Una estética de la pérdida, donde la derrota es parte esencial de la identidad. La escritura minimalista, contenida, pero al mismo tiempo filosa, precisa en construir una voz y una escena que se expresa desde el interior mismo de la catástrofe es la que ha realizado Gladys González.
Bitácora, su reciente libro, concita además la fuerte presencia de la memoria viva, al modo de un depósito que resguarda el olvido de cada experiencia vivida y observada, de cada imagen y dolor experimentado. El transcurso del tiempo, por lo mismo, se consigna como registro en una bitácora que resguarda y permite a quien habla desafiar al olvido y silencio.
“El arte de perder” (9) es un verso clave para ingresar a este poemario donde perder es concebido como una habilidad, al modo de un arte elaborado con experticia: no hay acá victimización, sino el ejercicio de la derrota. González utiliza el recurso de la ironía y la inversión de sentido versal para exponer a su hablante. De tal modo, cuando afirma derrota se inscribe dentro de las “bestias” (10), “sedientas/ vagabundas/ aterradas/ con la palabra familia/ y los onomásticos” (ibíd.), marcando la pertenencia a un colectivo de parias signados de ese modo por la hegemonía patriarcal que privilegia el orden social a través de la estructura familiar. Estos nómades refractarios son el territorio al que pertenece la voz lírica; sin embargo, no hay pizca de heroicidad en esta pertenencia; tampoco orgullo, pero sí dignidad. Entonces, cada palabra expresa por negatividad en el sentido de resistencia y desautorización a una de las convicciones centrales del sistema heteronormado y religioso.
Gladys González es una conocida feminista, por lo mismo me resultó en principio extraño que en este libro no exista la marca de género. La ausencia de la inflexión femenina en artículos, sustantivos y adjetivos es reemplazada por el masculino; es decir, asume el masculino como integrador del binarismo hombre-mujer. Esta ausencia corre el riesgo de desarraigar políticamente al/él hablante líricx, sin embargo, desde mi modo de ver, también opera como una marca más de la desposesión en la que habita esta voz.
En tal sentido, lo que podría ser entendido como un desperfilamiento se constituye, finalmente, como una más de sus pérdidas. Quiero insistir en lo señalado: es tal la condición de despojo a la que ha sido sometida la voz lírica, que incluso ha sido invisibilizada/destruida en su propia diferencia. No se trata de embozar el femenino, sino en definitiva, de eliminarlo de la escritura. Esta tachadura enfatiza la ausencia, aquello que se escabulle es, precisamente, el eje del texto.
Uno de los grandes triunfos del patriarcado es la anulación de la diferencia femenina, lo cual este poemario resalta. La pregunta que surge es ¿queda algo en pie? La respuesta es sí, queda esta voz que expone su destrucción.
Llevando al límite tal violencia, el poemario inscribe la voz como arma de contestación. El no silenciamiento implica entonces poesía, testimonio de existencia.
La catástrofe es otra de las zonas revisitadas en esta escritura. González la visualiza a partir de la paradoja: “manteniendo la obsesión/ de buscar/ en la catástrofe/ algo similar/ a la libertad” (11). La catástrofe y la libertad generan un contraste, pero actúan al unísono. Estos versos dan cuenta por primera vez en el poemario de una voz lírica que aún desea, en este caso, alcanzar libertad, incluso convirtiéndose en su propio verdugo: “apretar los dientes/ lanzar golpes al aire/ noquear/ a la propia sombra/ en una calle desierta” (11-12).
Mediante el recurso de la segunda persona, que genera un distanciamiento, se indica la actitud de defensa que adopta el o la sujeto líricx, quien reproduce la violencia de la que ha sido víctima. Noquear en este pequeño combate es dañar, sin embargo también es un triunfo necesario para la continuación del proceso de destrucción de la vida. En última instancia, esta parece ser la decisión de la voz lírica: autodestruirse es la única posibilidad de tener el control o de llevar las riendas de su existencia.
Tal como había señalado anteriormente, el deseo se mantiene vivo en esta escritura capaz de aguzar su mirada y encuadrar un pequeño instante: “detener la mirada/ y ver/ por la ventana/ del bus/ una brizna de hierba/ creciendo/ en una canaleta blanca/ de plástico/ fijar esa imagen/ y sentirse dichoso” (37). La dicha, expresada en masculino surge al fijar la imagen; el fuera de este tiempo es el de la catástrofe en movimiento, que despoja al sujeto de todo, menos de la opción de decidir sobre el cuerpo propio. En este tiempo de excepción, tatuar el cuerpo con escritura es atrapar el tiempo fugaz. Así dice: “cierta melancolía/ entre el deber / y el placer/ de vagar/ de perder el tiempo de continuar/ la ironía/ hasta desangrarse/tatuarse/ con una navaja oxidada/ la misma historia/ sin goce/ de saborear/ la médula de la vida” (18).
Tener el control, mediante la escritura que se fija en la piel, implica el desangramiento del cuerpo tatuado. O su muerte, nunca gozosa, el costo necesario para acabar con el calvario. Si bien la voz lírica se sitúa al interior del dolor y la falta de expectativas, tiene absolutamente claro que: “solo se vive/ para escribir” (32). Esta suerte de epitafio de una vida mortuoria, corona y clausura toda posibilidad de tránsito hacia un estado posterior a la violencia, ya que incluso la escritura resulta parte de un proceso de tortura.
La complicidad entre la voz lírica y el contexto es permanente, la mirada se desplaza por lugares de memoria decrépitos, cómplices de la ruina de la voz lírica y de los personajes que transitan por escenarios tristes, bañados en un cromatismo herrumbroso: ancianos pobres, bares decadentes, hoteles que se caen a pedazos, un hogar pestilente, una pareja que se hunde en la vereda del horror, una niña de la mano con un pedófilo. González enfoca su mirada hacia un amplio universo de desamparados, fijos, detenidos por la indiferencia y el olvido.
“El tiempo detenido/ la disciplina de no olvidar/ negar/ dejar atrás/ no invocar como estado/ ni la vigilia ni la abstinencia/ jamás” (50). Estos versos cierran el volumen. El tiempo detenido es tiempo de muerte. “En la fijeza de la representación […] está la muerte”, señala Severo Sarduy, cita que me permite identificar una trayectoria de claudicación, entrega, derrota que clausura cualquier forma de vida.
La escritura de Gladys González se apega a la restricción del lenguaje, la caída del ornamento; en su reemplazo, el verso breve, elíptico, sinestésico, que oculta un simbolismo de pesares inabarcables, donde la violencia todo lo corroe, generando derrotadxs que internalizan y duplican las pautas de exterminio, hacia el sí mismx. La memoria, entonces, habrá de ser cultivada, con rigor y sin vacilación, no para remontar el dolor, sino en tanto reafirmación de la caída y huella de una existencia.