enfermos. Y como sujetos inferiorizados por una tosca, larga práctica discriminatoria, ampliamente aceptada, frente a los saberes científicos, políticos, económicos, religiosos, tecnológicos, literarios, históricos y para qué seguir.

Un sistema, este neoliberalismo, que juega doble o triplemente con los cuerpos de las mujeres mediante la aplicación constante de un inteligente sistema simultáneo de valorizaciones y desvaloraciones que se producen para uniformar y desgastar los imaginarios y mantenerlos sometidos a diversas subyugaciones en los distintos órdenes de su vida.

Pero, tal vez, habría que seguir leyendo al sociólogo francés Pierre Bourdieu que se atrevió a incursionar en su propio territorio de género para pensar los ejes en que se articula  “la dominación masculina” y su rígida extensión a lo largo de los siglos de los siglos. Desde luego ya están suficientemente analizados los salarios como instrumentos en los que se miden los valores de los cuerpos en el mercado de trabajo. Sabemos,  con una precisión indesmentible, que a la mujer (a igual trabajo) se le paga menos y esto ocurre de manera abierta, sin el menor encubrimiento, porque, objetivamente, para el sistema vale menos.  Y, en otro registro de pensamiento, en la plena y exacta complejidad de las normativas, se puede pensar hasta qué punto la propia mujer internaliza esta condición y la ejerce en contra de sí misma, produciéndose así, lo que Pierre Bourdieu, de manera muy precisa, denominó como “violencia simbólica” al aceptar que vale menos (en todos los órdenes)  y de esa manera se prolonga un estado de cosas.

Porque es esa violencia simbólica incesante la que “construye” (o  forma) a las  mujeres como agentes y promotoras  de la dominación masculina pues son ellas, las mujeres, cautivas en un universo que les es adverso, las mejores aliadas para continuar la incesante ruta de la subordinación.

La Universidad de Chile ha liderado distintos momentos cruciales a lo largo de su historia, ampliando los límites, sin embargo  todavía puede incrementar diversas estrategias para alterar el calendario rígido en que transcurren las asimetrías de género. Pero, desde luego, hay que destacar la llegada de la mujer a la presidencia de la Fech que, en un tiempo en que se han ejercido más de cien presidencias, cuenta hasta el momento con cinco mujeres en ese espacio. Lo importante para  leer esta participación hoy, es que cuatro de estos cargos ejercidos por mujeres se han cursado en la última década y tres de ellas provienen de movimientos políticos de reciente organización y que, por su emergencia, presagian nuevos órdenes para una política integradora.

Sin embargo, aunque se trata de un hecho verdaderamente crucial y emancipador, todavía parece insuficiente. Los estudios de género de esta Universidad, liderados por Kemy Oyarzún y Sonia Montecino han abierto espacios para leer, pensar y repensar formas, modos y estrategias de reconocimiento de la situación de la mujer a lo largo de la historia. Estudios feministas que  permiten entender que las categorías de género son  construcciones políticas-económicas y, en ese sentido, requieren de una mirada atenta y, en cierto modo atónita, para entender, en toda su extensión, las interesadas tramas en las que se cursan.   Comprender, con una claridad indesmentible, que la narrativa en que se envuelve el género femenino no es inocente pues corresponde a estructuras activas, siempre en movimiento, multifocales, rizomáticas y escurridizas que se modifican cada vez que sea necesario y adoptan nuevas máscaras que apuntan a mantener controles y dominaciones por parte de los grandes y de los pequeños poderes.

La construcción de género se articula desde una trama muy compleja  en la que se tejen los mecanismos que ofician subordinaciones que alcanzan lo privado y lo público, lo material y lo síquico. Uno de sus lugares más palpables  descansa en una forma muy arcaica de objetualización de la mujer.

Es esa objetualización la que permite la noción extendida de una determinada y múltiple “propiedad” sobre ella que, a su vez, legitima infracciones diversas en el territorio de las discriminaciones donde las más visibles se cursan desde el acoso  sexual (que la Universidad de Chile enfrentó recientemente con decisión)  a las violaciones, las agresiones físicas y psíquicas  hasta llegar a la escena más letal e irreversible como es el femicidio.

El reconocimiento del acoso sexual en tanto irregularidad de altísima frecuencia, llegó tardíamente al escenario social como una forma de denunciar y poner límites a una práctica extendida que se cursaba y se cursa de manera preferencial en el ámbito laboral y en espacios académicos. Desde luego, el centro de esta práctica abusiva se funda en el poder. Porque el acoso sexual  y las diversas formas que adopta, tiene como objetivo pulverizar un elemento fundamental en las relaciones humanas como es la distancia.

Esa distancia  -esa línea fina de reconocimiento de la otra como sujeto-  a la que aludo es la linea de respeto mutuo que se necesita para pensar en comunidades universitarias.  Si se desencadena el acoso, es decir que un profesor o un compañero rompa, de manera unilateral y ofensiva esa distancia, insisto, fundada en el respeto, se ejerce un poder negativo.  El acoso recae sobre las mujeres de manera masiva pues los casos que comprometen a hombres son claramente minoritarios.  Porque es esa percepción de propiedad de la mujer en tanto objeto y, por ello, como botín,  la que constituye uno de los aspectos sistemáticos que adopta la forma del acoso y las diversas anomalías que propician y autorizan  su transcurso.

Pero también hay que pensar la suma de poderes: La familia, la educación,  el Estado, la ley, el mercado como agentes activos de estos sucesivos actos de apropiación, pues la mujer continua su derrotero como el cuerpo más asediado y vigilado por la totalidad del sistema. Un cuerpo obligado a competir consigo mismo para lograr una perfección inalcanzable, competir duramente con las otras y complacer a los otros para conseguir deambular por las instituciones. La mina  de oro (lo digo en la extensión que alcanza este término) explotada duramente por el sistema hasta la extenuación.

O “la perra”,  tan citada en la jerga común de la degradadación  de las conversaciones o en la rentable  música popular más exitosa. Coreada a viva voz por las fans, que ensueñan ser las protagonistas del sueño menoscabador en el barrio cultural y también ultra rentable del espectáculo de masas y de la totalidad del espectro mediático. Métodos que, desde luego,  van imprimiendo el trasfondo político que las construye como las perras locas del sistema para inocular, en las mujeres jóvenes, quizás ingenuas y muy manipulables,  un deseo viral.  Un deseo de opresión autodestructiva. Una de las ensoñaciones narcóticas más peligrosas porque su derrotero es un deseo aniquilador

Por otra parte existe, en la variedad de modelos que el sistema ofrece,  el icono de la mujer eficiente, moderna,  que se entrega a los valores promovidos por el sistema:  sea la iglesia,  la abnegada maternidad ultra divinizada para ocultar así  la enorme tarea cultural que implica, en realidad, ser madre y las responsabilidades materiales y simbólicas  que el sistema deja caer sobre ella.

O el mercado  como una forma adictiva mediante su tarjeta consumista que promueve el slogan “porque yo me lo merezco” ocultando la deuda usurera que amplía las abarrotadas arcas empresariales. Y para qué decir la industria farmacéutica y el empresariado médico que satura los cuerpos de las mujeres de químicos y las empuja a un quirófano multitudinario tras la búsqueda de una imagen que borre la artesanía y los tiempos en los que se construye y transcurre, para imponer así una forma de plastificación.

Como mero síntoma es posible analizar el modelo de la derecha política y su mujer obscenamente feroz que se opone a la autonomía emitiendo alaridos en contra del aborto o de cualquier proceso emancipatorio, mientras presta su propio cuerpo como la alfombra por donde desfila la incesante avidez del capital que, por lo demás, la usa para después ignorarla o relegarla.

Y en la trastienda social están las  otras mujeres cuyas vidas se escriben con una crueldad indescriptible en las zonas de las transgresiones que las asolan y cuyo último sostén es el Estado, la calle o la cárcel. Vidas que no son recogidas ni en las narrativas sociales, ni políticas ni siquiera en las esferas de investigaciones  culturales. Ese suproletariado femenino, protagonista de la crónica roja, de la indigencia y de una vida concentrada en el maltrato.  El terrible subsuelo de un número no menor de mujeres chilenas.

Vuelvo a pensar en el respeto del que hablaba Richard Sennet. Pienso también en la igualdad incumplida por la democracia. Hoy mismo, las meritorias estudiantes de la Universidad de Chile (lo quiero señalar sin el menor afán profético ni menos iluminada por el don de la adivinación del que carezco, sino guiada por datos duros de estudios especializados) repito entonces, las estudiantes de la Universidad de Chile como el resto de sus pares universitarias,   solo por su condición de género y la violencia simbólica en la que se articula, obtendrán, más adelante, un salario menor que sus compañeros de labores. Sus ascensos serán más difíciles en la pirámide laboral. Se verán empujadas a competencias y comparaciones  incesantes con otras mujeres. Van a ser medidas y cercadas con pautas clises en el incesante mercado de su vida joven y serán culpadas (también como meros objetos)   en su vejez. La jubilación en el sistema infernal y abusivo que nos rige va a ser, desde luego,  menor y así, si no se produce una notoria, masiva, auténtica, intensa revuelta de género, continuará el mismo mapa antidemocrático regido por una superficie irrespetuosa y desigual.

La importancia nacional e internacional de la Universidad de Chile la habilita para emprender una ruta real mediante la ampliación de este día 8 de marzo  cosmético, para que circule todos los días una analítica política que desmonte las irregularidades que contiene la categoría de género como una tarea indispensable para ampliar los imaginarios.

Me parece necesario desarticular los falsos discursos para incorporar la realidad más real y pulverizar así los estereotipos con los que se escriben roles y condiciones. Se trata de deconstruir los espacios de violencia y entender la materialidad que porta la violencia simbólica como elemento despolitizador de sí. Como un arma que sustenta y posibilita una suma de violencias materiales

Entonces sería necesario desmontar esa ficción de mujer  impulsada por todo un aparato de promoción, exacervada por las distintas industrias, inoculada consciente o inconscientemente por las propias familias, perfeccionado por una educación sexista y de manera muy concreta por el mundo del trabajo, impertérrito ante un salario desigual que sirve para la acumulación de riqueza.

Y en el territorio de la memoria que nos habita me gustaría evocar aquí hoy mismo a Elena Caffarena la gran abogada feminista y una de las sufragistas más connotadas de su tiempo. Alumna de la Universidad de Chile,  fundadora del Movimiento pro Emancipación de la Mujer Chilena, MEMCH, en 1935, el movimiento de mujeres chilenas más extenso y numeroso de la historia.

Elena Caffarena escribió  libros jurídicos sobre los derechos de la mujeres y también  es autora, en el ámbito de los derechos humanos, de un libro sobre el amparo político. Habría que recordar que cuando se consiguió el derecho a voto, en 1949, ella no fue invitada a la ceremonia. Que justo en ese momento, cuando la mujer accedió al voto político universal, a ella se le retiró su derecho voto porque se le aplicó la Ley de Defensa de la Democracia, la llamada “ley maldita”. Una ley injusta en todo sentido y más confusa en su caso pues ella no militó nunca en el Partido Comunista.

Elena Caffarena es real y, a la vez,  mítica, resistente y necesaria. Se enfrentó al Estado y levantó una sanción paradójic, que dejaba a una de las sufragistas más importantes de la historia de Chile, sin derecho a voto.  Y eso, mirado hoy, no es casual, corresponde a una forma de violencia generada por un inconsciente colectivo que se puso en marcha en su tiempo. Pero ella se defendió. Con la misma  constancia que mantuvo la Presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Camila Vallejo que junto a todo el espectro universitario, reabrió los umbrales de la gratuidad mediante el uso legítimo de las grandes alamedas cuando le correspondió liderar la revuelta universitaria de 2011. Ella debió combatir en contra de su propia belleza, sobrepasar los acosos,  las agresiones y las persecusiones mediáticas y consiguió no ser arrollada por las circunstancias de género que pretendían disminuir su valor acudiendo a un  conjunto de estereotipos. Lo hizo mediante la administración impecable de sus capacidades políticas-intelectuales.

Pero ninguna épica femenina parece suficiente. Desde esa perspectiva lo más importante es hoy generar espacios de aguda reflexión de manera prioritaria para las propias mujeres que, no hay que olvidar, son colonizadas para ejercer  la dominación masiva, incansable e incesante del género masculino y mantener así el sistema indemne. Resulta fundamental perforar este 8 de marzo y entenderlo para así  extenderlo hasta lo imposible. Porque lo imposible -y eso lo  sabemos bien- es una simple convención que nos captura y que nos asfixia.