La ecóloga microbiana, académica de la Universidad de Antofagasta y exconvencional constituyente, se ha dedicado a estudiar los salares del norte de Chile, ecosistemas que, según afirma, revelan los límites del planeta y nos desafían en términos de conservación. Dorador acaba de publicar Amor microbiano. Cómo se moldean nuestros sentimientos en el mundo microscópico, un libro donde conecta las ciencias con los afectos y la literatura.
Por Natalia Figueroa | Foto principal: gentileza de Cristina Dorador
El amor hacia nuestras mascotas, parejas, amistades, familiares; hacia el ecosistema que creamos junto a otros, también tiene una dimensión microscópica. “La palabra simbiosis significa vivir juntos, y es una de las interacciones biológicas más importantes del planeta”, explica Cristina Dorador (1980), bióloga y académica de la Universidad de Antofagasta, en su libro Amor microbiano. Cómo se moldean nuestros sentimientos en el mundo microscópico, recién publicado por editorial Planeta. Dice, además, que frente a una crisis climática mundial es imposible no incorporar esta mirada, ya que la interdependencia y la cooperación son fundamentales para el cuidado de los ecosistemas y el respeto por los derechos de la naturaleza. Esta es una de las ideas que Dorador defendió siendo convencional constituyente por la región de Antofagasta en el proceso de 2021, porque también se trata, asegura, de conectar la ciencia con la política.
La bióloga, hija de profesores y escritores, cuenta que este libro fue, además, un reencuentro con la poesía. “Crecí en una familia de poetas. Con mis padres siempre leímos y escuchamos poesía. Entonces, me crié en un ambiente culturalmente muy rico, y cuando empecé a estudiar ciencias me tuve que sacar eso de encima”, cuenta la autora, quien explica que Amor microbiano fue una suerte de reencuentro con ese mundo y ese lenguaje. “En momentos muy difíciles, como por ejemplo cuando dieron la noticia sobre la destrucción de los salares, escribí un poema como la única manera de expresarlo: Tengo pena de salares. La poesía quizás es el lenguaje más universal que tenemos los seres humanos”.
¿Qué autoras te inspiraron en este cruce entre ciencia y poesía?
—Si leemos a Violeta Parra, podemos verla como una investigadora nata, tanto en sus décimas como en sus canciones; o Gabriela Mistral, con todos sus relatos naturalistas. Ella también escribía sobre las especies que encontraba en sus viajes, en su jardín, en el Valle del Elqui. Hay especies que están nombradas en sus poemas que ya nunca más vamos a ver. Justamente esa es la magnitud de la literatura: que traspasa los límites de la ciencia. La literatura nos muestra un Chile natural que ya no existe.
“En tan corto el amor y tan larga la persistencia bacteriana”, escribes. ¿Cómo se puede explicar el amor a partir de los microbios?
—El libro aborda situaciones de la vida humana que tienen un correlato microbiano que, a su vez, tiene que ver con nuestro día a día, con nuestros afectos y costumbres. Ese vínculo entre lo biológico y lo socioafectivo es un desborde de los conocimientos. En particular, me gusta mucho el cruce de disciplinas y creo que no hay que temer a vincularlas y tratar de encontrar explicaciones. Este desborde también lo podemos ver desde el punto de vista de los afectos, como muestran distintos trabajos sobre qué les pasa a las parejas cuando viven juntas, cuando nos damos un beso o cuando convivimos con nuestras mascotas. Tiene que ver con la pregunta por el amor. Porque, finalmente, siempre va a ser uno de los sentimientos más importantes de los humanos.
¿Qué te hizo entrelazar ambos temas?
—Fui convocada para dar una charla en un bar durante una de las noches de NERD [charlas para difundir ciencia], en un espacio muy distendido. Ahí empecé a preguntarme: ¿qué les voy a contar? Esto fue en Valdivia, en el marco de la XXV Reunión Anual de la Sociedad de Ecología de Chile, en 2018. Así surgió el tema del “amor microbiano”, ya que había varios estudios que mostraban los efectos de los microorganismos en las relaciones de pareja. Lo articulé con frases que luego incluí en mi libro, pero también con poemas y canciones. Cuando uno se pone el “chip microbiano” en la cabeza, empieza a verlo en todas partes. Recuerdo que cité algunos versos de Gustavo Cerati, un artista que me gusta mucho. Aunque la charla seguía siendo muy científica, me di cuenta de que a la gente le encantó y que se sorprendieron mucho. A partir de ahí, surgió la idea de escribir algo más extenso, no solo vinculado al amor de pareja, sino a la forma en que nos relacionamos.
¿Es una invitación a mirar de forma distinta los fenómenos científicos?
—A veces nuestras investigaciones se quedan cortas al intentar responder una pregunta científica particular, porque somos personas haciendo nuestro trabajo. Desde temprano en las facultades de ciencias nos enseñan que somos observadores de los fenómenos, que no debemos involucrarnos, pero en realidad sí. Y eso tiene que ver también con esta idea de la ciencia como política. Creo que en nuestra formación como científicos debemos desarrollar una capacidad crítica no solo sobre lo que hacemos, sino también sobre el contexto en el que estamos, especialmente en el marco de la crisis climática.
¿Qué caminos se abren cuando se incorpora esta perspectiva?
—Siempre está presente la afectividad, porque ser científico es también una vocación y, en las condiciones materiales en que muchas veces la ejercemos, te tiene que gustar mucho lo que haces, porque es difícil, sobre todo cuando empezamos a incorporar la interseccionalidad y se involucran tanto género, territorio, origen y clase. A mí y a muchos colegas nos pasa, en el ámbito del cambio climático, que estudiamos especies o lugares que no van a existir nunca más y hay mucha frustración cuando nos enfrentamos a eso. Tuve una experiencia muy impactante junto al antropólogo Cristóbal Bonelli, una vez que fuimos a un salar, un lugar único, y estaba lleno de tuberías. Para mí y para el equipo fue muy impactante. Me puse a llorar. Después me cuestionaba por qué lloraba, por qué me afectaba, si iba a algo de trabajo, Y me di cuenta de que, claro, es humano que ocurra y no está mal. Al contrario, creo que nos ayuda.
Ese sentimiento también se replica, por ejemplo, frente a la tala de un bosque. Pienso en comunidades indígenas que sienten la impotencia y el dolor cuando ven que les están destruyendo su territorio y no hay resistencia.
—Las comunidades indígenas conocen la naturaleza, a qué hora sale el sol, cuándo se realiza la cosecha y cómo funciona un bosque. Cuando se pierde esto, también se pierde la transferencia de conocimiento. O sea, es una pérdida absoluta, es una desolación. Entonces, ¿qué hacemos frente a esa desolación? Y claro, desde la experiencia propia uno puede aprender y redireccionar esos conocimientos.
¿Qué enseñanza nos transmiten los microbios?
—Los microbios para mí son un hilo conductor para entender la diversidad, porque son justamente los seres vivos más diversos. Esa es su mayor riqueza, su mayor poder. Cuando las personas están juntas comparten sentimientos, pero también comparten microbios, y como las personas somos un ecosistema, en realidad son dos ecosistemas que están compartiendo, como dos nebulosas que se mezclan cuando están juntas. Y esa interacción creo que refuerza el hecho de que somos colectivos, que no estamos solos y que estamos todo el tiempo relacionándonos.
En el libro queda claro que los microbios son la base de la vida. ¿Cómo podemos cuidar ese legado microbiano? ¿Es parte de cuidar la memoria de la naturaleza?
—Sí, claro. Nosotros portamos esa memoria, cada uno porta los millones de años de evolución de la vida en la Tierra. Por eso, también, tener esa conciencia nos hace ser más responsables. Si te miras detenidamente el brazo con una lupa, en tu epidermis, te puedes imaginar las células que están ahí, y por dentro, las proteínas, todos los componentes celulares. Y está el ADN. En esta memoria genética vas a encontrar un pedacito de esas primeras moléculas que están guardadas en nosotros. Todas las personas somos parte de un mismo origen, que queda marcado en nuestro cuerpo y memoria, y lo que nosotros hacemos día a día también queda marcado.
En el libro describes muchas imágenes en salares. ¿Por qué hablar de ellos?
—He tenido la oportunidad de investigar sobre salares desde hace más de 20 años. Existía la idea de que en los ambientes extremos había muy poca vida o que incluso era inexistente. Entonces, además de investigar, nos pusimos a trabajar en comunicar que no era así. Eso va de la mano de nuevas herramientas y otras narrativas. El desierto y el altiplano son los lugares donde llega la radiación solar más alta de la Tierra, donde se dan altas variaciones de temperatura y existen grandes cantidades de distintos minerales. Eso hace que todo organismo sea realmente impresionante en su adaptabilidad, lo cual también tiene un correlato en la diversidad biológica. Los salares son un patrimonio genético sin parangón y eso se conoce poco. Los salares son grandes ejemplos de los límites de la vida en el planeta y de cómo esa vida se ha ido adaptando a condiciones extremas.
Sobre el modelo de economía, ¿cuál es tu propuesta para que sea compatible con el respeto y conservación de la naturaleza?
—En la propuesta de la Convención Constitucional trabajamos fuertemente en proponer una constitución ecológica. Nosotros somos parte de la naturaleza y eso da una visión distinta a la que actualmente predomina, que es la visión antropocéntrica, donde el ser humano es el centro, y todo lo que lo rodea lo debe satisfacer. Desde mi punto de vista, los microbiomas son interacciones entre todos los organismos. No es fantasía, funcionamos así. En ese sentido, se construye la idea de los sistemas, de las interrelaciones, de la cooperación, desde la necesidad del otro. Por lo tanto, para que podamos existir en un país necesitamos de las otras personas. También necesitamos saber cuidar y preservar la naturaleza, porque ella también necesita derechos. Eso actualmente se está haciendo bien en algunos países, donde hay ríos que ya tienen derechos, y tiene que haber también una Defensoría de la Naturaleza. Tenemos que tener conciencia de que todos sus elementos son finitos y que el planeta tiene límites; límites que se han sobrepasado hace bastante tiempo.