La nueva edición del festival consolida su papel como laboratorio de cine y pensamiento, donde la curaduría, la memoria y el riesgo estético son los ejes centrales. Con una programación marcada por el rigor y la cinefilia, la versión 2025 volvió a demostrar por qué Valdivia es el epicentro del cine en Chile.
Por Iván Pinto | Foto principal: FicValdivia
Como hemos señalado desde hace algún tiempo en este mismo espacio, FicValdivia se ha transformado en una cita obligada para el mundo cinéfilo chileno, con salas repletas en cada función. Con una fórmula ya probada, la suma de iniciativas e instituciones detrás de este festival es un ejemplo de una gestión exitosa que ha logrado atraer a las audiencias que buscan ampliar, profundizar y conocer el presente y la historia del cine. A los habituales espacios de programación —competencias, focos, retrospectivas—, el festival ha ido sumando nuevas secciones en los últimos años: películas en fílmico (super-8 y 16mm), cine expandido (este año con tres muestras en paralelo: Andrea Novoa, Esperanza Collado, Sebastián Arriagada), nuevos espacios dedicados al cine de comedia y animación, entre otros; que van agregando capas a una experiencia que tiene a la curatoría y la programación como eje. Esto comprueba que FicValdivia es, quizás, el único festival donde los programadores parecen estar al centro de cada sesión, una suerte de autoría que los espectadores más atentos podrán reconocer a través de itinerarios específicos. Un ejemplo es la sección Disidencias, curada por Victor Guimarâes, una suerte de viaje por los archivos del cine militante a través de las relaciones que propone el programador; o, particularmente este año, las curatorías de los programadores invitados: Jonathan Ali y Léa Morin, el primero, abocado a curar una muestra de cine antillano y caribeño como parte de un Mapa de cine latinoamericano convocado por el propio festival; la segunda, invitada a curar la muestra Fulgores de Magreb, dedicado al cine de la diáspora de Argelia y Mauritania en Francia. Ambas propuestas ofrecen experiencias únicas que se completan con la atenta mediación y guía de sus presentadores.
Esto no excluye, por supuesto, la experiencia del cine en sí misma. Puede sonar a cliché, pero esa idea de que el cine se vive durante el festival se convierte en una suerte de fuerza motriz que me mantuvo implicado en diversas instancias. Entre función y función, entre conversación y conversación, me encontré varias veces con una emoción difícil de nombrar: al asistir, por ejemplo, a las proyecciones en formato super-8 de la cineasta alemana Helga Fanderl —autora en foco este año—, o al escuchar a Albertina Carri presentar ¡Caigan las rosas blancas! (película inaugural del festival). Hablo de algo vivo, como los bosquejos superochísticos de Fanderl: breves fragmentos en fílmico, haikus fugaces del tiempo y de la poesía de lo cotidiano que superan la nomenclatura de “obra” para convertirse en un encuentro entre la cineasta, la cámara y el mundo. Su cine es un documento del goce estético de Fanderl. Se trató de una de las instancias más memorables del festival, trayendo al país a una realizadora importante de la escena internacional del cine experimental, cuya una poética vitalista obliga a expandir nuestra idea de lo que el cine puede ser.

En ¡Caigan las rosas blancas!, Carri despliega una pulsión por el riesgo, el error y la invención a través de una omnívora apropiación de géneros, lenguajes y formatos. La película, concebida como un juego lúdico y subversivo, es una suerte de manifiesto en movimiento, una road movie que articula una crítica metarreflexiva y expansiva de lo político que transita desde la crítica del documental realista hacia una isla utópica donde lo fantástico y lo monstruoso conviven con la posibilidad de una comunidad interespecies. Se trata de una propuesta en directo diálogo con su libro-artefacto Cine vivo (Banda Propia, 2025) —lanzado durante el festival—, donde reúne reflexiones, ensayos y propuestas para repensar el presente del cine en diálogo con su propia obra cinematográfica.
Películas premiadas
Los dos largometrajes ganadores de la sección internacional y nacional fueron respectivamente Wind, Talk to Me, de Stefan Djordjevic (Serbia, Eslovenia, Croacia, 2025) y Matapanki, de Diego Mapache Fuentes (Chile, 2025).
La primera es una ficción autobiográfica e intimista nacida a partir de la muerte de la madre del protagonista. La película —una indagación en el territorio del duelo familiar— muestra a la madre durante sus momentos finales, entrelazando estas imágenes con la meditación y el diálogo familiar. A esto se suma una atmósfera intimista, en un paisaje boscoso que el director utiliza como escenario para juegos físicos y compositivos con los actores; y un ritmo de montaje que acompaña a la naturaleza y el silencio meditativo. Esta ficción poética con rasgos documentales, deja abierta la duda de si su indiscutible dimensión emotiva bastaba para merecer el premio principal del festival, dada la ausencia de una dimensión política.
Doblemente premiada, la chilena Matapanki dista del tono de la anterior. La película se llevó dos premios: el de largometraje juvenil (para filmes que abordan temáticas juveniles) y el premio a la mejor película chilena de las competencias. El largometraje, de egresados de la Escuela de Cine UDD, se convirtió en una sensación durante el festival, agotando funciones y generando una suerte de hype.


En esencia, la película narra la historia de Ricardo, un punk que pasa bebiendo entre tocatas y juntas con amigos, hasta que se ve envuelto en un experimento que, a través de un brebaje alcohólico, le otorga superpoderes. Estos, al parecer, son parte de un plan norteamericano contra el que el ahora superhéroe decide rebelarse. Filmada en blanco y negro, cámara en mano, con inserciones de rotoscopía y animación, la película tiene soltura, humor absurdo y una narrativa que no pretende tomarse demasiado en serio. Es lúdica y pop en sus guiños al cómic y al daikaiju eiga (cine de monstruos al estilo Godzilla), pero en su dimensión discursiva peca de ingenua, sobre todo en su lectura política: un presidente estadounidense como villano y Matapanki como su improbable salvador. Un chiste extendido para la barra de estudiantes de cine que asiste al festival: premio juvenil justificado, pero rebatible como mejor película chilena del certamen.
El otro cine chileno en el festival
Matapanki representa el premio a una nueva camada de realizadores recién egresados —que buscan, quizás, aligerar el discurso para conectar más con la audiencia—, y no cuesta imaginar a un jurado celebrando la energía juvenil y el gesto irreverente de un largometraje comprendido como “lo nuevo”. Sin embargo, frente a eso, me queda la duda sincera de qué ocurre con películas más sólidas como Antitropical (Camila Donoso), La vida que vendrá (Karin Cuyul), La corazonada (Diego Soto) o Un eclipse y el caos (Dubi Cano y Samantha Cabrera). Se trata, en su mayoría, de segundas, terceras o cuartas películas —con la excepción de la última— que comparten una búsqueda más exploratoria del lenguaje y el discurso.
Antitropical es el cuarto largometraje de Camila Donoso, quien continúa profundizando el vínculo entre documental y ficción a partir del trabajo con comunidades compuestas por minorías, en este caso, mujeres migrantes que se ganan la vida en cafés con piernas. Entre registro etnográfico, autoficción, performance y puesta en escena, esta película continúa el camino que la realizadora comenzó en Casa Roshell (2017), donde trabaja con espacios delimitados y los personajes que habitan en él. Aquí se sigue a un grupo de mujeres que viven y disputan sus identidades en lugares donde el cuerpo es su mercancía central. A partir de conversaciones y la escenificación de situaciones, Donoso retrata los conflictos y negociaciones de estas mujeres, identificando un contrapoder sutil desde el cuidado y el autocuidado. Así, espacios tan marcados por el consumo masculino y la mirada lasciva —pero también por la discriminación— se transforman en territorios complejos, con códigos de resistencia que atraviesan el ámbito del comercio sexual sin caer en paternalismos ni victimizaciones.

Desde otro ángulo, La corazonada, de Diego Soto (premio del público y segunda mención),confirma a un director cuya búsqueda artística empieza a consolidar un universo propio, cada vez más interesante en su tercer largometraje. El relato es una especie de relectura romántica de La tempestad, de Shakespeare, cruzada con elementos del melodrama y cierto lirismo cotidiano propio de Bresson o Rohmer. La historia transcurre en una casa de campo donde viven una mujer y su hijo. Pronto llega un tercer personaje, un hombre del sector que se enamora de la madre e intenta acercarse ofreciéndose para trabajar en la casona. La mujer, sin embargo, le advierte que jamás tendría un romance con alguien empleado en su casa. La situación se complica aún más con la llegada de una cineasta que, interesada en adaptar una obra de Shakespeare, los convence de interpretar juntos una escena romántica.
Lo que podría parecer mínimo —o excesivo— se sostiene en una puesta en escena que juega con sus no-actores (un sello del director es trabajar con personas cercanas, en este caso, sus tíos), siempre en el borde de una actuación esquemática que busca precisamente abrir un espacio entre el personaje y quien lo interpreta. A este dispositivo se suma el juego autorreflexivo de la propia película filmándose y la cita shakesperiana. El resultado es un entramado lúdico donde el proceso cinematográfico, la identificación con los actores (más que con los personajes) y un regionalismo chileno revisitado en clave modernista confluyen en una obra misteriosa, ligera y luminosa, que se encausa en la herencia de un modernismo estético neocriollista.
La vida que vendrá es el segundo largometraje de Karin Cuyul, y su segunda obra sustentada en una investigación meticulosa de archivo, tras su cortometraje Notas para el futuro (2023). Se trata de una película-ensayo de gran arrojo, que desde un “yo” marcado interroga las imágenes del archivo cinematográfico chileno de las décadas de 1970 a 1990. El filme reúne diversos tipos de materiales —institucionales y amateurs— que dan forma a una indagación histórica de la directora sobre el devenir político del país.
¿Cómo se configura la memoria visual de una nación? ¿Qué discursos atraviesan estos archivos? ¿Cómo construyen o quiebran imaginarios? ¿Es posible disputar las memorias a través del archivo? ¿De dónde provienen el ánimo de decepción histórica y la pérdida de sentido político? Estas son algunas de las preguntas que emergen de este registro, que se mueve entre las representaciones —escasas— que hemos tenido de la Unidad Popular, las propagandas de la dictadura y sus imaginarios de la nación, así como el rol de los archivos anónimos y amateurs que buscaron, bajo un impulso personal, registrar la vida cotidiana de la oposición al régimen. Destacan los hallazgos de los archivos de Luis Costa y de Enzo Villanueva. El primero encuestaba a habitantes de poblaciones y algunos activistas sobre su expectativa respecto del fin de la dictadura y grababa fragmentos de cotidianidad de la población. El segundo, un cineasta que vivía en el exilio, registró fragmentos de esa experiencia y de otras situaciones en Chile. El documental, sin embargo, no se queda con una imagen estática del pasado, sino que busca precisamente remover su monumentalidad. De esa forma, atraviesa de manera benjaminiana el acontecer del presente político, teniendo como horizonte el estallido social. Más que volver sobre este, inscribe esta crisis en las luchas de largo aliento, en la memoria de quienes intentaron anónimamente ensanchar lo posible de la historia.
La cuarta película chilena en competencia era Un eclipse y el caos (Dubi Cano y Samantha Cabrera), un documental que retrata la vida de cinco niños que viven en el sur con su abuela. Seguimos la vida cotidiana desde el punto de vista de los niños, quienes toman la cámara. Las directoras dibujan a través del registro el entorno natural y la mirada infantil, atravesados a ratos por cierta cosmovisión de la abuela. Esto se confirma con un eclipse, metáfora central en el documental. A través de un monólogo de la mujer, el filme también inscribe la pregunta por la experiencia y la vida cotidiana, e instala un discurso sobre vidas al margen de lo visible. Con puntos a favor como el tacto, el compromiso ético y la búsqueda de un vínculo horizontal entre cineastas y retratados, el documental quizás peca de cierta timidez en las decisiones formales para posicionar un punto de vista más claro.
Dos documentales, una ficción
Si la pregunta por lo histórico ronda en algunas de estas películas chilenas en competencia, esto aparece con claridad en Carta a mis padres muertos, la última película de Ignacio Agüero, presente en la Gala Chilena. Más cercana a piezas como Nunca subí el Provincia (2019) o El otro día (2012), este trabajo tiene como punto de partida el recuerdo de su padre, y a partir de ahí comienza una serie de memorias personales en torno al período de la Unidad Popular y la dictadura. Estas van desde sus estudios de cine en la EAC a la experiencia de una vida social movilizada del período allendista, pasando por la filmación de sus propias películas y el recuerdo de figuras como el mejor amigo de su padre, Pedro Meneses, asesinado por la dictadura; un Raúl Ruiz en su período parisino y Marco Medina, líder del sindicato de Madeco durante la UP, empresa cuyo jefe era el padre del cineasta. La película se mueve libre entre la asociación, el juego figurativo de las nubes y la reflexión histórica, y la pregunta central tiene que ver con la herencia de las luchas, el pasado de una clase obrera sindicalizada y el ajuste de cuentas con sus propios muertos. El cine de Agüero se ha vuelto una casa de muchas ventanas y viajes posibles entre el archivo, el recuerdo y la observación, buscando un yo que se expande a través del film-ensayo.
Por su parte, el documental El príncipe de Nanawa (parte de la retrospectiva dedicada a la argentina Clarisa Navas y su obra más reciente) es una pieza monumental de más de tres horas. Durante la grabación de otro documental en Nanawa, en la frontera entre Paraguay y Argentina, la cámara de Navas se encuentra con Ángel, niño de 8 años, con quien establece un particular vínculo. A partir de aquí seguimos su vida a lo largo de una década. Un dispositivo tan simple como repetir el encuentro en cada cumpleaños, dialogar con Ángel durante su crecimiento y observar su tránsito hacia la adultez se convierte aquí en un viaje apasionante. Ante nuestros ojos, su mundo se expande día a día a través de los lazos familiares, amistosos y amorosos que lo sostienen. Temas como la adaptación, las expectativas de futuro, la dura sobrevivencia en comunidades apartadas y, sobre todo, el fluir de la vida y la construcción de la identidad emergen con profundidad, sensibilidad y una rigurosidad narrativa que confirma a Navas como una documentalista excepcional, heredera de la tradición observacional de Van der Keuken y Depardon.


La cordobesa La noche está marchándose ya, de Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas, presente en la competencia nacional, se llevó el premio especial del jurado. Se trata de una película afín a Las cosas indefinidas (María Aparicio, 2023), también cordobesa, por compartir el clima de una ficción que reflexiona sobre el propio cine. Una sala de cine en crisis y la caída de su proyeccionista —Pelu—, que pasa de su oficio a la función de nochero, conforman el núcleo de un relato que deviene homenaje al Cineclub Municipal Hugo del Carril, verdadera institución cultural de Córdoba. Filmada en un riguroso blanco y negro, la película sigue a Pelu mientras se instala a vivir en las bodegas del cine, proyectando películas nocturnas para la gente de la calle. Ese descenso, acompañado quizás por una depresión, se convierte en una meditación sobre la melancolía de las salas y de las instituciones culturales en crisis, en un país que desfinancia la cultura. Poética e íntima, realista y espectral, la película acompaña los silencios de su protagonista y culmina con un mensaje nítido hacia las políticas culturales del gobierno de Milei.
Archivos
Quiero cerrar este recorrido con los archivos, siempre presentes en el festival. Como señalamos, las retrospectivas dedicadas al cine magrebí y al cine caribeño-antillano constituyeron experiencias mayores y profundamente relevantes dentro del esfuerzo por rescatar y visibilizar cinematografías de menor difusión. Puede afirmarse que la historia del cine no puede completarse sin atender a la totalidad de sus experiencias. La discusión que aquí se abre con el canon resulta prioritaria para el futuro del festival y de su programación. En ese sentido, la asociación con otros programas de reconstrucción de estas historias representa un movimiento inteligente y táctico que merece ser destacado. Me quedo con dos piezas notables. La primera, parte de Fulgores del Magreb, es Voyage en Capital (1978), de Ali Akika y Anne-Marie Autissier, un retrato de la segunda generación de migrantes africanos en Francia. Ficción típicamente poscolonial, aborda las múltiples dimensiones de la vida migrante —la lucha por la identidad, el racismo, las tensiones y afinidades entre movimientos como el feminismo o el maoísmo estudiantil del período—. Una ficción realista y testimonial construida con afecto y compromiso. La segunda es Women of Suriname (1978), dirigida por At van Praag y producida por organizaciones vinculadas a las causas que el filme acompaña. Se trata de un documental observacional que sigue a cuatro mujeres en los años posteriores a la independencia de Surinam (1975). La película irradia optimismo y espíritu de lucha en medio de la búsqueda por superar la herencia del colonialismo neerlandés, en condiciones de pobreza y precariedad material. Destacan la fortaleza y el liderazgo de sus protagonistas, mujeres activistas que se mueven entre su país natal y la diáspora en Holanda y Alemania. Más allá de su valor documental y testimonial, el filme sobresale por su poderosa banda sonora, compuesta por himnos activistas y anticoloniales.
También destacan los habituales hallazgos retrospectivos del festival, como la recuperación de Nightshift (Robina Rose, 1981), una joya perdida del underground británico presentada en la sección Tramas. Se trata de una película filmada entre amigos que retrata la rutina de una portera nocturna en un hotel frecuentado por poetas, borrachos, punks, insomnes y yonquis, con la participación de figuras reales del underground londinense de la época: la banda punk Urban Guerrilla, la cantante Barb Jungr y la propia protagonista, Jordan, icónica figura del punk y actriz en los filmes de Derek Jarman. Nightshift es tanto un documento de la escena cultural como una celebración del cine entendido como juego entre amigos, deseo de exuberancia y ensoñación mítica y trasnochada.
Cierro este comentario con el homenaje al fallecido cineasta chileno Sergio Navarro, en el marco de la recuperación integral de su obra que lleva adelante la Cineteca de la Universidad de Chile. Por primera vez se exhibieron aquí piezas históricas y fundamentales como Retorno del grupo Inti Illimani (1988), Los Prisioneros en la campaña del No (1988), El país de antaño (1993) y El páramo del ciudadano (1998). Las tres primeras conforman un valioso registro histórico de un cineasta que supo tener la cámara allí donde debía estar: el retorno del exilio de uno de los grupos más emblemáticos del período allendista —un conmovedor rescate lleno de celebración, cánticos y reconocimiento popular—; el cierre de la campaña del No, con Los Prisioneros tocando en un ambiente politizado y optimista que condensaba la unidad de los sectores opositores al pinochetismo; y El país de antaño, donde el poeta Elicura Chihuailaflee su obra en los parajes del sur, trazando un recorrido hacia tierras argentinas bajo un mismo manto de hermandad mapuche. Por último, El páramo del ciudadano articula una reflexión en torno al libro Chile actual: anatomía de un mito (1997), de Tomás Moulian, best seller y testimonio de una izquierda que, en pleno neoliberalismo, buscó revisar críticamente el modelo exitista. El documental funciona como una meditación colectiva del pensamiento de la escuela Arcis sobre el Chile de entonces y su pasado político.
Todas, verdaderas joyas y documentos que agradecemos haber podido ver.
