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Como un tenebroso “ruido blanco” de la historia

El ínfimo suspiro, obra de Mauricio Barría —ganadora de la VI Muestra de Dramaturgia Nacional en 2000— y recientemente publicada en un libro, indaga en la memoria de la tortura como un ruido persistente en la historia: un eco fantasmático que desborda la representación y se encarna en voces más que en cuerpos. “No se trata de lo simplemente ‘inenarrable’, sino de aquello que solo puede pensarse enfrentando los límites de los recursos disponibles en las artes”.

Por  Sergio Rojas

La memoria no es frágil, sino el sujeto. La memoria es más bien algo tremendo, y llegar a constituirse en sujeto es algo así como un proceso contra la memoria. Ahora bien, no solo hay memoria de lo que nos sucedió, de lo que vimos, de lo que experimentamos, de lo que hicimos, sino también de “cosas” que supimos que sucedían, cosas que sucedieron. Digámoslo más precisamente: existe una memoria, intensa y difusa como toda memoria, de que mientras vivíamos ciertas situaciones y experiencias, otras cosas también estaban sucediendo. La tortura como práctica sistemática durante la dictadura es una de esas “cosas”. Opera como un ruido de fondo en esa memoria que querría ser la memoria de un sujeto.

El motivo que cruza la obra es el dolor en la siniestra escena de la tortura. No trata “acerca” del dolor, sino que, replegándose la escritura desde el verosímil de la representación —desde el propósito de la denuncia o desde la aflicción del duelo—, el dolor trasciende la fisiología de los sentidos, porque se escenifica en la indefensión más absoluta. Antes de infligir sufrimiento físico, el torturador impone despiadadamente a la víctima el pensamiento de que en ese momento nada puede mediar entre el cuerpo y la puesta en marcha de una aniquilación infinita. La víctima se encuentra sometida no solo al sufrimiento físico, sino también a los protocolos, a los métodos y a las rutinas del victimario. “Cuántas sensaciones pueden recorrer nuestros cuerpos…”. Es decir, ¿cuánto cuerpo podemos llegar a ser? ¿Cuánto cuerpo podremos soportar, allí donde un lleno cuya intensidad no deja de aumentar no alcanza, sin embargo, a apagar la conciencia, no termina por cancelar ese pensamiento arrinconado en que se cumple la condición de una infinita vulnerabilidad? Porque el dolor ocurre también allí donde se hace esperar.

El ínfimo suspiro, de Mauricio Barría. Editorial Escena Frágil, 50 páginas.

El ínfimo suspiro atiende, ya desde el título de la obra, no a un primer plano realista de la crueldad, sino a las voces. Se anticipa, pues, de alguna manera, un ámbito de exploración estética y política que en el curso de las últimas dos décadas irá emergiendo progresivamente en el trabajo dramatúrgico de Mauricio Barría.

Como “saliéndose del tema” han quedado las voces que perdieron el cuerpo; aún se hacen oír las palabras que brotaron de ellos. Se impone el hecho mismo del lenguaje. No existe el simple silencio, no hay la temida nada. Extraviadas las referencias de espacio y de tiempo, desaparecidos los cuerpos en el pasado, con “dos metros de tierra encima de nosotros”, las voces quedan, porque una época —con la densidad contenida en su “epoché”— no se puede enterrar, tampoco las escenas de lo inimaginable. El dolor y la muerte se encarnan en cuerpos que van quedando como a un costado de los archivos. Pero es justamente desde lo que hay en todo ello de inenarrable que las voces que esos cuerpos habitaron resisten pasar a la historia.

El tiempo no fluye linealmente, se altera aquí el curso propiamente narrativo de los hechos; se trata de una escritura donde estratos y escenas se superponen, se cruzan. Los cuerpos ingresan en la escritura como intensidades que desbordan los significantes que los soportan sobre la página. Abismándose más allá de las barandillas del “teatro” o de la “literatura”, Barría hace de la escritura misma un poderoso y exigente recurso para ingresar en esa especie de “materia oscura” que es ese pasado de sonidos articulados pero fragmentados, como si el tiempo pretérito estuviese hecho de conversaciones interrumpidas, de anhelos voceados, pero también de pensamientos dichos en voz baja y con puntos suspensivos, de preguntas que quedaron flotando cuando las respuestas no llegaron. Con las voces viene a nosotros algo fantasmático, un tipo de presencia liminar que se sustrae a la representación.

El ínfimo suspiro no se propone señalar las cosas que sucedieron, sino más bien que aquello sucedió. Una violencia que no se extingue con el olvido ni con la ignorancia. Es lo que toma cuerpo en aquellas voces… el ruido blanco de la historia.

La tortura es como un “ruido blanco” en la historia. En una caracterización técnica de este fenómeno, se señala que “el ruido blanco es una señal no correlativa, es decir, en el eje del tiempo la señal toma valores sin ninguna relación unos con otros”. Es algo análogo a la “nieve electrónica” en la pantalla de televisión analógica cuando no está sintonizada en un canal determinado. Se considera entonces como una modalidad de “ruido blanco”, “ya que es el resultado de sumar el ruido electromagnético del canal de radio, el que generan los propios circuitos electrónicos del televisor, las múltiples interferencias de baja intensidad todas ellas independientes entre sí, entre otras señales”. Acaso “ruido blanco” sea una metáfora adecuada para nombrar lo tremendo del pasado en relación con esa economía de sentido que es la comprensión histórica. ¿Cómo comprender historiográficamente el dolor, la crueldad, la aniquilación? No digo que sean algo simplemente “incomprensible”, sino que hechos que justamente en su intensidad y persistencia a través del tiempo, operan como un ruido en el trabajo de editar el pasado para que los hechos se ordenen en un curso de sentido.

La tortura cae fuera de la historia. Me refiero a que si de pronto, encontramos en un libro de historia que el relato atiende a la tortura, que incluso se detiene en esta, está haciendo otra cosa que historia. El informe Valech no cabe en ningún libro de historia.

Presentación de El ínfimo suspiro. Crédito: Karla Carrasco

El relato de la tortura nos agrede, como si no viniese desde un pasado lejano, porque lo que sucede es justamente que nos da a saber que la tortura existe, que es algo prácticamente instituido; que muchas veces la identificación del “monstruo” invisibiliza lo monstruoso de una realidad cuyo funcionamiento la ha incorporado (en calabozos, en cárceles). Pienso en este momento en lo que sucede hoy, cuando en entrevistas o en encuestas las personas declaran preferir un gobierno autoritario si es capaz de poner orden, proponen enviar prisioneros a las cárceles de Bukele en El Salvador, insisten en restituir la pena de muerte, en aumentar las cárceles, en asegurar la cadena perpetua como la pena de una “muerte en vida”, etc. Y refiriéndose al golpe de Estado de 1973, una candidata a la presidencia habla de “una guerra civil”.

No se trata de que algunos acepten la tortura como un “mal necesario”, como un “mal menor”, como una crueldad inextirpable de la naturaleza humana, etc., sino de que la tortura es algo incomprensible.

Donatella Di Cessare escribe: “la tortura es el semblante perverso y despiadado de la eternidad. Por eso evoca visiones infernales. El castigo es perpetuo. Aunque la tortura no se dilata hasta un tiempo eterno, sino que se cumple en una repetitividad sin fin. Este ‘sin fin’ incesante es uno de sus rasgos particulares”. He aquí lo que la tortura tiene de abrumador, de insoportable, de contaminante. Por esto los regímenes políticos insisten infructuosamente en considerarla como algo excepcional, fuera de control, como “excesos”. De esa contaminación trata la novela Una casa vacía, de Carlos Cerda, de la casa a la que un matrimonio se trasladaría, hasta que repararon en unas manchas indescriptibles e inexplicables en el piso de la que iba a ser el dormitorio de sus hijas. He aquí el olvido, no como algo simplemente opuesto a la memoria, sino el olvido como una memoria sin sujeto.

El hecho de que aquello sucedió es lo incomprensible, y resulta indisociable del modo en que sucedió, es decir, en qué consistió, “¿qué es lo que te hicieron?”. Es la pregunta por una memoria sin sujeto, memoria de la des-sujeción.

Y mientras más nos hundimos en la materialidad forense de lo que sucedió, más lejos nos encontramos de las explicaciones, a una distancia infinita de los “por qué” que pudieran venir desde la historia. Existe la historia de los organismos de seguridad, de inteligencia, de información (términos siniestramente higiénicos); la historia de la DINA, de la CNI, de la DICOMCAR, pero esas historias tan documentadas no alcanzan a dar cuenta concretamente de lo que sucedió, en ese lugar, esa noche, en ese cuerpo.

De aquí la persistencia fantasmática de aquellos hechos. Por eso el recurso a las voces en esta obra de Mauricio. Una especie de diseminación de las conciencias en las voces de lo que se dijo… porque de eso se trataba… como leemos en uno de los epígrafes al inicio del libro, citando al pasajero de una micro: “… de lo que se trata es de hacer hablar”.

El ínfimo suspiro, de Mauricio Barría, es una escritura contra la representación, contra la interpretación, contra la razón, pero al mismo tiempo se debe a estas como su límite. No se trata de lo simplemente “inenarrable”, sino de aquello que solo puede ser pensado lidiando con los límites de los recursos de los que disponemos en las artes. El claroscuro de las imágenes con las que en el libro el artista visual Francisco Sanfuentes acompaña nuestra lectura, producen un efecto “escenográfico”: ruinas, restos, manchas, residuos, que dan cuenta de un tiempo materialmente acumulado en espacios vacíos, como si se tratara de un tiempo que ya no tiene hacia donde ir. Es lo propio de los fantasmas, permanecer cuando los demás ya se marcharon.


Este texto fue leído en la presentación de El ínfimo suspiro, que tuvo lugar el 14 de mayo de 2025 en la Sala Enrique Noisvander del Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.