Elisa Loncon y los caminos que se abren para la democracia del siglo XXI

La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Por Claudio Alvarado Lincopi

No es un develamiento decir que Elisa Loncon es una de las personalidades más importantes de 2021, aunque me atrevería a sumar también que será de las más sobresalientes del ciclo histórico que se abre. Las numerosas condecoraciones de las principales universidades del país o los reconocimientos internacionales que la situaron entre los personajes más influyentes del año recién finalizado, han sido formas de expresar las incontables energías que irradia Elisa en la reconfiguración de los sentidos culturales y políticos para las décadas venideras en nuestro país y en parte del globo.

Desde los primeros instantes como figura pública de interés general, cuando pronunció aquel emocionante discurso inaugural como presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon se ha ido constituyendo en una figura histórica que será impostergable para relatar en el futuro los sucesos políticos que hemos habitado durante el último tiempo. Y estos sentidos históricos, desde Elisa, se enarbolan como un nuevo proyecto societal que busca ampliar los marcos de comprensión del sistema político, económico y cultural.

Y esto es un remezón de siglos que todavía no logramos calibrar del todo. Con Elisa Loncon se gesta una fractura improbable, desde donde emerge algo impensado antes del 18 de octubre y sus múltiples efectos: cómo los pueblos indígenas, pero por sobre todo las mujeres indígenas, pueden conducir destinos, y más aún, desde allí edificar nuevos contornos para nuestra democracia.

Las mujeres indígenas, por décadas, si no siglos, condenadas tanto a la marginalidad como a la petrificación, ausentes en las tomas de decisiones y ubicadas como pretéritas figuras étnicas, hoy emergen como posibilitantes de nuevos tiempos, unos donde lo inverosímil se vuelve probable, donde es dable considerar que desde los márgenes sociales y epistémicos pueden edificarse parte crucial de los sentidos comunes del nuevo ciclo histórico. Quizás por ello Elisa Loncon fue incansable con el llamado al diálogo entre diferentes, quizás en esos gestos de escucha se logren oír por fin las profundidades ocultas, esas que Elisa ha convocado cuando nombra a mujeres, territorios, pueblos, regiones, disidencias, jóvenes, niños y niñas.

Elisa Loncon. Foto: Alejandra Fuenzalida.

La condición proyectual de estos llamamientos a grupos heterogéneos permitió reubicar en el centro del debate la pregunta por los miembros de la comunidad política. La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó durante su administración de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Elisa Loncon ha sido insistente en situar las exclusiones históricas ante esta pregunta, y aquellas insistencias causaron irritaciones y enojos entre quienes fueron definidos en su momento por Elisa como los privilegiados de la historia. Naturalmente, las heridas que no han sido sanadas duelen al ser tocadas, pero ha sido vital pasar por ellas, develar las cicatrices que ha dejado el devenir del país, y lograr edificar lo común también y fundamentalmente desde los y las excluidas. Aquí emerge un principio ético que Elisa Loncon ha logrado situar con profundidad en su mandato.

Y no se trata simplemente de inclusiones; las palabras y las acciones de Elisa no respiran desde la vieja promesa republicana, muchos menos de los actuales deseos multiculturales, es decir, no se gestan solo como ensanche de los márgenes de la comunidad política, ahora incluyendo y reconociendo como ciudadanos a los marginados de 200 años, pero manteniendo los centros de hegemonía masculina y eurocéntrica. No, las nociones instaladas caminan más bien por repensar los sentidos hegemónicos de nuestra sociedad, por debatir los centros gravitantes que le dan sentido a nuestra realidad desde las experiencias y saberes que los “otros” de la historia han acumulado y proyectan para el siglo XXI. Por ello Elisa habla de buen vivir, de superar el extractivismo, de profundizar la democracia desde las regiones, entre otros temas. 

Es que cuando Elisa Loncon habla de las nuevas formas de ser plural busca construir renovados razonamientos para el diálogo democrático, construyendo los pilares para afirmar un proceso postergado por siglos de colonización y que es horizonte básico para avanzar en el encuentro de nuestras heterogeneidades y conflictos: que las voces marginadas por la historia se vuelvan inteligibles.

Esto último parece fácil, pero es el problema que hasta hoy arrastra nuestra sociedad. Los pueblos indígenas, por ejemplo, no gozan todavía del oído abierto de las élites; la mayoría de estas últimas no logran o no quieren comprender las razones que activan los pueblos en sus reflexiones y acciones colectivas. Y como élite, no me refiero solo a quienes controlan poder económico, sino también a sectores políticos y culturales, incluso progresistas, que buscan incluir sin polemizar las estructuras de lo común. 

Allí Elisa Loncon ha abierto, con política y pedagogía, un camino que esperamos sea fructífero, donde el racismo que acusa irracionalidad, flojera, incluso espasmos de barbarie, logre ser arrinconado como expresión de un pretérito Chile, para avanzar en el reconocimiento y el diálogo simétrico de nuestras heterogeneidades.

Todo lo anterior, por cierto, no ha sido en Elisa solo palabra etérea. Sus acciones como presidenta de la Convención Constitucional fueron permanentes en buscar aquella inteligibilidad entre diferentes, ella fue vital en la construcción de vías para una convivencia democrática plural en un espacio de alta fragmentación política.  

Hoy, cuando atravesamos tensiones cruciales para los tiempos venideros, tales como el vínculo entre los pueblos y los territorios postergados, o las desigualdades y brechas de género, o la crisis climática y el extractivismo, o la precarización general de la vida, figuras como las de Elisa Loncon se vuelven cruciales e impostergables, liderazgos de amplitud democrática y que apuestan por una convivencia simétrica de la heterogeneidad, junto con proyectar horizontes de sentido fundamentados en los derechos humanos y de la naturaleza, son motores que dan esperanza a un siglo que a ratos parece aciago.

Además, en estos ánimos democratizadores que impulsa Elisa, es imposible no reflexionar sobre lo que ella, junto con convencionales como Rosa Catrileo o Adolfo Millabur, representa para avanzar en encuentros plurinacionales entre la sociedad y el Estado de Chile y el pueblo mapuche. Una relación que por décadas ha estado fraguada desde el Estado bajo políticas criminalizadoras y de focalización sobre la pobreza, hoy se abre bajo una oportunidad inédita hace siglos: establecer diálogos de carácter plurinacional para encontrar un camino de convivencia.

Con todo, la figura de Elisa Loncon, que por estos días cierra su presidencia de la Convención Constitucional, todavía es inagotable. Creo que lejos de pasar a una segunda línea del debate público, sus reflexiones seguirán siendo cruciales en los meses y años venideros, que se avecinan como un ciclo democratizador donde la política lejos estará de lecturas binominales, y cada vez más se sostendrá en una pluralidad de voces que hoy más que nunca son insustituibles e impostergables. 

Las palabras mágicas

La pensadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo, comienzan a vaciarse de significado. Esto es relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad.

Por Paula Arrieta Gutiérrez

A fines de los años 90, Nicolas Bourriaud publicó Estética relacional, un marco para leer ciertas prácticas artísticas aparecidas la última década del siglo pasado basadas en la interacción social. Las obras relacionales no son un objeto tradicional de arte como una pintura o una escultura, sino una experiencia de convivencia social. De esta manera, diferentes museos han albergado cenas, bailes y eventos-obras que transforman al antiguo espectador —observador medianamente pasivo frente al objeto de arte— en parte constructiva de la obra, protagonista de ella.

Esta propuesta, tanto artística como teórica, se ha mantenido en el espacio álgido de la discusión hasta hoy. Entre las miradas más críticas, destaca la de la historiadora del arte Claire Bishop, quien recurre al concepto de antagonismo planteado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Su argumentación podría resumirse de esta manera: si existe un tipo de arte que se construye a partir de la interacción social y las relaciones humanas, ¿no deberíamos preguntarnos qué tipo de relaciones se están construyendo? Y aún más, ¿quiénes las están construyendo? Es decir, estas cenas y bailes en el espacio del museo o la galería son asumidas como experiencias democráticas —democratizadoras del escenario artístico, incluso— sin indagar antes en el sentido ético y político de estos intercambios. Si una estrategia artística abre un espacio de democracia, ¿no debería considerar las tensiones y disensos propios de las relaciones entre las personas?

Crédito: Fabián Rivas

A pesar de estas reflexiones, la influencia de estas estrategias es enorme. Ya sea por la necesidad de salir a disputar espacios o bien encontrar un lugar de enunciación diferente, las obras relacionales se han vuelto cada vez más habituales en América Latina. En muchos casos, ya no se trata de una resistencia a la desarticulación neoliberal del lazo comunitario, sino de su apropiación por parte de los sistemas de circulación de las industrias culturales. Un ejemplo: en Chile, en 2016, la entonces Subsecretaría de las Culturas y las Artes lanzó una convocatoria de fondos de creación llamada Residencias de Arte Colaborativo. Según la descripción del concurso, se entiende el arte colaborativo como aquel que

se centra en los contextos sociales, tiene un carácter de intercambio horizontal e inclusivo respecto de quienes participan de su proceso colectivo, a partir del trabajo de roles que se establecen para su desarrollo, ya sea entre varios artistas/trabajadores culturales, así como con y entre diversos actores locales de comunidades específicas. Las prácticas colaborativas desde el arte, conciben la obra más allá de la producción o la creación de objetos estéticos, instalando una trama de relaciones con diversos campos del conocimiento y prácticas locales (…), aportando así a la resolución de conflictos, la intervención y la transformación del entorno social, político y cultural de las comunidades (…).

Esta definición, que bien podría corresponderse con una versión local de la estética relacional, presenta a mi entender varias dificultades. Me detendré en dos que me parecen cruciales.

En primer lugar, se da por sentado que las prácticas artísticas pueden jugar un rol en “la transformación del entorno” o en la “resolución de conflictos”, los cuales, se asume, no han podido ser abordados de buena manera por la misma comunidad sin el artista. Esto podría ser posible, pero es sin duda un principio a revisar. Porque de igual forma se podría afirmar que el papel del arte contemporáneo consiste en lo contrario: tensar los escenarios, introducir preguntas, desplegar el conflicto.

Pero más importante aún es el uso reiterado de varias palabras que parecen funcionar como un talismán: lo colectivo, lo colaborativo, la comunidad. ¿Qué significan realmente estas palabras? ¿Qué es lo que están nombrando?

La pensadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Las palabras mágicas son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo en los sistemas de circulación institucional, comienzan a vaciarse de significado, a nombrar nada. Más aún. Por su carácter aparentemente emancipatorio, en vez de mostrarnos una realidad, la encubren, la oscurecen, la esconden en la zona de lo que conviene no nombrar ni sacar a la luz. Se relaciona más con el truco y con el engaño que con la magia. El desplazamiento de un artista a una “comunidad”, por ejemplo, parte desde la certeza de que esta última está delimitada por la característica geopolítica, esto es, personas que viven en una misma localidad. ¿Es esta la definición más correcta de “comunidad”? Si es así, ¿qué pasa con nuestras múltiples dimensiones como sujetos? Si, como señala la misma Rivera Cusicanqui, las comunidades son estructuras formadas en torno a afinidades, ¿no pertenecemos cada unx de nosotrxs a varias comunidades a la vez?

Podríamos escribir una enorme lista con las palabras mágicas que invaden todos los ámbitos de nuestro quehacer. La experiencia intelectual y política de Silvia Rivera nos propone poner atención a una que nos sonará familiar: Estado plurinacional. Se trata de una demanda promovida por varias organizaciones como expectativa de nuestro proceso constituyente, pero no hemos discutido suficientemente qué es una nación, qué la constituye. Los pueblos indígenas no se han definido en torno a la delimitación de un territorio definido nación por un Estado, sino como una deriva que traspasa las fronteras. Es por eso que el pueblo mapuche no está solo en Chile ni el guaraní exclusivamente en Paraguay. La experiencia boliviana, según Rivera, instaló esta palabra mágica en la Asamblea Constituyente y bajo el gobierno de un presidente aimara, pero solo logró cubrir con un manto estatal la enorme diversidad de pueblos indígenas: las 33 naciones reconocidas eligen desde la nueva Constitución boliviana solo 7 escaños parlamentarios por usos y costumbres.

Estas reflexiones deben despertar una alerta, sobre todo en atención a los diferentes procesos sociales, políticos y culturales que han tenido lugar en Chile desde octubre de 2019. Discutir sobre el contenido de las palabras, desentrañar su uso, es un imperativo para quienes esperamos que aparezca una nueva perspectiva en el horizonte. Es más: me atrevo a proponer que pensemos el tiempo de las palabras, sin apresurarnos a escoger la más seductora. A veces la ausencia de una palabra es la señal de que algo nuevo está por nacer, para lo cual necesitaremos un nuevo lenguaje más cercano a la experiencia vital. Suely Rolnik, en Esferas de la insurrección (2019), explica que esta búsqueda es algo que la lengua guaraní conoce muy bien. Para ellxs, ñe’e raity es una de las formas de decir garganta, y significa literalmente “nido de las palabras-alma”. Se trata de un lugar para la germinación que debe ser cuidado, respetado en su tiempo.

Evitar recubrir la realidad, revelar la pulsión de la vida. Esto es particularmente relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad, entre otras similares, conforman el tejido de una trampa perfecta para la vulneración de las personas, la opresión de las mujeres y las disidencias, el racismo, la xenofobia. Están aquí, expandiéndose, paseándose impunemente por los medios de comunicación como si no pudieran esconder lo más oscuro, lo más siniestro. Arrasan con los sentidos de lo común y con todo horizonte posible. Ya no son una abstracción. Están aquí y debemos desenmascararlas cada vez que podamos, no cederle ni un solo centímetro a aquello que encubren. Nunca.

Los círculos de Philippe Sands

La responsabilidad del Estado con el individuo y los límites del poder han sido dos temas que han cruzado el trabajo de este reconocido abogado y escritor franco-británico, que ha participado en juicios internacionales relacionados a la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda o las torturas en Guantánamo. De paso por Santiago para investigar los pasos del oficial nazi Walter Rauff, quien fuese parte de la acusación contra Pinochet en Londres reflexiona sobre la justicia, la memoria y los crímenes contra la humanidad, tres temas que ha encontrado más vivos que nunca en Chile, un país “increíblemente traumatizado, de heridas enormes”, afirma.

Por Sofía Brinck Vergara 

La historia de Philippe Sands (Londres, 1960), profesor universitario, autor de los libros Calle Este-Oeste (2017) y Ruta de escape (2021), ambos publicados por Anagrama, está compuesta de múltiples círculos que se entrecruzan. 

El primero es sobre su relación con Chile. En 1998, mientras estaba en el funeral de su abuelo en París, recibió una llamada para ser parte de la defensa de Pinochet en Reino Unido. Los abogados británicos tienen la costumbre de aceptar a la primera persona que los contacte, tal como un taxista para ante la primera persona que le hace señas. La historia habría sido otra si no hubiese sido por su esposa, quien le dijo que si aceptaba, se divorciaba. No lo hizo, y terminó formando parte del bando acusatorio. Su conexión con Pinochet podría haber terminado ahí, pero mientras investigaba para Ruta de escape, su último trabajo, se encontró con un personaje que desaparecía para irse a Chile. Los rumores decían que no solo se había asentado en el país, sino que había trabajado en los servicios de represión de la dictadura. Pinochet se le aparecía de nuevo. 

Otro círculo parte un par de años después, cuando decide desentrañar la historia de su abuelo judío, Leon Buchholz. El mismo en cuyo funeral estaba cuando recibió la llamada del caso Pinochet. Aprovechando una conferencia, Sands siguió los pasos del padre de su madre en la ciudad de Lviv, antigua Polonia y actual Ucrania. Su abuelo fue el único sobreviviente en su familia, quienes murieron en manos del nazismo. Como parte de esa investigación entabló relación con dos hijos de oficiales nazi que comandaron la zona. Uno rechazaba a su padre, el otro defendía su memoria familiar y negaba su involucramiento en los crímenes del Holocausto. 

El tercer círculo también tiene su origen en Lviv. Coincidentemente, en el mismo lugar vivieron Hersh Lauterpacht y Raphael Lemkin, abogados judíos que inventaron los términos “crimen contra la humanidad” y “genocidio”, respectivamente, para los juicios de Núremberg en 1945. Temas a los que Sands ha dedicado su trabajo como abogado en derecho penal internacional, y cargos bajo los que el juez español Baltasar Garzón acusó a Pinochet para lograr su arresto. 

Philippe Sands. Crédito: Antonio Zazueta Olmos

La unión de los tres círculos ha dado como frutos sus dos novelas de no-ficción. Calle Este-Oeste cuenta la historia de su abuelo y los juristas Lauterpacht y Lemkin. Ruta de escape es la historia de Otto von Wächter, un oficial nazi que logró evadir los juicios de Núremberg y cuyo hijo, Horst, entabló amistad con el autor en la investigación del primer libro. El tercero, bajo investigación aún, seguirá la historia de Walter Rauff, el personaje desaparecido en Ruta de escape, y lo conectará con la dictadura de Pinochet y su arresto en 1998. 

Para Sands, el punto común entre sus libros y su vida son más que simples coincidencias. “Lo que une mis libros es la importancia de lo vivido en 1945. Cuando por primera vez los países se unieron y dijeron ‘no, el poder del Estado no es ilimitado. Los individuos y grupos tienen derechos’. Es un momento que debe ser atesorado, cuyo mensaje debe ser transmitido a todo tipo de audiencias. Ese es el objetivo de mi proyecto, contar historias sobre el derecho, la justicia y la injusticia, sobre crímenes y no crímenes. No soy solo un escritor de historias. Soy un escritor con una agenda, que busca proteger la idea de que el poder de los Estados no es absoluto”.

Tus libros se caracterizan por procesos de investigación detallados y una búsqueda constante de la verdad, algo muy relacionado a tu carrera en el derecho. ¿Qué crees que puedes hacer en la literatura que no puedes hacer como abogado? 

—He pensado mucho en este tema estos días en Chile. Una respuesta simple sería que la literatura permite abrir la imaginación, mientras que en la no-ficción pura, en libros de historia o leyes, no hay espacio para ella. Y no estoy escribiendo un libro sobre leyes, estoy escribiendo historias que incluyen decisiones complejas sobre cómo presentarlas, quiénes son los personajes, cuáles son los hilos narrativos. Para mí escribir es un acto de defensa de una causa. Se parece a ser abogado en una corte, no puedes decirles a los jueces qué hacer. Debes exponer el material de una forma que les permita alcanzar las conclusiones que tú quieres. En mis libros hay muchas pistas en las primeras páginas, todo está ahí por una razón. Y el lector, que es muy inteligente, empieza a preguntarse “¿por qué está esto aquí?”.

Tu método de escritura consiste en presentar hechos sin incluir tus emociones o pensamientos. Sin embargo, tú eres parte de tus libros, tu voz está siempre presente. ¿Por qué decidiste incluirte en ellos?

—Fue una sugerencia de mi gran editora en Nueva York, Victoria Wilson. Cuando compró el manuscrito de Calle Este-Oeste me dijo que tenía que reescribirlo e incluirme en la historia, que los lectores no solo estaban interesados en saber qué había descubierto, sino también cómo. Le dije que no podía, había pasado 35 años como profesor y abogado, excluyéndome de las historias. Fue una jugada genial de su parte, y una vez que logré sentirme cómodo, se hizo mucho más fácil. Ahora es parte de mi investigación, en cada entrevista tengo en cuenta mi rol en esa reunión y mis reacciones. Lo voy a incluir también en mi próximo libro, que va a ser publicado antes que el que trata sobre Chile. Se titula La última colonia (The Last Colony) y es una serie de conferencias que daré en un lugar muy prestigioso, pero conservador: la Academia de Derecho Internacional de La Haya. Deseché la idea de objetividad y me puse a mí mismo en la historia para hablar del colonialismo británico, de esclavitud y de racismo. La gente va a decir “dios mío, esto no es una conferencia, esto no es derecho internacional”. Pero lo es. 

***

Philippe Sands está en Chile siguiendo la pista de Walter Rauff, oficial nazi de la SS e inventor de la cámara de gas móvil, cuya historia se insinúa en una carta que aparece en Ruta de escape. Pero también será la historia del caso Pinochet en Londres y de lo que significó para el derecho internacional. “Fue la primera vez que se estableció el principio de no inmunidad para un jefe de Estado acusado de crímenes penales internacionales. A la gente se le olvida que Pinochet fue acusado de crímenes contra la humanidad y genocidio”, recuerda. De Chile lo sorprendió el clima electoral, la literatura chilena y la existencia del diario The Clinic y el origen de su nombre. Los círculos de su vida entrecruzándose, una y otra vez.  

Más allá de esa carta, la historia de Rauff se basa en muchos rumores. ¿Has podido comprobar algo hasta ahora?

—No te puedo contar nada de la investigación ni con quiénes me he encontrado, pero después de décadas como abogado no estoy interesado en rumores, me interesa la verdad. Rauff es famoso en Chile, todos conocen el nombre. Todos dicen “Rauff, por supuesto, trabajó para Pinochet”. ¿Pero lo hizo realmente? ¿Qué hacía? Es una puerta que se abrió con la carta que había entre los documentos que me entregó Horst von Wächter y que no sé adónde me llevará. Tal vez concluya que Rauff era solo una persona mayor y que no hizo nada. O tal vez concluya que hizo esto y lo otro. O tal vez concluya que no sé lo que hizo. Y eso es lo interesante. 

Hace un par de años dijiste que el caso Pinochet había sido el momento más decisivo de tu carrera profesional. Pero más allá de las implicancias en el derecho internacional, Pinochet murió sin ser juzgado. ¿Cómo ves el caso a 23 años del arresto en Londres?

—No tengo grandes objeciones a cómo terminó. Creo que es muy importante que cada país se haga cargo de su propia historia, más allá del rol que puedan jugar otros países en ella. Siempre me hizo ruido que fuese una investigación española la que llevara al arresto, porque España nunca se ha hecho cargo de su propia guerra civil, ¿y qué derecho tiene a juzgar crímenes de otros cuando no ha juzgado los propios? No me siento destrozado porque Pinochet haya vuelto a Chile, su reputación quedó hecha pedazos y el caso le abrió puertas a la justicia chilena para que investigara sus finanzas. Pero es mi postura por ahora, porque puede cambiar dentro de los próximos años. He conocido gente furiosa y desolada porque Pinochet logró volver, y mi explicación legal no es mucho consuelo. Pero la justicia internacional es un proceso de largo aliento, que comenzó recién en 1945. Antes, un Estado podía hacer lo que quisiera con su gente. Son pasos graduales en un proceso largo, y la detención de Pinochet fue uno de ellos. 

Ruta de escape
Philippe Sands
Anagrama, 2022.
560páginas.

Mencionaste que los países deben hacerse cargo de su historia, pero ¿qué pasa cuando no solo no ocurre, sino además se niegan partes de esa historia? Como en los discursos negacionistas que hemos visto en movimientos de extrema derecha.  

—Son tiempos difíciles con el aumento de los nacionalismos y la xenofobia. No es solo Chile y Brasil, también es Francia, donde ciertos políticos aún niegan las prácticas colaboracionistas de los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial. O el Reino Unido y su pasado colonial. Los países tienen dificultades para hacerse cargo honesta y abiertamente de los períodos oscuros de su historia. En Europa es difícil porque la gente que vivió esos períodos está muriendo. Y estoy convencido de que la desaparición de la experiencia personal es muy significativa, deja espacios vacíos de los que cierta gente se aprovecha. 

En tus libros y en Mi legado nazi (2015), el documental que hiciste con Niklas Frank y Horst von Wächter sobre el rol de sus padres como oficiales nazis, planteas la pregunta de la coexistencia, es decir, cómo cohabitar con gente que niega el pasado, como lo hace von Wächter con su padre. ¿Qué responderías hoy? 

—Es muy difícil. Conozco a Horst hace diez años y nuestra relación está en un momento muy difícil, porque se niega a ceder. Creo que es un mecanismo de sobrevivencia que permite vivir el día a día. Y es lo mismo que he visto esta semana en Santiago, la frustración de hijos y nietos me es muy familiar. Tu pregunta es muy personal para alguien que vive en Chile, y esta semana me he cuestionado muchas veces cómo logran vivir juntos. He entrevistado a gente de ambos lados y es como si vivieran en mundos diferentes. Pasé de una casa en Renca directo al Club de Golf Los Leones. No hay coexistencia posible entre esas dos comunidades, no hay entendimiento ni deseo de entender. Me sorprendió profundamente. Ese mismo día en el club de golf le pregunté a alguien cómo veía las elecciones y me dijo que estaba muy preocupado porque los comunistas habían regresado, que estaban en todas partes. ¿En serio? ¿En 2021? ¿Cómo puedes tener una conversación con esos niveles de paranoia y desde un club de golf? Fue muy surrealista, y hace la convivencia muy compleja. 

***

Philippe Sands va y viene entre sus roles de escritor y abogado. A pesar del éxito de sus libros no ha dejado la práctica profesional, que lo ha llevado a casos como la acusación contra Myanmar en 2019 por el genocidio de la población Rohingya. Su último trabajo, sin embargo, fue de otra naturaleza. En 2020 fue invitado por la ONG Stop Ecocide International para copresidir el grupo de expertos que redactaría la primera definición del crimen de ecocidio. Parecería un tema fuera de sus intereses, pero no lo es. Fue la primera persona en impartir un curso universitario sobre Derecho Internacional de Medio Ambiente en el Reino Unido, clase de la que sigue siendo profesor, y negoció la Convención de la ONU sobre el Cambio Climático de 1992. 

El panel presentó sus resultados en julio de 2021. En su primera definición, ecocidio es entendido como “cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente”. 

Acepté porque a pesar de que había sido escéptico de intentos previos para definir ecocidio, estoy cada vez más preocupado por el estado del medioambiente”, explica. “Y creo que haber estado expuesto de forma tan directa al trabajo de Lauterpacht y Lemkin en los años 40 me ha influenciado mucho. Te puedes quedar sentado y vivir tranquilamente, ir al cine y de vacaciones, o puedes hacer lo que ellos hicieron y pensar en cómo marcar una diferencia en el mundo. No estoy diciendo que el concepto de ecocidio lo logre, pero hay una oportunidad y hay que aprovecharla.» 

Los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad se desarrollaron en un momento humanitario crítico. ¿Crees que hemos alcanzado un punto similar en el ámbito medioambiental? 

—Sí, y es por esa razón que esto se hará realidad. No tengo ninguna duda de que ecocidio será adoptado por la Corte Penal Internacional, la pregunta es cuándo y con qué características. La definición que propusimos es un borrador, va a evolucionar. Pero la respuesta mundial ha sido increíble. Hay una energía circulando en torno al tema que no puedes volver a encerrar y controlar. No es que crea que es una solución mágica y que todo cambiará de repente. Pero va a impactar en la conciencia general. Las nuevas generaciones están preocupadas por esto también, es la primera vez, en todos los trabajos que he tenido, que mis hijos me dicen “al fin estás haciendo algo útil”. Definir ecocidio no va a prevenir que hechos así ocurran, pero le va a decir a la gente, tal como pasó con el genocidio y los crímenes contra la humanidad, “no puedes hacer esto, no es aceptable”. 

Hablemos claro

Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha por nuestros problemas de comprensión, pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe, dice el académico y lingüista Guillermo Soto. Hablar claro no significa simplificar lo que decimos, sino admitir que la metáfora de la democracia como una plaza pública no funciona si no nos entendemos. Por eso, plantea, la Constitución deberá satisfacer el «derecho a comprender» estando escrita «de la manera más clara que sea posible».

Por Guillermo Soto Vergara

A todos nos ha pasado: la letra chica; la frase que ahí, donde la leemos, no tiene su sentido usual; la acusación vaga contra otro que nos hace pensar lo peor de él (ya sabemos: «piensa mal y no errarás»). El lenguaje es un instrumento de comunicación, reza el tópico, pero puede servir también para lo contrario: confundirnos, bloquearnos el entendimiento, llevarnos a creer otra cosa. En el extremo: engañar y mentir. Pero no hace falta llegar al extremo ni asumir mala intención del hablante para que los efectos sean graves. Cuando el paciente no entiende lo que le dice el doctor o cuando el ciudadano no comprende una norma que afecta su vida cotidiana, la cosa no anda bien. Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha. «Le falta comprensión lectora», decimos, seguros de que la última prueba estandarizada del caso reafirmará que los chilenos no sabemos leer (así, sin más especificación, desde el Condorito hasta un tratado de física cuántica). Pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe: oraciones extensas que vuelven sobre sí mismas llenas de barroquismos, frases ambiguas, incoherencias, imprecisiones, etcétera. El resultado es previsible.

De las clásicas cualidades del estilo, la precisión y la claridad son esenciales para la vida moderna, tanto en lo hablado como en lo escrito. No se trata de exigencias de una estilística añeja. El ciudadano debe, en general, entender las normas que rigen su vida social, los fallos de los tribunales a que acude y los mensajes que emanan de los organismos públicos. El auxilio del experto es importante, por supuesto, e imprescindible para muchas tareas, pero el lenguaje oscuro excluye, pone una barrera entre el Estado y los ciudadanos que puede terminar afectando el funcionamiento mismo de la democracia. Tampoco ayuda la falta de claridad en campos como la salud o aun en el comercio. Enfrentado a textos enrevesados, incomprensibles, el ciudadano no sabe qué hacer, se frustra, puede llegar a sentirse engañado, «pasado a llevar», como decimos tan gráficamente en nuestro país.

El académico y lingüista Guillermo Soto es miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua.

Hablar claro no es simplificar lo que decimos. No se resuelve con dibujos y globos que pongan en fácil los mensajes como si los adultos no fueran capaces de comprenderlos. Podemos distribuir cartillas con animalitos de colores, pero eso (que también tiene su sentido) no nos libra de la necesidad de expresar con claridad y precisión los mensajes públicos originales. Las personas tienen derecho a comprender.

En los últimos años, distintos órganos del Estado han venido impulsando un proyecto de lenguaje claro en el ámbito jurídico. Entre ellos, la Corte Suprema, la Contraloría y la Cámara de Diputados. Es un proyecto bienvenido, que se suma a la preocupación por el uso no discriminatorio del lenguaje y que probablemente vaya ampliándose a otras áreas de la vida social. La socorrida metáfora que equipara lo público a una plaza en la que todos somos admitidos y deliberamos en libertad, presupone que podamos entendernos. Si esa condición no se cumple, la plaza puede ser apenas un espejismo.

Este año, Chile ha iniciado el proceso de discusión de una nueva ley fundamental. La Convención Constitucional tiene por delante una tarea difícil pero necesaria: proponer al pueblo, en vez de la Constitución que nació en dictadura, otra generada en democracia. Creo que todos estamos de acuerdo en que esa Constitución tiene que resguardar los derechos de las personas y propiciar una sociedad inclusiva y no discriminatoria. No estoy seguro de que deba incluir en su articulado, explícitamente, el derecho a comprender. Sí estoy convencido de que la propia Constitución debe satisfacer ese derecho. Para ello, tendrá que estar escrita de la manera más clara que sea posible. Por lo que sabemos, la Convención ya ha dado pasos en ese sentido.

De cuando la «imparcialidad» periodística se vuelve un fetiche

Históricamente y a nivel internacional, la evidencia de los vínculos entre política y medios de comunicación es incontestable. Desde medios de relevancia mundial que apoyan explícitamente candidaturas políticas, hasta periodistas organizados y coaliciones de medios que inciden en legislación sobre comunicaciones, pasando por campañas políticas que sacan al pizarrón a los periodistas, como las de Trump o las últimas presidenciales chilenas. ¿Debía o no el Colegio de Periodistas manifestar su preferencia en la última elección presidencial? ¿Abandonó la imparcialidad al hacerlo? Mirados de lejos, periodismo e imparcialidad parecen aliados. Mirados de cerca, los conflictos son evidentes.

Por Claudia Lagos y René Jara
Yo escribo, anoto la historia del momento, la historia en el transcurso del tiempo. Las voces vivas, las vidas. Antes de pasar a ser historia, todavía son el dolor de alguien, el grito, el sacrificio o el crimen. Incontables veces me he hecho la pregunta: ¿Cómo pasar entre el mal sin aumentarlo, sobre todo hoy en día, cuando el mal adopta unas dimensiones cósmicas?
—Svetlana Alexiévich, Los muchachos de zinc.

En una columna publicada antes de la segunda vuelta presidencial, Alberto López-Hermida critica la declaración del Consejo Nacional del Colegio de Periodistas en que manifestó su apoyo al programa de gobierno del candidato de Apruebo Dignidad, Gabriel Boric. En particular, López-Hermida acusa al gremio de haber claudicado a un supuesto deber de imparcialidad.

La acusación pudiera parecer válida, siempre que partamos de un ideal que concibe al periodismo como un espacio imparcial. No obstante, la enorme evidencia con la que contamos hoy día —y por supuesto, nuestra experiencia como ciudadanos— da cuenta de que esta imagen está lejos de ser real. Muy por el contrario, el periodismo aparece como un campo en permanente tensión debido a su mayor o menor autonomía respecto de los campos adyacentes, en particular, del campo político y del económico.

De ahí que la noción de imparcialidad nos enfrente a preguntas fundamentales. ¿Puede y debe o no el periodismo ser imparcial? ¿Qué distinciones podemos establecer entre los periodistas, a modo individual, los medios en los que se desempeñan y, finalmente, las organizaciones en las que participan los periodistas (como los sindicatos o colegios profesionales u otras organizaciones intermedias)?

La imparcialidad ha sido un tema ampliamente discutido al interior del gremio. Algunos la definen como sinónimo de reporteo balanceado, en donde se asigna un espacio equivalente a perspectivas opuestas. A la imparcialidad se la emparenta de cerca además con la objetividad; es decir, el esfuerzo por excluir el juicio subjetivo del reporteo y de las técnicas narrativas. En esta perspectiva, podemos señalar que la imparcialidad supone “el intento de considerar ideas, opiniones, intereses o individuos diferentes, con distancia”.

La imparcialidad: dos ideas históricamente situadas

Definir y aplicar el principio de imparcialidad en periodismo requiere entonces de un examen crítico a la luz de las razones históricas, o, en otras palabras, una comprensión situada y contingente de la emergencia y valoración de la imparcialidad en el periodismo. Implica además preguntarnos acerca de la transparencia en el periodismo y en el sistema mediático en general, y qué rol juega, entonces, la publicidad de ciertos principios o enfoques editoriales por parte de los medios y del periodismo. Todas estas facetas no tienen fácil respuesta ni un solo camino para llegar a esta.

Las condiciones en las cuales la imparcialidad en el periodismo emergió y ha sido considerada valiosa han sido estudiadas en distintos contextos. Por ejemplo, en el caso estadounidense, tradición influyente en el debate público chileno sobre qué valoramos o no en el periodismo, autores como Kaplan y Nerone han historizado los orígenes de la objetividad y de los modelos normativos del periodismo en esa sociedad. Sus trabajos han documentado detalladamente el contexto y las fuerzas en las que se han acuñado valores como la objetividad, la imparcialidad y la neutralidad en la historia del periodismo estadounidense. Otros han discutido, también, la aplicación universal y acrítica de dichos conceptos en culturas periodísticas distintas a la anglosajona.

En Chile, en su más reciente libro, La República de Papel (2021), Eduardo Santa Cruz analiza detalladamente los orígenes doctrinarios del periodismo y la prensa chilenas, desde La Aurora de Chile hasta los diarios y pasquines publicados durante el período de la Patria Nueva. Durante la primera mitad del siglo XIX el ejercicio periodístico abordaba una dimensión informativa, claro está; sin embargo, su despliegue al calor de las luchas ideológicas en el momento de la configuración del Estado-nación estaba a la base de sus prácticas. Hay abundante literatura, también, que demuestra el diálogo permanente del periodismo con las coyunturas de sus épocas (como el caso de la prensa obrera de diverso signo, la feminista, los periódicos católicos o las revistas culturales, por mencionar algunos ejemplos). Ningún periodista o investigador en periodismo serio podría afirmar que El Ferrocarril o El Mercurio practicaron o han practicado la imparcialidad pura y dura en el periodismo, a pesar de su decisión revolucionaria de separar las páginas informativas de las editoriales.

La imparcialidad en un contexto global

A nivel internacional, la presencia de vínculos entre el sistema político y los medios de comunicación es de una evidencia incontestable. En uno de los trabajos más clásicos en la materia (Comparing media systems, 2009, y Comparing Media Systems Beyondthe Western World, 2011), Hallin y Mancini denominan a este fenómeno como paralelismo entre medios que defienden ciertas posturas ideológicas y sus respectivos partidos. Si bien este concepto puede ser (y ha sido) problematizado, nadie discute hoy que gran parte de los sistemas de medios en el mundo se estructuraron poniendo más o menos énfasis en esta variable. Rehuir esta evidencia tiene el defecto de pensar que los sistemas de medios actuales, donde estas divisiones originarias tienen una expresión menos nítida, son producto de la generación espontánea.

Esta evidencia no ha impedido que alegatos por la imparcialidad en el periodismo hayan generado acalorados debates en medios influyentes, en distintos rincones del planeta. Por ejemplo, cuando Tim Davie asumió la dirección general de la BBC en 2020 abogó por renovar el compromiso con la imparcialidad en su discurso de inicio de gestión y reforzó sus declaraciones tras conocerse que un reportero de la cadena había conseguido, 25 años antes, una entrevista con la entonces princesa Diana con mecanismos muy lejanos a tal distancia o imparcialidad. La postura del director general de la BBC ha encontrado resistencia y ha alimentado un rico debate, así como también dificultades para implementarla

Mientras, otros reporteros promueven un periodismo que sí tiene punto de vista y que debe contribuir a enriquecer el debate público. En 2017, Lewis Raven Wallace publicó un artículo titulado “La objetividad está muerta. Y estoy de acuerdo” y fue despedido de la emisora en la que trabajaba debido a que, argumentaron, sus afirmaciones contradecían el código del medio. Wallace ha contribuido a lo que algunos han denominado periodismo en movimiento (acá más información) y ha abogado por un periodismo que tenga perspectiva. Por otra parte, muchos medios de referencia internacional han redactado y capacitan a sus equipos de prensa en principios y prácticas que no los involucren con activismo de ningún tipo (como es el caso de The New York Times o agencias noticiosas internacionales, por ejemplo) que pueda comprometer la imparcialidad de reporteros o del medio mismo.

Durante las campañas electorales los medios de comunicación más leídos han expresado el apoyo explícito a candidaturas políticas (como The Washington Post, The New York Times y The Guardian, que consulta con su audiencia qué candidato debiera apoyar el medio). También sindicatos de periodistas y trabajadores mediáticos han apoyado ciertas candidaturas políticas en el pasado, no sin controversia. La decisión, al aire, de varias cadenas de TV estadounidenses, incluida Fox News, de cortar en vivo las declaraciones del entonces presidente Donald Trump, por considerarlas falsas o que desinformaban, fue un intento, quizás tardío, de los medios tradicionales o mainstream de ese país por ensayar, como dice Waisbord, “una autocrítica, errática y tibia, sobre su rol en el triunfo de Trump y su complicidad con el proto-fascismo ascendente. El periodismo, que tanto se ufana de ser independiente y equitativo, concedió enorme atención a Trump. No supo cómo posicionarse frente a la catarata de mentiras, odios y agresiones. Fue aliado (in)voluntario de la propaganda oficial, aun cuando pataleó por el maltrato, tomó distancia retórica y respondió con ráfagas de investigaciones sobre la corrupción del régimen”.

En el caso mexicano, los medios de comunicación llegaron incluso a formar coaliciones (como el Grupo Oaxaca), siendo activos promotores de la reforma legal que permitió promulgar e implementar una ley federal de acceso a información pública, interviniendo directamente en el debate como medios, así como también en tanto gremios y redes asociadas. En otras palabras, la ley federal de acceso a información pública en México, modelo para otras que le siguieron en el continente, incluyendo la chilena, no habría sido posible sin el compromiso decidido y la incidencia explícita de periodistas, de medios y de gremios periodísticos de ese país.

Antes que eso, en Brasil, distintos actores de la sociedad y la política se movilizaron, en dictadura, para exigir que el presidente fuera elegido por voto universal y directo. El movimiento se denominó «Diretas Já!» y contó con el respaldo de los sindicatos, de partidos de izquierda y de centro democrático, de clubes de fútbol populares, de personajes de la cultura brasilera y de varios medios brasileros que apoyaron activamente la demanda, como fue el caso de Folha de Sao Paulo.

Frente a esta evidencia, cabe entonces volver a las preguntas iniciales: ¿debe o no el Colegio de Periodistas u otros organismos intermedios que agrupen a profesionales de las comunicaciones explicitar sus preferencias políticas? ¿Cuáles serían las ocasiones en las que sería legítima la expresión de tales adhesiones? ¿Cómo regularlas, si es que hubiera que regularlas? ¿Y quién las regularía? Tenemos la sospecha de que tales filtros debieran provenir de quienes estén asociados a tales organismos, a sus visiones y misiones y a los acuerdos básicos de convivencia y procedimientos. Pero lo cierto es que valores periodísticos como el de imparcialidad deben discutirse radicalmente, esto es, en su raíz. Si no, corremos el riesgo de utilizarlos o aplicarlos cual comodines, vacíos de sentido.

Aspirar a una supuesta imparcialidad parece entonces un despropósito, puesto que ni los periodistas de forma individual, ni el gremio, pero tampoco los medios de comunicación, parecen haber quedado al margen del debate sobre la carrera presidencial. Ya sea a partir de la controvertida propuesta de revisión de la regulación sobre medios y comunicación que protagonizó la primaria de Apruebo Dignidad (que fue etiquetada como Ley de Medios) hasta las declaraciones de distintos actores políticos de que los periodistas son todos de izquierda, las diferentes candidaturas hicieron una invitación explícita a que las y los periodistas tomen partido en esta discusión. Dejar pasar esta oportunidad consistiría justamente en un desprecio por participar del debate público y del rol social y público con que majaderamente definimos a esta profesión. 

Finalmente, es necesario hacer notar que justamente en nombre del ejercicio imparcial del periodismo se ha prohibido a periodistas que han denunciado haber sido abusadas sexualmente cubrir el movimiento #MeToo o casos de violencia de género o se ha dudado del profesionalismo de periodistas no-blancos que reportean los problemas de comunidades racializadas. El uso de las plataformas digitales por parte de reporteros también abre un espacio de difícil intervención para los medios y ha habido diversos intentos y políticas por regular qué y cómo pueden opinar políticamente (si es que pueden opinar) los periodistas y editores en sus redes sociales digitales personales sin comprometer su imparcialidad o la del medio para el cual trabajan.

De todo esto se colige que, aun cuando parecen cercanos, periodismo e imparcialidad pueden llegar a ser, más que aliados, falsos amigos.

A propósito del discurso triunfal de Gabriel Boric: Unidos en la diferencia

La tarea que el fondo conceptual del discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en una camisa de fuerza. Celebremos pues la diferencia, pero que esta nos sirva no para destruir la nación, sino para fortalecerla y enriquecerla, facilitando que los desacuerdos se expongan y se discutan racionalmente, haciendo del disentir y de la superación del disentir una necesidad virtuosa.

Por Grínor Rojo

Quien quiera que haya escuchado o leído el discurso de anoche del presidente electo de Chile, Gabriel Boric (escribo esto en la mañana del 20 de diciembre), habrá podido percatarse de que en ese discurso hay dos conceptos centrales: la unidad de todos los chilenos en un proyecto común de transformaciones profundas para nuestro país y al mismo tiempo el respeto por las diferencias étnicas, regionales, genéricosexuales, etcétera. Si uno compara este discurso con el de Salvador Allende en una circunstancia análoga, hace casi cincuenta años, la distancia es clara. Los de Boric son otros tiempos, y a la acentuación de la unidad del pueblo, que era la principal preocupación en el discurso de Allende y que el recién electo comparte, lo que este ha añadido es un énfasis en la diferencia.

Crédito: Fernando Ramírez

Y hablar de diferencia es hablar de identidades diferenciadas, lo que nos lleva a la crisis del Estado-nación moderno y, con ella, a la crisis de identidad de los sujetos nacionales, un asunto sobre el que una larga procesión de filósofos, politólogos y científicos sociales, con un bagaje disparejo de argumentaciones pero también con un grado de coincidencia que no es menor, se han pronunciado hasta extenuarse. Habermas, Bauman, Beck o Giddens, por un lado, y Wallerstein, Arrighi o Samir Amin, por el otro, no cuesta mucho demostrar que todos ellos, haciendo uso de diferentes plataformas teóricas, acaban apuntando al mismo lugar: a la relación de poder inversamente proporcional que se ha instituido en el marco histórico de la modernidad tardía entre el capitalismo globalizado y el Estado-Nación, éste según el modelo que se mantuvo en vigencia desde mediados del siglo XX y que, cualesquiera hayan sido sus errores y limitaciones, amplió económica, social y políticamente los derechos de la gente.

El capitalismo globalizado corroe al Estado-nación moderno, tal como lo conocimos hasta las últimas décadas del siglo pasado, y con ello corroe también la identidad de los sujetos nacionales, he ahí la premisa en la que los pensadores arriba mencionados (y otros) se muestran de acuerdo, aun cuando discrepen en cuanto a la extensión y profundidad que atribuyen al fenómeno. Lo evidente es que en su opinión el capitalismo globalizado pasa por sobre los atributos y capacidades que hasta hace no tanto tiempo seguían siendo privativos del Estado nacional. Beck, por ejemplo, en su temprano ¿Qué es la globalización?, de 1997, interpretaba este proceso como un desequilibrio de la tríada virtuosa que en el siglo XX conformaron la economía de mercado, el Estado de bienestar y la democracia representativa. Según él, en el momento en que escribe, “la retórica de importantes figuras de la economía contra las políticas del estado de bienestar [se refiere a los corifeos del neoliberalismo] deja todo lo claro que puede esperarse que el objetivo final es el desmantelamiento de las responsabilidades y del aparato de estado existente, produciendo la utopía de mercado anarquista de un estado mínimo. Paradójicamente, sin embargo, con frecuencia la respuesta a la globalización es la re-nacionalización”.

Queriendo nombrar las cosas por su nombre, Samir Amin recordó por su parte que el capitalismo había sido globalizador y promotor de la desigualdad desde su más tierna infancia y no por casualidad: “el capitalismo real es necesariamente polarizador a escala global, y el desarrollo desigual que genera se ha convertido en la contradicción más violenta y creciente que no puede ser superada según la lógica del capitalismo”. Cree Amin por lo tanto que el proceso globalizador abarca la totalidad del sistema capitalista: “En realidad, todas las regiones del globo [incluyendo a la ‘marginada’ África] están igualmente integradas en el sistema global”. Pero, claro está, no cree Amin que todos los Estados nacionales estén siendo tratados por la globalización de la misma manera. Esta beneficia a algunos de ellos, los del centro dominante y explotador, en detrimento de los otros, los de la periferia dominada y explotada.

En América Latina, Aníbal Quijano y Héctor Díaz Polanco también han pedido un cupo en esta mesa, Quijano adoptando una línea de pensamiento que se aproxima a la de Amin, para recordarnos que el capitalismo “ha estado asociado al moderno estado-nación solo en pocos espacios de dominación, mientras que en la parte mayor del mundo ha estado asociado a otras formas de estado y en general de autoridad política” y que un rasgo característico de la circunstancia presente es “la erosión continua del espacio nacional-democrático, o en otros términos la continua desdemocratización y des-nacionalización de todos los estados nacional-dependientes donde no se llegó a la consolidación del moderno estado-nación”. Y Díaz Polanco para darnos a conocer una tesis según la cual el Estado moderno y la heterogeneidad no son incompatibles, ya que “en los últimos dos siglos, el ámbito privilegiado de la multiculturalidad es la estructura nacional (el Estado-nación) que, como norma, surge bajo la forma de un conglomerado con composición heterogénea, mientras se asienta en una ‘comunidad imaginada’ que apela a una antigua singularidad supuestamente fundada en prácticas, aspiraciones y valores compartidos”.

Yo, por mi lado, me interesé en este problema primero en 2003, en un libro que escribí con Alicia Salomone y Claudia Zapata, Postcolonialidad y nación, y posteriormente en 2006, en mi Globalización e identidades nacionales y postnacionales…, ¿de qué estamos hablando? En este segundo libro sugerí la conveniencia de empezar sincerando el significado de los conceptos que se utilizan: (i) el concepto de identidad, que puede a mi modo de ver pensarse aristotélica, dialéctica y contradialécticamente; (ii) los niveles de análisis, el de lo singular, el de lo particular y el de lo universal, en el entendido de que en el nivel de lo particular la identidad puede ser, y es normalmente, una identidad múltiple; y (iii) la trayectoria histórica del fenómeno, al menos en la experiencia de Occidente, a la que me pareció que era posible dividir en tres etapas sucesivas. Ellas eran la etapa de la identidad nacional premoderna, “única que Occidente conoció hasta los siglos XVII y XVIII” y cuyo fundamento más poderoso era la comunidad de la sangre (el más poderoso, pero no el único, ya que los antropólogos y etnólogos que se ocupan del tema suelen considerar, en sus trabajos y según las comunidades a cuyo estudio se abocan, además de la determinación de la sangre, otras, como las sociales y culturales: mismo espacio de convivencia, mismo idioma, mismas tradiciones, misma religión, mismas costumbres, etcétera); la etapa de la identidad moderna, que se inaugura en los siglos XVII y XVIII, vinculada a la expansión y transformaciones de la sociedad capitalista en el marco de dicha coyuntura, así como a la consecuente aparición del Estado moderno cuya índole será ahora contractual-política; y la etapa postmoderna (en el lenguaje que yo prefiero: tardomoderna), para la que cualquier fundamento identitario, sea el esencialista premoderno o el “contractual-político” moderno, carece de sentido. Y cuando esto sobreviene, la idea de identidad nacional pierde validez.

Y con la pérdida de validez de la idea de identidad nacional deja de tenerla también la política como un mecanismo de negociación entre individuos que no obstante sus diferencias singulares y particulares, o sea las inmediatas y mediatas, son capaces de reconocerse como partícipes en un espacio común amplio y dentro del cual tendrían que dirimir posiciones. El “desencanto” con la política, del que tanto se lamentan algunos de nuestros “hombres públicos”, es en realidad una admisión hipócrita del desencanto que sus malas prácticas generan en la ciudadanía, pero sobre todo es un indicio de la frustración que invade a esa ciudadanía cuando esta se da cuenta de su irrelevancia vis-à-vis el rumbo y destino de un constructo nacional que ha dejado de pertenecerle.

Esto desemboca en el enconado paisaje de fraccionamientos que desde hace un cuarto de siglo estamos contemplando en el mundo, el que se instaló a fines del siglo XX en diversos lugares, como por ejemplo en la Unión Soviética y en Yugoslavia en los noventa, y que también atiza tensiones en países que, si bien es cierto que protegen su unidad nacional (y lo más probable es que la sigan protegiendo), ello no los exime de experimentar periódicamente embestidas secesionistas, como Canadá, España, Turquía, por nombrar solo a tres de ellos. La causa última del fenómeno hay que buscarla, sin duda, en el despliegue del capitalismo global y de la batería teórica que lo legitima y defiende.

Consecuencia de todo esto es el repliegue y, con el repliegue el rebrote de las que, sin ningún ánimo menoscabador, me gustaría nombrar aquí como identidades “tribales”. Descartada la competencia del mecanismo contractual y político, que como he dicho fue hegemónico en el mundo hasta las ultimas décadas del siglo XX (pese a las deficiencias con que el “pacto” se puso en práctica en una infinidad de ocasiones, el principio rector era ese como quiera que sea) y que dio origen a las entidades nacionales modernas y a la identificación de los ciudadanos por su compromiso para con ellas, y habida cuenta de la entrada en funciones de la máquina homogenizadora global, va a ser la pertenencia a la “tribu” la que renazca dialécticamente como una alternativa viable de respuesta a la pregunta por la relación con el otro. Las mujeres, los pueblos originarios, las diversidades sexogenéricas, los jóvenes, etcétera, empiezan a mostrar cada grupo un perfil propio y a exigir que la especificidad de su diferencia sea atendida a la hora de implementar políticas públicas. Fue el problema que preocupó a Alain Touraine en 1997, en su ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, donde estudió el choque contemporáneo entre la “cultura global” (“mundo instrumental”, escribe Touraine) y las “identidades culturales” (“mundos simbólicos”), y en la consecuente procura de refugio y resistencia de los sujetos que se sentían lesionados por el proceso de globalización en y desde sus diversidades comunitarias: étnica, religiosa, regional, barrial, familiar inclusive (esta cuando ese sujeto le daba la espalda a cualquier lealtad para con una identidad particular que fuese más extensa que la de su propia familia: “¿Por qué tengo que ir a votar? A mí los políticos no me han dado nada, igual debo salir a ganarme la vida todos los días y la únicas personas en que confío son los miembros de mi entorno familiar”).

Inquieto sin embargo por el sesgo egoísta, sectario y autoritario que una radicalización de la demanda por la diferencia podía/tiende a adoptar, aunque sin desconocer por eso el derecho de los diferentes a empujarla y hacerla efectiva, Touraine se inclinó por una recomendación de sensatez, esto es, por el llamado a la construcción de un sujeto en el que esas identidades dispares converjan, se contrapesen y convivan. En América Latina, será el chileno José Bengoa quien se adelante a formular la misma aprensión, seguida de una propuesta similar. En su La emergencia indígena en América Latina, del 2000, Bengoa fue enfático: “Los indígenas han cuestionado las bases del Estado Republicano Latinoamericano, construido sobre la idea de ‘un solo pueblo, una sola Nación, un solo Estado’. La unidad artificial y colonial de Pueblo, Nación y Estado, presente en todas las constituciones latinoamericanas, ha negado la existencia de pueblos indígenas, de la diversidad étnica y cultural de las sociedades del continente”. Por lo mismo, considera Bengoa que “la ruptura del concepto nacional populista de ciudadanía es fundamental para comprender la emergencia étnica en América Latina en los años noventa”. ¿Y en cuanto a su propuesta? Ahí se muestra más cauto, acaso por lo precoz de aquella intervención suya. Reconoce que la demanda de autonomía en la emergencia indígena “está cuestionando las bases mismas de la conformación social y política de nuestros países” y se pregunta dubitativamente: “¿Qué ocurrirá con este proceso?”. Entre tanto, opta por entregarle su voto a una “sociedad multiétnica y multicultural”, eso en los mismos momentos en que en países como Ecuador y Bolivia se empezaba a hablar ya de un Estado plurinacional, lo que a no mucho andar quedaría plasmado en sus constituciones.

Pero, aun percibiéndolo y abordándolo parcialmente, por ejemplo cuando Touraine concluye que la política tiene el deber de controlar los excesos del mercado, a lo que no se le dio entonces la importancia debida fue a la parte que les cabía a los intereses y maquinaciones del capitalismo en la raíz del problema. Porque no se trataba únicamente de la respuesta reactiva de unos sujetos a los que acosan las tendencias homogenizantes que los dispositivos del capitalismo globalizado descargan sobre ellas/ellos, sino que, muy a menudo, eran los desmembramientos que el capitalismo globalizado provocaba directamente y para su propio beneficio. Samir Amin de nuevo:

«Existe una estrategia política global para dirigir el mundo. Su objetivo es asegurar la máxima desintegración de potenciales fuerzas anti-sistema, facilitando el declive del sistema estatal. Es decir, que haya tantas Eslovenias, Chechenias, Kosovos y Kuwaits como sea posible. La utilización de las demandas de ser reconocidas e incluso la manipulación de las mismas, son todas bienvenidas en este sentido. Cuestiones como comunidad, afiliación étnica, religión, o cualquiera otra forma de identidad son por tanto una de las mayores preocupaciones de nuestra era».

No está abogando Samir Amin por un desconocimiento de las diferencias, sin embargo, una acusación que podría haberlo convertido en blanco de reproches injustos, pero que él anticipa y refuta de inmediato. Lo que nos está diciendo es que el capitalismo impone mejor su dominio y lo mantiene con mayor eficacia en un mapa global desmembrado y que eso es algo acerca de lo cual es preciso precaverse. Si al socialdemócrata Touraine le quitaban el sueño en 1997 los peligros que el reclamo por la diferencia puede entrañar para la buena salud de la democracia, al socialista Amin lo que lo preocupa en 2001 es que ese reclamo se transforme en una herramienta cándida y dócil al servicio de la avidez del capital. Es el síndrome de “etnofagia” de que habla por su lado Díaz Polanco, es decir la habilidad del capitalismo para cooptar, fomentar, devorar y nutrirse con las diferencias de no importa qué signo. Cualquiera sea el caso, sin embargo, a mí me resulta evidente que los postcoloniales, los practicantes de la devoción del fragmento y que de esa manera aseguran estarse oponiendo a la globalización, están remando a su favor.

En suma: la tarea que el fondo conceptual del discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en una camisa de fuerza. Ni en una camisa de fuerza de ultraizquierda (la que pone en el centro a la clase obrera o al pueblo todo y afirma que cualquier identidad que no sea esa es inadmisible) ni menos en una de ultraderecha, para la que tampoco existen las diferencias (una derecha para la cual los chilenos y las chilenas somos intercambiables, los hombres y las mujeres, los del sur y los del norte, los de Vitacura o Las Condes con los de la comuna de Ercilla, y quien diga lo contrario es un traidor a la patria). Como es sabido, esta segunda fue la íntima convicción de Pinochet, ha sido asimismo la de nuestra oligarquía, forjadora de una identidad nacional que se dice igual para todos, pero que en realidad es desigual, hecha para su particular consumo, y que fue la que durante la reciente elección hizo suya el adversario de Boric. De paso, y como se sabe, el ultranacionalismo es uno de los rasgos claves del fascismo y su consecuencia previsible es la xenofobia.

Celebremos pues la diferencia, pero que esta nos sirva no para destruir la nación, sino para fortalecerla y enriquecerla, facilitando que los desacuerdos se expongan y se discutan racionalmente, haciendo del disentir y de la superación del disentir una necesidad virtuosa. En mi opinión, donde este principio se actualiza hoy en Chile de la mejor manera es en la Convención Constitucional. No sé si sus integrantes se propusieron que ello fuera así desde que sus actividades se pusieron en marcha, pero ese cuerpo de chilenos, que está compuesto por el grupo más variopinto del que se tenga registro en la historia de nuestras instituciones civiles y en el que por lo mismo podían anticiparse todo tipo de querellas, ha sabido sortear ese peligro. Tal vez sea por el trabajo en conjunto que realizan sus integrantes —todos o la gran mayoría—, que ellas/ellos se han dado cuenta de que sus identidades particulares, de etnia, de región, de género, de religión o lo que sea, por muy legítimas que sean y sin traicionarlas, no son incompatibles las unas con las otras, y sobre todo que no son incompatibles con la identidad nacional, la lealtad que las chilenas y los chilenos le debemos, para decirlo con las palabras del presidente Gabriel Boric, a un país que no es el falazmente armónico de los oligarcas, sino uno que de verdad es el “de todas y de todos”, y en el que por eso “todas y todos” participamos con igualdad de derechos e igualdad de obligaciones.      

Nuestra contemporánea desorientación política

¿En qué sentido es político el comportamiento ciudadano en las elecciones? No se trata de un comportamiento militante, más bien comporta un grado importante de escepticismo hacia las políticas de la representación. Existiría en el presente, a la base de nuestra forma de comprender la democracia, un gran malentendido. Inevitablemente tendemos a pensar la democracia como la expresión de sujetos (individuales o colectivos) que, desde la conciencia de sus intereses, necesidades, proyectos expresan sus expectativas racionales hacia la institución política. Sin embargo, es un hecho que hoy la definición de preferencias políticas es un misterio. Podría verse en esto un rasgo de apoliticidad, pero también puede tratarse de formas nuevas de subjetividad, más complejas y dinámicas.

Por Sergio Rojas

Una atmósfera de final se respira en el mundo. Algunos atisban desesperadamente el horizonte esperando ver los signos de un nuevo estado de cosas; otros, en cambio, se limitan —o resignan— a constatar el “derrumbe” del orden existente. En cualquier caso, es el orden mismo de la hegemonía lo que parece estar hoy en crisis (lo que Hardt y Negri denominaron imperio: el orden global del poder, articulado en redes y destinado a exceder incluso los límites materiales del planeta). Más allá de las diferencias propiamente ideológicas acerca de la administración de la política y la economía, es la forma misma en que se ha organizado nuestra existencia lo que habría llegado a un límite. Se trata de un límite respecto al cual la política, tal como la conocemos, no permite “una salida”. Lo que me interesa especialmente es el hecho de que esta “percepción”, la de encontrarnos como agolpados contra el borde interno de un tiempo que se acaba, no es simplemente un diagnóstico que venga desde la academia o el análisis político, sino que define en gran medida el clima de urgencias que hoy se respira en el mundo.

El término “neoliberalismo” se impone de modo insoslayable en todos los debates e interpretaciones del momento actual. La causa de la crisis ya no sería el capitalismo sin más, sino precisamente el hecho de que este habría llegado a un límite en su lógica de mercantilización de lo existente conforme al principio del crecimiento del capital, y cabe denominar a esto como “neoliberalismo”. Laval y Dardot proponen el concepto de sociedad neoliberal (en lugar de política o economía neoliberal), contrapuesto a sociedad democrática. El prefijo “neo” es equívoco, pues lo que parece anunciar es más bien el advenimiento de un prolongado tiempo post. En 2017 el cientista político Juan Pablo Luna pronosticaba a nivel social “una larga transición hacia un orden poscapitalista, la cual estará marcada por soluciones institucionales precarias y por la ausencia de una acción política coordinada y legítima, capaz de proveer una solución viable a la crisis”. Por lo tanto, el contemplativo escepticismo de unos y la desesperada inquietud de otros no se debe, en último término a la simple inmovilidad del orden de cosas imperante y donde la desigualdad parece ser el problema principal, sino que nos encontramos en el corazón de una transformación en curso sin sujeto. Se trataría de la crisis irreversible de aquello que Luna denomina el “capitalismo democrático”. ¿Cómo orientarnos en este “universo” que parece evolucionar entrópicamente hacia un estado de máximo desorden posible?

El filósofo Sergio Rojas.

Con acuerdo a un cierto sentido común, para comprender políticamente un tiempo determinado procedemos identificando un conflicto central y luego los bandos que se definen ideológica y programáticamente en torno a ese conflicto. Lo que esperamos obtener de esto es la orientadora diferencia entre conservadores y progresistas, derechas e izquierdas, reformistas y revolucionarios, etcétera. Se trata, en general, de la confrontación entre quienes son partidarios del orden de cosas vigente y aquellos que exigen urgentes transformaciones estructurales. Ahora bien, una pregunta es si acaso hoy tiene sentido político la noción de “conservador”, lo que implica preguntarse si existe una mirada política que no vea de forma manifiesta lo que se denomina problemas estructurales. “La nueva derecha —señala la historiadora y periodista Anne Applebaum, a propósito del populismo— no quiere conservar ni preservar nada de lo existente. (…) son hombres y mujeres que quieren derrocar, sortear o socavar las instituciones existentes, destruir todo lo que existe”. Los parámetros heredados de comprensión política, por ejemplo, la clásica diferencia izquierda/derecha, ya no parece fiable. La determinación de cada una de estas posiciones supone una determinada concepción del poder y de la política; más precisamente: supone que la política es una forma de hacerse sujeto del poder. Pues bien, esto último es lo que ha sido puesto en cuestión desde hace ya varias décadas. ¿Dónde está el poder? ¿Está en un lugar? El concepto de biopolítica vino justamente a poner en cuestión esta concepción espacial del poder. ¿Se trata todavía de la clásica “disputa por el poder”? Respecto a la repentina politización de la juventud en Chile, Luna señalaba en octubre de 2016 que la adhesión que el movimiento estudiantil provocó en un determinado momento en la sociedad chilena no se debió a un “giro a la izquierda”, sino a que expresaba “un fuerte sentimiento antiestablishment”. De alguna manera, y desde distintos sectores de la sociedad, a la base de las expresiones más radicales de descontento se encuentra la convicción de que es necesario “cambiarlo todo”, junto con el sentimiento de que ello es imposible.

Los resultados de la primera vuelta en la última elección presidencial provocaron sorpresa, en algunos casos franco estupor o desazón. ¿El análisis y los pronósticos previos estuvieron “errados”? Cuando se trata de pensar lo que hay de inédito en el tiempo que estamos viviendo, habría que comenzar por el hecho mismo de que no comprendemos el mundo en que vivimos, y la actual crisis de la democracia es una clave de ingreso en la cuestión. Tal vez lo que sucede es que el comportamiento del electorado no se deja analizar políticamente. ¿En qué sentido es político el comportamiento ciudadano en las elecciones? No se trata de un comportamiento militante (como en los 70), más bien comporta un grado importante de escepticismo hacia las políticas de la representación (y donde activismo y escepticismo no son necesariamente extraños entre sí). Este es un punto esencial. En el tiempo de las redes digitales, la multitud ha devenido ella misma irrepresentable, como si la representación política correspondiese a un tiempo más lento, un tiempo de la demora y de la espera, incluso de la esperanza. Existiría en el presente, a la base de nuestra forma de comprender la democracia, un gran malentendido, que no es simplemente un error epistémico, una falla de cálculo o falta de información. Inevitablemente tendemos a pensar la democracia como la expresión de sujetos (individuales o colectivos) que, desde la conciencia de sus intereses, necesidades, proyectos expresan sus expectativas racionales hacia la institución política. Sin embargo, es un hecho que hoy la definición de preferencias políticas es un misterio. Podría verse en esto un rasgo de apoliticidad, pero también puede tratarse de formas nuevas de subjetividad, más complejas y dinámicas.

Sigue siendo difícil explicar la revuelta que se desencadenó el 18 de octubre de 2019 y, tal vez, sea algo que llegará a ser en último término imposible. En efecto, una cosa es exponer las condicione políticas y económicas de insatisfacción ciudadana, caracterizar incluso el patrón cultural del malestar cuando este se hace sentir como cotidiana e íntima infelicidad, y otra cosa es intentar comprender la forma en que aquello sucedió. Para explicar los hechos de la “violencia octubrista” ha sido verosímil el recurso a una supuesta “rabia contenida”. Este es, por cierto, un modo de hablar, que comporta implícitamente la idea de que el descontento es algo que fue “creciendo” y “acumulándose” en el tiempo, hasta su desenlace en un “estallido” de proporciones. Metáforas para dar cuenta de esa “energía desatada” (otra metáfora). Cuando se trata de comprender procesos de alta complejidad, el recurso al lenguaje figurativo es válido, por cierto, si somos conscientes de ese uso. En el grito de protesta “no son treinta pesos, son treinta años”, se expresa la lógica de “la gota (el alza de 30 pesos en el pasaje del Metro) que rebasó el vaso (la rabia contenida)”. Sin embargo, esa supuesta capacidad de contención que habría posibilitado durante décadas el disciplinamiento de la subjetividad ciudadana es lo que mayor explicación requiere. Es cierto que, como sostiene Anne Applebaum, “la ‘economía’ o la ‘desigualdad’ no explican por qué en este preciso momento todos se enfadaron tanto. (…) En este momento está ocurriendo algo más; algo que está afectando a democracias muy diversas, con economías y demografías muy distintas, y en todo el planeta”. El problema no es cómo ignoramos el hecho de que habitábamos en el no-mundo, sino precisamente lo contrario: ¿cómo fue posible domiciliarse en un régimen de cotidianeidad de cuya inhabitabilidad teníamos noticias en cada momento? Estandarización de una “forma de vida” que se define esencialmente por el consumo y que hegemoniza el imaginario de la felicidad. Una democracia mercantilizada produce una paradójica demanda individualista de igualdad, traduciendo acceso por “accesibilidad” crediticia conforme a la lógica del consumo, produjo una profunda transformación de la democracia. La mercantilización de la libertad consistió en aceptar que la satisfacción del propio interés no debía ser una opción política, sino una simple necesidad natural. No es posible ser sujeto del interés que me mueve ni someterlo a una instancia superior, externa, pues constituye algo estrictamente individual, no es ideológico, de clase, de género, etcétera. El interés no hace sujeto. Como señalara Foucault a fines de los 70, el homo economicus es un individuo eminentemente gobernable, pero no desde el gobierno, sino debido a su propio sometimiento a la realidad del mercado en nombre de ese intransferible interés propio. Acaso el consumismo sea el modo en que el individuo se aferra a la idea de que existe en él un “interés propio”.

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No se trata de que hayamos vivido en una especie de descomunal error que ahora intentamos abandonar, como si la historia en verdad no hubiese ocurrido sino “en la medida de lo posible”; más bien lo que sucede es que, de pronto, no encontramos en nuestro pasado las claves para imaginar el futuro. En otras palabras: el futuro ya está sucediendo, pero al no poder concebirlo con los códigos que hemos heredado, no llegamos a hacernos sujetos de ese futuro. Señalamos entonces con la fórmula lingüística “treinta años” la causa de nuestra irresponsabilidad.

Las redes digitales articulan una dimensión importante de los tópicos que se discuten en el espacio social, operando como canales de expresión directa de las personas. En las redes sociales los usuarios están permanentemente “enviando mensajes”, queriendo “decir algo”, expresando una expectativa, un estado de ánimo, un descontento. Más que referirse a una realidad o a un hecho determinado, lo que se hace es más bien comentar, objetar, confirmar, etcétera, lo que alguien dijo acerca de ese hecho. Es una forma de entender la democracia: el ejercicio de mi derecho a comentar y criticar las opiniones de los demás. Ahora bien, la confianza en la potencia transformadora de la democracia implica la posibilidad de constituir institucionalmente voluntades colectivas mediante mecanismos de representación. Hoy el descrédito de la política es también un cuestionamiento a la democracia de la representación, generando expectativas hacia formas de democracia directa.

Es imposible poner en duda la incidencia del soporte digital y las denominadas redes sociales en el territorio de la política; sin embargo, no existe consenso acerca de la naturaleza misma de aquella incidencia. El sociólogo español Manuel Castells sostiene que, en virtud de las redes digitales de comunicación autónoma, los individuos “superan la impotencia de su desesperación solitaria comunicando sus deseos. Luchan contra el poder establecido identificando las redes de la experiencia humana”. Su tesis de base es que la esencia de los movimientos sociales radica en la autonomía de las comunicaciones. Se trataría, en último término, del cuestionamiento de la democracia representativa. Applebaum, en cambio, señala que “para manifestar un cambio brusco de afiliación política, lo único que tenemos que hacer es cambiar de canal, visitar un sitio web distinto por las mañanas o empezar a seguir a un grupo diferente de personas en redes sociales”. Es decir, el sentido de aquella autonomía viene a ser algo incierto. El riesgo es que la autonomía política de las comunicaciones en la “sociedad red” (utilizando el término de Castells) termine generando una “realidad” paralela, autosuficiente. Es en atención a esto que el filósofo coreano Byung-Chul Han considera a las redes sociales como redes de indignación antes que de transformación. En diciembre de 2019 el periodista Jon Lee Anderson señalaba que todavía no comprendemos cómo se relacionan entre sí el mundo virtual de las redes digitales y el mundo real, llegando a afirmar que, al menos por ahora, “el mundo virtual y el mundo real no son compatibles”.

La crisis de la democracia hoy no significa que esta deba confrontarse con “alternativas” de carácter autoritario, sino con un latente presentimiento de que la democracia no resolverá los problemas que en el presente enfrentamos. Por lo tanto, no se trata de defender a la democracia frente a otras formas de gobierno, sino frente a la realidad misma de los conflictos, en el inquietante presentimiento de que la democracia, tal como la conocemos, “no alcanza para todos”.

¿Es la democracia representativa la forma política que mejor puede corresponder a las demandas de igualdad? ¿Cuál es el sentido político de la igualdad en un “mundo” que, en más de un sentido, se define cada vez más por la escasez? ¿Se reduce el sentido de la igualdad al ámbito de la seguridad y subsistencia material de la vida? Las demandas de igualdad pueden ser la expresión de insatisfacciones más complejas, justamente cuando el individuo no puede ser sujeto de su infelicidad. La definición política del sujeto a partir de condiciones de clase, raza, nacionalidad, incluso género, hoy parece estar en retirada.

La desilusión de la política conlleva la fatiga de la democracia que se expresa en el escepticismo. Las personas consideran que sus expectativas personales de bienestar y progreso no son correspondidas por la clase política. Desde la perspectiva de una existencia aparentemente “despolitizada”, avocada cotidianamente a demandas básicas relacionadas con salud, vivienda y empleo, resultan ajenas o lejanas las discusiones en torno a, por ejemplo, medioambiente, diversidad sexual, género, deuda del Estado con pueblos originarios, derechos de los inmigrantes. La separación entre estos dos ámbitos de la discusión por parte de la ciudadanía (entre el régimen material determinado por políticas de la escasez y el orden de las diferencias definido por políticas de la hospitalidad) es un claro signo de debilitamiento de la democracia. Esto nos conduce a la paradoja de que sea posible votar contra la democracia. Se trata de una cuestión fundamental para reflexionar nuestra incomprensión política. En tiempos de escepticismo, la democracia tiende a operar, ante todo, como un medio de expresión antes que como instancia de transformación. Incluso, como señala el antropólogo indio Arjun Appadurai, en varios lugares en el planeta “las elecciones se han convertido en una vía de salida de la propia democracia, en lugar de ser un medio de reparación y debate político democrático”. Es la reacción de un escepticismo agresivo frente a la dificultad de intervenir y modificar un orden de cosas que se trama a escala planetaria.

Hoy, frente a las nociones de crisis o derrumbe, todavía circunscritas principalmente al ámbito de las políticas económicas, surge la idea de colapso (el concepto de colapsología fue elaborado recientemente por los ecologistas Raphaël Stevens y Pablo Servigne). Se trata de una idea que seduce a algunos a la vez que espanta a otros, en cierto sentido debido a lo mismo: la imaginación estupefacta e íntimamente excitada ante lo que considera su irresponsabilidad ante una realidad fuera de quicio. En pocas palabras, “colapso” dice que la realidad se nos ha escapado de las manos; refiere no solo la magnitud de la catástrofe, sino el hecho de que esta rebasa incluso nuestra imaginación. La filósofa española Marina Garcés sugiere que la condición póstuma en la que estaríamos ingresando “es el no-futuro del capitalismo desbocado”. No se trata del término del capitalismo, sino del advenimiento de un tiempo sin futuro. El covid-19 operó como un siniestro anticipo de aquella situación. La pandemia hizo una abrumadora radiografía de nuestras “fallas estructurales”. Como señala Kathya Araujo, el neoliberalismo implementado en Chile durante al menos cuatro décadas, redefinió aquello que las personas consideran “el mínimo digno vital”. En este sentido, la desigualdad que en el presente constatamos se debe en gran medida a la democratización de las expectativas de calidad de vida que el capitalismo generó, y a las que hoy difícilmente podría corresponder.

Necesidad de las humanidades, contingencia de lo humano

En su discurso de aceptación del doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de Valparaíso, Pablo Oyarzun defendió la necesidad de las humanidades, cuya crisis bajo los imperativos de la producción y el crecimiento sería la crisis del conocimiento como tal. «La “vida humana” —dice Oyarzun— vuelve a encontrarse consigo misma cuando se rompe e interrumpe la conmensurabilidad económica, en la fiesta, el júbilo, la aflicción, el hallazgo, el amor y la muerte. Son estos momentos los que enseñan que lo “humano”, esencialmente, no es susceptible de ser capitalizado: que es un evento en última instancia gratuito. Sin fin. Las humanidades dan testimonio de ello. Esa es su necesidad».

Por Pablo Oyarzun R.

Necesidad de las humanidades

¿Qué duda cabe? La necesidad de las humanidades requiere ser afirmada sin restricciones de ninguna índole, sobre todo hoy, sobre todo en un tiempo en que intereses y lógicas económicas y políticas las abandonan a su suerte en nombre de unas necesidades que no son sino función de aquellos intereses, y sobre todo en lugares en que estos y sus lógicas son particularmente agresivos y carentes de toda comprensión acerca de la significación y alcance de las humanidades.

Digo la necesidad de las humanidades: no hablo de su utilidad o inutilidad, que las sitúa en algún tipo de nexo de medios y fines y subordina aquella significación y aquel alcance a un formato teleológico, como quiera que se lo defina, sea en términos de la contribución que ellas hagan a alguna finalidad externa, sea que su finalidad radique en ellas mismas. No, la necesidad de las humanidades no puede sino tener que ver con algo que es inherente a su ejercicio, algo en lo que ellas consisten. Sin fin. A secas.

Pablo Oyarzún, académico de las facultades de Artes y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, fue distinguido con el grado de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Valparaíso el 15 de octubre de 2021.

En la medida en que así se quiera afirmar la necesidad de las humanidades, principios inveterados parecieran ser aquellos que pudiesen dar sustento a tal afirmación. El principal de ellos atañe a la cuestión general de la necesidad del conocimiento y de su vínculo esencial con lo que se ha llamado —con matices, diferencias y hasta sentidos diversos— la «naturaleza humana». Se sabe de lo que hablo. De la manera más sucinta y precisamente como algo primario, originario e irreductible formuló Aristóteles ese principio: “Todos los seres humanos desean por naturaleza conocer”, pántes ánthropoi toû eidénai orégontai physei (Met. A, 1, 985a). Por supuesto que cada término es grávido en esta frase. Me detengo —y esto no podría ser considerado como otra cosa que un hábito y algo sobremanera trillado— en el adverbio physei, “por naturaleza”, es decir, por la naturaleza de eso que se supone es el ánthropos. El conocer, el inteligir (eidénai), la comprensión y la inteligibilidad están inscritos en la naturaleza humana y prescritos en ella, por ella, desde aquello que es su más íntima moción, la más natural de todas, el deseo, nombrado aquí en vista de su condición irrefrenable e imperiosa: el apetito, el hambre, hórexis. Nada, ni aun aquello que acucia al ser humano periódicamente y le impone la urgencia de ingerir lo que pueda sostenerlo, el hambre física, animal, podría ser más inherente a la physis, a la naturaleza de lo humano —la que lo hace humano—, que el deseo de saber.

La desinteresada búsqueda de saber, del conocimiento en virtud del conocimiento sin efecto, secuela o consecuencias ulteriores (es decir, sin cuidarse de estas, no porque el conocimiento no las tuviere), a la vez que  funda una jerarquía en el orden epistémico, revierte en la determinación de lo humano. En ese alcance, cabe percibir aquí algo que describe un círculo: por una parte, la humana disposición al saber se funda originariamente en la humana naturaleza; por otra, si tan estrecho es el vínculo entre ambas, con ello también se afirma que la naturaleza humana, en cuanto humana, se debe a esa misma disposición, nace y se funda en el saber, es decir, en su deseo, en la búsqueda de saber. En clave jerárquica, en tanto que este es saber cumplido, de primeras causas y principios, quien lo posea en algún grado eminente está destinado a mandar (epitáttein, 982a18). Digamos que este círculo tiene carácter arqueológico, dado que se trata del saber de los principios (archaí) y del principio de mando (arché).

Pero hay otro círculo que también cabe advertir. La realización del saber es asimismo realización de la naturaleza humana. Este mismo deseo, llevado a su cumplimiento, se satisface en plenitud en lo que Aristóteles, siguiendo una ya vetusta tradición, llama “sabiduría” (sophía), que encuentra su propia sede en la ciencia que se escoge por sí y no por sus eventuales resultados o externalidades (Met. A 1, 982a15s.). Se satisface ese deseo en el saber que se busca exclusivamente por saber. Tal saber, que es la ciencia de los primeros principios y las causas, tiene su fin en sí mismo. El segundo círculo tiene, pues, carácter teleológico, puesto que la finalidad del saber —la sabiduría— está co-implicada en la finalidad del ser humano, inscrita y prescrita en y por su naturaleza.

Creo que es posible afirmar que este doble círculo, arqueológico y teleológico (de ser y finalidad), define el formato occidental bajo el cual se ha concebido y administrado el conocimiento, sin perjuicio de que se sostenga que este sea una finalidad en sí o sirva a necesidades (que también son fines) de administración y —eventualmente— transformación de la realidad.

El gran renovador de la episteme occidental, Francis Bacon, que no en vano dio el título de Novum Organum a su opus magnum, contrastando su innovación con el Organon aristotélico, modifica sustantivamente la estrategia del conocimiento, pero no altera su forma básica, ni en términos epistemológicos ni tampoco sociológicos. Si “[e]l verdadero y legítimo objetivo de las ciencias es dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y recursos”, la consecución de este objetivo depende de unos pocos que forman la élite, con la salvedad de “un artesano excepcionalmente inteligente” que “acaso ocasionalmente, […] se dedica a hacer un nuevo invento, usualmente a costa suya”. Estos inventos debidos al empeño ocasional de algún artesano traen consigo la impronta de la tecnología. Y es el vínculo inherente entre ciencia y tecnología lo que caracteriza la renovación de Bacon. En esta medida, da un giro al gran esquema aristotélico y quizá, en cierto modo, hace emerger lo que en él permanecía latente. Si bien la téchne, en Aristóteles, permanecía subordinada a la epistéme, que conocía y controlaba los principios a partir de los cuales cabía producir aplicaciones técnicas eficaces, la relación entre ambas no era accidental, sino estructural. Esta estructura es lo que define la esencia del programa baconiano. Con este, el conocimiento ya no puede ser pensado si no como un tipo de agencia y producción en vista de resultados, beneficios y réditos: Bacon es el inventor de la economía del conocimiento.

La cuestión es si puede concebirse adecuadamente el conocimiento en términos de producción. El concepto de producción no solo se inscribe en la cadena arqueo-teleológica antes mencionada, sino que la rige. Podríamos hablar, cambiando ligeramente los énfasis, de una cadena onto-teleológica: producción de entes o de modificaciones de entes con arreglo a finalidades específicas de diversa índole.

Es probable que, dentro del contexto de los afanes epistémicos, las humanidades ofrezcan una instancia particularmente relevante y elocuente de la insuficiencia del concepto de producción para dar cuenta de lo que efectivamente ocurre a propósito de los procesos que llevan a la generación de conocimiento. (Por supuesto, cuando digo “generación” no estoy empleando un vocablo que pueda ser desligado limpiamente del significado de lo que llamamos “producción”; es meramente un recurso provisorio, que además evidencia la dificultad en que solemos encontrarnos para hablar del conocimiento en un sentido que no sea aquel de la cadena arqueo u onto-teleológica de que estoy hablando.)

Desde luego, las humanidades no son la única instancia; solo hablo de cierto índice de notoriedad que les estaría asociado. Todo conocimiento, toda “ciencia”, si se quiere emplear este nombre, es anómala en cuanto es analizada en términos de producción.

¿Por qué afirmo esto? Lo diré en referencia a las humanidades, pero quisiera ver entendido el punto no exclusivamente a propósito de ellas, sino en relación al conocimiento como tal. Solo que las humanidades tienen un índice de divergencia mayor que otras disciplinas o familias disciplinares en lo que atañe al condicionamiento moderno y contemporáneo de los procesos institucionalizados de conocimiento.

Mi punto es que las humanidades no pueden ser medidas en vista de sus resultados, rendimientos o réditos y esto es precisamente lo que impide considerar su ejercicio como un proceso productivo, aun si fuese de “producción de conocimiento”. La producción, ciertamente, se mide por lo que de ella en definitiva resulta y por los efectos que eventualmente se sigan de este resultado. Su principio es, por lo tanto, la conmensurabilidad entre las operaciones en que consiste, el monto de trabajo que supone, el tiempo que requiere y el producto que de ahí se deriva, todo lo cual se mide, a su vez, por el beneficio que reditúa. De punta a cabo tiene estructura teleológica y económica.

Defiendo la idea de que las humanidades —y el conocimiento a partir de su determinación originaria— no reciben su carácter propio de la producción, sino de la creación. Quiero decir que su asunto es siempre y en todo caso (lo) inconmensurable. Y lo inconmensurable es lo singular. Los procedimientos, las operaciones, las reglas que las humanidades ponen en obra en pos del conocimiento pueden ser perfectamente análogas, similares y hasta idénticas a las que quepa discernir en procesos de producción, pero no están orientadas a obtener un resultado que de una u otra manera es coherente con el proceso mismo. La medida de la creación es lo que interrumpe y rompe la conmensurabilidad, sin que exista ninguna seguridad de que esa interrupción tenga lugar. Interesa a las humanidades lo que llamaría la variación, es decir, la emergencia de las singularidades a las que se abre, buscándolas sin certeza ni garantía. Si cupiese hablar de una “economía de la creación”, tendría que decirse necesariamente que su núcleo es an-económico.

Este núcleo es lo que llamamos “humano”, “vida humana”, sin que podamos traerla al molde de una definición o a una forma estable. Lo que llamamos “humano”, la “vida humana” vuelve a encontrarse consigo misma cuando se rompe e interrumpe la conmensurabilidad económica, en la fiesta, el júbilo, la aflicción, el hallazgo, el amor y la muerte. Son estos momentos los que enseñan que lo “humano”, esencialmente, no es susceptible de ser capitalizado: que es un evento en última instancia gratuito. Sin fin. Las humanidades dan testimonio de ello. Esa es su necesidad.

Crecimiento y humanidades: el contexto latinoamericano

Descontado lo que he dicho previamente, cuando se habla de “producción de conocimiento” se inscribe el conocimiento en una matriz conceptual que está moderna y contemporáneamente muy sobre-determinada. Desde luego, queda vinculada de inmediato a la economía. No es que la economía sea una mala palabra, pero en su formato vigente la economía y la llamada “producción de conocimiento” (tomada la expresión en un sentido laxo, como indicativa de los procesos efectivos de “generación” de conocimiento) muestran ángulos de fricción. Piénsese en la “economía del conocimiento”, concebida, precisamente, como la forma de producción más avanzada, que depende —Banco Mundial dixit— de educación y capacitación, infraestructura tecnológica de información, incentivo económico al emprendimiento y marcos institucionales y, finalmente, sistemas y redes de innovación, nutrido todo ello por las universidades, los centros de investigación públicos y privados, la gran industria y las iniciativas que eventualmente surjan en el nivel de la base social o grassroots level, como se acostumbra decir. En su conjunto, estos “cuatro pilares” —como los llama el Banco Mundial— suponen la captura de toda empresa de conocimiento (para seguir hablando en este lenguaje) por una forma de economía que solo se tiene a sí misma como fin. Y la economía que solo puede y debe tenerse a sí misma como fin es la economía del crecimiento: o el crecimiento a secas, porque también la economía, en cualquiera de sus tipos y especialmente en aquel de la “economía  del conocimiento”, se pliega necesariamente a esa finalidad. En cierto modo, es irónico: la autotelia del conocimiento revierte en la autotelia del crecimiento, y no es más que un insumo, relevante, favorable, indispensable, lo que se quiera, para alimentar la dinámica de este último.

Pero es precisamente en ese nexo, crecimiento y conocimiento, donde se hace explícito el disenso, el conflicto, la disociación.

De hecho, la crisis de las humanidades, que es una crisis global expresada en la escasa —y decreciente— provisión de recursos humanos y materiales en los centros en que se las cultiva, es decir, fundamentalmente en las universidades, en el cierre de muchos de esos mismos centros y en otros diversos hechos, signos y síntomas, tiene —dicha crisis— un denominador común, una causa que actúa a través de diversas mediaciones, unas más cercanas, otras algo más distantes, pero jamás meramente indirectas, que pueden revestirse de cháchara ideológica o ser más astringentes y ásperas: el denominador, la causa, se debe a la focalización casi exclusiva de las políticas públicas y de los emprendimientos privados en el crecimiento.

Cualquier cosa que se diga, no necesariamente en contra del crecimiento económico, sino en nombre de alguna salvedad o excepción, está condenada a la prédica en el desierto o a la simple irrisión cuando se trata de interpelar a quienes detentan el poder (y no es que sean de un solo signo). Que los costos (humanos) del crecimiento son muy altos, acaso intolerables, que el acceso a sus réditos y el goce de sus putativos beneficios son crecientemente desiguales, que el crecimiento por sí mismo es, para decir lo menos, una finalidad dudosa, todo ello se despacha con un gesto impúdico o con un mero encogimiento de hombros: y a mí, ¿qué? El crecimiento, del cual se habla como si fuese el medio fundamental para el mejoramiento de la vida humana —de él habrían de seguirse efectos casi prodigiosos en razón de la disponibilidad de riquezas y recursos—, en realidad se ha convertido en un medio que es un fin en sí mismo y que subordina bajo su propio dinamismo incontenible a esa misma vida a la que supuestamente habría de servir.

La crisis de las humanidades, como he sugerido, no es un fenómeno aislado en el contexto epistemológico e institucional contemporáneo. Es la instancia más sobresaliente y evidente de una crisis del conocimiento como tal. Por eso mismo, no tiene mucho sentido trazar líneas demarcatorias intransitables entre humanidades y ciencias. La insistencia en la aplicación, la innovación y la utilidad como exigencia normativa para las ciencias las sitúa en una posición que, si bien dista de la marginalidad de las humanidades, no es del todo ajena a la situación que determina esa marginalidad.

La importancia contemporánea del conocimiento como aporte sustantivo al crecimiento modela los criterios y estándares que lo rigen, y estos están conectados sistemáticamente con lo que cabe llamar el modo tardocapitalista de producción, que determina el modo de producción del conocimiento. Criterios y estándares, digo, que tenemos diariamente a la vista: sus etiquetas son productividad, rendimiento, eficiencia, emprendimiento e innovación, que tienen como soporte el “capital humano avanzado”. No puede sorprender que los recursos sean principalmente provistos para el entrenamiento y la investigación en áreas que están estrechamente vinculadas con demandas, oportunidades y rentabilidades económicas.

Pero si la crisis de las humanidades y la subordinación general de la llamada “producción del conocimiento” es efectivamente un fenómeno global, cuyas repercusiones en el primer mundo son manifiestas y tienen ya larga data, la gravedad que adquiere en latitudes subdesarrolladas o de desarrollo escandalosamente desigual es mucho mayor. En estas, las humanidades dependen mayoritariamente del financiamiento público, tanto para la sustentación de sus cuerpos académicos y docentes como para la enseñanza y formación de nuevas promociones a todo nivel y para la implementación de proyectos investigativos. De modo que hay diferencias notorias entre contextos en que sigue habiendo oportunidades relevantes de financiación y, por ejemplo, países latinoamericanos que con largueza carecen de estas condiciones.

No se trata solo de la contribución comparativamente menor que las humanidades hacen al dinamismo económico de la sociedad. (Dicho entre paréntesis, esta idea suele no estar avalada por mucho más que las escalas de salarios del personal profesional; poco o nada se habla, por ejemplo, de rentabilidad social y simbólica, dicho en el mismo idioma que sanciona el desmedro de las humanidades.) Además del factor económico también está el factor político. Tenemos múltiples evidencias de cómo hoy las humanidades son acosadas en muchos países del mundo, tanto en aquellos en que se han hecho del poder político fuerzas intransigentemente autoritarias, bajo lemas que dan por naturales convicciones ideológicas sobre la familia, la sexualidad, la raza, la clase, como también en aquellos en que dominan sectores cuyo discurso y cuya acción exhiben afinidades difíciles de no llamar fascistas. La diferencia entre unos casos y otros es borrosa, ardua de establecer, porque la coincidencia en prejuicios, creencias, actitudes y odiosidades es extensa, y en verdad comparten algo más profundo: comparten el miedo a lo diferente y lo diverso, y nada es más peligroso que el miedo cuando tiene poder. No solo lo sabemos por los testimonios que la historia nos alcanza. Como latinoamericanos lo sabemos en carne propia, porque esa carne lleva las trazas, las llagas y las marcas de nuestra propia historia, inscritas como hendiduras en la biografía de nuestros cuerpos, de nuestras almas.

En términos políticos, en el contexto latinoamericano, al menos tres posiciones cabe discernir con propósito polémico. Desde luego están quienes, con capacidad y autoridad de poder y decisión, no solo dejan el cultivo de las humanidades a su suerte, privándolas cada vez más de recursos para mantener plantas académicas y docentes suficientes, proveer a sus investigaciones, fomentar su enseñanza y favorecer los estudios de quienes cursan los distintos niveles, sino que les declaran una guerra solapada o abierta por dos razones solidarias: porque no contribuyen al desarrollo y a las “necesidades de la gente” (que suele ser un eufemismo para nombrar las necesidades del crecimiento, cuando no se habla expresamente de este) y porque tienen un potencial crítico que, cuando es ejercido, suele desnudar la lógica que se solapa tras el alegato de esas “necesidades” y que corresponde a los intereses reales que lo enarbolan.

Una segunda posición podría ser atribuida a voces que llamaré conservadoras y que reclaman el derecho a estudiar y pesquisar asuntos que no exhiben credenciales de aporte, sino que solo son inmanentes a la especialidad y a la mera curiosidad de los eruditos. Acusan la distorsión ideológica que todo “uso” de las humanidades con otros fines, sobre todo políticos, sin perjuicio de que su vindicación del cultivo “desinteresado” de las humanidades pueda servir a intereses bien identificables, practicando con o sin conciencia, en esa misma medida, una política muy específica.

En tercer lugar, voces progresistas o comprometidas, que entienden que solo lo que directamente contribuye a propósitos críticos y emancipatorios merece ser fomentado, considerando toda ocupación con lo que a primera vista aparece lejano, improcedente, insignificante o inocuo en esa perspectiva, un mero capricho de gabinete, sin advertir que en muchas ocasiones lo insignificante encierra la historia, el pensamiento y la vida de aquellas y aquellos que son los obliterados actores (recobrados en la memoria y el estudio) de procesos de emancipación que han quedado brusca, violentamente truncados.

Como quiera que sea, las humanidades, ya en su mero cultivo erudito, ya —con mayor razón— en el ejercicio de un pensamiento crítico, en general y acerca de sus contextos inmediatos, son superfluas o fastidiosas para los poderes establecidos. Por esa misma razón les cabe una responsabilidad política inexcusable.

Imprescindible es un balance, un equilibrio lúcido entre aquello que en la intimidad de la disciplina reclama la atención del estudioso (estudio, studium, es un rasgo esencial de la episteme humanística) y aquello que en los bordes de la disciplina y desde ellos la interpela. Así como no se debe descuidar un hecho, una obra, una vida que dé cuenta de una posibilidad de lo humano, por mínima o inaparente que sea, así también es preciso tener presente que el asunto de las humanidades siempre está afuera, nunca exclusivamente recluido en el claustro. En ambos casos se trata, siempre, de singularidades: las humanidades son conocimiento de lo singular y, por eso mismo, de aquello que, en lo general, es variación y divergencia.

Eso es precisamente aquello que llamamos “lo humano” y “vida humana”. Si hay un compromiso político primario y prioritario de las humanidades, ese es un compromiso con aquello que en lo humano es potencia, posibilidad y conato; no lo humano como algo dado y como algo que damos por sentado, sino como algo en proceso de (interminable) gestación, de constante diversificación, algo que siempre está en el borde de sí. Las humanidades son saber de fronteras y de traspaso. El compromiso político de las humanidades se ejerce en la potencia de pensar más allá de lo que actualmente se nos impone como “humano”, con efecto de exclusión y segregación, en la potencia de interesarse por otras vidas y por el espesor que traen consigo, en la potencia de abrirse a la complejidad del mundo y de la existencia, en la potencia, en fin, de dejarse afectar por lo diverso, lo foráneo, lo irreductible, que no es algo exterior, sino algo que nos habita originariamente y algo a lo que debemos lo que somos. Esa misma potencia, en su intimidad o en el esfuerzo por preservar una presencia pública (que ha sido vocación de las humanidades en América Latina), es la potencia crítica de las humanidades.

Rúbrica

La filosofía es pensamiento. Por eso mismo, todas, todos, todes tienen que ver con ella, les concierne, están de algún modo, siempre, en la filosofía o quizá no en, sino con ella, con que solo entendamos que ella no es un saber exclusivo, escolarmente adquirido, necesariamente acreditado. La mayor parte del pensamiento es indocumentado, migrante.

Estamos en ella y con ella por y a partir del hecho de vivir. Vivir es pensar. Y vivir es estar expuesto. Por eso, el vivir no es nunca el de una mera vida, sino de lo que una vida puede. Y por lo que puede, una vida siempre está al borde de sí. En el borde, comunica con otras vidas y con su propio límite, que nunca está absolutamente predeterminado, ni aun en la muerte, que está determinada e indeterminada a la vez. Otredad en todo sentido. Es lo que mueve a pensar.

Otredad: quiero decir que el pensamiento no puede extraer de sí lo que requiere ser pensado. No puede ponerlo para sí sin antes exponérsele. No se da a sí mismo lo que piensa y aquello en que piensa. Todo pensar es pensar-en, y para que haya algo en qué pensar, y antes aun, más radicalmente, para que haya un “en” para todo “algo” es preciso un acontecer, un suceder, un pasar. Es lo que llamamos contingencia. Contingencia es lo que toca, lo que cae en suerte. Tiene que haber un caer en suerte para que algo caiga en suerte y sea esa la suerte que da qué pensar. Asimismo, para que tal suerte sea posible tiene que ser recibida, tiene que tocar, se tiene que estar expuesto a ella. Esta exposición se llama experiencia. Experiencia y contingencia son solidarias, hermanas, inseparables.

Lo que suceda, cualquier cosa que sea, el algo que fuere, a la corta o a la larga es susceptible de ser identificado, concebido, nombrado. Acogido en el despliegue temporal de la experiencia puede llegar a ser patrimonio y hasta capital para ser invertido en nuevas experiencias. Pero el suceder de lo que cada vez suceda es inapropiable. Es autónomo. “Sucede que…”  expresa la autonomía del suceder.

También hay una autonomía del pensar. Pero no es la de un yo dueño de su pensamiento, no la de un ego cogito, ich denke. Para que yo piense tiene ante todo que ser posible pensar: y esa posibilidad, ese poder (poder-pensar) no le pertenece a un yo, antes el yo pertenece a ese poder y para constituirse como tal, como “yo” tiene que plegarse a la posibilidad de ese poder refiriendo a sí mismo lo que este le propone, le presenta; pero ese poder mismo, en su pura posibilidad, le es inapropiable. El sujeto es heterónomo por respecto a ese poder; ese poder, en cambio, es la autonomía del pensar. Se llama ocurrencia. Es la co-incidencia y la tangencia de pensar y suceder. De la ocurrencia solo podemos retener y tener el “algo” y retener y tenernos a nosotros mismos (“yo”), referidos a ese algo y refiriéndolo: mira, pasó esto; y lo cuento. Pero antes de contarlo, algo ocurre y antes de que algo ocurra, hay ocurrir, ocurre, simplemente; para mí, algo me ocurre y algo se me ocurre a propósito de lo que me ocurre. En el ocurrirme prevalece la autonomía del suceder; en el se del ocurrírseme algo a propósito de lo que me ocurre prevalece la autonomía del pensar.

Lo que (me) ocurre me cambia, me transforma, quizá hasta me trastorna: nosotras, nosotros mismos no somos nunca las mismas, los mismos; somos criaturas de la contingencia. Vivimos, expuestas.

Si para constituir la filosofía y todo el proyecto epistémico occidental se ha sostenido que el pensamiento (el concepto) debe necesariamente interrumpir el flujo de las opiniones (es, por ejemplo, la crisis de la aporía de que habla Platón, es la duda cartesiana), para ejercer la filosofía hasta sus últimas consecuencias, el mismo pensamiento debe estar abierto a que el flujo de los conceptos y las razones sea interrumpido por lo que reclama ser pensado y que por eso mismo se presenta ante todo como no-conceptual, como impensado, como estricta singularidad. Ese es el primer dato, el dato originario de la experiencia. Y si uno puede hablar de su propia experiencia, debo decir que la continuidad de las razones, aunque indispensable, me despierta siempre sospecha. Precisamente porque, prendada de su interno encadenamiento, desatiende a la experiencia, no lo que ella dice, sino lo que calla, su opacidad. Desde el fondo de esta opacidad emerge de vez en cuando una débil noticia: es la ocurrencia. No creo en pensamientos que solo se sostienen a sí mismos. Creo más en aquellos que de súbito se quedan en blanco, que son espasmódicos, que acaso no vuelven desde ese síncope, pero que si vuelven, lo hacen con una mínima joya, un destello del suceder de lo que sucede. Necesitamos esos destellos para orientarnos en la penumbra. Más que nunca cuando la penumbra crece y la maraña se hace más espesa.

Estamos en tiempos complejos, difíciles, de cambios acelerados, pero que parecieran girar sobre sí mismos sin modificar las estructuras y las dinámicas que modelan las relaciones sociales y las lógicas de poder. Complejidad y aceleración son los vectores fundamentales de lo moderno. Y pareciera ser que no estamos suficientemente equipados no solo para ejercer algún control sobre el incremento de esos vectores, sino siquiera para anticipar su fisonomía venidera, incluso inminente, más aun, para comprenderlos.

Si uno se pregunta qué puede hacer la filosofía, qué pueden las humanidades en este contexto, parece, por una parte, que es muy poco: con suerte, intervenir en debates con el propósito de darles alguna densidad, de enseñar la textura conceptual de los problemas, de activar la memoria de las tramas temporales que condicionan lo presente, de formular preguntas exploratorias que puedan estimular un grado de lucidez acerca de aquellos problemas y de este presente. Pero precisamente porque este sería su aporte, la posibilidad de que sean audibles más allá del momento en que aquella intervención tiene lugar es exigua. Por otra parte, creo que una tarea principal de la filosofía y las humanidades, no solo como disciplinas, no como saberes escolares acreditados, sino como tentativa de pensamiento que trate de ver más allá de lo inmediato y sus tendencias (que no son sino estribaciones de un presente dominado por fuerzas que impulsan su preservación), consiste en que piense epocalmente, lo que significa dos cosas: una, que asuma su propia situación como una que atañe a la época que lo determina; por otra, que pueda hacer epoché de esta misma, es decir, que suspenda esa determinación, precisamente en el ensayo de pensar lo que la excede radicalmente.

Preguntarse desnudamente: ¿dónde estamos? Y aquí, ¿qué nos exige pensar?

Viernes 15 de octubre de 2021

Pablo Neruda, un gran universitario

Neruda es el paradigma del hombre que desde la remota provincia se abre paso hasta alcanzar ámbitos de reconocimiento cada vez más amplios, hasta convertirse en poeta universal. En esto, de alguna forma, sigue el modelo de movilidad social ascendente basado en el mérito y el talento, que gracias a la Universidad de Chile se impuso en el país desde principios del siglo XX, por sobre los privilegios de linajes y de castas.

Por Darío Oses

Las relaciones de Neruda con la Universidad de Chile comenzaron muy tempranamente. En sus memorias el poeta recuerda, entre los episodios de su juventud, un solitario viaje que hizo a caballo para concurrir a una trilla campestre. La noche lo sorprendió en medio del campo. Buscó refugio en la casa de tres viudas que le abrieron el elegante salón de su casa. En la conversación, una de ellas mencionó a Baudelaire. El joven Neftalí contó que estaba traduciendo sus versos. “Fue como una chispa eléctrica —escribe el poeta—. Las tres damas apagadas se encendieron (…) ¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizás la primera vez, desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades…”.

Habría que preguntarse qué fue lo que hizo posible que un joven colegial de la apartada región de La Frontera, leyera y tradujera a uno de los precursores de la poesía francesa moderna.  La respuesta es que su profesor de francés en el Liceo de Temuco, Ernesto Torrealba, formado con la más alta excelencia en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, lo había introducido en el conocimiento de esta literatura. La irradiación cultural de la Universidad llegaba entonces hasta las provincias más apartadas del país, desde donde surgirían los nombres de los grandes poetas del siglo XX chileno.

Desde ahí en adelante, la vida de Neruda estuvo permanentemente vinculada con la Universidad. Colaboró en las revistas de la Federación de Estudiantes, en Juventud y principalmente en Claridad. Pasó muy fugazmente por la carrera de Arquitectura, de la que huyó después de recibir una clase de geometría descriptiva. Luego ingresó a Pedagogía en Francés, donde cursó cuatro años, lo que no deja de ser excepcional, puesto que de los 183 alumnos que ingresaron a la carrera con Neruda en 1921, solo 17, entre ellos el poeta, se matricularon en el cuarto año.

Pablo Neruda (1963) / Getty Images.

Neftalí Reyes no se presentó a dar los exámenes finales, pero, sin ser un alumno brillante, había aprobado en distintos niveles materias como francés, lingüística, latín y pedagogía. Estos datos indican que también hubo disciplina y rigor en sus años juveniles, y tal vez esto contribuyó a hacer su diferencia con otros poetas y artistas que se perdieron para siempre en la bruma de la bohemia.

Neruda es el paradigma del hombre que desde la remota provincia se abre paso hasta alcanzar ámbitos de reconocimiento cada vez más amplios, hasta convertirse en poeta universal. En esto, de alguna forma, sigue el modelo de movilidad social ascendente basado en el mérito y el talento, que gracias a la Universidad de Chile se impuso en el país desde principios del siglo XX, por sobre los privilegios de linajes y de castas. Neruda se reconocía como un hombre de la clase media ilustrada chilena.

En 1954, como parte de la conmemoración de sus cincuenta años, el poeta donó su magnífica biblioteca y su colección de caracolas marinas a la Universidad de Chile. En esa ocasión dijo:

“No pertenezco a esas familias que predicaron el orgullo de casta por los cuatro costados y luego venden su pasado en un remate».

«El esplendor de estos libros, la flora oceánica de estas caracolas, cuanto conseguí a lo largo de la vida, a pesar de la pobreza y en el ejercicio constante del trabajo, lo entrego a la universidad, es decir, lo doy a todos.”

Antes de eso y en el mismo discurso, el poeta había dicho:

“Yo fui recogiendo estos libros de la cultura universal, estas caracolas de todos los océanos, y esta espuma de los siete mares la entrego a la universidad por deber de conciencia y para pagar, en parte mínima, lo que he recibido de mi pueblo”.

En esas palabras se advierte un gesto que repitieron miles de graduados y profesionales universitarios que, al recibir educación gratuita y de excelencia, se sentían con el deber moral de retribuir lo que se les había dado. La Universidad de Chile creó este círculo virtuoso de dar y retribuir, y este sentido de responsabilidad social, gracias al cual el país pudo disponer de buenos servicios públicos de salud y educación, entre otros, y alcanzar un desarrollo cultural que lo distinguió en el continente. En esta gran tarea Neruda contribuyó entregando lo mejor que tenía: sus libros y su poesía.  

El 30 de marzo de 1962, la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile recibió a Neruda como miembro académico. El poeta dedicó su discurso a “los ecos diferentes y contradictorios”, que despertaron en su memoria dos “esclarecidos escritores” miembros de esa facultad: Pedro Prado y Mariano Latorre.

En muchos otros sentidos, el poeta fue un universitario. Lo fue, por ejemplo, por la universalidad de su mundo de referencias y conocimientos. Ya hemos visto que tuvo una formación universitaria que le permitió un muy buen conocimiento en la literatura francesa moderna. Desde ahí sus saberes se expanden hacia la literatura universal de todos los tiempos, y también hacia una visión de la totalidad del conocimiento, que no excluye las ciencias naturales ni las humanas.

A título de ejemplo, cito un párrafo del libro Neruda clandestino, de José Miguel Varas, hecho sobre la base de testimonios de la huida del poeta a Argentina, en febrero de 1949. Allí se dice que durante el viaje en automóvil al sur:

“Neruda todo lo comentaba. Sabía el nombre del insecto que acababa de morir al chocar contra el parabrisas, conocía el nombre científico de los árboles que bordeaban el camino e incluso la época en que la especie había sido traída a Chile desde España. Hablaba de los cultivos agrícolas preferidos en las provincias de O´Higgins y Colchagua, de la uva rosada de Rancagua y de la chicha de Curtiduría, de los vinos de Curicó y San Clemente. También incursionaba en la historia. Comentaba los desastres de Cancha Rayada y de Rancagua, las grandes batallas de la Independencia, la vida apasionante de José Miguel Carrera…”.

Podríamos decir que Neruda realizó poéticamente el mismo trabajo científico que hizo la Universidad de Chile en el siglo XIX: el registro, recopilación, taxonomía y descripción de la realidad histórica, física, humana, cultural, mineral, animal y vegetal del país.

Recordemos que el poeta, en uno de sus discursos, “A la paz por la poesía”, dijo: “Nuestras plantas, nuestras flores deben ser por primera vez contadas y cantadas. Nuestros volcanes y nuestros ríos se quedaron en los secos espacios de los textos. Que su fuego y su fertilidad sean entregados al mundo por nuestros poetas.”

Para realizar su gran inventario poético, Neruda leyó y estudio las obras de los grandes naturalistas y geógrafos: Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Rodolfo Amando Philippi, Hans Steffen, Federico Johow, Amado Pissis y tantos otros, casi todos los cuales trabajaron en la Universidad de Chile.

El punto más alto en el que se encuentran Neruda y la Universidad es la figura de su fundador, don Andrés Bello. En uno de sus viajes a Venezuela, el poeta escribió:

“Al acercarme a la Guayra divisaba, en la confusa línea verde, de la costa, la mirada de mármol de Andrés Bello. Aquella mirada que acompañó mis luchas estudiantiles, mis primeros versos, mis primeros amores (…) Bello dio profundo sentido y organización a la república recién nacida de Chile. Escribió los códigos, inspirados en las ideas de la revolución francesa, fundó los estudios de las letras y las ciencias en mi país recién salido de las tinieblas coloniales».

«Mi historia personal también se une de alguna manera, con aquella estatua de las calles de Santiago.”

Como sabemos, don Andrés Bello dedicó parte de su célebre discurso fundador a señalar el lugar que la poesía, a la que llamó “la más hechicera de las vocaciones literarias, debiera tener en la Universidad. Reconoció entonces el maestro su predisposición favorable hacia los poetas jóvenes, en algunas de cuyas obras encontraba “destellos incontestables de verdadero talento” y hasta de “verdadero genio poético”. Agregó que la Universidad, “alertando a nuestros jóvenes poetas”, debería decirles que si querían que sus nombres no quedaran encarcelados “entre la cordillera de los Andes y el Mar del Sur” y si querían que los leyera la posteridad, debían hacer buenos estudios, empezando por la lengua nativa, y tratar asuntos dignos de su patria.

Neruda parece haber seguido estas advertencias. Escribiendo sobre su patria, la chilena, y sobre la gran patria americana, alcanzó un reconocimiento universal que le permitió recibir, hace ya 50 años, el Premio Nobel de Literatura.

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