En esta entrevista, Romina Pistacchio y Gabriela Alburquenque comienzan a desentrañar el programa intelectual de la crítica literaria feminista Raquel Olea. A través de un ejercicio de memoria en voz alta, Olea va hilando la historia de la construcción de un proyecto que no se hace solo de libros y que terminará siendo uno de los aportes más relevantes al campo de la crítica y los estudios literarios en el Chile contemporáneo: el de la crítica literaria feminista.
Por Romina Pistacchio y Gabriela Alburquenque
Fotos cortesía de Soledad Bianchi y Memoria Chilena.
8 de octubre del 2021. Raquel Olea nos saluda con amabilidad y suspicacia al otro lado de la pantalla. No nos conocemos, solo habíamos intercambiado presentaciones, informaciones bibliográficas y algunas reflexiones livianas y nerviosas por teléfono. A dos años de iniciadas las cuarentenas de la pandemia, la comunicación aún se sostiene gracias a una virtualidad a la que ya parece nos hemos acostumbrado. Queremos conocer la historia personal de quien es considerada por muches, muchas y muchos la más importante crítica literaria feminista chilena. Para poder comprender cómo “llega a ser” y a ocupar ese lugar en el campo cultural e intelectual chileno, nos adentramos en su historia, sus recovecos, y los avatares que anteceden la construcción de la figura pública de Raquel Olea, la académica, la feminista, la crítica de “lengua víbora”.
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Romina Pistacchio (RP): Queríamos partir por tu gusto por la palabra y la literatura. Quisiéramos que nos cuentes qué hace que a Raquel Olea le guste la literatura, cómo sucede ese encuentro. ¿Cómo se formó esa relación y fue construyéndose al salir de las humanidades? ¿Por qué quisiste estudiar literatura, o querías estudiar otra cosa?
Raquel Olea (RO): Yo no fui en el colegio una niña seria. No era mala alumna, pero siempre tuve algo que mantengo hasta hoy día, y es que siempre he tenido o tuve una insatisfacción con el medio, con lo que pasaba en el colegio, con las alumnas, con lo que se enseñaba. Creo que me aburría y siempre quería estar en otro lugar, no prestaba mucha atención. Era indisciplinada, porque siempre estaba incómoda. De hecho, yo estudié en un colegio de monjas. Mi familia era muy conservadora, tradicional, católica.
RP: ¿Ibas a un liceo de Santiago?
RO: Estudié en Santiago, pero habíamos vivido en el sur, en el campo, en Arauco, donde mi papá trabajaba como agricultor. Nos vinimos a Santiago justamente por la preocupación por la educación de los hijos y las hijas. Yo tenía 6 años. A las niñas nos pusieron en el colegio de las monjas francesas (SSCC), lo que es ahora el Campus Oriente, ese fue mi colegio. Para mí la entrada al colegio fue completamente traumática, yo no quería entrar, estaba atemorizada, insulté a las monjas el primer día, grité, pataleé en el suelo. Como eran monjas francesas yo les gritaba desde el suelo “¡monjas, ustedes no saben ni hablar!”. Un escándalo. Una monja me pescó, y me tironeó diciendo “cette enfant terrible”, “esta niña terrible”. Abrió la puerta y me tiró para afuera. Mi mamá dice que estaba desesperada porque no sabía en qué colegio me iba a poner, en fin… Un primer disciplinamiento.
No era mala alumna, era buena alumna, pero me echaron del colegio, y después estuve en un colegio chico donde lo único que me importaba era sentirme libre, pasarla bien, haber salido del castigo. Yo era una niña chica e iba casi todos los sábados castigada al colegio de las monjas, de dos a cinco, castigada, pero muchas veces. Ese colegio era enorme, tenía que atravesar un pasillo larguísimo para llegar a mi sala. Todo era severo e inhóspito para mí. Salir de ahí fue una liberación maravillosa, maravillosa, maravillosa. Volví después del exilio a la Católica, me acuerdo, a una conferencia que organizó Nelly Richard y al entrar a la sala, que era la antigua capilla, automáticamente me persigné y sentí una sensación de sacrilegio: ¿cómo estábamos hablando allí de Foucault y de Baudrillard?
No tengo la impresión de haber tenido una buena formación, de que se haya despertado en mí la curiosidad por el saber, de que me hayan mostrado cosas interesantes, eso vino después. Estaba todo centrado en el catolicismo y la idea de pecado estaba siempre acechando. Aún pienso que el catolicismo restringe el pensamiento. Cuando salí del colegio realmente no tenía claridad de qué estudiar, de hecho, estuve dos años sin entrar a la Universidad… Mis intereses se fueron desarrollando al ir encontrando personas interesantes, amigos nuevos, amigas. Eran tiempos de muchas novedades, pugnas entre marxismo, existencialismo. Tuve un pololo importante, un loquillo lindo, existencialista y desadaptado, con el que leíamos a Sartre.
El paso por la Universidad en el Chile de los 60
RP: ¿Y qué hiciste durante ese tiempo en el que no entraste a la Universidad?
RO: Trabajaba en tonteras, cosas chicas, quería tener plata propia. Entonces hice varias cosas que no tienen mucha importancia. Había una escuela de canteros que era parte de la Facultad de Artes Aplicadas y ahí se aprendía una especie de escultura en piedra, en cerámica. Eso estuve haciendo, una cosa muy típica de persona que no sabe su estilo. Me demoré un tiempo en entrar en la Universidad, y efectivamente lo que yo quería era estudiar Periodismo, porque me gustaba la literatura y de niña siempre había sido buena lectora, eso sí. No digo que a los cinco años leyera El Quijote y a los 15 Proust, no, esa no fui yo. En ese tiempo no existía el concepto de bestseller, entonces leía novelas entretenidas y poesía. En mi casa había buena literatura y otra no tan buena. Mi mamá era una lectora de novelas realistas dramáticas, mi papá era una persona más culta en literatura clásica. A pesar de ser un hombre práctico, recitaba poemas de Quevedo y Góngora. La lectura ha sido mi pasión en la vida.
Mi recuerdo sí de la vida universitaria es que el gran tema era la política, cambiar la sociedad era la gran convocatoria. Pero sí, había bastantes mujeres en el curso, profesoras no muchas. Puedo decir que todos los ramos importantes los hacían hombres. La profesora de gramática, la señora Lidia Contreras era la esposa del profesor de gramática, que era don Ambrosio Rabanales. Después había una profesora que yo no la tuve, pero la gente que la conocía decía que era muy interesante. Era Mirna Sorotovesky, pero yo no la tuve a ella, sino a la Ana María Sanhueza. Y por supuesto que había líneas teóricas en pugna, la sociología de la literatura, el marxismo, competían con la filología, el estructuralismo. El marxismo era de las tendencias de los profesores jóvenes.
RP: ¿Entonces tú entraste a la Universidad de Chile cuando era Pedagógico?
RO: Sí, cuando era Pedagógico. Nunca quise ni pensé entrar a estudiar en la Universidad Católica. Yo ya no era católica, había dejado de ir a misa. Y entré al Pedagógico el 69, en los inicios de la Unidad Popular.
RP: ¿Y cómo era el Pedagógico en 1969?
RO: Mira, yo te diría que en ese tiempo lo dominante era la política de izquierda y la posibilidad de transformar la sociedad. En esa época yo no recuerdo que hubiera feminismo, no como una posición convocante políticamente. Por cierto, queríamos ser emancipadas. Siempre ha habido búsqueda de libertades: la libertad sexual, la crítica a la familia, al poder de la Iglesia católica sobre las cuestiones morales, pero había otro lenguaje. Estábamos contentas porque había píldora anticonceptiva. Incluso me han pedido artículos sobre el feminismo en la Unidad Popular. Yo creo que hablar de feminismo en esa época es una construcción, una ficción a posteriori. En esos tiempos se discutía la utopía transformadora de las relaciones de producción, la sociedad sin clases que se expresaba en el proyecto de la Unidad Popular, y la gran demanda era la militancia política, había que militar. Yo nunca milité porque nunca quise tener líneas de acción, de conducta. Nunca. Yo había desarrollado en mi vida una especie de rebeldía y resistencia a cualquier mandato. Entonces, si bien poco a poco me fui haciendo una persona de izquierda, nunca milité. Y si hubiera militado creo que habría sido en el MIR, donde tenía algunas amigas, pero también tenía otras amigas comunistas, alguna demócrata cristiana, pero menos. Y las demócratas cristianas que llegaban a la Universidad, prontamente se transformaban, giraban a la izquierda.
Sabes una cosa, a pesar de que yo era una persona retirada de todos esos campos, había una cosa fascinante: la expectativa de otro mundo. Porque para una chiquilla de clase media acomodada como yo, el Pedagógico era conectarse con una realidad que tú no conocías, y era interesante. Tenía compañeros que venían de muy lejos de Santiago, que se quedaban todo el día en el Pedagógico porque no podían volver a sus casas. Se entraba en contacto con una realidad que estaba oculta. Imagínate, era una época donde aparecía Víctor Jara, Quilapayún, Violeta Parra, era un mundo que te mostraba Chile desde otra perspectiva, no de la manera de ahora, te lo mostraba de una manera posible. Entonces, si bien yo participaba de todo eso, pero más imaginariamente, te fijas, a veces iba a trabajos voluntarios, pero también era crítica de los sectarismos. Me acuerdo de un profesor que de repente hacía clases en las poblaciones y yo lo encontraba poco ético, no me gustaba, lo encontraba una provocación, no me parecían bien ese tipo de cosas.
RP: Y en relación con tu paso por la Facultad y la carrera, ¿cómo viviste esa efervescencia política que también es teórica, por cierto? ¿Había líneas o facciones críticas en pugna dentro del Departamento de Castellano?
Me interesa esa pregunta que tú me haces sobre las facciones ideológicas en pugna. Eso me parece interesante. Aunque en ese momento la única manera de pensar era izquierda y derecha, revolucionario o reformista, conservador o no conservador. Entonces claro, estaban los profesores jóvenes como Ariel Dorfman, Antonio Skármeta, Federico Schopf, que eran interesantes, controvertidos, pero ideologizados, o sea, yo los veo ahora como profesores muy ideologizados.
Por ejemplo, me acuerdo que había dos profesores que hacían clases de El Quijote: Jorge Guzmán y Ariel Dorfman. Guzmán no estaba cuando yo entré, pero la gente que tuvo clases con él dice que era muy buen profesor, un tipo que miraba la tradición, leía literariamente. Ariel Dorfman leía de una manera marxista, destacando solo las relaciones de producción en la literatura, era empobrecedor. Ese era el esquema de los profesores más de izquierda, marxistas, hablaban sobre las cuestiones de producción y lucha de clases en la literatura que era fascinante también. Mira, yo me acuerdo de haber tenido un profesor muy inteligente que decía que Huidobro no podía ser buen poeta porque era de la clase alta.
RP: Pero entonces no habría arte en Chile. Y lo digo, claro, como una ironía, porque el circuito (re)producción del arte es muy elitista en Chile, incluso en momentos en que la élite vio ‘peligrar’ su lugar en el campo.
RO: Bueno, pero ese pensamiento circulaba. Había otros viejos profesores filólogos o procedentes de la filología como, por ejemplo, don Antonio Dodis, Eladio García, no recuerdo más. También había otros más formalistas, estructuralistas como Goic, que fue un gran formador. Y yo lo encontraba una lata a ese caballero, era un señor tan empaquetado, tan así, todo tenía que ser claro y preciso, te hablaba de ‘esto’, de la construcción de verdades en la lectura, en la literatura. Teóricamente estaba Federico Schopf, también, que era estructuralista muy estricto. Eso es lo que te podría decir, pero me parece interesante esa pregunta. La efervescencia y el fervor era la política.
Entonces, en mi paso por la facultad yo fui buena alumna, no maravillosa. Pero se estudiaba mucha literatura española y la literatura hispanoamericana se vino a estudiar al final. Y al fin de la carrera para mí vino el golpe, entonces yo sentí que no alcancé a agarrar ese interés o desarrollarlo, a pesar de que algunos profesores buscaban introducirte en la crítica, te ofrecían que escribieras artículos como reseñas en un diario de la tarde. Pero vino el golpe, vino el golpe y todo se detuvo y cambió brusca y violentamente.
RP: ¿Pero tú ya habías terminado tus cursos?
RO: Sí, pero no había hecho ni tesis ni me había titulado, o sea me quedé con mis estudios incompletos porque se suspendió todo y yo en ese tiempo era pareja de Federico Schopf, profesor de la Facultad. Él era comunista y se fue al exilio muy pronto después del golpe. Creo que fue uno de los primeros chilenos que salió exiliado, porque tenía una familia afuera. Se asiló en la embajada de Bélgica. Su familia le mandó un pasaje entonces pudo salir muy rápido. Y después, a finales de diciembre del año 73, yo me fui también a Alemania.
Efervescencia política y literatura
RP: Antes de pasar a esa etapa me gustaría que nos detuviéramos en algo que me pareció muy interesante que dijiste respecto a tu percepción de que en el Pedagógico se enseñaba mucha literatura española, y que solo en los últimos cursos había una pincelada de literatura latinoamericana.
RO: No sé si pincelada, pero eran los últimos cursos, me parece que era muy colonizado el programa. Era muy cronológica la forma de organizar el programa de estudios. Uno llegaba y quería estudiar y conocer la literatura latinoamericana. Era la época del boom, que coincidía con preguntas políticas interesantes: la identidad latinoamericana, lo colonizado de nuestra cultura. Eran puntos que tramaban preguntas desde el lenguaje, entonces nos parecía anticuado el programa, aunque recuerdo cursos muy interesantes de literatura española, la mística, por ejemplo, pero preferíamos conocer lo nuestro, sentíamos que había llegado la hora de lo latinoamericano.
RP: Entonces eso fue una expectativa, porque evidentemente existía efervescencia al respecto y, como decías, una aspiración de conocer, de esa utopía, de lo nuestro, de lo que nosotros producimos, de lo que esta región ha producido en términos literarios, y la ilusión por estudiar la cuestión latinoamericana ¿Según tu punto de vista la revolución cubana y su imaginario había entrado en la universidad también para crear esta expectativa con la producción literaria latinoamericana? ¿O eso era prerrogativa de estudiantes y no de profesores?
RO: Mira, de los profesores jóvenes también. Había un grupo de profesores jóvenes que hacían una diferencia con los mayores. Todos eran militantes de partidos políticos, todos estaban muy comprometidos con lo que estaba pasando, aunque la revolución cubana estaba mostrando algunas yayitas. Me acuerdo que el caso Padilla fue muy conversado en la universidad, había grandes discusiones sobre ese episodio. Pero eso era una cosa muy de cenáculos. Sí leíamos mucho, queríamos leerlo todo. Me acuerdo en una ocasión de haber comprado un gran paquete de libros como algo muy excepcional. En ese tiempo era todo muy diferente, no teníamos dinero, no había el consumo que hay ahora, no se compraba tanto. Comprarse un paquetón de libros era extraordinario, una gran cosa, pero eso yo lo hice cuando estaba en segundo año. Pero la gran discusión intelectual por los problemas culturales de lo latinoamericano vino mucho después del golpe. La experiencia del golpe y la brutalidad del golpe despertaron esas preguntas: ¿quiénes somos nosotros para que en Chile nos suceda esto? Las preguntas por la identidad estaban en los autores del boom, que nos condujo a otros autores anteriores.
RP: Y en ese momento, ¿cuáles eran tus preguntas o qué disfrutabas de la discusión en tu carrera de los cursos que tomabas? ¿Cuál era el tema que tú decías “voy a ir a esta clase, qué increíble, quiero sumergirme en este mundo”? ¿Cuáles eran tus preguntas propias?
RO: Parece que no tenía preguntas propias. Yo no tenía muchas preguntas, fíjate. A mí me gustaba mucho la literatura y leía mucho. Lo que sí recuerdo es haber hecho un desvío de la literatura europea a la literatura latinoamericana. O sea, lo que tú dices, la pregunta por lo nuestro. Recuerdo el deseo, la convicción del cambio transformador, que a través de la enseñanza de la literatura uno podía despertar conciencia en los estudiantes, podía cambiar el mundo. Eso lo sentí mucho, por ejemplo, cuando fui a hacer mi práctica en el Liceo Darío Salas. Los estudiantes eran maravillosos, esos chicos eran tan politizados, tan comprometidos que eso me pareció maravilloso y motivó mi deseo de seguir con la literatura. Aunque yo nunca quise ser profesora de literatura, yo quería ser crítica literaria desde muy temprano. Quería eso. Eso es lo que recuerdo.
RP: Interesante, aparece entonces el deseo de la intervención crítica ¿Y cuáles eran tus referentes al decir “yo quiero ser crítica literaria”? ¿Cómo sabías que uno podía trabajar y vivir siendo crítica literaria? ¿Qué era lo que pensabas que se podía hacer o lo que se hacía ejerciendo esa labor?
RO: Todo eso lo viví con mucha ingenuidad, yo no pensaba tanto en eso, yo quería ser crítica. No pensaba si iba o no iba a vivir de eso, porque era lo que me gustaba. Yo todavía vivía en la casa de mis padres. En ese tiempo no era una persona de mucha intensidad, por decirlo así, en el sentido de preguntas intelectuales. Como que yo vivía en el devenir de lo que fuera pasando. No sabía si después iba a seguir estudiando o me iba a ir para algún lado, a lo mejor me iba a casar, no sabía. Vivía al día, no tenía grandes proyectos.
Cuando tú me preguntas por referentes en críticas literarias tampoco los tenía, y tampoco sé los referentes en el país en ese momento. Eso sí, recuerdo que eran puros hombres y me parecían muy viejos y fomes. Bueno, y nunca tampoco he querido ser crítica literaria ‘como’ alguien. He ido buscando, armando mi caja de instrumentos con ciertos lenguajes que sí me han fascinado posteriormente. Yo soy tardía, yo soy una mujer tardía, no fui una niña que leyó mucho ni una adolescente demasiado comprometida. No. Yo soy una mujer más tardía, pero sí, en ese tiempo estaba en el proceso de constituirme a mí como sujeto, de salir de todo ese ambiente familiar, tradicional, católico, de buscar mi propia libertad individual. Lo que a mí me convocaba en ese momento en términos intelectuales era el existencialismo. Eran Simone de Beauvoir, Françoise Sagan, Sartre nos fascinaba; leía también a autoras chilenas que en ese momento publicaban novelas de ese tipo como María Elena Gertner. Pero yo no era tan consciente, yo no tenía una consciencia, por eso te digo. Hasta el momento del golpe… yo te diría que era una niña rebelde, pero sin un anclaje. Eso es lo más honesto que te puedo decir.
Yo tenía un novio en ese tiempo que era existencialista, pero a rabiar. Tenía una madre completamente loca que vivía sentada en una cama, fumando, sola y asmática. Tenían una vida muy desarmada, poco convencional. Él era aislado del mundo, rebelde y como esa era mi onda. Tenía un lado un poco frívolo también. Yo estaba como en el proceso de constituir mi individuación y, si bien la política favorecía esa libertad que buscaba y yo estaba fascinada con lo que pasaba, no me reconozco con una dirección fija, con un trabajo de diseño. No lo reconozco. A lo mejor si me hubiera hecho un psicoanálisis te podría contestar.
RP: Y en relación con lo que mencionas sobre la construcción de tu individualidad respecto de salir de la casa, del domicilio familiar, ¿qué decía tu familia en relación a tus estudios? Tu ibas al Pedagógico donde se vivía una situación de efervescencia política, no solo fascinante, sino que a veces incluso para algunas familias conservadoras, peligrosa o compleja ¿cómo se vivió eso en tu casa?
RO: Yo tuve unos buenos padres. Para ellos el amor de sus hijos era aceptar lo que sus hijos quisieran o decidieran hacer con su vida. Y si bien yo creo que sufrieron bastante en silencio con todas mis opciones, nunca dejaron de apoyarme. Después yo me fui a vivir con un novio, que cuando lo conocí era un hombre que estaba todavía casado. Él era comunista, con el pelo largo, maleducado, lo peor para ellos. Después del golpe nosotros vivíamos en una torre de San Borja que allanaban todos los días, y por eso nos fuimos a la casa de mis padres, quienes lo aceptaron y recibieron. Yo sé que para ellos eso debió haber sido algo raro, fuera de sus costumbres, pero siempre me apoyaron en todo y me aceptaron. Si bien yo quizás tenía una culpa interna, pero jamás tuve problemas concretos.
Reconocerse en el feminismo en el exilio
RP: Me gustaría que nos contaras más sobre la interrupción de tus estudios, o lo que tú reconoces como una intervención del golpe en tu proceso de estudiar Literatura porque, al menos desde mi perspectiva, pienso que es bastante traumático y frustrante que suceda eso, en lo personal y en lo social. Pero también sobre tu intempestiva salida de Chile, porque al poco tiempo del golpe Federico se fue y muy pronto tú partiste también.
RO: Mira, el golpe fue más que una interrupción, fue un corte radical en la vida cotidiana. En ese momento yo vivía con mi pareja. No sé, era una sensación… Las cosas se sabían por oído, estoy hablando de muy al principio después del golpe. Era terrible, pero no sé, yo no tengo como un relato de esa experiencia en mi interioridad, tengo hilachas no más. Creo que tiene que ver un poco con una manera de ser. Yo le pongo el hombro a las cosas y cuando algo pasa así como que me entrego al devenir de lo que va sucediendo. Debo reconocer que yo no tuve ninguna experiencia propia negativa, terrible, fuerte. Una sola vez pasó que fuimos a comprar y cuando volvimos, estaba el edificio entero acordonado y vimos cómo llevaban en una micro a muchas personas que nosotros conocíamos y eran personas importantes de la Unidad Popular. Entonces nosotros de ahí dijimos “tenemos que salir de esta casa”. Salimos de ese edificio, el departamento quedó desocupado. Cuando se está en una contingencia, tú te entregas al devenir para ir sobreviviendo, ir pasando los obstáculos. Yo no soy una persona que llore o que dramatice demasiado las situaciones de la vida, sino que digo “vamos echando pa’delante”.
Yo siempre digo… Yo tengo esa manera de ser porque viví de niña en el campo, en un ritmo, y en una entrega a un tiempo que tú no controlas, que es el tiempo de la naturaleza. En mi experiencia de niña en el sur de repente llovía, porque en esos tiempos llovía y llovía, y tú no podías salir de la casa, esperas que pase y descubres modos de ir funcionando. Yo no recuerdo mis experiencias personales, todo esto como algo que me haya derrumbado, no. Vamos viviendo día a día. Bueno uno oía y conocía el horror, el miedo. Los milicos cerraron todo, toda la información, todas las radios. Salvo los bandos militares no se sabía nada, la gente se dispersó, entonces, todo eran rumores. Yo me acuerdo de haber andado mucho en la calle para saber qué pasaba. Fuimos a ver a Nicanor Parra, llegamos a la casa y su esposa dice “¡qué bueno que pasó esto, porque son unos comunistas!” y no sé qué. Nicanor estuvo con el golpe, yo te digo. Nicanor fue un golpista y le perdonaron todo en Chile, la clase intelectual y los jóvenes escritores le perdonaron todo. En ese tiempo muchos se estaban asilando. Entonces la pregunta era “¿dónde están recibiendo gente?” Me acuerdo de Enrique Lihn, con él andábamos mucho averiguando, buscando información, en los primeros días.
Claro. Yo no era militante de partido, yo me imaginaba a los militantes de partido o la gente que tenía otros vínculos, pero, bueno, nadie estaba preparado para lo que vimos, el bombardeo a La Moneda fue el anticipo. Pero luego nos fuimos enterando de allanamientos, ejecuciones y desapariciones, de las personas. Cuando Federico, mi compañero, se fue de Chile y decidí irme con él, en ese sentido, yo fui una mujer tradicional, que se fue acompañando al hombre. Yo tenía una cierta sensación de liberarme de las presiones familiares.
RP: ¿Con esa salida?
RO: Claro, esa salida fue la salida de casa, de la familia y sus presiones sobre mi vida privada: en qué vas a trabajar, te vas a casar, vas a tener hijos. Ya era una mujer grande, no era una niña, tenía 27 años. Me fui con una cierta sensación de liberación. Para mí, mi proceso de encuentro, de un camino de emancipación real fue el exilio. Creo que allí… A pesar de que yo como persona no tenía el estatus de exiliada, me incorporé a esa comunidad de chilenos. Federico ya estaba en Alemania, por eso me fui para allá. Yo siempre digo que los intereses que tengo en mi vida son el feminismo y la literatura, pero eso comenzó de adulta. Eso comenzó en la experiencia del exilio.
RP: ¿Y cómo se constituyeron esos dos caminos en tus intereses principales? Porque respecto de la literatura llevabas terreno andado ¿pero al feminismo cómo lo fuiste conociendo? ¿Lo hiciste en tus estudios de doctorado en Alemania? ¿Cómo fue todo ese proceso?
RO: Llegué a Alemania y la primera urgencia que yo tenía era la de terminar mis estudios. Allá hubo una gran solidaridad en la recepción de los chilenos. Federico inmediatamente tuvo un trabajo en Frankfurt, entonces nos fuimos para allá y yo empecé a hacer todos mis trámites, viendo la posibilidad de buscar cómo podía continuar mis estudios.
RP: ¿Tú hablabas alemán?
RO: Nada. No había escuchado en mi vida ni siquiera decir Guten Tag.
Por otro lado, y yo creo que esto fue muy importante, está la experiencia de haber comenzado a vivir con compañero, luego con hijos y empezar a experimentar otros modos de sociabilidad. La carga emocional, social que significa hacerte cargo de un entorno familiar para el que no estaba preparada. Porque eso sí, eso sí, yo era una mujer que quería hacer muchas cosas, siempre fui así. Quería viajar, estudiar, siempre quería hacer cosas.
RP: ¿Y el status de migrante?
RO: El concepto de migrante y el concepto de exiliado son distintas cosas. El concepto de migrante es un concepto muy actual, que en ese tiempo no se manejaba para los extranjeros chilenos. Sí existía el estatus social de exiliado, que la sociedad alemana conocía y manejaba en las oficinas públicas o en la universidad, porque había muchos exiliados políticos de otros países como Uruguay o Argentina, etcétera, entonces era un estatus. El emigrante en Alemania era el emigrante de los países pobres del sur que venían a trabajar y tampoco se llamaban migrantes, se llamaban “trabajadores invitados”. Llegamos a Alemania a finales de 1973, hacía solo veinte años que había terminado la guerra mundial. Si uno lo piensa, nosotros llevamos ahora cuarenta, cincuenta años del golpe, la memoria está llena de ese tiempo. Nosotros llegamos a Europa a un mundo de posguerra, sin tener ninguna conciencia de eso, Llegamos a la sociedad de consumo, de capitalismo pero de posguerra. Yo tuve amigas que me contaron la experiencia de ver un mendigo que llegaba a la puerta de su casa y era su padre que había vuelto de la guerra. Conocí gente que tenía el trauma de ser hijas de un nazi. Era un mundo de posguerra. Uno viene a tener consciencia de eso ahora y nosotros llegamos en el año 74 a Alemania y la guerra había terminado el 45, el 46. Imagínate lo que eran aquí veinte años recién después del golpe, estaba Pinochet, estaba todo presente.
Porque acuérdense que en Alemania después de la guerra hubo el famoso Plan Marshall, con miles de millones para levantar el país. Entonces trajeron obreros de los países pobres de Europa, eran griegos, españoles y fundamentalmente turcos. Entonces, el concepto de migrante no existía, no se manejaba como se hace ahora. Por otro lado, había muchos exiliados sudamericanos, que tenían un estatus distinto, porque casi todos eran gente joven, estudiantes y perseguidos políticos. A ese mundo llegamos nosotros, pero sin tener conciencia de esa experiencia histórica que vivía Alemania.
RP: Sí, yo naturalicé el concepto de migrante como si siempre hubiese existido así, del modo en que se entiende hoy. Como bien tú dices es un concepto muy contextual, posicionado, y hoy en día es el que se ocupa, pero, más bien a lo que yo me quería referir era a esa experiencia de sentirse fuera de lugar, por eso que use la categoría. Me llama mucho la atención tener esa experiencia de extranjería/extrañamiento, casada o en pareja, con hijes.
RO: Todavía sin hijos en el comienzo, pero era la experiencia común de las mujeres en el exilio. De alguna manera volvieron a las funciones domésticas porque los hombres continuaron “haciendo la revolución” o “la resistencia”. Entonces paradójicamente las mujeres se integraron más rápido a la sociedad alemana, al tener que lidiar con todo lo cotidiano. Ese es un aspecto muy importante por trabajar, la cuestión de género en la vida del exilio, y que no se ha hecho.
RP: Yo le quería agregar un ingrediente a esa experiencia, el ingrediente de “ser extranjera”, esa situación de indefensión, de no hablar el idioma y estar viviendo toda esa experiencia de, si bien entiendo, otro escalón más en el proceso de individualizarte. ¿Cómo esa experiencia de la extranjería te afectó, te construyó?
RO: Lo nombro así, como extrañeza, extranjería, una alteridad; no tener raíces, no poder dar señas de identidad, no conocer la lengua. Eso lo viví con mucha fuerza y sensación de indefensión, porque los alemanes son personas reservadas, desconfiadas. El alemán de la calle es un tipo totalmente indiferente, son conservadores, temerosos, no querían que su país se llenará de extranjeros, miraban un poco feo. Eso pasaba a nivel de la calle, pero en Alemania funcionó una solidaridad muy maravillosa con los exiliados, sobre todo con los estudiantes. Nosotros rápidamente tuvimos amigos que te ayudaban. A mí me ayudaron a aprender el idioma, te acompañaban a hacer los trámites. Aún tengo amistades profundas e intensas con alemanes y alemanas que conocí entonces. Vivía bastante para adentro en ese tiempo, porque además nosotros no vivíamos en los lugares donde vivían otros chilenos. Además, había otro componente, los chilenos sentían mucha desconfianza de las personas que no eran militantes de partido.
Yo vivía allí una experiencia de mucha soledad, salvo por unas incipientes amigas alemanas que conocí alrededor de la universidad. Fue una experiencia muy solitaria para mí y muy fuerte, empezar a sentirte extraña, extranjera, no poder dar señas de identidad. Yo era la Raquel Olea porque tenía dos ojos, dos piernas, pero nada más. Me acuerdo que Pepe Donoso, que era amigo de nosotros, decía “aquí hay que estar mostrando el currículum todo el día para que sepan quién eres”. Uno en Chile está tan acostumbrado a las identificaciones a partir de obviedades: dónde estudiaste, estudiaste aquí o en la Chile, dónde vives, hay un conocimiento de la sociedad y yo me imagino que para los alemanes, los franceses será lo mismo, me entiendes. Pero, hay una identificación que se da casi per se, para bien o para mal, pero allá no. Eso fue muy duro, porque se da con el no hablar la lengua. Incluso comprar podía ser difícil: cómo explicar que necesitas un parche curita, por ejemplo, si una vendedora no hace nada por intentar entenderte. Entonces muchas experiencias así, de soledad, de extrañeza, de dureza, a veces, poco a poco vas aprendiendo los códigos y también tu lugar ahí. Todo eso en medio de hacer mucho trámite, de querer entrar a la universidad; de armarte una cotidianidad. Mi recuerdo es de una gran solidaridad, en los niveles de la Universidad, “yo te voy a ayudar a tratar de obtener una beca”, te decían algunos funcionarios. Y otra cosa que fue muy importante fue empezar a hacer grupos de mujeres, eso empezó muy temprano.
RP: ¿Grupos espontáneos o establecidos, formales?
RO: No, nosotros los formábamos. Muchos de esos grupos, sí, eran intervenidos por los partidos políticos para ser controlados, entonces había pugnas que yo intuía, pero no participaba de ellas. Por ejemplo, yo conocí a una psicóloga chilena que tenía un grupo y estaba formando un centro de atención a chilenos. Había muchas personas con problemas psicológicos. Ahí yo empecé a orientarme al mundo de las mujeres porque los hombres chilenos no me gustaban, eran unos tipos arrogantes que posaban de grandes revolucionarios, eran unos imbéciles.
Mira, qué curioso. Hay una cuestión muy interesante de precisar en torno a las mujeres. Con unas compañeras estamos tratando de empezar a escribir la historia de La Morada. Es maravilloso. Entonces nos remontamos al círculo de estudio de la mujer que se formó al principio de la dictadura y cómo todo este trabajo, esta solidaridad espontánea de las ollas comunes, de buscar a los familiares presos, de la cesantía, está conceptualizado en grupos de derechos humanos. En esos tiempos no se llamaban así, era una cuestión espontánea de la solidaridad que surgía a partir de la experiencia de vida, de que estaban solas porque los maridos no tenían plata, se hacía la olla común, etcétera. Entonces ¿cuánto de la conceptualización le quita vida a esas experiencias, o reduce el nombramiento que surge de otro lugar, que es el afecto? Es maravilloso ese paso de la necesidad a la política. Hay una mujer que habla de la política de los afectos. Algo así pasó en el exilio, con esta psicóloga que trataba mujeres. Entonces de ahí se empezaron a armar grupos de solidaridad, de conversaciones, de intercambios. Yo inmediatamente quise armar un grupo de lectura. Ahí empezaron las preguntas: ¿Por qué no hemos leído las mujeres? ¿De qué escriben las mujeres? ¿Qué experiencias de mujeres nos muestra la literatura? Entonces ahí se unieron los intereses políticos y culturales. Nace de esa experiencia personal, de afecciones.