La intención de desinformar se manifiesta ante el miedo a perder poder, lo que ha quedado demostrado en las campañas del Apruebo y el Rechazo: noticias falsas, interpretaciones antojadizas e información distorsionada han llenado las redes sociales y hasta los medios de comunicación. ¿Es posible un voto informado en este escenario?
Enrique Núñez
Una imagen junto a la otra. La primera, del 2009; la segunda, del 2017. En la más antigua, el pasto que antecede al ala oeste del Capitolio luce repleto, en la segunda, se hacen evidentes los espacios vacíos. En la de la izquierda, jura como presidente Barack Obama, en la de la derecha, lo hace Donald Trump. La clara diferencia en la cantidad de personas no importó a Sean Spicer, el entonces secretario de Prensa de Trump, quien en su primera conferencia afirmó que la toma de posesión del mandatario se trataba de la más concurrida de la historia. Su primer acto público comenzaba con una mentira. La prensa confrontó al equipo ante la exageración, y la respuesta de Kellyanne Conway, asesora del entonces presidente, fue que se habían presentado “datos alternativos”. Esa expresión sintetiza un componente esencial del problema que significa la desinformación: la verdad no es suficiente.
Poco y nada sirvió la evidencia para que los adherentes de Trump acusaran diferencias en el momento del día o las condiciones climáticas de ambas postales para explicar las disimilitudes, llevando a que fuese necesario aportar datos adicionales, como las cifras del transporte público de quienes llegaron al evento. Ese relato paralelo estableció desde el primer día la oposición entre la legitimidad del ejecutivo y la de la prensa, y de paso, plantó la semilla de la toma del mismo edificio al final del gobierno, en 2021, en un violento intento por invalidar las elecciones. Por lo tanto, además de la mentira, la complejidad del problema está en la disposición a creerla y en quienes controlan los circuitos de validación, que van nublando la verdad con su discurso.
Aunque sería un ideal racional de estos tiempos, los seres humanos no siempre depositan su confianza en la evidencia. Están en juego, por ejemplo, la identidad y el sentido de pertenencia a una comunidad discursiva, donde se encuentra la validación de los pares. Se trata del lado menos romántico del apasionamiento, que se traduce en una interpretación sesgada de la realidad, en gran medida impulsada por alguna motivación emocional, como puede ser el miedo, la obtención de un beneficio o el estatus. La desinformación se manifiesta, en especial, en escenarios polarizados, donde el temor lleva a convertir a los contendores y sus propuestas en amenazas; y en instancias de alta incertidumbre, donde, a falta de respuestas basadas en hechos o en la ciencia, las explicaciones causales se nutren de ficción, como hemos visto durante la pandemia del covid-19.
Consideremos el escenario que Chile enfrenta en la actualidad. Tenemos una decisión binaria: un Apruebo o un Rechazo, sin los matices que algunos piden y otros prometen sin garantías. Es decir, desaparecen los términos medios, y cuando el esquema político se divide entre dos opciones, se generan enfrentamientos tribales a nivel discursivo. Hay que considerar que la creación de enemigos y fantasmas que supuestamente ponen en peligro la armonía y la subsistencia de una comunidad son herramientas de control y coerción. Es el recurso que utilizan madres y padres acudiendo al cuco para disciplinar a sus hijos, u ofreciendo esplendores futuros —como los regalos del Viejo Pascuero— para asegurar un buen comportamiento.
La lucha no es solo por ganar la elección, sino por quién tendrá más legitimidad en la negociación posterior en torno a los temas que el texto constitucional ha puesto en la agenda pública. Es decir, la intención de desinformar se manifiesta ante la urgencia por no perder poder, por tener un margen de control, obtener o retener estatus, y reunir lealtades que permitan ejecutar planes en función de una agenda. Lo anterior da cuenta de un componente estructural para el desarrollo de la desinformación: la división de las confianzas dentro de una sociedad, que está ligada también a la desconfianza en las instituciones encargadas de proveer la información oficial, como los gobiernos, el periodismo y, en este caso, la misma Convención Constitucional, cuyos canales institucionales de comunicación hacia la ciudadanía han sido deficientes. Tras el fin del proceso, con convencionales llamando a rechazar, se hace patente por qué no se logró generar una comunicación transversal desde la misma entidad.
El déficit informativo deja un flanco abierto para las omisiones, exageraciones y, sobre todo, interpretaciones tendenciosas sobre el texto, lo que en gran medida ha sido propiciado por actores políticos y líderes de opinión. Sin embargo, las cifras sobre la cantidad de personas que han adquirido la edición impresa de la propuesta de constitución muestran a una población con la necesidad y la motivación de informarse para tomar una decisión responsable.
Para entender cómo funciona la desinformación, hay que considerar lo difícil que es identificar la intencionalidad de quien produce el material, lo que se confunde con quienes la pueden compartir o propagar pensando que es real. Es en este nivel donde se vuelve más complejo trazar responsabilidades, porque si bien puede haber mala intención, la ignorancia respecto de un tema —sumado a que se confirme un prejuicio— puede llevar a creerla y difundirla. En general, la desinformación que tiene más potencial de compartirse es la que contiene algún elemento de realidad distorsionada, o la que conduce a hacer una correlación errónea entre una idea preconcebida y una consecuencia. Se ha estudiado que la desinformación tiene muchas más posibilidades de generar algún impacto en la confirmación de creencias previas y prejuicios, que de convencer de algo nuevo.
Lo anterior explica por qué no se resuelve sancionándola legalmente. Un mensaje se puede originar con la intención de desinformar, pero una persona que confía en el contenido y lo propaga de forma análoga o digital puede estar al mismo tiempo siendo víctima y cómplice. Además, requiere la existencia de un árbitro sobre la verdad, rol que corre el riesgo de invalidar relatos poco convenientes para quienes administran el poder, en lugar de medir los hechos que componen un mensaje.
Las plataformas sociales online facilitan que el contenido se amplifique, sin embargo, atribuir el fenómeno de la desinformación al potencial de estos espacios digitales es una simplificación, ya que los estudios recientes han demostrado que tienen un efecto acotado. Las soluciones se vislumbran sobre todo en la estructura social, en el fortalecimiento del pensamiento crítico y cívico, en la construcción de la confianza institucional, en priorizar la evidencia por sobre las emociones y, a la vez, en aprender a convivir y dialogar dentro de todo tipo de entornos informativos, incluyendo los digitales.
Al abordar un tema que involucra una toma de decisiones, como es el caso de la nueva Constitución, es fundamental estar al tanto de los niveles de experticia de quienes se manifiestan al respecto y tener especial cuidado al decidir quiénes son considerados líderes de opinión. También hay que tener en cuenta la poca disposición a corregir o contradecir a esas “voces autorizadas”, en especial cuando se es parte de una comunidad a la que se desea pertenecer. En este caso, esto es particularmente complejo, porque estamos ante un texto cuya aplicación está llena de grises, pero cuya aceptación requiere de un blanco y un negro: Apruebo o Rechazo. El contenido que desinforma, basado en aterrorizar o ilusionar sobre los desenlaces posibles de una u otra opción, termina convirtiéndose en un bestiario, en un catálogo de deseos que desnuda los temores e ideas preconcebidas que caracterizan a uno u otro sector.
Frente a un texto que algunos de sus propios autores no apoyan, es el libro en sí el que pesa como autoridad. Esto, también porque las lecturas que tanto el Apruebo como el Rechazo hacen de la propuesta hablan más de la agenda de los emisores que del contenido mismo. De ahí que sea necesario centrarse más en la información que en la desinformación; y en este escenario, las campañas debiesen ser clarificadoras y no persuasivas. Evidentemente, eso sería pecar de inocencia. Lo que nos queda hacer como ciudadanía, entonces, es leer, conversar, preguntar, comparar interpretaciones y volver a leer. En un mundo en que quienes desinforman nos suponen débiles, es lo único que nos hará fuertes.