Por Grínor Rojo
El capitalismo globalizado está teniendo que lidiar en estos momentos con una crisis prolongada que podría ser la más grande de toda su historia. No soy yo el primero en detectarla, por supuesto. Destacados investigadores y filósofos, como Givanni Arrighi, Immnuel Wallerstein, Terence Hopkins, Slavoj Zizek y otros la han descrito con un vasto acarreo de argumentos y de pruebas. Es una crisis que cumplió ya cuatro décadas y que hoy se presenta abastecida con todos los elementos que se requieren para convertir al planeta en una nube de cenizas cósmicas. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon puso fin en Estados Unidos al patrón oro para el dólar, a lo que se añadió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, las dificultades a que aquí me refiero no han hecho más que multiplicarse. Entre 1982 y 1989 sobrevino la llamada “crisis de la deuda”, la que aun cuando impactó a los países latinoamericanos principalmente, amenazaba internacionalizarse, desestabilizando como consecuencia de ello a la totalidad del sistema; en 1997 se desató en el sudeste asiático el dominó de las devaluaciones, ominosas estas asimismo, para las operaciones del capitalismo internacional, reproduciéndose a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; luego se produjo el caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero dentro de un grupo de grandes bancos estadounidenses que se declararon en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo; así como el de 2015-2016, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos pudimos experimentar en el caso del cobre y los venezolanos, mexicanos y ecuatorianos en el del petróleo. Cuando redacto esta página, Paul Krugman, Premio Nobel de Economía de 2008, ha anunciado una nueva debacle para el 2020 y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, parece estar haciendo todo lo posible por darle la razón. Tales son sólo los hitos mayores de una curva descendente que ha durado más tiempo del que los capitalistas están dispuestos a tolerar.
Dado este estado de cosas, los capitalistas hacen lo que siempre han hecho en circunstancias análogas: se embarcan en una campaña de reacumulación del capital y lo hacen expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del globo que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que ya se encuentran bajo su dominio. Por más que no lo parezca, el enriquecimiento obsceno del decil más alto de la distribución mundial del ingreso, que según los cálculos de Thomas Piketty varió desde 30-35% a fines de la década del cuarenta a 50% en 2010, es un dato sistémico y no una consecuencia de la pura codicia.
Respecto de la expansión territorial contemporánea, como sabemos, ella tiene lugar sobre todo en el Oriente Medio, en Irak, Libia y Siria, aunque la presa futura, a la que las transnacionales miran con avidez suprema, es Irán. El argumento del presidente George W. Bush, quien en 2003 puso en marcha la segunda guerra del Golfo Pérsico (la primera la había emprendido y perdido su papá en 1991) con la intención de “liberar” a la humanidad de la “amenaza nuclear” de Saddam Hussein y a los iraquíes de su “tiranía”, y de abrirle paso de esa manera a la formación de un “Medio Oriente democrático”, no fue más que un pretexto mentiroso para enmascarar un despliegue expansionista cuya finalidad era no sólo apoderarse de los pozos iraquíes de petróleo, lo que es obvio, sino “abrir” íntegramente esa región a los apetitos del deprimido sistema económico mundial a la vez que se le daba con ello un nuevo impulso a la producción de armamentos. Porque si por un costado la producción de armas es la que ha hecho posible la mantención de una hegemonía política estadounidense en franco declive, por el otro, es esa misma producción la que oxigena a un sistema económico que también lo está. Para pelear las guerras de Irak y de Afganistán, George W. Bush aumentó el gasto militar de Estados Unidos en un 11%. En 2017, Donald Trump lo hizo crecer de nuevo, esta vez en un 9% y por un total de 54.000 millones de dólares. Leo, además, en una noticia del 2 de agosto de 2019, que el actual presidente de Estados Unidos decidió poner fin al acuerdo con Rusia sobre control a la proliferación de armas nucleares, el que se hallaba en vigencia desde hace cincuenta años. Más que atribuir ese desatino a su irracionalidad belicista y a la aún más pronunciada de sus asesores, yo tiendo a creer que la motivación de fondo no ha sido otra que favorecer a la industria de armamentos.
Por otro lado, si ahora volvemos la mirada hacia adentro y nos fijamos en el espacio que el capitalismo ya controla, la sobreexplotación de los recursos naturales y la del trabajo humano —poniéndose en acción en este segundo frente toda clase de métodos mañosos, entre los que se cuenta el de la infame “flexibilidad laboral”—, así como la mercantilización de un conjunto de prácticas que hasta no hace tanto tiempo se mantenían libres o semilibres de contagio, como las que dicen relación con el deporte y la cultura, descubriremos ejemplos ostensibles de la estrategia a la que en su propio reducto el capitalismo global está recurriendo para salir del atolladero en que se encuentra metido. Y todo eso sin contar con el incesante bombardeo mediático por obra del cual se les crean a los buenos vecinos necesidades nuevas y se nos induce a precipitarnos en la borrachera consumista del mall.
Dos años antes de la primera Guerra del Golfo, el llamado “consenso de Washington” había puntualizado uno por uno los objetivos del proyecto. En el papel, por lo menos, el consenso de marras tuvo como su punto de partida el informe que en 1989 presentó en Washington el economista inglés John Williamson a especialistas de diez países latinoamericanos convocados por el Instituto de Economía Internacional con la intención expresa de ordenar la conducta financiera de los organismos crediticios respecto de las naciones “en desarrollo”, de preferencia, por cierto, las de nuestra región del mundo. Terminar de una vez por todas con la discusión ociosa acerca de los distintos “modelos de sociedad”, admitir que sólo existe uno y que con ese uno se deben adoptar las medidas que sean las más apropiadas para hacer que él dé todo de sí.
Los diez temas sobre los cuales, según escribe Williamson, habría acuerdo “en Washington” (¿acuerdo entre quiénes? me pregunto yo. Mi sospecha es que los “temas” de Williamson eran más bien lugares comunes ya instalados que circulaban por los corredores del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos), eran los siguientes: disciplina fiscal, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación para distender las barreras al ingreso y salida de productos, lo que estimulaba la competencia, y derechos de propiedad garantizados. No hace falta ser un especialista en economía para concluir de la lectura de este decálogo que los que iban a sacarle una tajada a su aplicación no eran los países subdesarrollados de América Latina o los de otras de las muchas áreas pobres del mundo, sino el capitalismo global. Se transformaban de este modo, en 1990, las que todavía eran un haz de prácticas dispersas en una política económica precisa.
La ideología neoliberal (la ideología y no la economía, ya que si queremos evitar malos entendidos se ha de nombrar a las cosas por su nombre. La economía es, no ha dejado de ser, la economía capitalista, sólo que ahora atrapada en una coyuntura de crisis y de intento de recuperación de su maltrecha salud recurriendo a una ortodoxia tecnocrática que justifica y promueve la exacerbación de tendencias curativas y paliativas radicales, pero que formaban parte desde siempre de su botiquín de remedios. De más está decir que lo de “postcapitalismo” no es más que un distractor para espíritus noveleros) es la que suministra el libreto de instrucciones “científicas” para estas maniobras.
En América Latina, la novedad neoliberal hizo su estreno en la década del setenta. Cierto, los golpes de Estado de los militares empezaron antes, en el 54 en Guatemala, y siguieron en el 64 en el Brasil y, aun cuando también sea verdad que el capitalismo global y, a la vanguardia del capitalismo global, el interés económico de Estados Unidos, tuvo más de algo que ver con tales atentados, así como con los que les dieron continuidad durante la década del setenta, no lo es menos que su razón de ser última fueron la insurgencia guerrillera posterior a la Revolución Cubana y una interpretación de esa insurgencia acorde con los parámetros paranoicos de la Guerra Fría.
El factor económico era aún, a esas alturas, de gravitación menor. Existían, entre los militares que se entronizaron entonces en el poder, nacionalistas coherentes, defensores del modelo económico previo, el que favorecía la industrialización nacional y la sustitución de importaciones. Las políticas económicas de los generales brasileños que abrieron ese país a la inversión extranjera, Castelo Branco, Garrastazu Médici y hasta el menos despótico Ernesto Geisel, no perdieron de vista ni el desarrollo económico de origen doméstico ni la supremacía regional del Brasil, que ellos avizoraban como una consecuencia forzosa del mismo. Más al sur, en la Argentina de la “Reorganización Nacional” el fracaso de las políticas neoliberales del ministro José Alfredo Martínez de Hoz constituye también una prueba fehaciente de que a fines de los sesenta e incluidos los setenta el nacionalismo económico seguía formando parte del imaginario hegemónico entre quienes conducían los destinos de ese país e independientemente de su origen, a veces muy poco agradable (aludo a los resabios corporativistas). Los militares brasileños y los militares argentinos fueron anticomunistas rabiosos, eso nadie se los puede mezquinar, guardianes juramentados de la “cultura occidental y cristiana” y fieles adherentes por eso a la doctrina de la “seguridad nacional”, admiradores boquiabiertos del american way of life y listos para pelear una “guerra interna” contra su propia gente para implantarlo en los espacios nacionales respectivos, con todas las atrocidades que según hay constancia cometieron, pero a pesar de todo eso continuaron creyendo en la posibilidad de un desarrollo industrial propio.
La excepción fue Chile. Desde mediados de los setenta, cuando los Chicago Boys consiguen la oreja de Pinochet y lo convencen de que su propuesta de “El ladrillo” era la mejor alternativa para sacar al país de su “ruina socialista”, la fórmula neoliberal empezó a implementarse en este país con un ímpetu que ha superado incluso al que se observa en las economías capitalistas metropolitanas. Es el caso de la privatización casi total de las pensiones, que no obstante múltiples tentativas, no ha logrado imponerse ni siquiera en Estados Unidos.
El camino que Chile se adelantó a seguir a mediados de los setenta es el mismo que entre el término de los ochenta y principios de los 2000 se procurará replicar en otros países de la región. Para anotar aquí sólo siete ejemplos tópicos: en México, desde el mandato de Carlos Salinas de Gortari (1948- ), entre 1988 y 1994; en Venezuela, durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez (1922-2010), de 1989 a 1993, y la segunda de Rafael Caldera (1916-2009), de 1994 a 1999, grandes amigos ambos del FMI; en Colombia, a partir de la presidencia de César Gaviria (1947- ), entre 1990 y 1994; en Brasil, con Fernando Collor de Melo (1949- ) y Fernando Henrique Cardoso (1931- ) entre 1990 y 2003; en Perú, sobre todo durante el periodo que sigue al autogolpe de Alberto Fujimori (1938- ), entre 1995 y 2000; en Bolivia, desde el fin del cuarto gobierno de Víctor Paz Estenssoro (1907-2001), en el 89, y especialmente durante el segundo gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1930- ), hasta la huida del Goni a Estados Unidos en 2003; y en Argentina, al principio durante Carlos Menem (1930- ), entre 1989 y 1990 (esa, una segunda intentona que como la de Martínez de Hoz no prosperó y dejó a Argentina sumida en el peor de los marasmos. En Argentina, un país productor de alimentos como no hay muchos en el mundo, ¡se registraron en esos años episodios de desnutrición!), luego con Fernando de la Rúa (1937-2019), quien después de endeudarse con el FMI en 38 mil millones de dólares en el 2000, debió huir en el 2001 desde la azotea de la Casa Rosada en helicóptero, y desde 2015 con Mauricio Macri (1959- ), quien ha estado rehaciendo el camino de Menem y de la Rúa y precipitando a su país en un marasmo aún peor.
En el Brasil de Michel Temer, hundido este hasta el cuello en una recesión económica feroz (con una caída del Pib de -3,8% en 2015, de -3,6 en 2016 y de 0,4 en 2017, según las cifras de la Cepal), el neoliberalismo empleó todas las medicinas que recomienda la ortodoxia para la recuperación del enfermo. Era el tratamiento del doctor Williamson casi en su integridad: reducción del gasto fiscal, liberalización del comercio, las finanzas y la inversión extranjera, privatización de las empresas estatales, etc. Con este mismo espíritu de reformas neoliberales, la Propuesta de Enmienda Constitucional (Pec) 55 y el Proyecto de Reforma de la Educación Media, ambos convertidos en ley por el Parlamento brasileño en 2016 y 2017, establecen la primera un congelamiento del presupuesto educacional por un plazo de veinte años (también el de salud), y el segundo un conjunto de medidas dizque pedagógicas, las que van desde el alza de la jerarquía (a asignatura obligatoria) y el tiempo (mayor) destinado en el currículumde la enseñanza media a las matemáticas y al uso instrumental de las lenguas portuguesa e inglesa, únicas que logran jerarquía de obligación, al rebajamiento de la jerarquía (a asignatura opcional) y el tiempo (menor) que se les otorga a las disciplinas artísticas, las humanísticas y a las ciencias sociales (a no ser que se trate de ciencias sociales “aplicadas”). Si en el Brasil de Temer con una mano el congelamiento presupuestario en la educación pública brasileña le dejaba la puerta libre a los privados, para robustecerse y acabar a corto o mediano plazo dictando las reglas del juego para todos los que entran en esta cancha, con la reforma curricular lo que se buscó fue cerrarle la puerta a las manifestaciones de la disconformidad.
Eso que Brasil le estaba mostrando a Latinoamérica en 2016 era el proyecto neoliberal llevado, en la periferia y en medio de una coyuntura de grandes penurias económicas, hasta el extremo de la caricatura. Un proyecto atroz y que ha tenido después, en el año y medio de la presidencia de Jair Bolsonaro, una continuidad que lo es más aún. En nombre del crecimiento capitalista, Bolsonaro está quemando la Amazonía, dejando a cientos de miles de indígenas despojados de sus tierras y poniendo en peligro la existencia misma del globo terráqueo. Pero el asalto no lo inició él. Por eso, no debiera extrañarnos que entre 2015 y 2016 Brasil haya aumentado sus emisiones de carbono en un 8,9% y que esto haya ocurrido no en los estados urbanos e industriales, como pudiera pensarse, sino en Pará y Mato Grosso, donde los latifundistas ganaderos y los productores de soja son los responsables por la deforestación, muchas veces a causa de incendios deliberados. Mientras tanto, Bolsonaro reduce una vez más los presupuestos educacionales y, sobre todo, con saña indisimulada, los que dicen relación con el cultivo de las ciencias sociales, las humanidades y las artes.
Y para volver a Argentina, el empresario futbolero Mauricio Macri ha hecho allí también lo suyo. En menos de cuatro años en la Casa Rosada, procurando imponer a su país un régimen neoliberal, los resultados son un Pib que se contrajo en un 5,8% sólo en el primer trimestre de 2019, una inflación del 60%, un desempleo por sobre el 10%, una deuda reciente con el Fmi de 57.000 millones y, según cálculos no oficiales (los oficiales son impensables), un 30% de la población subalimentada. Entre tanto, las otrora excelentes universidades argentinas languidecen.
En todos estos casos, el proyecto y su fundamentación son idénticos: el neoliberalismo hace en y para el país lo que hay que hacer. Es la “ciencia económica” la que así lo determina.
Pero la ciencia neoliberal no es una solución para América Latina. Los costos que involucra su implementación son comprobadamente mayores que los beneficios si es que nosotros estamos pensando en quienes sufren las artimañas reacumulativas y no en aquellos que obtienen ventaja de ellas. Para decirlo con las palabras de Atilio Borón, el neoliberalismo no es más que el último episodio de la reiterada incapacidad del capitalismo para enfrentar y resolver los problemas y desafíos originados en su propio funcionamiento. En la medida en que el sistema prosiga condenando a segmentos crecientes de las sociedades contemporáneas a la explotación y todas las formas de opresión —con sus secuelas de pobreza, marginalidad y exclusión social—, y agrediendo sin pausa a la naturaleza mediante la brutal mercantilización del agua, el aire y la tierra, las condiciones de base que exigen una visión alternativa de la sociedad y una metodología práctica para poner fin a este orden de cosas seguirán estando presentes.
Que el viernes 18 de octubre de 2019 el pueblo chileno haya salido a protestar en las calles, a todo lo largo de nuestro país, que un mes después la protesta siga viva y sin que la “clase” política sepa reaccionar como debiera o, mejor dicho, sin que la clase política se muestre dispuesta a tener en cuenta a la gente y a adoptar las medidas que a gritos reclama, no tiene por qué sorprendernos.