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Furias que quieren entrar

Para el escritor chileno Luis López-Aliaga, que acaba de publicar el libro Las furias, «los cuentos no son un camino de inicio a la literatura, los primeros pasos de un aprendizaje, sino más bien un laboratorio, un terreno al cual volver una y otra vez, un campo abierto para la exploración del género, y también, tal vez, una necesidad».  

Por Juana Inés Casas

En “La primera muerte de Antonio Di Benedetto”, uno de los diez relatos que conforman Las furias (Banda Propia), Luis López-Aliaga narra la detención del escritor argentino por parte de la dictadura militar tras el golpe de Estado de 1976 y lo que sucede antes y lo que sucede después: la humillación, la violencia, la persistencia de la imaginación en la cárcel, los intentos de “desentrañar los mecanismos del absurdo”. Pero no me detendré en el cuento, me detendré en la figura de Di Benedetto. Porque no es casual, claro, como nada lo es en la escritura de un buen cuento, que este autor aparezca en este libro. 

Di Benedetto, nacido en Mendoza, aquí cerca, muy cerca de Chile, amante del cine, periodista, exiliado, autor de Zama, una de las novelas más destacadas y particulares en la historia de la literatura argentina, fue también un gran escritor de cuentos, y aquí citare para describirlos: cuentos “extraños y existenciales, la constatación de un desajuste con el mundo, la imposibilidad de la pertenencia, un trabajo con el lenguaje sobre todo”.

Para Di Benedetto, al igual que para López-Aliaga los cuentos no son un camino de inicio a la literatura, los primeros pasos de un aprendizaje, sino más bien un laboratorio, un terreno al cual volver una y otra vez, un campo abierto para la exploración del género, y también, tal vez, una necesidad. 

Las furias
Luis López-Aliaga
Editorial Banda Propia, 2022.
130 páginas

Y hablo de la exploración y del género porque, creo, es una de las claves de lectura que propone Las furias, un libro que cierra con un relato llamado “Cómo escribir un gran cuento”, y donde el narrador juega con las supuestas reglas inamovibles y postulados que rondan los decálogos de escritura. “No es cierto, para empezar, que lo primero que se necesita es una historia. Ese es un error muy difundido, de principiantes. Una buena historia, una buena historia, dicen ¡necesito una buena historia! Se desesperan, salen a buscarla y cuando vuelven ya la han perdido”.

Lo que se necesita, nos dice el narrador de este cuento, es precisamente un narrador y ahí recién pensar en la historia, en el personaje, los acontecimientos.

En los cuentos de Las furias hay narradores en primera y tercera persona, hay cazadores cazados, mujeres atravesadas por un dolor que ni el coñac ni el demerol pueden atenuar, hermanas decididas, perros flacos y heridos, poetas millennials y poetas de los 80 que participan de funas en Facebook; hay personajes que cuando intentan sonreír solo les sale una “mueca torcida”, y hay intentos de finales felices, aunque la historia comience con una muerte.  Pero digo intentos, porque son eso: intentos y a veces desesperados, guiados por un impulso irrefrenable, devorador, que lleva a los personajes a querer vengarse, o apropiarse de alguna forma de un otro, como esas furias que describe la poeta Rosabetty Muñoz en el epígrafe que abre el libro, esas “Furias de cabellos enardecidos que cabalgan en el lomo de esta casa”.

A veces, las furias también atraviesan Santiago, que en el libro es una ciudad reconocible en fuentes de soda y completos, una ciudad donde ya no llueve y se ven los “últimos rastros del río que baja, desarenado, desde la cordillera”. Es una ciudad donde habitan personajes que vienen de lejos, personajes que buscan mirar sin ser vistos o, todo lo contrario, y se instalan en un taburete de la “Conga Latina” “más que para observar, para disfrutar ser observado”.

Y aquí estoy hablando en particular de Carlos Llánez, protagonista del cuento “Comer” y dueño del restaurant llamado “Rinconcito Peruano” tanto en su apogeo como en su decadencia. El mismo Carlos Llánez que, luego de cerrar las persianas del local y despedir a sus empleados, se sienta solo en una mesa larga llena de platos con carnes y papas y caldos y ceviches y camote y  choclo peruano, tal vez solo por ese momento previo a entregarse al destino, ese momento en que cierra los ojos, respira y siente “una mezcla indescifrable, intensa, como si de pronto pasaran por sus narices, en una sola inhalación, todos los olores de su infancia”.

López-Aliaga acompaña a sus personajes, los sigue, los mira sin piedad, no los juzga, pero tampoco los protege, ni los consiente. Como intuye Salvador, el protagonista del primer cuento del libro, “Hater”, sabe que hay partes nuestras que emanan de un fondo oscuro y habitan en el terreno siempre elusivo del “misterio”. Los personajes de Las furias se someten al absurdo, a lo incomprensible, a la tragedia, pero no desde el lugar de la derrota, o al menos no solo desde ahí, sino más bien desde un lugar que en lo personal valoro mucho: el lugar del juego, la ironía, el goce y el humor.

Pero volvamos de nuevo al cuento, a las particularidades del género. Creo, al igual que dice el narrador de “Cómo escribir un gran cuento», que la omisión es importante. Entonces, me detendré aquí, incluso seguiré las reglas y omitiré la palabra fin, pero antes los invito a que lean Las furias, y queden incómodos, perplejos, se rían. Y luego vuelvan a pensar en estos cuentos, vuelvan tal vez a leerlos, en busca de pistas sobre esos impulsos que tienen la potencia del deseo y la venganza, como esas furias enardecidas de las que habla el poema de Muñoz, como esas “Furias que quieren entrar”. 

 


Este texto fue leído en la presentación de Las furias, de Luis López-Aliaga, el 23 de noviembre de 2022.