«La propuesta de constitución emanada de la Convención Constitucional [reconoce] finalmente que las labores de cuidados, que las mujeres hasta el momento estaban haciendo de manera gratuita en nombre del amor, deben ser valoradas y reconocidas como lo que son: un pilar esencial para la construcción del país», opina Bascur Cruz, coordinadore del Consejo de Presidencias de la FECh (noviembre, 2021 – julio, 2022).
Por Bascur Cruz
Cuando llegaron les colonizadores europees a nuestro continente, vinieron cargades de valores cristianos que les dictaban la manera en que debía funcionar el mundo, desde el sistema político a la conformación de las familias. Este último asunto era de gran importancia, ya que la iglesia católica consideraba imprescindible controlar y homogeneizar la sexualidad de la población, limitándola a la práctica monógama, cisheterosexual, y dentro de la institución patriarcal del matrimonio.
A pesar de los esfuerzos, las familias latinoamericanas se mantuvieron bastante alejadas de la utopía cristiana; las conductas sexualmente impulsivas del hombre blanco europeo (que estaba dispuesto a atentar contra los valores de la iglesia y mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio), en sincretismo con las distintas culturas indígenas, fomentaron la conformación de familias monoparentales en las que las mujeres solían ser las encargadas de la crianza y mantención económica de les hijes, cuestión especialmente cierta para las personas con menos recursos económicos.
De esta manera, madre, tía, abuela, hermana, se convirtieron también en trabajadoras obligadas ante la ausencia del padre, cumpliendo un doble rol que no es remunerado ni reconocido por quienes gobiernan. Sin embargo, ni la monarquía española ni el Estado chileno demostraron tener un entendimiento real del funcionamiento de las familias del país, manteniendo en sus normas la “utopía” de la familia biparental, heterosexual y monógama, algo que podría estar a punto de cambiar.
La propuesta de constitución emanada de la Convención Constitucional pone fin a esta deuda histórica, reconociendo finalmente que las familias pueden tener distintas configuraciones alejadas de los valores cristianos; y que las labores de cuidados, que las mujeres hasta el momento estaban haciendo de manera gratuita en nombre del amor, deben ser valoradas y reconocidas como lo que son: un pilar esencial para la construcción del país.
El artículo 10 de esta propuesta no se limita solo a esta gran tarea, ya que al establecer que “el Estado reconoce y protege a las familias en sus diversas formas, expresiones y modos de vida, sin restringirlas a vínculos exclusivamente filiativos o consanguíneos, y les garantiza una vida digna”, se abre la puerta a asumir esas otras realidades ajenas a las construcciones cisheteronormativas. Y con esto, no me refiero solo al imaginario burgués de la familia homoparental que sigue siendo monógama y fundada en el amor romántico, sino en aquellas personas que, expulsadas de sus familias cisheterosexuales, deben buscar el cariño y el apoyo en otras personas diversas y disidentes, formando redes de apoyo que brindan la contención, acompañamiento y amor que les fue negado por no someterse a una sexualidad y/o género que atenta contra su existencia. Esto, por culpa de un sistema de valores que hace que incluso el amor materno, ese que se ha construido sobre la supuesta base de la incondicionalidad, sea perdonado cuando nos repudia.
Por supuesto, el problema de las redes de cuidados en una sociedad atravesada por distintas intersecciones de violencia no se queda solo en la ejercida hacia mujeres cishetero ni disidencias. Las personas migrantes, que llegan solas en busca de mejores condiciones de vida, forman también grupos de afecto con otres en su situación ante la indiferencia de les chilenes, y lo mismo pasa con tantes otres que encuentran fuera de sus parientes sanguínees el cuidado que les negaron.
La nueva propuesta de constitución nos permitirá abrir los ojos a una realidad ineludible: la familia cisheterosexual monógama fundada en el matrimonio no es el único vínculo encargado de dar apoyo, y no debería serlo tampoco. El Estado debe asumir que el ideal cristiano de familia queda corto ante una realidad diversa; y el reconocimiento explícito de este hecho en el texto constitucional nos permitirá finalmente abrir la puerta a políticas públicas dinámicas y aterrizadas, que pongan realmente en su centro el bienestar colectivo.