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Christian Viveros-Fauné. Contra el exotismo identitario

El crítico y curador chileno residente en Estados Unidos tiene una posición privilegiada para analizar el arte latinoamericano que llega a ese país y, al mismo tiempo, ver con distancia la escena chilena. “Me sigue pareciendo escandaloso que no haya cinco compañías compitiendo para auspiciar el Bellas Artes”, dice en esta entrevista, en la que habla sobre las dificultades de la escena artística local, la imagen de lo latinoamericano en los centros culturales del mundo y los desafíos de escribir sobre arte en un mundo desbordado de imágenes.

Por Gabriel Godoi Vidal

Christian Viveros-Fauné (Santiago, 1965) es un chileno inserto hace más de tres décadas en el circuito artístico estadounidense, uno de los más importantes a nivel mundial y donde ha trabajado desde 1994 como galerista, director de ferias de arte, crítico y curador. Ha repartido su vida entre Chile, Europa y Estados Unidos persiguiendo inquietudes literarias, explorando la historia del arte político, comisariando exposiciones y escribiendo con una pluma sarcástica y desacomplejada al momento de juzgar las opacidades de artistas como Jeff Koons o rescatar las virtudes de ciertos pintores contemporáneos. “Una carrera en apariencia variopinta, pero siempre en el mismo nicho laboral, uno bastante especializado y supuestamente con poco futuro”, dice desde el país norteamericano, donde hoy es el curador principal del Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad del Sur de Florida, en Tampa. 

Ese es actualmente su trabajo principal, pero su trayectoria es amplia: ha escrito en medios como The Village VoiceArtNewsArtnet y The New York Press, ha hecho clases en las universidades de Yale y Pratt Institute, ha curado exposiciones y dirigido ferias de arte en ciudades como Chicago y Nueva York, donde vive cuando no está en Florida. Allí ha participado en los devenires de la que es considerada una de las principales capitales culturales del mundo: “No hay que ensalzar [a Nueva York] ni verla como una especie de utopía, porque no lo es. Es más provinciana de lo que se cree. Hay cosas que son importantísimas a nivel global, e inclusive nacional, que no pasan por acá porque no tienen suficientes ceros, es decir, no atraen suficiente dinero. Pero sí son trabajos críticos de gran alcance y tremendamente influyentes en el campo artístico”, explica.

A pesar de la distancia, Viveros-Fauné sigue de cerca lo que pasa en Chile. Ha curado exposiciones en el Museo Nacional de Bellas Artes, en el MAC y en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende; y en 2012 publicó el libro Greatest Hits, un compendio de críticas editado por Metales Pesados. También curó en la Feria ARCOmadrid 2020 la muestra Gran Sur: arte contemporáneo chileno en la Colección Engel, una de las exhibiciones de arte chileno más grandes del mundo, en la que reunió obras de casi cuarenta creadores, entre ellos, Juan Downey, Alfredo Jaar, Paz Errázuriz, Patrick Hamilton, Fernando Prats y Voluspa Jarpa. 

La suya es una posición singular: vivir en Estados Unidos le permite tomar distancia para analizar la escena del arte chileno, a la vez que su cercanía con Chile y América Latina le permite mirar con sospecha y lucidez el arte latinoamericano que llega al llamado Norte global:

—Con el otro siempre hay una tendencia hacia la fetichización, es parte de la falta de entendimiento desde una postura de poder. Hasta hace un tiempo se daba de forma bastante notoria, porque había una separación de lo latinoamericano como un mercado alternativo, en las subastas inclusive había noches de ventas latinoamericanas. Eso pasa menos hoy, pero el artista de Latinoamérica sigue sujeto a la posibilidad de ser fetichizado. Hay sesgos muy notorios desde el centro —sea Nueva York, París o Londres— que a veces ayudan a consolidar ciertas carreras y no otras, y hacen que muchos trabajos caigan en blind spots [puntos ciegos]. Me voy a meter problemas con esto, pero para mí hay una gran diferencia entre, no solo la obra, sino también la recepción que se le da a los trabajos de Cecilia Vicuña y a los de Seba Calfuqueo. En Estados Unidos se malentiende que Cecilia Vicuña es una artista indígena. Nosotros sabemos perfectamente que no lo es, ese apellido tiene muchas connotaciones, pero no indígenas. Le tengo mucha estima a Cecilia como persona, hay obras que me interesan, otras para nada, pero me parece que su carrera se beneficia de un malentendido cultural serio de parte de la autoridad norteamericana, que muchas veces se replica en otros entornos.

Este año vino a Chile Néstor García Canclini a dar una charla. En un momento analizaba la Bienal de Venecia y el contraste entre la moda actual de llevar arte de otros lugares del mundo a Europa y Estados Unidos para mostrar exotismo y marginalidad, y la falta de políticas inclusivas en esos mismos países. Es ver por un momento lo entretenida que es la multiculturalidad, pero no pasar de ahí.

—Es básicamente eso, un exotismo identitario bastante rancio. Casi dan ganas de citar a Marx, cuando dice que la historia ocurre dos veces, primero como una tragedia y luego como una farsa. El multiculturalismo ya se encontró en un callejón sin salida a finales de los años 80. [Tomar ese camino] es una opción que en gran parte rehúsa un enfrentamiento real con las situaciones políticas, sociales y culturales. La Bienal de Venecia —que no he visto hasta ahora y debo decirlo— me parece que menciona todas estas otroridades, pero no dice ni mu sobre la inmigración, que es un problema fundamental de la otroridad hoy en día y que busca desesperadamente no un centro de poder, sino un proyecto de supervivencia. Y cuando las representaciones artísticas no entienden esos extremos de nuestros tiempos, para qué están. Los mensajes se quedan demasiado cortos. Para mí, esa bienal y también la Bienal del Whitney [una de las muestras de arte contemporáneo más importantes de Estados Unidos] son momentos curatoriales evasivos. Creo que el momento de confrontación que terminó en el período poscovid, la reacción de la derecha y el cansancio general que eso engendró fue interpretado por varios de mis colegas como una situación en la que hay que posicionarse socialmente, pero sin causar revuelo. Se albergan posiciones sociales y políticas que son supuestamente contestatarias, pero queda todo muy soso.

En ese sentido, ¿cómo ves la recepción que tuvo la obra de Seba Calfuqueo en la Bienal del Whitney?

—La verdad es que no seguí mucho la recepción que tuvo, leí solo un par de cosas. A mi entender, no lo resaltaron lo suficiente, porque Seba me parece una gran artista. Y también es que la Bienal en sí fue floja. Lo que me parece que se resaltó poco es que la Bienal del Whitney, siendo una bienal de arte estadounidense contemporáneo, ha empezado a incluir artistas que no son ni ciudadanos ni residentes de Estados Unidos, por lo que cuando supe que ella participaba me pareció muy bien.

En lo que respecta a Chile, siempre has insistido en la falta de una asociación del circuito con privados, ya sea en su forma de coleccionistas, mecenas o financistas. ¿Ves que haya cambiado esa distancia los últimos años?

—Me parece que no. Creo que se puede decir que hay más coleccionistas en Chile de lo que había antes, pero no hay un mercado como tal. Hay pocas galerías, y las que hay no logran representar bien a sus artistas dentro y fuera del país. La materia misma de las artes visuales en Chile me parece que está en pañales. No hay suficientes fondos para cubrir incluso las necesidades de los museos más ilustres de nuestro país, como el Bellas Artes y el MAC, y tampoco hay un porvenir para una ley de mecenazgo y quizás menos con este gobierno. Los gobiernos de izquierda, por lo menos los del siglo XXI, han sido particularmente malos en manejar el tema de la cultura. Hay una noción bastante retrógrada de que la “alta cultura” atenta contra los intereses del pueblo, por decirlo así, y eso me parece un problema fuertísimo. Lo he visto en España con Podemos, por ejemplo. Cuando tenían el Ayuntamiento de Madrid, los proyectos que apoyaban eran de arte callejero y le quitaban el dinero a instituciones hechas y derechas inclusive de artistas consolidados o merecedores de apoyo. 

¿Qué opinión tienes sobre el Fondart, en el caso chileno?

—El Fondart es una ayuda importantísima que no se debería cancelar de ninguna forma, pero crea una especie de falsa visión de posibilidades. Con el Fondart no se puede hacer una carrera, puedes hacer una muestra de vez en cuando, y porque le toca a uno y no a otro en debidos años se crea una noción de que hay un queque que solo se puede partir en algunos pedazos. Y lo que no se hace es llegar a puntos políticos culturales legislativos, como sería una ley de mecenazgo, para impulsar la llegada de nuevos fondos, no solo de la compra y venta de arte, sino también donaciones y ayudas para museos. Me sigue pareciendo escandaloso que no haya cinco compañías compitiendo para auspiciar el Bellas Artes. Lo mismo con el MAC. Sigue todo muy parado. Sí ha habido unos cuantos avances, hay artistas chilenos que han salido al exterior, pero no se ha crecido conforme a las posibilidades. Chile es el país más rico de Latinoamérica en términos per cápita, pero no entiende su identidad como nación y no la liga a una visión a nivel nacional, ni en el arte, ni en la visualidad, ni en las letras.

Imagen de algunas de las obras exhibidas en la Bienal del Whitney de 2022, en Nueva York. Crédito: Spencer Platt/Getty Images/AFP

Tu libro Social Forms y la exposición Gran Sur, sobre arte chileno, se refieren al arte político. ¿Qué visión tienes sobre el arte político que ocurrió en Chile en torno al estallido social y después, cuando todo se desvaneció? Escribiste sobre el artivismo en Chile en la época del estallido y mencionabas la galería Sagrada Mercancía, que se utilizaba como espacio para apoyo médico durante las protestas.

—Me parecen muy buenos artistas. Diría que quizás la mayor obra de los chicos de Sagrada fue haber montado esa galería en el lugar donde la montaron. Una escena artística significa más actos como ese. Lo del estallido, igual que la Primavera Árabe, las protestas en Hong Kong o el Occupy, se diferencian de las revoluciones por el simple hecho de que son explosiones espontáneas que en cierta medida no tenían un liderazgo ni un programa. Es decir, en muchos sentidos son performances políticas, es una política performativa, entonces no me sorprende que haya habido un bajón, inclusive una resaca. Estamos en un momento donde hasta los curadores más contestatarios están poniéndole paños fríos a sus posiciones. Entonces creo que no solo en Chile ha habido un bajón en términos de lo que se podría denominar artivismo, pero espero que en algún momento se vuelva a tomar esa bandera. Como bien sabes, el arte no crea cambios sociales, pero sí sirve de bandera para cambios sociales y eso es importantísimo. Da luz. Luces e ideas fundamentales.

También destacabas en ese artículo a Delight Lab.

—Los trabajos de Delight Lab me parecieron de nivel mundial. Pero desafortunadamente los chicos no lograron salir de Chile y hacer algo similar afuera. Creo que entendieron que su ímpetu era quizás más local. Perfectamente podrían realizar trabajos similares en Copenhague, en Londres, en Miami, porque lo que hacen, lo hacen muy bien; de alguna manera reinventaron una forma de hacer arte callejero. Pero la exigencia está en producir cosas en Chile y afuera. No creo que haya un artista, escritor, músico, compositor, cineasta o actor que pueda solamente vivir del ímpetu, la inspiración, el dinero y la importancia que se le da solo en Chile. No es menospreciar la situación de Chile, diría lo mismo de Colombia, de Perú o Argentina.

Entre tsunamis de data

Christian Viveros-Fauné quiso ser, antes que cualquier otra cosa, escritor. Con esa inquietud se mudó a Barcelona con poco más de 20 años, y fue ahí donde un amigo corresponsal de la revista Art in America le sugirió que probara escribir una reseña para ese medio. Años más tarde, ya viviendo en Nueva York, la escritura en torno a las artes visuales se volvería su principal ocupación, desarrollando un estilo deudor de nombres como George Orwell, Pauline Kael y Robert Hughes, con la que se ganaría un espacio y reconocimiento dentro del convulso mundo del arte neoyorquino gracias a sus atrevidos y reveladores juicios. No en vano, en la contraportada de Greatest Hits, el reconocido crítico de arte Jerry Saltz describe sus textos como “cañonazos lanzados contra las murallas del recalcitrante conservadurismo artístico y social”.

Su escritura, sin embargo, habita un paisaje mediático inhóspito, donde la crítica cultural tiene cada vez menos espacio. Reconoce que, en los nuevos modelos de intercambio de información dominados por algoritmos, las voces especializadas parecieran más bien perderse entre las burbujas digitales y el ruido de los mensajes cruzados, incapaces de resaltar plataformas donde todas las opiniones se adjudican el mismo valor, sin miedo al juicio:

—Hemos pasado de la crisis de la pericia a la muerte de la pericia. El hecho de que todo el mundo es su propio experto a tal nivel de no confiar en la ciencia crea una crisis epistemológica bárbara. Lo que se pierde ahí es el conocimiento real y se hace cada vez más difícil separar opiniones sólidas, bien escritas y entretenidas, del tsunami de data diario —dice Viveros-Fauné, quien destaca como innovaciones alternativas los modelos sin fines de lucro de periódicos como el Tampa Times, o la plataforma Substack, que permite crear boletines y rentabilizarlos. 

Me quedó dando vueltas una frase de la crítica de cine Pauline Kael que citaste en una de tus publicaciones de Instagram: “en las artes, el crítico es la única fuente de información y el resto es publicidad”. En este contexto, en que se habla de una “crisis de la crítica” y en que internet potencia una suerte de “sociedad de la opinión”, ¿qué ocurre con la crítica de arte? 

—El periodismo se ha ido en picada y básicamente está sostenido de momento por grandes fortunas individuales. No sé dónde vi que, en los últimos diez años, los puestos de periodistas en Estados Unidos habían bajado un 50%. La crítica cultural, que capta menos lectores que el deporte o las noticias políticas, ha sido diezmada totalmente. Entonces hay cada vez menos puestos para críticos y cada vez menos posibilidades de monetizar de forma individual, pero también de forma institucional, periódicos, revistas, y así fortalecer una crítica que dé luces. Sumado a esto, con el tsunami de data diario, vivimos un momento de nuevo analfabetismo, porque la gente no sabe leer en internet y no entiende cómo funcionan los algoritmos. Mi madre, que siempre ha sido una gran lectora, se entretiene mucho con el nuevo Instagram que está aún más focalizado en tus intereses. Ve cosas que a ella le gustan, pero no entiende que eso va dirigido hacia ella, que es una burbuja. Cada vez que interactúa con su teléfono, manda señales para perfeccionar el algoritmo, y eso funciona dentro de una economía informacional y financiera. Esto le pasa a muchísima gente. No se entiende que se está siendo usado. La gran frase que lo resume es que cuando algo es gratis, quien está siendo usado eres tú.

Sí, uno es el producto. Pero quizás ahí surge también un potencial para la crítica. Hoy en día que lo visual es tan preponderante, quizás la figura del crítico se vuelve aún más pertinente, si lo vemos como una persona que ayuda a leer visualmente el entorno.

—Estoy completamente de acuerdo. Y en eso creo que hay un punto esperanzador. Los críticos como decodificadores de imágenes y los artistas como productores de imágenes. Creo que este es inclusive un momento dulce para los artistas, porque todo está en veremos, es decir, los viejos paradigmas se hunden y para levantar nuevos se necesitan luces, ideas hechas imágenes, antes que palabras y formulaciones ideológicas. Nosotros, como decodificadores de imágenes, podemos tener un rol muy importante. Se debería tomar como un reto mayor, porque necesitamos urgentemente cabezas claras y gente con buena pluma para decodificar, para aclarar, para convencer. Y el convencimiento —y esta es una cuestión fundamental de las artes— no solo pasa por hacer un mejor argumento, sino también por lo emocional, y eso los artistas y los críticos lo han entendido siempre. Entonces me parece que sí hay un lugar. El problema es que estamos in media res y hay que encontrar la forma de hacerlo y pagar la renta y comer. Pero de que se puede hacer, se puede. Lo digo yo mismo, porque aquí estoy.

Me recuerda una cita de una entrevista donde decías que “la crítica de arte debe aceptar su lugar como un género literario sin tener que convertirse en un poema”. 

—A mí me parece que la crítica bien escrita es un género literario, en definitiva. Son obras que deleitan al lector y no solo compendios de información. Por ejemplo, por mucho que me interese el libro History of Art: The Western Tradition, de [H.W.] Janson, porque es un compendio de pe a pá, lo que no me convence es la escritura. Y la escritura que sí convence se acerca al poema y a la prosa narrativa. Hilvana palabras y frases para contar una historia que no es de primera utilidad en la vida de uno, pero te da un punto de inspiración y te puede dar hasta luces para saber cómo uno debe vivir. Los grandes escritores son gente que no solo decodifica, sino que ennoblece el objeto de su escritura y logra crear una especie de magia para el lector.