Hoy los feminismos impulsan a las mujeres a deconstruir las relaciones románticas y a inventar nuevas formas de amar que las liberen de opresiones, pero ¿cómo hacerlo? En este texto, en el que se habla sobre la enajenación que produce el amor desde sus construcciones culturales —y en el que se cruzan los caminos de la sociología, el psicoanálisis, la filosofía y la teoría de género—, se revisan y desarman conceptos que pueden estar volviéndolo todo más difícil.
Por Florencia La Mura | Fotografía: AFP
La educación sentimental proviene en gran parte de la cultura popular, además de referentes más cercanos como la familia y los amigos. No se enseña a amar, al menos no de manera explícita, y es ahí donde es más difícil desaprender. La crítica al amor romántico y a la monogamia no es reciente, pero da la impresión de que volvió a ser un tema en los círculos más progresistas, donde deconstrucción, amor libre y poliamor son los conceptos que lideran la conversación. Preocuparse por amar de acuerdo a los tiempos posmodernos parece más necesario que nunca: si seguimos pensando que el amor no tiene suficiente valor como objeto de estudio, seguiremos tropezando con los mismos problemas de siempre.
Hoy muchos están entrampados no sólo en deudas, sino también en infinitas ansiedades sociales, entre ellas, encontrar pareja. “Cuando personas de otra generación te dicen ‘tú ahora puedes elegir’, lo están diciendo desde lo que ellas vivieron, pero no desde un punto de vista crítico de cómo funcionan las cosas hoy”, reflexiona la escritora y terapeuta Victoria Aldunate, autora de Borderlain, relatos desde un feminismo lesbiano y resentido (2017), quien en su experiencia con pacientes ha ido recogiendo experiencias de hombres y mujeres. Es así como algunos pueden ver la libertad —económica, moral, sexual— como la panacea, según advierte, pero esto no queda ajeno a cargas emocionales y mandatos sociales.
“La nueva educación sentimental se llama libertad, sin embargo, se cae en la trampa de que uno todo lo elige y mientras uno más se ve obligado a elegir, hay más ansiedad. Una parte del amor es que caiga el ego, es caer enamorado (to fall in love, como se dice en inglés) para que haya un lugar en uno para el otro”, explica la psicoanalista Constanza Michelson, autora de 50 sombras de Freud (2015) y Neurótic@s (2017). Con palabras muy similares, Srecko Horvat, filósofo croata y autor de La radicalidad del amor (2015), dice: “La esencia misma de enamorarse es caer enamorado. Sin caída no hay enamoramiento”.
Amor romántico: el nuevo enemigo
Uno de los enemigos de las relaciones actuales suele ser el llamado “amor romántico”. En La invención de la cultura heterosexual (2008), el académico francés Louis-George Tin explica que el amor romántico tiene sus bases en el amor cortés del siglo XII, donde las mujeres, cortejadas, celebradas y exaltadas, “vieron especialmente realzado su estatus simbólico”, una valoración que, según dice, “no implicó necesariamente una mejora concreta, sino más bien lo contrario. En efecto, si bien en los siglos XII y XIII fueron períodos de idealización de lo femenino, también reforzaron las normas y el control sobre las mujeres”, lo que a la larga perpetuó una asimetría de roles y géneros. De ahí que reconocerse como romántico hoy —incluso en una relación homosexual— pueda acarrear el peso negativo que se le ha reconocido a esta forma de amar y que tiene que ver con una larga tradición que, al menos desde el siglo XVIII, ha naturalizado ideas como que el matrimonio es la meta del amor, que las relaciones duran para siempre, que el sexo es la expresión suprema del amor y que hay que poner los sentimientos por sobre la razón, como se explica en el video Cómo el romanticismo arruinó el amor (2016), de The School of Life, una organización inglesa fundada por escritores, artistas y educadores que desde 2008 ofrece libros y programas educativos en torno a distintas materias.
Pero el enemigo no son los afectos, sino más bien la forma en que se deposita la vida en torno a ellos, como lo han hecho sobre todo tantas mujeres a lo largo de la historia, como bien lo explica la escritora Diamela Eltit: “No pienso que una mujer sea más proclive al amor que un hombre o que su forma de amor sea más intensa que la de un hombre. Lo que pienso es que son construcciones culturales que subordinan a la mujer a sus propias emociones y eso legitima que se privilegie en la mujer lo emocional sobre lo intelectual. Todas de alguna manera lo sabemos y lo hemos vivido, y en ese sentido estamos un poco presas en esa condición y muchas veces no sabemos salir de esa trampa. Usando la fórmula de Marx, (…) yo creo que el amor es el opio de las mujeres”, afirmó la autora hace unos años en El Mercurio de Valparaíso.
De ahí que sea sencillo entender por qué muchas mujeres luchan en contra de este amor, desde lo personal y desde lo colectivo: ya nadie —o casi nadie— quiere sacrificar su vida entera “por amor”, como lo hicieron muchas madres o abuelas. El problema no es tanto cómo se vive el amor hoy, sino el modo en que estos tiempos producen nuevos mandatos e imperativos, como lo explica Alexandra Kohan, psicoanalista argentina y autora de Psicoanalisis: por una erótica contra natura (2018) en una entrevista en The Clinic: “Los discursos supuestamente emancipatorios nos están llenando de nuevos preceptos: cómo hay que coger, cómo hay que amar, cómo hay que sentir”, advierte.
Comunismo para dos
En El fin del amor (2018), la filósofa y escritora argentina Tamara Tenenbaum, recuerda justamente que el matrimonio, en su prehistoria, nunca se trató de amor. Uniones entre príncipes y princesas de distintos países europeos fueron alianzas políticas estratégicas, hasta que llegó el siglo XVIII, se consolidó el amor romántico y, en un cambio de paradigma, el amor se volvió el centro de las relaciones matrimoniales. Tenenbaum concluye algo que hoy puede sonar absurdo: el amor romántico también fue subversivo en su momento. Pero si de insurrección se trata, hasta ahora ni siquiera las revoluciones más importantes del siglo XX, ni las “primaveras” ni los movimientos occupy se han atrevido a reinventar la intimidad, la familia o el amor, como lo advierte la socióloga franco-israelí Eva Illouz en el prólogo La radicalidad del amor, de Srecko Horvat.
El amor no diferencia por género, aunque históricamente ha habido una carga social afectiva hacia las mujeres. Eso explica que muchas hayan buscado nuevas formas de amar, como lo hicieron las escritoras Virginia Woolf o Anaïs Nin, que vivieron el amor libre y rompieron con la idea de la monogamia exclusiva. Emma Goldman, anarquista y feminista rusa, escribió en su ensayo Matrimonio y amor (1920): “Si hay algo en el mundo libre, es precisamente el amor”, detallando que el matrimonio no está ni cerca de ser un sinónimo de éste.
“El patriarcado se recicla”, dice Tenenbaum, y así como hoy el amor romántico presiona a las mujeres de formas muy distintas a las que sufrieron nuestras abuelas, el amor libre puede sentirse como una opresión. Ambos están sujetos a malos entendidos si no se cuestionan o si se entienden de forma dogmática. Como dice la cartilla Amor y violencia hacia las mujeres, de la Red Chilena Contra la Violencia Hacia las Mujeres: “En una sociedad como la nuestra, donde el amor es uno más de los mecanismos de opresión de las mujeres, queda todo por inventar”. Un camino posible, según Diamela Eltit, es entender el amor “en un sentido más concreto, como un encuentro con un otro-otra donde habita la simetría, pero también la asimetría. Una zona de imperfecciones mutuas que deben ser comprendidas por cada parte”, opina la autora de Sumar (2018).
“El amor es comunismo para dos. Pero el amor es tan difícil como el comunismo y puede terminar a menudo de una forma igual de trágica. Como la revolución, el amor verdadero es la creación de un nuevo mundo”, concluye Srecko Horvat en La radicalidad del amor. Su mensaje es fuerte y claro: podemos sentirnos prisioneros de herencias y contextos, podemos tener miedo de sufrir, pero hay que pelear con ese “economista interior” que nos habla en términos de ganancias y pérdidas en temas relacionados al amor.
La deconstrucción, otro término bastante manoseado —y entendido como la intención de deshacer los roles y las nociones de género dominantes—, es una aspiración ambiciosa que no se consigue sólo leyendo libros, por más que ayude, según explica Constanza Michelson: “Deconstruirse es algo que de verdad nos pasa a veces frente a un acontecimiento, pero ese acontecimiento nos remueve todo, no es sin angustia de por medio. No es algo que se pueda hacer voluntariamente”. Como dice Tamara Tenenbaum en El fin del amor: “a veces olvidamos que la deconstrucción no es un camino que tiene un comienzo y un punto de llegada, sino una mirada sobre la vida que nunca termina”.
Los nuevos mandatos se pueden tomar como ideas, como la chispa que inicia un cuestionamiento, no como una respuesta definitiva a todos los problemas. Si el camino es largo, queda explorar y discutir desde los espacios íntimos y sociales. “Estas son reflexiones que deben darse en colectivo, no podemos cambiar la cultura individualmente”, sentencia Soledad Rojas, de la Red Chilena Contra la Violencia Hacia las Mujeres. Hay que convertir en debate todas las dudas e inquietudes posibles, porque en esas conversaciones pueden esconderse todas las revoluciones posibles.