«Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Vivian Gornick testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista», escribe Lucía Stecher sobre Cuentas pendientes.
“Como la mayoría de lectores, a veces creo que nací leyendo”, dice Vivian Gornick (Nueva York, 1935) en la introducción a su libro de ensayos Cuentas pendientes (Sexto Piso, 2022), en el que cuenta que le es difícil recordarse sin un libro en la mano. Más adelante relata que su primer encuentro con la literatura ocurrió en la Biblioteca Pública de Nueva York, en el Bronx, donde encontró los personajes e historias que la acompañaron durante toda su vida escolar. Leía todo el tiempo, en todas partes y en las más diversas circunstancias, convencida de que no podía tener mejor compañía que la de los libros. “La lectura”, dice, procura “un alivio puro y duro del caos mental. A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”.
Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Gornick también testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista. De pronto, la narrativa que durante años he atesorado en la memoria se ve puesta en tela de juicio, y de manera alarmante”. En nuestra mente retenemos las tramas, personajes y situaciones que más nos impresionaron en la primera lectura. Por eso a veces da susto volver sobre un libro y descubrir que ya no es capaz de conmovernos o impactarnos. Para Gornick, estas transformaciones de la experiencia de lectura constituyen un poderoso instrumento de autoconocimiento y de comprensión. A través de ellas puede aprehender mejor sus procesos personales y los cambios experimentados por la literatura y la sociedad. Además, la autora reconoce y valora los aprendizajes, saberes e intuiciones de una vida larga, que le permiten ver en los libros aspectos que pasó por alto en su juventud. Al referirse a Elizabeth Bowen, por ejemplo, señala que se trata de unos de esos escritores “cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez”.
Como mujer mayor, también se distancia de algunas lecturas entusiastas de discursos claros y unívocos que sintió inspiradores en sus primeros encuentros con ellos, pero que hoy le parece que no dan cuenta de la complejidad de la subjetividad humana. Así, a partir de una tardía y no poco ambivalente experiencia con sus primeras gatas —mascotas que se resisten a ser lo que ella había previsto cuando las adoptó—, relee Gatos ilustres (1967), de Doris Lessing, y se asombra al reconocer en la descripción que la autora hace de sus propios gatos una actitud tan implacable como la que tiene frente a los hombres en El cuaderno dorado (1962). Y lo que para una Gornick joven fue una revelación, para la mujer mayor se siente como una limitación que despoja a la mirada de Lessing de matices más complejos frente a las relaciones humanas.
Gornick vuelve sobre lecturas que no solo la impactaron una vez, sino que en algunos casos retomó muchas veces. Con su lucidez y honestidad habitual, la escritora se detiene en una serie de libros que la marcaron en distintos momentos de su vida. En algunos casos, como en Hijos y amantes (1913), de D. H. Lawrence, se sorprende por cómo en cada lectura se fue identificando con distintos personajes y cambiando la forma en que valoraba las situaciones en las que se veían involucrados. En todos los casos, el nudo conflictivo es el sexo y el deseo, o más precisamente, las experiencias de personajes que viven obsesionados por ellos y que habitan en un mundo signado por su represión. Gornick relata que en sus primeras lecturas había sentido que la novela de Lawrence la alentaba a luchar contra la ceguera emocional y el enmudecimiento de los sentidos que estimulaba la moral burguesa. Su lectura más reciente, sin embargo, la lleva a repensar la novela, pero también el lugar que el deseo y la pasión juegan en nuestras aspiraciones y fantasías de realización y plenitud.
La pregunta por el lugar que el deseo y el erotismo ocupan en la vida de las personas —y sobre todo de las mujeres— es retomada en el segundo ensayo del libro, donde Gornick vuelve sobre la obra de Colette. Este es probablemente el texto en el que la autora va descubriendo más distancias con respecto a sus lecturas anteriores. Novelas que en su juventud la emocionaron, conmovieron e inspiraron, 50 años después le parecieron vacías e incluso superficiales. Gornick cita pasajes de algunas de estas novelas a los que les reconoce fuerza y expresividad, pero que no logran profundizar en los retratos y situaciones que construyen. La joven que fue no solo le parece muy lejana a la mujer en la que se ha convertido, sino también muy distinta a las de ahora: “¿qué joven mujer de nuestros días leería hoy a Colette como la leí yo de joven? Es una pregunta retórica”.
La centralidad del deseo y del amor romántico en la vida de las mujeres son también los ejes de los ensayos que Gornick le dedica a El amante (1984), de Marguerite Duras, y a tres novelas de Elizabeth Bowen. En sus lecturas se entrecruzan la admiración por el talento de las escritoras, el análisis detallado de algunos pasajes y el recuerdo de sus propias historias de amor y desamor de la época en que leyó los libros por primera vez. La mirada desde el presente una vez más le permite reconocer las trampas en las que caían personajes que buscaban tapar vacíos existenciales con la ilusión de una gran pasión, las que no eran muy distintas a las que ella misma se construía.
Es difícil decir algo más bello sobre una escritora que lo que escribe Gornick sobre Ginzburg: “Una escritora cuya obra me ha hecho amar más la vida es Natalia Ginzburg. Al leerla, como he hecho en repetidas ocasiones desde hace muchos años, experimento la euforia que pro voca que te recuerden desde el intelecto que eres un ser sensible”. Gornick señala que es sobre todo en los ensayos personales de Ginzburg donde encontró una iluminación, la comprensión de “que es al ‘otro’ dentro de uno mismo que el autor ha de buscar y encontrar para lograr la dinámica necesaria”. En los ensayos de Cuentas pendientes, la autora observa con distancia, ternura, ironía, compasión y a veces algo de impaciencia esa otra que la habita, esa otra que es ella, y cuyas transformaciones reconoce también en los ejercicios de relectura.
El libro es un exquisito recorrido por una vida de lecturas que nunca son iguales y en las que los diálogos y posibilidades de enriquecimiento se multiplican: una relectura puede enseñar a leer de otro modo un libro cuyo total valor no se supo apreciar en un primer momento; nuevas experiencias de vida producen desapegos y nuevos apegos con personajes e historias; los cambios sociales y culturales vuelven irrelevantes y vacías algunas obsesiones mientras abren espacio a otras preguntas e indagaciones. Finalmente, Gornick reconoce que frente a los libros los lectores tenemos disposiciones o actitudes que pueden ser más o menos receptivas. Le estremece pensar “en todos los buenos libros que no estaba de humor para comprender la primera vez que los leí, y a los que nunca he vuelto. No me importa que el hecho de haber leído solo una vez un libro pueda haberme llevado a ensalzar una mediocridad —puedo vivir con ello—, pero al revés…. Eso me oprime el corazón”.