“Las ciencias no son una herramienta para definir el bien o el mal ni entregar un juicio de valor: son un método para intentar entender más allá de nuestra propia subjetividad”, explica la neuróloga Andrea Slachevsky, que entrelaza neurociencias y ética para explorar la vulnerabilidad humana. Las fragilidades propias de experiencias como la persecución política o la demencia no son comparables, pero ambas nos hacen sentir que no somos dueños de nuestra historia.
Ilustración: Fabián Rivas
Me solicitaron una columna acerca de los 50 años del golpe de Estado desde la perspectiva de las neurociencias. Sin duda se puede abordar este tema de múltiples maneras, como, por ejemplo, intentar reflexionar sobre ciertos hechos que resultan sorprendentes. ¿Cómo es posible la ausencia de consenso mínimo respecto de que no es posible justificar el quiebre democrático de 1973? ¿Cómo es posible que no haya acuerdo entre dirigentes políticos para decir, como escribe el periodista Daniel Matamala, que “destruir la democracia a sangre y fuego es en sí inaceptable”? ¿Cómo es posible que autoridades electas democráticamente muestren una falta de valoración de la democracia y justifiquen el golpe? ¿Cómo es posible que una exdiputada de la república declare que “barbaridades de Pinochet” son “equiparables con las de Allende”, igualando los crímenes de lesa humanidad, el asesinato y la tortura de miles de personas con disturbios políticos? ¿Cómo es posible equiparar el dolor de los familiares de los más de mil detenidos desaparecidos, entre los cuales se cuentan diez mujeres embarazadas, con el sufrimiento causado por la pérdida de bienes materiales?
Esto recuerda al mercader fenicio Espigademaíz, en Astérix gladiador,quien al ver un barco pirata acercarse al suyo, exclama: “¡Son piratas! ¡Nos cogerán cautivos, nos matarán! ¡O peor aún: nos robarán la mercancía!”. Ciertamente, los conocimientos sobre la manera en que funcionan nuestros cerebros pueden ayudar a entender la dificultad de construir un consenso, la merma de la empatía o la invisibilidad del dolor del adversario político, características que uno intuye en quienes equiparan la violación de los derechos humanos con las “barbaridades” del gobierno de Salvador Allende.
Pero el reto de un relato “neurocientífico” sobre el golpe civil-militar causa cierta aprehensión. Las ciencias exigen un esfuerzo de objetividad, poner en pausa las preferencias y valores propios para intentar estudiar aquello que desconocemos. En este caso, solo quien se engañe a sí mismo puede creer que es posible evitar algún grado de deshonestidad intelectual. Es casi imposible no ceder a la tentación de usar evidencia científica para validar la propia opinión, confundiendo así el necesario debate ético sobre el golpe de Estado con un debate científico. Como escribió el genetista y autor francés Axel Kahn en su libro Raisonnable et humain (2004), “la evaluación de la calidad científica, el interés práctico y el valor ético de una innovación corresponden a tres reflexiones diferentes”. Las ciencias no son una herramienta para definir el bien o el mal ni entregar un juicio de valor: son un método para intentar entender más allá de nuestra propia subjetividad. Parecería entonces más prudente declinar la invitación a participar de este número de Palabra Pública. Pero a veces las circunstancias nos sugieren una alternativa. Hay textos que nacen de la voluntad propia de abordar un tema, hay otros motivados por solicitudes y están los textos fortuitos. En este caso, la conjunción de un viaje y el oficio de médica neuróloga resultó en este texto sobre exilio, golpe de Estado en Chile, demencia y ciencia.
En mayo de 2023 me invitaron a inaugurar un encuentro sobre salud cerebral, demencia y ciencia en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, de Ciudad de México, organizado por el Global Brain Health Institute. Quizás la cercanía de la conmemoración de los 50 años del golpe o mi propia experiencia de vida en el extranjero posgolpe me indujeron a iniciar la intervención agradeciendo al pueblo de México por su solidaridad con Chile al abrir sus fronteras a miles de chilenos exiliados. Pensé en un primer momento que sería un paréntesis previo a las típicas palabras inaugurales. Pero la conjunción algo azarosa de dos lugares geográficos, Chile y México, me llevó hacia otro tipo de reflexión.
Recordé la historia de los exiliados que saltaron las altas rejas de las embajadas para salvar sus vidas y permanecieron durante meses en esos recintos en espera de la autorización de salida del país. Recordé la historia de embajadores acostumbrados a vivir en grandes residencias que redujeron su espacio vital a una pieza para dar refugio a centenares. “Se imaginará la angustia y la tensión con que convivíamos el día entero, además del ruido a ciertas horas y también —todavía me cuesta reconocerlo— el olor penetrante, que a ratos se volvía insoportable y en el cual quienes trabajábamos ahí nos avergonzamos de reparar, porque en la situación en que nos encontrábamos esa tenía que ser la última de las preocupaciones. Y créame que lo era. La embajada estaba permanentemente vigilada por la policía o por soldados armados. Y desalmados”, cuenta un viejo funcionario de la embajada de Francia en Chile en el libro Como de un país (2021), de Marco Andrés Montenegro.
Pensé en la magnífica película de Fernando Pino Solanas, Tangos, el exilio de Gardel (1985), que cuenta la historia de los exiliados latinoamericanos en París, ciudad cuya hermosura era incapaz de apaciguar su desarraigo y su nostalgia por las tierras de origen: “Un país donde pueda ser yo sin sentirme cucaracha”, “un país en que valga en tu opinión, aunque seas un ratón” (aunque me temo que ese país solo puede existir en la nostalgia desaforada de los exiliados). Recordé también la historia de los hijos de exiliados, muchos de los cuales viven por siempre con la no pertenencia a un territorio, como escribe Marco Fajardo en Mi exilio dorado (2021): “En realidad mi abuela tenía una visión común en Chile: la del ‘exilio dorado’. Eso significaba que los exiliados habían tenido ‘suerte’ al verse obligados a abandonar su patria, porque gracias a ello pudieron conocer otros países, aprender otros idiomas… Para algunos exiliados, en algún grado, efectivamente había significado eso. Sin embargo, para la mayoría distó de aquello (…). ¿Cómo explicarle a mi abuela lo que se siente ser extranjero incluso en Chile? ¿Cómo explicarle el ‘sentirse ajeno’? ¿Que uno se siente en un tranvía y la persona de al lado se corra porque no quiere estar junto a un extranjero?”.
Y aunque este sentimiento de extranjería puede desvanecerse con el paso del tiempo, muchos seguirán “viviendo entre lenguas”, en palabras de la escritora argentina Sylvia Molloy. No por una elección de vida, sino por ser hijas e hijos de quienes fueron perseguidos por pensar y soñar de manera distinta.
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Las historias de exilio nos hablan de fragilidades, de sentir que no se es dueño de su propia historia. Son de aquellas fragilidades que afectan a una parte de la población o incluso a un país entero por razones políticas, económicas o religiosas. La fragilidad de los perseguidos, de los herejes, de los desposeídos es la que cuenta Luis E. Íñigo Fernández en Historia de los perdedores (2022): “Los vencidos se ven así derrotados dos veces: la primera al verse privados de convertir en realidad sus sueños, sus anhelos o sus aspiraciones, en ocasiones, incluso de continuar existiendo; la segunda, al sufrir la angustia de ver cómo otros, quienes los han vencido, hurtan a las gentes del futuro esos sueños, anhelos o aspiraciones, o su existencia misma, como si nunca hubieran sido reales”.
Pero existen otros tipos de fragilidades. Están las individuales, las de quienes viven con enfermedades, fragilidades que pueden alcanzar a cualquiera. Aunque, por cierto, nada es equitativo con las enfermedades: los perdedores de la historia son también más propensos a vivir las fragilidades individuales. Entre ellas están los trastornos cerebrales, tales como las demencias por Alzheimer o de otros tipos. Enfermedades que quizás nos aterran como ninguna otra, justamente por la extrema fragilidad y dependencia al otro que pueden causar, a tal punto que, sin ese otro, la propia sobrevivencia es imposible.
Pero como escribe Sylvia Molloy en Desarticulaciones (2012), donde narra el Alzheimer de M.L. —a quien dedica el libro—, la relación con el otro persiste más allá del olvido y las pérdidas. “Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva, mientras no haya muerte o clausura, para tratar de entender ese estar/no estar de una persona que se desarticula ante mis ojos. Tengo que hacerlo así para seguir adelante, para hacer durar una relación que continúa pese a la ruina, que subsiste, aunque apenas queden palabras”. Y ahí surge la exigencia de aprender a comunicarse con las personas con demencia. “Releo lo escrito y se me ocurre otra cosa, acaso obvia: ¿Y si nos estuviera pidiendo algo?”. Esa dificultad de entender al otro con demencia, con su lenguaje dislocado e historias deshilachadas, nos confronta con el fracaso y los límites de los supuestamente “sanos”, de los supuestamente no frágiles. ¿Es pertinente dividir a la humanidad entre frágiles y no frágiles?
La fragilidad de los vencidos y la fragilidad de los enfermos son, de cierta manera, fragilidades de contraposición, que distinguen entre frágiles y no frágiles. Pero creo que reflexionar sobre el carácter de la investigación científica ayuda a comprender la fragilidad inherente en todos nosotros: nuestra fragilidad cognitiva. Puede parecer paradójico evocarla al hablar de ciencia, pues suele equipararse la ciencia con un corpus de conocimientos establecido y cierto, pero esta visión es errónea. Al contrario, puede pensarse la ciencia como una respuesta a nuestras imperfecciones cognitivas y perceptuales, como lo muestra el quiebre histórico que representó Galileo al proponer la necesidad de mediciones objetivas precisamente porque nuestros sentidos no reflejan siempre la realidad y son apariencias que nos pueden llevar al error.
En este mismo sentido van las palabras de Carl Sagan en El mundo y sus demonios (1995): “Quizá la distinción más clara entre la ciencia y la pseudociencia es que la ciencia tiene una apreciación mucho más aguda de las imperfecciones y de la falibilidad humanas que la pseudociencia […]. Si nos negamos categóricamente a reconocer que somos susceptibles de cometer un error, podemos estar seguros de que el error —incluso un error grave, una equivocación profunda— nos acompañará siempre”.
Por cierto, las diferentes formas de fragilidad que acompañan a nuestras falencias cognitivas, a las demencias o a la tragedia asociada al golpe de Estado no son equiparables. Están aquellas que unos imponen a otros para preservar intereses propios; están también las de nuestros cerebros frágiles, sanos o enfermos. Se las puede reconocer, pero es difícil hacerles frente. Por suerte, las palabras inaugurales de un encuentro me eximieron de la responsabilidad de pontificar soluciones. A veces pareciera que lo más fácil es olvidar las fragilidades y seguir con la propia vida, con el anhelo de no tener que vivir ni la fragilidad del derrotado ni la del cerebro enfermo.
Pero a 50 años del golpe de Estado, también recordé el testimonio de uno de los 17 detectives que permanecieron en La Moneda el 11 de septiembre de 1973 cumpliendo con sus obligaciones profesionales, pese a que el presidente Allende los relevó de sus funciones. Al preguntársele por qué se quedó en el palacio, respondió con un escueto “quiero poder mirarme al espejo”. Creo que su respuesta muestra que, para él, abandonar al que en ese momento era el más frágil no era una opción. Quizás mucho se trata de eso. De cómo podemos, 50 años más tarde, ser un poco más decentes como sociedad y como personas; de no avergonzarnos frente al espejo, de no olvidar nuestra propia fragilidad. Y de no abandonar a los más vulnerables ni convertir a otros en frágiles solo por el hecho de pensar o verse distinto.