Economía, derechos sociales, y la propuesta de nueva Constitución

La consagración de derechos como salud, vivienda y educación, entre otros, está entre los pilares de la propuesta de nueva Constitución que los chilenos votaremos el próximo 4 de septiembre. Sin embargo, la factibilidad de su implementación y financiamiento ha sido uno de los grandes cuestionamientos del texto constitucional. En esta columna, Ramón López, Profesor Titular del Departamento de Economía de la Universidad de Chile, revisa las implicancias económicas en torno a la propuesta y advierte que si bien financiar derechos sociales involucra grandes costos, es posible.

Por Ramón E. López

Una constitución no es un programa de gobierno y mucho menos un programa de políticas económicas. Sin embargo, lo que esperamos de ella es que presente objetivos y lineamientos que definan un marco de referencia para la generación de leyes y políticas públicas en el mediano y largo plazo.

Eso es lo que hace la propuesta de nueva Constitución en muchas áreas y, particularmente, con respecto al gran objetivo de proveer derechos sociales a todos los chilenos en materias como salud, pensiones, educación y vivienda. Otro aspecto importante desde el punto de vista de nuestro objetivo de reseñar las implicaciones económicas de la nueva Constitución es que pone término al rol subsidiario del Estado, reconociendo la necesidad de que el Estado participe en estas y otras materias de una manera activa. Así, la propuesta de nueva Constitución remueve todas las limitaciones y restricciones a la participación del Estado en la provisión de los derechos sociales fundamentales que imponía la Constitución de 1980.

Un nuevo sistema político

El fin del Estado subsidiario es un factor fundamental que otorga factibilidad a la consecución de los derechos sociales dentro de un plazo razonable. En el caso de aprobarse el texto constitucional, el Estado estaría facultado para asumir un liderazgo en el proceso, incluyendo amplio espacio para realizar las inversiones y cambios institucionales requeridos para ello.

Sin embargo, la desintegración y atomización de los partidos políticos (hoy existen más de 20 con representación en el Congreso) puede transformarse en un obstáculo para lograr los acuerdos políticos necesarios para estos objetivos. Si bien la nueva Constitución no aporta directamente a la solución de este problema, algunos cambios que propone al sistema político, tales como la eliminación del Senado, si se encaminan bien, pueden contribuir a reducir esta atomización. En todo caso la cuestión del diseño de un sistema político que permita generar los acuerdos necesarios para la implementación de los derechos sociales es algo que debe solucionarse en el corto plazo. Lo que sí me parece claro es que la nueva propuesta no genera condiciones que hagan esta implementación más dificultosa, a diferencia del texto de 1980 .

Más aún, la existencia de un mandato constitucional para la implementación de los derechos sociales le va a otorgar mucho mayor peso político al Estado en la búsqueda de los acuerdos políticos para lograr tales objetivos. Este es un tema que rara vez se considera en el debate público con referencia al plebiscito de septiembre, pero que a mi juicio puede ser decisivo para remover o al menos mitigar las dificultades de implementación de los derechos sociales.

Costos y responsabilidad fiscal

Financiar los derechos sociales involucra sin duda grandes costos económicos, los cuales son extremadamente difíciles de estimar. Un estudio reciente (R. Vergara y otros, 2022) se atreve a hacer este ejercicio, llegando a valores muy diversos, entre 8,9% y 14% del PIB, un amplio margen que refleja la gran dificultad de estimar estos costos.  Obviamente, estos costos no requerirían hacerse patentes en un año, sino que a lo menos en un plazo de cinco años. No se puede esperar que, por el hecho de aprobarse el nuevo texto constitucional, los derechos sociales sean provistos de manera inmediata.

La propuesta de nueva Constitución, por otra parte, establece como un principio fundamental la mantención de la responsabilidad fiscal, que previene el financiamiento vía déficit fiscales insostenibles. Esto implica que el financiamiento de derechos va a requerir esfuerzos tributarios probablemente de alta significación, en adición a los recursos que se obtengan producto del crecimiento de la economía en los próximos años. Chile tiene una de las cargas tributarias más bajas entre los países de la OCDE, de alrededor de 20% del PIB, mientras que el promedio del resto de los países cuando tenían un ingreso per cápita similar al chileno actual era ya de 33,5% del PIB (López y Sturla, Ciper Chile, 2020). Así, si creemos en las estimaciones de costos de financiamiento hechos por el estudio arriba citado, incluso usando la parte alta de esa estimación, digamos 12,5% del PIB, podemos concluir que el financiamiento de los derechos sociales es perfectamente factible dentro de un periodo de cinco años. Si la economía crece a razón de 2% al año promedio en los próximos cinco años, un supuesto bastante conservador, tenemos que al cabo de este periodo el crecimiento va a generar mayores ingresos tributarios por 2,5% del PIB.

Por otra parte, un aumento adicional de 10% en base a mayores tributos aumentaría la carga tributaria total del país al cabo de 5 años a 32,5% del PIB, lo que es todavía inferior a la carga de los países OCDE cuando tenían el ingreso de Chile. Esto da una idea de que el esfuerzo necesario para lograr derechos sociales universales que involucren pensiones dignas, salud gratuita y de calidad para todos, sin importar la capacidad de pago: educación de calidad gratuita desde la etapa preescolar hasta la universidad, y la eliminación de los déficit habitacionales, es absolutamente factible, sobre todo si comparamos con los esfuerzos hechos por la mayor parte de los países hoy día desarrollados, cuando tenían ingresos similares a Chile.

No cabe duda de que las fuerzas tradicionales que se han opuesto a los cambios en el pasado continuarán siendo un obstáculo para el financiamiento de los derechos sociales. Sin embargo, la existencia de un mandato constitucional para el logro y, por tanto, financiamiento de los derechos sociales, va a acrecentar el peso relativo de las fuerzas políticas que se manifiesten en pro del financiamiento de tales derechos.

Más importante aún, una nueva Constitución que mandate la implementación de derechos sociales va probablemente a darle un mayor ímpetu a las organizaciones sociales, sindicatos y organizaciones de pobladores para participar políticamente en la contienda en pro de las reformas requeridas. De aprobarse la propuesta constitucional,  las organizaciones sociales van a percibir de una manera mucho más directa y concreta cómo los factores fundamentales para su bienestar estarán en juego en el proceso político. Esto puede transformarse en un motor para la activa participación de organizaciones de base en favor de las reformas requeridas. Esta participación de las grandes mayorías ciudadanas en favor de las reformas será facilitada por otros cambios que traería la nueva Constitución, en particular, la creación de un mecanismo sistemático de referéndums. Esto puede posibilitar que conflictos entre las fuerzas políticas se diriman directamente por la ciudadanía vía consultas populares. La mera existencia de este mecanismo puede llevar a las fuerzas opuestas a los cambios a ralentizar su oposición a ellos.

No obstante lo anterior, un problema quizá algo más difícil es el desarrollo de las instituciones necesarias, tanto para lograr los significativos aumentos de recaudación tributaria, incluyendo mecanismos para reducir la evasión y elusión tributarias que, de acuerdo con fuentes confiables, alcanza a más del 7% del PIB, como para proveer los nuevos servicios sociales de una manera eficiente. Afortunadamente, existe amplia experiencia internacional entre los países de la OCDE que proveen de adecuados modelos institucionales en ambos frentes, los que pueden ser usados como marcos de referencia para el desarrollo institucional en Chile.                

Reflexiones finales

Garantizar los derechos sociales para todos los ciudadanos dentro de un plazo razonable, que es el corazón mismo de la nueva Constitución, es un objetivo perfectamente factible desde el punto de vista de su financiamiento e implementación.

Los esfuerzos económicos necesarios para estos efectos son perfectamente normales en el contexto de lo que han hecho los países de la OCDE, cuando tenían el ingreso de Chile. Tal vez se podría argüir que el periodo de cinco años para el logro de estos objetivos es demasiado corto, pero Chile tiene ventajas importantes con respecto a las condiciones que prevalecían en los países en que se hicieron estas cruciales reformas. En primer lugar, la base de recaudación tributaria es muy baja, lo que implica que en realidad hay un amplio espacio para exigir un mayor esfuerzo, sobre todo a la élite económica, que en la actualidad tiene una carga tributaria extraordinariamente baja. En segundo lugar, el hecho de que exista una altísima tasa de evasión tributaria (estimada en 7% del PIB) implica que, usando medidas cuya eficacia ha sido probada en otros países, sea posible reducirla drásticamente. Lo mismo es válido para el desarrollo de instituciones para recaudar tributos y proveer servicios sociales, al existir modelos de implementación ya implementados en los países OCDE.

Finalmente, quiero enfatizar la importancia de la existencia de un mandato constitucional claro que instruye a los poderes ejecutivos, legislativos y judiciales la implementación de los derechos sociales para todos los ciudadanos. Esto se constituirá en un factor clave para la aprobación política de las reformas necesarias para hacer efectivo este mandato constitucional. 

Una constitución que podrá ser “de todos”

Fernando Atria, exconvencional constituyente y académico de Derecho de la Universidad de Chile, fue uno de los 154 encargados de idear y redactar la propuesta de nueva Constitución. Hoy, en vistas del plebiscito de salida, el abogado cree que es fundamental entender la crisis que nos trajo a este momento y, de paso, dejar de lado toda idealización: la expectativa de que el texto sería una “solución de paz y concordia” era irreal, advierte, porque “ignoraba la crisis que el proceso enfrentaba y las circunstancias que lo vieron surgir”. Y asegura: “es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como ‘de todos’, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros”.

Por Fernando Atria

El proceso constituyente se hizo posible ante la irrupción de una profunda crisis política. Como ha sido descrito por los observadores más acreditados de nuestra realidad social, no es una crisis causada por el estallido. Así, Manuel Antonio Garretón habla de una “sociedad estallada”; Kathya Araujo de una sociedad fragmentada que coexiste como un archipiélago —“todos cerca, pero islas”—; Juan Pablo Luna de una sociedad “quebrada”. 

Solo cuando esta crisis se hizo innegable, el proceso constituyente se hizo tan posible como necesario. Aquí, cuatro reflexiones en torno a algunos lugares comunes que se han repetido en el último tiempo. 

1. Una idea bella: el anhelo de superación de la crisis

El resultado del plebiscito de entrada alimentó una idea bella: que el proceso constituyente llevaría a esta sociedad en crisis, entre aplausos de todos y en un año, a una solución de paz y concordia, que sería aprobada con entusiasmo por todos o casi todos. La idea era bella porque conectaba con el anhelo del que surgió el proceso constituyente: el de solucionar la crisis, restableciendo la convivencia y la cohesión de una sociedad estallada. Ahora se acusa a la Convención Constitucional de haber frustrado esa expectativa, de “farrearse” una oportunidad de unión. Esa acusación se transforma en un arma de campaña: la nueva Constitución no es “la casa de todos”, y debe ser rechazada para que podamos darnos una que sí lo sea.

Por las razones que se desarrollan en los siguientes puntos, esta expectativa —como toda expectativa irrealista— estaba condenada a ser frustrada. Y transformada en un arma de campaña, malentiende la contribución que la nueva Constitución podría hacer a la superación de la crisis. En el origen de esa mala comprensión hay una concepción equivocada de qué significa que la constitución sea —y cómo puede llegar a ser— la “casa de todos”.

2. Aunque bella, era una expectativa irrealista

La expectativa era irrealista porque ignoraba la crisis que atravesaba el país, a la cual el proceso constituyente buscaba responder. La crisis configura elementos de contexto general y circunstancias específicas.

En cuanto a los primeros, nuestro proceso constituyente tiene una diferencia de enorme importancia con otros procesos con los que a veces se le compara. A diferencia del español, por ejemplo, la experiencia chilena no ocurrió al final de una dictadura, sino después de un período de 30 años de funcionamiento normal de las instituciones democráticas (aunque neutralizadas, como lo explicamos junto a Constanza Salgado y Javier Wilenmann en el libro Democracia y neutralización [Lom, 2017]). Por tanto, no miraba, como en el caso español, a un pasado de dictadura que se quería dejar atrás y a un futuro de democracia que era visto con optimismo y esperanza. En vez, el proceso chileno miraba a una larga y progresiva deslegitimación política de la institucionalidad democrática. Y esta diferencia se proyecta hacia el futuro, que entonces es mirado con ambigüedad: con esperanza, sí, porque será el tiempo de la nueva Constitución, pero también con recelo, ante la posibilidad de que la exclusión anterior se replique en la institucionalidad que viene y de que los partidos políticos y los “poderes constituidos” la neutralicen y la conviertan en una constitución gatopardista.

A esto hay que sumar las condiciones en que comenzó el trabajo de la Convención Constitucional: con acusaciones cruzadas de terrorismo y violentismo por un lado y de violaciones a los derechos humanos y de presos políticos por el otro. Se trataba, además, de un órgano nuevo, al que todos los integrantes llegaban por primera vez, que no tenía prácticas ni reglas establecidas de antemano, en la que no había relaciones ni personales ni políticas previamente establecidas. Como la crisis es también la crisis de los partidos políticos, tampoco había condiciones propicias para la articulación política. 

En estas condiciones, esperar que el momento constituyente solucionara todas las divisiones y “nos uniese” en el plazo de un año era ignorar totalmente la realidad.

Crédito: Fabián Rivas

3. Cómo la constitución puede solucionar la crisis

Lo anterior es consecuencia de una observación bastante evidente: una sociedad estallada, quebrada, no se repara por decreto. Por eso no podía esperarse que la sola propuesta de nueva Constitución produjera el momento de unidad deseado. Pero esto no quiere decir que no sea parte de la superación de la crisis.

A mi juicio, la constitución anterior se hundió cuando se hizo evidente la conexión que había entre el modo en que ella fijaba los términos fundamentales de la convivencia y la experiencia de abuso.. Esta conexión, de hecho, fue certificada oficialmente varias veces, la última de las cuales ocurrió en 2018 cuando el Tribunal Constitucional decidió que la constitución prohibía la existencia de un SERNAC que pudiera proteger eficazmente los derechos de los consumidores frente al abuso de las empresas. Esto explica lo que el profesor Juan Pablo Luna agudamente observa: “Por mucho tiempo una parte significativa de la población en Chile estaba quedándose atrás, tenía altos niveles de resentimiento y estaba desarrollando un fuerte desapego institucional por sentirse sistemáticamente vulnerada. Eso explica que el conflicto social y el descontento que vemos hoy generen una rabia difícil de canalizar y volver a un cauce institucional”.

El abuso es unilateralidad, es la constatación de que no todos son igualmente considerados: unos pesan más que otros. Por eso la rabia y el resentimiento que Luna describe. La superación de la crisis es cambiar esta unilateralidad por reciprocidad, por la idea de que todos son igualmente considerados, igualmente dignos.

Esto es lo que hace la nueva Constitución: cambia los términos fundamentales de nuestra convivencia social y política, moviéndolos de la unilateralidad a la reciprocidad. La propuesta de constitución es acerca de «nuevos tratos»: eso es el Estado social y los derechos sociales, que buscan hacer que la prosperidad material vuelva a la sociedad, para asegurar las condiciones materiales de la libertad para todos; eso es la plurinacionalidad e interculturalidad, un nuevo trato entre el Estado y los pueblos originarios; la paridad, entre hombres y mujeres; el Estado regional, entre el centro y las regiones, etcétera. 

La nueva Constitución, entonces, comenzará un proceso de restablecimiento de la reciprocidad en nuestra convivencia, por oposición a la unilateralidad anterior. Y así contribuirá a superar la crisis. No será una solución automática, será un proceso. Pero no podría ser de otro modo, dada la profundidad del problema.

4. Cómo la constitución será “la casa de todos”

Si era irrealista la idea de que la constitución nos uniría, ¿debemos decir que lo irrealista era la idea misma de que la constitución sería una “casa de todos”? ¿Acaso estamos condenados a una constitución que nos divide, a ser un país dividido por la Constitución?

Esa conclusión sería apresurada. Y para eso es útil notar por qué la Constitución de 1980 nunca fue “de todos”: porque la manera en que diseñaba la política institucional tenía la finalidad precisa de neutralizar la política democrática, de modo que la institucionalidad que constituía no podía ser reconocida como “propia” por todos (véase mi libro La Constitución tramposa [Lom, 2013]). La institucionalidad de la nueva Constitución no es tramposa: no interviene los órganos de elección popular con integrantes no elegidos y designados, de modo que amplifiquen el poder de los herederos políticos de la dictadura; no tiene reglas contramayoritarias en el proceso legislativo que permitan a esa misma minoría bloquear la modificación o dictación de una ley; no sujeta la discusión política a la opinión de un órgano que actúa contra la política democrática en protección de la constitución; no condiciona su propia reforma a altos quórums parlamentarios, dándole así a pequeñas minorías que la defienden los medios para impedir su reforma. 

Todo esto significa: es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como “de todos”, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros.

Y aquí, el argumento se une a lo dicho más arriba: en la medida en que cambia la unilateralidad por reciprocidad, permitiendo así la reconstrucción de la convivencia; en la medida en que su institucionalidad sea vista como una que es para todos, no de para unos contra otros; en la medida, en fin, en que sea reconocida como la constitución que nos permitió reconstituir nuestra vida política, la nueva Constitución será asumida como «nuestra», de todos. Esto no es una predicción sobre el futuro, es un juicio que descansa sobre el sentido de los «nuevos tratos» contenidos en el texto, y sobre el modo en que configura las instituciones políticas fundamentales. En este sentido, y porque su contenido la convierte en el tipo de constitución que puede en el tiempo ser reconocida como “la casa de todos” —y no por la idea fantasiosa de que puede unir súbita y espontáneamente una sociedad fracturada, estallada—, la nueva Constitución es la casa de todos.

​​No más, porque somos más

La cátedra de Pensamiento Situado es una iniciativa nómade que entrelaza experiencias y modos de hacer del activismo, las prácticas artísticas y el pensamiento crítico desde América Latina. El encuentro, que impulsan las investigadoras Ileana Dieguez y Ana Longoni con el apoyo de la UAM-Cuajimalpa (México) y el Museo Reina Sofía (España), llegó a la Universidad de Chile entre el 30 de junio y el 2 de julio, en medio de las discusiones en torno a la nueva Constitución, bajo el título “Des/constituyentes. Prácticas e imaginarios por-venir”. En la primera jornada, tuvo lugar una conversación entre la teórica Nelly Richard y la exconstituyente Elisa Loncon, acompañadas por la investigadora Javiera Manzi. Aquí compartimos las palabras de Richard, quien reflexionó a partir de los saberes sobre la(s) lengua(s) que pone en práctica Loncon.

Por Nelly Richard

Quisiera entrelazar esta breve reflexión con algunas de las intervenciones que hemos conocido de Elisa Loncon en entrevistas o debates públicos desde que ella asumió la presidencia de la Convención Constitucional y luego se desempeñó como constituyente, para subrayar la importancia de la cuestión del lenguaje, del discurso y sus recursos enunciativos en la formación de las identidades y las relaciones entre culturas y géneros. Decimos “lenguaje” en una doble dimensión: primero, usar la lengua para nombrar lo que se nombra (sabiendo que la palabra recorta, clasifica, estereotipa o, al revés, descubre, revela, transfigura), y segundo, saber que el habla intercomunica cuerpos e instituciones mediante actuaciones discursivas que pueden funcionar como dispositivos autoritarios o, por el contrario, tener un alcance emancipador. 

Elisa le ha prestado especial atención a cómo funciona el lenguaje en los procesos de subjetividad y cultura, de constitución de identidades desde una perspectiva tanto feminista como decolonial. Nos hace falta esta reflexión sobre lenguaje, subjetividad y cultura en la encrucijada en la que nos encontramos. Por un lado, está la apuesta a que una nueva Constitución reoriente un diseño de país y sociedad motivando un pacto de entendimiento colectivo que amplíe sus fronteras para renovar la democracia. Y, por otro lado, está la constatación de que nuestra convivencia social está siendo afectada por un grado de conflictividad casi salvaje, de proliferación de múltiples violencias que atentan contra la posibilidad de fortalecer dinámicas intersubjetivas que favorezcan el relacionarse unas con otros desde lo que podríamos llamar, en términos feministas, el “cuidado”. Aplicado al lenguaje, podríamos interpretar el “cuidado” como la delicadeza de un trato con las palabras que las salve de la rudeza y sequedad de los lenguajes utilitarios (los del mercado, de la administración política) que están hechos para despojar al nombrar de toda potencia creativa y reflexiva. “Cuidado” sería también evitar las furias destructoras, las incitaciones al odio o las declaraciones de guerra que matan al lenguaje,  condenándonos a la impotencia (el cuerpo primario como un cuerpo cortado de toda ligazón con el sentido que nos vincula a los demás) o bien a la prepotencia (sentirse dueños absolutos de una verdad incontrovertible). El “cuidado” en el lenguaje se refiere, además, a habilitar ciertas condiciones de reciprocidad en el intercambio entre hablantes que, pese a lo conflictual de las disputas de sentido, acojan la otredad en lugar de querer exterminarla.    

¿Cómo interviene la dimensión simbólico-cultural de las prácticas discursivas en las visiones de sociedad que comunican entre sí a sujetos, grupos y comunidades? La respuesta atañe a la política en la medida en que supone un nuevo reparto igualitario de poder de intervenir en lo común entre quienes se sienten insatisfechos con la democracia representativa. Pero también concierne al lenguaje en tanto hace de mediador entre el cuerpo y la significación, la experiencia y la representación, la pulsión y el deseo y que, por lo mismo, los actos de habla pueden inhibir o bien estimular nuevas formas de conciencia y de sensibilidad.   

***

El 4 de julio de 2021, se inauguró —en una sesión memorable— la Convención Constitucional bajo la presidencia de Elisa Loncon. Se relevó públicamente el máximo simbolismo de su condición de representante de los pueblos originarios como un gesto reparatorio, ya que Elisa proviene de una nación que, desde siglos de siglos, se encuentra condenada por el dominio estatal al olvido, a la negación de su etnia, a la supresión de su lengua, a la desposesión de sus tierras y a la persecución de sus derechos. 

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Un nuevo contrato social para niñas, niños y adolescentes

Ante un Estado históricamente tutelar y proteccionista, la propuesta de nueva Constitución reconoce a niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos y establece la obligación estatal de garantizar sus derechos fundamentales. “El texto constitucional propone que no solo sean vistos como sujetos que deben ser protegidos, sino también como personas que pueden participar progresivamente en la toma de decisiones sobre asuntos que les afectan”, escribe Camilo Morales, académico de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. […]

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Nueva Constitución, nuevo estatus de las comunicaciones

“Las propuestas sobre comunicaciones contenidas en el borrador de la Constitución son muy interesantes y superan el enfoque de libertad negativa que tiñe hasta ahora nuestro ordenamiento constitucional y legal en la materia”, escriben Claudia Lagos y Tomás Peters. En este extracto del editorial del último número de la revista Comunicación y Medios, la académica y el académico de la Facultad de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile analizan el proyecto constitucional desde la perspectiva de las comunicaciones y la libertad de expresión. Este extracto fue ligeramente modificado respecto a su original para efectos de diagramación y fluidez del soporte digital.

Por Claudia Lagos Lira y Tomás Peters

Al momento en que cerrábamos la edición de este número, las comisiones de Preámbulo y Armonización de la Convención Constitucional estaba afinando el borrador de una nueva Constitución a ser plebiscitado el 4 de septiembre del 2022. Varios pasos en falso de algunos constituyentes dañaron la credibilidad de la Convención y de su labor (como el caso de Rojas Vade) y la estridencia en los discursos y prácticas de otros integrantes del órgano hizo lo suyo (un constituyente que votó mientras se duchaba, otra que ridiculizó a los representantes de pueblos originarios, su lenguaje y su legitimidad, y varios que difundieron información mañosa o derechamente falsa en sus redes sociales). La dificultad por encontrar un diseño, un equipo y objetivos comunicacionales comunes y coherentes entre la Convención misma y cada uno de sus integrantes fue un problema persistente durante todo el proceso.  

Sin embargo, más allá del ruido, el documento consolidado de las normas aprobadas por el pleno de la Convención contempla una serie de elementos claves para el campo de las comunicaciones, los medios, el periodismo, la cultura y el conocimiento. Es importante despejar un nudo que emerge en la conversación, en general crispada, de si regular o no y cómo. En efecto, todas las sociedades regulan, de una u otra manera, el derecho a la libertad de expresión, el funcionamiento de los medios de comunicación y la infraestructura. Cómo se regula, cuál es el alcance de las reglas y los organismos fiscalizadores y qué mecanismos se utilizan varían según el contexto. Hay distintas experiencias internacionales que hay que mirar desprejuiciadamente. Regular o no el campo de las comunicaciones, los medios, el periodismo y la cultura genera pánico; sin embargo, hay que desdramatizar el debate y alimentarlo sobre la base de la evidencia.

Es interesante, también, el contrapunto del momento constituyente de la Constitución de 1980 con el momento constituyente actual. En efecto, mientras aquella se concibió al amparo del secretismo, la discusión reservada entre unas pocas personas, la mayoría hombres, abogados, conservadores o de centro derecha liberal, y la palabra final de boca —o puño y bota— del dictador, el proceso actual ocurre en un contexto comunicacional hípermediatizado, en un contexto cultural más bien exhibicionista y con enorme transparencia en su funcionamiento, lo que tiene ventajas y desventajas, como hemos visto.

Dicho eso, las propuestas sobre comunicaciones contenidas en el borrador de la Constitución son muy interesantes y superan el enfoque de libertad negativa que tiñe hasta ahora nuestro ordenamiento constitucional y legal en la materia (como han demostrado Ahumada y Sapiezynska). En efecto, se mantienen y fortalecen los principios de transparencia, probidad y rendición de cuentas con que deben actuar los organismos y funcionarios públicos, así como el derecho de acceso a la información pública. En este aspecto, resulta interesante que el Consejo para la Transparencia adquiere estatus constitucional, una novedad en relación con el ordenamiento vigente. Distingue, también, una institucionalidad propia para el tratamiento de datos personales, un anhelo de los especialistas y activistas del tema en Chile. 

El borrador garantiza, también, los derechos fundamentales clásicos en esta materia, como el derecho a la libertad de pensamiento, de opinión y de libertad de expresión, sin censura previa. Del mismo modo, se reconocen las dimensiones sociales y colectivas del derecho a la comunicación, un enfoque que tiene una larga tradición teórica y activista en el mundo desde el informe McBride (1980), pero también en América Latina, en particular, y que no había encontrado reconocimiento en el ordenamiento chileno. Allí se reconoce el derecho que le asiste a toda persona a fundar y sostener medios de comunicación, la prohibición de los monopolios, el deber del Estado de evitar la concentración de los medios y contempla, también, un sistema mediático público de alcance nacional, regional y local. La neutralidad de la red, la conectividad concebida como servicio básico, como el agua o la electricidad, y el mandato a superar las brechas digitales son dimensiones novedosas también en el ordenamiento constitucional propuesto.

El carácter plurinacional, plurilingüista y feminista del borrador es central para complejizar el estatus de la libertad de expresión, el derecho a la comunicación y la expresión de la diversidad contemplada en los instrumentos internacionales de derechos humanos a los que Chile adhiere. Distintos fallos en esta materia, así como recomendaciones internacionales, han avanzado en estas dimensiones de la libertad de expresión.

Necesitamos resignificar la comunicación como un ritual y no sólo como pura transmisión o tecnología, tal como lo proponía James Carey: “la comunicación es un proceso simbólico en el cual se produce, mantiene, repara y transforma la realidad”. O, recordando la metáfora del hilo y el cordón, de la prensa obrera feminista de inicios del siglo XX, citada en el libro Torcer la palabra: Escrituras obrera-feministas, editado por el Colectivo Catrileo-Carrión:

¿Os habéis fijado, que cuando en la labor de nuestra costura, necesitáis cortar un hilo es mui fácil hacerlo, pero cuando se trata de cortar dos o más hilos unidos o retorcidos, apeláis a las fuerzas o a las tijeras para cortarlos?… Pues bien: de este sencillo hecho y práctico ejemplo, se puede sacar una provechosa enseñanza. La obrera que viva y trabaje aisladamente, encastillada en su egoísmo, consumiendo su salud y enerjías para incrementar el capital del verdugo, que la esplota, es un solo hilo. Pero las obreras, que oyendo la voz de la razón y del derecho, se aúnan en una sola voluntad para mejorar su condición, serán un cordón que los hilos han formado y que no será suficiente una fuerza o voluntad para romperlo (Esther Valdés. “Nuestra Situación”, en La Alborada, No. 29, 27 de enero, 1907).

Hoy, como hace más de un siglo, necesitamos retejer la trama de las comunicaciones —sustantivo que comparte, recordemos, la misma raíz con comunidad y comunión— y establecer un nuevo pacto social que nos permita pensar lo común. Pero, para hacerlo, se necesita de una legislación que promueva y refuerce el pluralismo informativo en televisión local, regional y comunitaria. Como revista Comunicación y Medios pensamos que aquello puede ayudar a construir una mejor democracia.

Lee la versión completa del texto aquí.

¿Qué ley de patrimonio necesitamos de cara a una nueva Constitución?

En el marco de la discusión sobre la nueva Ley de Patrimonio Cultural, los académicos de la Universidad de Chile Alejandra Araya y Felipe Gallardo critican las carencias del proyecto en tramitación en el Congreso, y se preguntan por qué se debería considerar una ley apropiada para Chile. “Una nueva Ley del Patrimonio, una ley de verdad, debiese ser inclusiva, realmente participativa y oportuna, no una operación de última hora que dé pie a suspicacias”, dicen los autores.

Por Alejandra Araya y Felipe Gallardo

A veces, las palabras pueden crear la ilusión de una realidad. Igualmente, el alcance de un concepto no necesariamente se agota en el léxico. Algo así ha pasado con el reciente proyecto de nueva Ley sobre Patrimonio Cultural impulsado por la administración del expresidente Piñera, en el que se buscó reemplazar la actual Ley 17.288 de 1970, denominada Ley de Monumentos Nacionales, y donde se ha demostrado que, a pesar de la necesidad, no cualquier novedad es buena.

Que la actual ley requiere una actualización, no hay duda. Que la actual ley está obsoleta, discutible. Recordemos que la actual ley, sospechosa y convenientemente desprestigiada por algunos sectores, ha permitido que diversas comunidades hagan frente al desarrollo inmobiliario privado posibilitado por las carencias de los Instrumentos de Planificación Territorial; ha permitido reconocer y reparar graves violaciones a los Derechos Humanos cometidos en dictadura, y ha posibilitado la presentación y reconocimiento de siete sitios como Patrimonio Mundial por la UNESCO. Además, sigue permitiendo la protección de nuestro patrimonio cultural inmueble. A pesar de denominarse Ley de Monumentos Nacionales, el cuerpo legal ha llegado a abordar en la práctica, como en ningún otro caso, el patrimonio cultural en un país que solo desde el año 2017 cuenta con un ministerio que lleva en su nombre las palabras artes, culturas y patrimonios[1].

El miércoles 4 de marzo, tras salir de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados sin informe, y ser presentada a la Comisión de Hacienda, el proyecto de Ley de Patrimonio Cultural (Boletín Nº12.712-24) pasó a votación en sala: 62 votos a favor, 53 en contra, 3 abstenciones. Pasó al Senado.

Estupefacción. Es la palabra que describe la sensación de una parte importante del mundo del patrimonio, considerando que la oposición al nuevo cuerpo legal se fundamentaba en tres aspectos:

Primero, que una nueva legislación sobre el patrimonio cultural debía considerar como requisito una consulta indígena debido a la suscripción del Estado de Chile al Convenio 169 de la OIT.[2] Esto, sin considerar que la opinión de los pueblos originarios debiese ser un imperativo ético, toda vez que gran parte del patrimonio arqueológico les pertenece.

Segundo, que a pesar de la indicación sustitutiva agregada, la ley adolecía de múltiples e importantes carencias técnicas, a pesar de un supuesto proceso de participación donde la administración pasada incorporó lo que estimó conveniente. En este sentido, la definición de patrimonio y los fundamentos de la composición del Consejo de Monumentos Nacionales, además de las categorías y mecanismos de protección (abriendo espacio a la impugnación de la protección de un bien), eran muy discutibles.

Tercero, y no menor, parecía una imprudencia o falta de tino, en pleno funcionamiento de una inédita Convención Constitucional y ad portas de un cambio de administración del Estado y de composición del Congreso, insistir en una ley cuyos contenidos podrían no ser concordantes con los resultados de estos procesos institucionales de cambios. El escenario ya presentaba eventuales modificaciones fundamentales, tal como la definición del Estado de Chile como plurinacional y multicultural en el marco de la Convención Constitucional.

Visto lo anterior, no parecía factible una tramitación exitosa, lo cual habría sucedido –contra todo pronóstico– de no mediar diversas gestiones que permitieron detener el proyecto en la semana del cambio de mando.

La fragilidad del sistema que permitió casi aprobar la nueva ley nos recuerda la necesidad de abordar el patrimonio cultural con altura de miras, decoro y respeto, y de manera más definitoria por las necesidades actuales. Por ello, fueron pecados de la propuesta no estar atentos al proceso y la metodología. La ley se promovió y se impuso a los diversos actores en el marco de una discutible participación, tras una primera derrota que obligó a generar una indicación sustitutiva. Exceso de claridad, porfía y soberbia impidieron llegar a acuerdo. Falta de planificación impidió abordar la participación del mundo indígena porque implicaba no tener una ley dentro del período del pasado gobierno.

Una nueva Ley del Patrimonio, una ley de verdad, debiese ser inclusiva, realmente participativa y oportuna, no una operación de última hora que dé pie a suspicacias.

En este contexto, tenemos discusiones pendientes, tal como la reflexión de cómo nos insertamos en la materia, en el concierto internacional y su respectivo repertorio de convenciones, convenios, y experiencias. Pero ¿lo haremos de manera imitativa o nos arriesgamos un poco más y seremos creativos? ¿Qué ley necesitamos?

Una que considere el estado actual de la sociedad chilena y sus actorías patrimoniales, que han hecho uso de las normativas vigentes como procesos de patrimonialización y, al mismo tiempo, las han ampliado en la práctica con efectivos procesos de apropiación social del patrimonio. Tenemos que realizar un abordaje conceptual que permita tener una ley cuyo objeto sea el patrimonio cultural, no una ley que huele a reglamento. Una ley que admita procesos diversos y dinámicos para establecer los valores por los cuales un bien puede ser considerado patrimonial. Quizás, una ley que use dicho léxico para avanzar hacia el de la herencia cultural de los pueblos, los territorios y las comunidades.

Habría que reconocer que, a pesar de las taxonomías convencionales (tangible, intangible, mueble e inmueble, material e inmaterial, entre otras), el patrimonio es un fenómeno que también se presenta integrado, aspecto que debe aquilatarse en su justa medida. Por ejemplo, ¿cómo abordar la protección de prácticas culturales en contextos donde los cultores de las prácticas no cuentan con medios de subsistencia dignos? Una ley que podría establecer un sistema nacional del patrimonio cultural que, integrando a las diversas actorías culturales locales en red y no piramidalmente, dinamice de manera permanente los patrimonios culturales anclados en regiones, comunas, comunidades e instituciones diversas, así como interministerialmente conectada con perspectiva integral para generar políticas efectivamente públicas.

La sustitución del concepto de bienes culturales, incluida en el proyecto inicial, por la definición de patrimonio cultural no es justificada por instrumentos internacionales vigentes o validados. Es general y su falta de especificidad sigue dejando la acción de protección por vía de las declaratorias a criterios asociados a la autoridad que se reconoce a las y los miembros de los consejos y a los especialistas. Las comunidades solo aparecen como sujetos de consultas pero no de conocimiento validado o voces autorizadas para definir los elementos que identifican al patrimonio cultural como bienes, prácticas y personas que dotan de sentido, identidad y pertenencia a las comunidades. Aun así, siguiendo dicho principio existen vacíos relacionados con la definición de patrimonio cultural que se refleja en los miembros de los Consejos a nivel nacional y regional. En ellos no se encuentra el Archivo Nacional, ningún representante de las artes, las lenguas, la literatura… ni nadie de pueblos originarios.

Si miramos las legislaciones de México o Ecuador aparece un concepto interesante que distingue al patrimonio cultural de otros patrimonios. Es el de autenticación, es decir, que algo es patrimonio cultural cuando da prueba de existencia a grupos específicos de la sociedad. El concepto de patrimonio remite al de herencia y legado, posibilidad de reconocimiento y existencia de la vida humana como parte de un ecosistema que incluye a la cultura y que, por tanto, dota de un sentido más integral al concepto de conservación, que lo dinamiza. ¿Se puede hablar de patrimonio cultural sin definir lo que estamos entendiendo por cultura o culturas? Nos estamos quedando solo con el término patrimonio o en plural, pero el adjetivo cultural debe ser sustantivo en una ley sobre patrimonio cultural.

En los próximos meses esperemos poder avanzar en estas y otras direcciones, por el bien de todos, todas y todes.


[1] Si bien el patrimonio cultural se aborda en la Ley de Bases de Medio Ambiente por la vía del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, es de manera subordinada a la Ley de Monumentos Nacionales. Por otra parte, la Ley General de Urbanismo y Construcciones, en su artículo 60, aborda solamente el patrimonio Cultural inmueble por la vía de los Inmuebles y Zonas de Conservación Histórica.

[2] Organización Internacional del Trabajo

Campos y refugiados

Ante la apertura de campos de refugio temporales para migrantes en el norte de Chile a fines del año pasado y principios de este, la académica Nanette Liberona, de la Universidad de Tarapacá, llama a pensar estos lugares como espacios “de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables (…), cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi”.

Por Nanette Liberona Concha

El norte de Chile, y particularmente la región de Tarapacá, se ha visto tensionado en los últimos dos años por los movimientos migratorios que han seguido produciéndose de forma autónoma a pesar del cierre fronterizo. Personas de diversos orígenes han atravesado las fronteras sudamericanas hasta llegar a nuestro país en busca de refugio, no en el sentido jurídico de la palabra, sino buscando un lugar para protegerse. El refugio, entonces, entendido como estrategia de sobrevivencia ante el abandono y la violencia de los Estados, ante las crisis multidimensionales generadas en tiempos de auge del neoliberalismo, ante los desastres naturales, ante el recrudecimiento de la crisis económica producto de la pandemia.

Si consideramos que el refugio es una categoría jurídica amparada por un Sistema de Protección Internacional, cuya misión es otorgar protección a hombres, mujeres, niños y niñas, que se ven obligados/as a migrar de sus países de origen con el fin de salvar sus vidas; todas las personas que se desplazaron forzadamente hacia Chile durante la pandemia deberían considerarse refugiadas. Así lo entendieron países como Colombia y Brasil respecto de la llegada de cientos de personas venezolanas, a las que se les otorgaron visas humanitarias. Así lo entendió también la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando recomendó a los Estados en 2018 considerar la migración de personas venezolanas como una migración forzada[1]. Así lo entendió, por su parte, la Corte Suprema de Chile cuando dejó sin efecto las expulsiones colectivas realizadas a ciudadanos venezolanos, tras invocar normas fundamentales del Derecho Internacional de los Refugiados[2].

No obstante, el gobierno de Sebastián Piñera insistió en estigmatizar esta migración calificándola como “ilegal”, aplicando todas las estrategias políticas y mediáticas posibles para que la población local la viera como invasora y generadora de una “crisis” que llegó incluso a paralizar la ciudad de Iquique en dos ocasiones. Esto acompañado de una política de desidia declarada por parte de las autoridades, que consistió en no hacer absolutamente nada para evitar los conflictos urbanos, sociales y culturales que comenzaron a hacerse cada vez más grandes en la ciudad. Varias plazas públicas se transformaron en campamentos improvisados, donde reinaba la insalubridad, la desesperanza, el hambre y la violencia. Las playas también fueron ocupadas con carpas y otras prácticas de vida. Si no fuera por la ayuda solidaria de organizaciones de la sociedad civil, el número de personas fallecidas y enfermas habría sido mayor al que se contabiliza actualmente.

Un ejemplo de lo anterior fue el caso de la mayoría de las mujeres y niñas que vivían en la plaza Brasil, las que a pesar de ser diagnosticadas con infección urinaria no se atrevían a acercarse a los establecimientos de salud por miedo a ser detenidas y expulsadas[3], ya que se les exigía una “autodenuncia” para recibir una atención médica. Esto significa informar a la PDI del ingreso por paso no habilitado, quedando en un registro que luego puede ser utilizado para una expulsión. Así, en lugar de reconocer a esta población su condición de refugiada y concederles el estatuto como tal, se le desalojó violentamente de la ciudad mediante un operativo policial, al mismo tiempo que fue ahuyentada por la furia de grupos nacionalistas y atacada masivamente en marchas que no fueron reprimidas por las fuerzas públicas.

La historia del Sistema de Protección Internacional se forja a finales de la Segunda Guerra Mundial, con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y se ha desarrollado de manera importante en el seno de la ONU a través de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Al término de la guerra, los Estados parte de la ONU llegaron a lo que se denominó un “consenso antirracista”, en el que se comprometían a erradicar toda forma de racismo y a resguardar a sus víctimas. Desde entonces, ACNUR ha sido el órgano encargado de hacer valer este consenso. De la misma manera, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) es otra institución de la ONU que ha velado porque los movimientos migratorios sean reconocidos por los Estados y gestionados de manera tal que no alteren, sobre todo, su soberanía nacional. Esto, sin considerar la autonomía de las migraciones, cuya fuerza propia lleva a sortear todas las barreras que los Estados han ido fortaleciendo para controlar mejor y sacar provecho de estas poblaciones.

En 2014, el libro Un monde de camps, dirigido por Michel Agier[4], reunió veinticinco etnografías realizadas en países de Asia, África, América Latina y Europa, en las que se analizaron intervenciones humanitarias lideradas por ACNUR e implementadas por diversos organismos humanitarios que trabajan en colaboración. Estas etnografías revelan la permanencia y consagración de la figura del “Campo”, entendida como un espacio de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables. Un espacio cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi. ¿Qué decir del consenso antirracista? El ACNUR es entendido como el brazo izquierdo del imperio.

Campo de refugiados en Kigeme, Ruanda. Crédito de foto: Wikimedia Commons.

En octubre de 2021 se implementó un campamento en Colchane, localidad altiplánica y fronteriza con Bolivia, en medio del contexto de propagación de contagios por covid-19 y de un incremento del ingreso de población migrante al país. El espacio fue ubicado al costado del Complejo Fronterizo de Colchane, como uno de los “resguardos temporales destinados a la estadía transitoria de migrantes que no dispongan de residencia permanente en Chile”. Fue implementado y operacionalizado mediante un Fondo de Emergencia, transferido desde la Subsecretaría de Interior del Ministerio del Interior y Seguridad Pública a la Delegación Presidencial de Tarapacá en septiembre de 2021. Diversos medios de comunicación como INFOBAE[5] y el sitio oficial de UNICEF[6] señalaron que estos dineros provenían de la ONU, a través de ACNUR y la OIM, en tanto organismos internacionales responsables en materia de migrantes y refugiados.

El objetivo de habilitar estos “resguardos temporales” (luego se instalaría otro en Huara) era de posibilitar “una asistencia humanitaria de primera respuesta y el adecuado control migratorio y sanitario para salvaguardar la salud general de la población”, tal como lo menciona la Resolución Exenta 2916/21[7], punto 7. No obstante, estos objetivos no se han cumplido, ya que las condiciones de habitabilidad y de asistencia humanitaria entregadas por el proveedor Trescientos Setenta Ltda. están lejos de los estándares definidos técnicamente por las entidades expertas en atención humanitaria, considerando las extremas condiciones climáticas del lugar. Las personas migrantes son retenidas durante cuatro días para cumplir una cuarentena sanitaria luego de la aplicación del PCR, en un estrecho campamento sin zonas de sombra. El 15 de abril pasado encontramos al interior de este espacio a unas 100 personas aproximadamente, las que mencionaron encontrarse deshidratadas. Además, señalaron pasar frío y no recibir agua ni alimentos, motivo por el cual pedían ayuda desesperadamente a las personas que transitaban por el otro lado de la reja.

En Iquique comenzó a funcionar en enero de 2022 el albergue Lobito por un periodo de tres meses, plazo que se extendió luego desde marzo hasta junio. Inicialmente se trasladaron doscientas familias, incluyendo a setenta niños y niñas, las que quedaron segregadas en un campamento alejado de la ciudad, sin alimentación, agua, asistencia en salud, ni posibilidad de trabajar para solventar sus necesidades elementales. Lobito está ubicado a 22 km al sur de Iquique, en el desierto costero del norte de Chile. Las condiciones climáticas son de aridez extrema del paisaje y del clima desértico, con una alta radiación diaria y bajas temperaturas nocturnas, factores que dificultan la habitabilidad. Solo se puede llegar al sector en vehículo particular, pues no hay transporte público en esa dirección. Luego de una denuncia por parte de organizaciones de la sociedad civil migrantes y promigrantes, que habían solventado la alimentación diaria de estas familias con apoyo de algunas fundaciones y ONGs, se develó que el proveedor a cargo (el mismo de Colchane) se limitaba a entregar un galletón y un jugo al día por persona, contra todo lineamiento técnico en atención humanitaria a migrantes. Afortunadamente, ahora se entregan dos comidas diarias y mejoró el acceso a atención en salud, pero no se provee de agua potable.

En los casos presentados de Colchane e Iquique, más que pensar en resguardos temporales o albergues, identificamos en la figura del “Campo” un espacio de retención y control de una población, en el cual se privatiza la “asistencia humanitaria”. Recordando a Agier, podemos identificar que no se trata de una excepción, sino de una forma de gobernar a los indeseables. Esperemos que las nuevas autoridades eviten las lógicas onusianas de gestión de las migraciones y apliquen las normas existentes a las personas en búsqueda de refugio.


[1] RESOLUCIÓN 2/18 CIDH. Migración forzada de personas venezolanas.

[2] https://www.diarioconstitucional.cl/articulos/importante-fallo-de-la-corte-suprema-sobre-recurso-de-amparo-y-migracion/

[3] Liberona, N., Piñones, C., Corona, M., & García, E. (2021). Diagnóstico de salud de la población migrante venezolana irregularizada en Iquique.

[4] Agier, Michel (dir.), Un monde de camps. La Découverte, 2014, 424 p.

[5]https://www.infobae.com/america/america-latina/2022/02/04/la-onu-otorgara-usd-35-millones-para-construir-refugios-para-migrantes-en-dos-ciudades-del-norte-de-chile/

[6]https://www.unicef.org/chile/comunicados-prensa/agencias-del-sistema-de-naciones-unidas-apoyar%C3%A1n-instalaci%C3%B3n-de-centros-de

[7] Resolución Exenta 2916 del 13 de octubre de 2021, de la Delegación Presidencial de Tarapacá.