Es posible que enfrentemos otras crisis con las características de la pandemia, y esta predicción se funda en una razón concreta: la crisis climática. De acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, tan radicales como las que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración. El economista Nicolás Grau es enfático: no podemos retomar la vida que llevábamos antes de marzo de 2020. Este período, dice, puede ser un ensayo general de otros desafíos que vendrán.
Por Nicolás Grau
Lo que hemos vivido a propósito de la pandemia debe impactar nuestras miradas del mundo. Si pensáramos que este es un evento de características irrepetibles, el desafío sería simplemente sortear el chaparrón (el diluvio, para ser más precisos) y luego retomar lo que hacíamos hasta marzo de 2020. Sin embargo, sería un error pensar así: este puede ser un ensayo general de otros desafíos que viviremos en los 4/5 que quedan de siglo XXI.
¿Qué es lo que —creo— se puede repetir de esta crisis?
Desde una perspectiva social, esta crisis posee un conjunto de características particulares. En primer lugar, se ha requerido reorganizar por un período largo de tiempo las formas de producción y reproducción social. Los países han tenido capacidades muy diversas para adaptarse a estos cambios. Por ejemplo, es evidente que una respuesta sanitaria/económica óptima requiere —entre otras cosas— desacoplar fuertemente las actividades productivas en las que participa cada persona y los ingresos que ella recibe. En particular, lo ideal sería detener la producción en los sectores que favorecen la propagación del virus, pero aquello no se puede hacer a cabalidad si quienes trabajan en esos sectores se quedan sin ingresos producto de esta decisión. En otras palabras, esta es una crisis que nos exige funcionar como un cuerpo.
En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la crisis ha tensionado al máximo las sociedades toda vez que ha requerido esfuerzos extremos de la población, y tales esfuerzos no han sido homogéneos. Sin ir más lejos, en el caso de Chile —al menos— las tasas de mortalidad han tenido una fuerte correlación con la pobreza. Esto no solo es un problema de injusticia, sino además de la dificultad de actuar como cuerpo, de sentir que todas y todos estamos en un mismo barco y que, por ello, debemos hacer nuestro aporte para superar la crisis. Es esperable que esta dificultad de actuar unidas y unidos, con empatía y solidaridad, sea más relevante en sociedades muy desiguales y, por lo mismo, con baja cohesión social.
En tercer lugar, la crisis ha sido especialmente exigente con los liderazgos políticos y ha requerido de una acción estatal a gran escala. La otra cara de la moneda es que el mercado ha tenido un rol menor que en una situación normal. Se ha requerido de liderazgos que, en un contexto de incertidumbre extrema, den tranquilidad y transmitan con claridad el camino que debemos recorrer, aun cuando este sea un camino difícil y demandante. Cuando ese tipo de liderazgo no existe, tal como sucede en Chile, la estrategia sanitaria —que requiere del compromiso de todas y todos— se pone en jaque.
Por último, esta crisis ha desnudado la tremenda disparidad que existe en el mundo respecto de las capacidades colectivas que tienen los países para emprender tareas complejas. Algunos países son capaces de crear y producir vacunas, otros no. Algunos son capaces de producir ventiladores mecánicos, otros no. Algunos son capaces de organizar un proceso de vacunación del grueso de su población en un período corto de tiempo, otros no. Algo que nos recuerda esa vieja (y correcta) idea de que un país no es desarrollado por el PIB per cápita que tiene, sino por su capacidad (siempre colectiva) de hacer cosas más complejas, cosas que no todos pueden hacer.
¿En qué se basa mi predicción de que podemos enfrentar otras crisis con estas características? En una razón concreta: la crisis climática. De hecho, la crisis climática que (hoy) estamos viviendo ya está demandando este tipo de desafíos, pero a una escala menor que la resultante de la pandemia. Y de acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, de un orden de magnitud como el que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración.
La crisis climática va a exigir —ya está exigiendo— fuertes alteraciones de la forma en que producimos y reproducimos la vida social. La sociedad estará —ya está— fuertemente tensionada por la asimetría que se genera entre las y los “ganadores” y “perdedores” del deterioro del planeta. Tal crisis será mejor sorteada por sociedades cohesionadas, donde primen las conductas prosociales, y donde exista un nivel de igualdad que nos haga a todas y todos sentir que somos parte de un esfuerzo común. La crisis climática reclama del mundo político y del Estado un rol de liderazgo y articulación, que nos permita transitar tan rápido como sea posible a una forma de vida social que no ponga en riesgo nuestra existencia. Por último, la crisis climática requiere ciencia, innovación, emprendimiento (público y privado). Precisa de todas nuestras capacidades y creatividades colectivas para generar otra realidad. Otra forma de producir que no implique tener que elegir en el mediano plazo entre una reducción sustantiva de la calidad de vida material actual o poner en entredicho el futuro del planeta.
Chile está al debe en la mayoría de estos ámbitos y no hay tiempo que perder.