Lejos de ser un ‘fenómeno’ casual, el movimiento de estudiantes feministas que estalló con fuerza en universidades y se tomó las calles a inicios de este año es parte de una trayectoria de lucha continua e invisibilizada a través de la historia, cuyos primeros atisbos se vislumbran en las organizaciones de mujeres a inicios del siglo XX, cuando trabajadoras alzaron la voz contra las distintas formas de opresión que vivían al interior de sus hogares, en fábricas y sindicatos. Todas ellas reforzadas por un discurso conservador y patriarcal proveniente del Estado, la Iglesia y de sus propios compañeros de lucha.
Por Bárbara Barrera Morales | Fotografías Memoria Chilena / mujeresenelsigloxx.ol
1884. Chile consolida por la vía diplomática su triunfo en la Guerra del Pacífico y las provincias de Tarapacá y Antofagasta son incorporadas como parte del territorio nacional. Un gran e imponente Desierto de Atacama se asoma en ojos del Estado y privados como el futuro de las abultadas arcas del país debido a su especial riqueza minera. La inmediata explotación del salitre convierte a Chile en el principal productor mundial de este mineral, permitiendo reactivar la economía y dar inicio a un ciclo de expansión, aunque volátil, que finalizaría cincuenta años después con la Gran Depresión.
El auge salitrero en el Norte Grande logra reconfigurar a un país completo: gracias al desarrollo económico alcanzado por la explotación de este abono natural, manifestado en la expansión del comercio, la industria, la minería y el aparato estatal, comienzan las migraciones campo – ciudad que propician el rápido crecimiento de los centros urbanos, gracias a la llegada de miles de hombres y mujeres a la pampa salitrera, a los puertos y caletas, en busca de mejores oportunidades laborales y de vida.
Los hombres se dedican principalmente a la producción salitrera, las actividades portuarias y a la expansión del ferrocarril, mientras que las mujeres llegan a las ciudades a trabajar en la manufactura de textiles, alimentos y vestuarios, todos empleos considerados de menor calificación y complementarios al de los hombres, lo que se traduce en salarios más bajos y largas jornadas laborales.
Son los inicios del siglo XX y la clase trabajadora chilena enfrenta difíciles condiciones de vida: hacinamiento, precarización laboral, enfermedades, analfabetismo, altas tasas de mortalidad infantil y alcoholismo. La Iglesia y el Estado observan con malos ojos la llegada de las mujeres a las fábricas y en su intento por relegarlas al trabajo doméstico y al cuidado de los hijos se fortalece el discurso conservador que vincula su inserción laboral con la cuestión social y la crisis moral de la República, caracterizada por la desintegración familiar, el vicio y la inmoralidad.
En este escenario, un sector de mujeres trabajadoras levanta espacios de organización y acción política, inspiradas por ideas anarquistas y socialistas, con el objetivo de luchar contra la explotación y el apremio de sus derechos y libertades como obreras, proletarias y mujeres.
Un nuevo escenario político: irrumpe la mujer obrera
El surgimiento del movimiento obrero a inicios del siglo XX trajo consigo una fuerte participación de las mujeres en la industria chilena y en organizaciones obreras activas políticamente. Las mujeres, relegadas hasta ese entonces al espacio doméstico, comenzaron a organizarse regularmente en sociedades de resistencia y socorro, mancomunales y filarmónicas, e incorporarse en organizaciones políticas progresistas.
Las primeras organizaciones de mujeres trabajadoras surgieron bajo la lógica del apoyo mutuo y la solidaridad con el movimiento obrero, en un contexto donde todavía no existían leyes laborales e instancias de organización de las y los trabajadores. En ese sentido, la participación laboral de las mujeres a inicios del siglo XX configuró un nuevo sujeto político: la mujer obrera, que llegó a transformar la lógica del movimiento obrero que se piensa exclusivamente masculino, y que impactó en la sociedad de la época que veía a las mujeres como administradoras innatas del orden doméstico, del hogar y de la familia.
El trabajo asalariado de las mujeres, además de ser menos calificado y considerado inferior, develó una contradicción: por un lado era sancionado por la Iglesia y el Estado por los supuestos “peligros” que conllevaba la salida de sus hogares y, por otro, era alentado por los empresarios que veían su potencial como mano de obra.
La historiadora Ana López Dietz explica que a medida que comenzaron a elaborarse las primeras leyes laborales, el Estado aplicó reformas parciales al trabajo de las mujeres basadas “en leyes de resguardo dirigidas hacia la mujer y su cuerpo”, como la prohibición o limitación del trabajo nocturno y derecho de pre y post natal. El problema, sin embargo, radicó en que la aplicación de la mayor parte de estas leyes quedó a libre arbitrio de los empresarios.
El accionar y las prácticas de las mujeres trabajadoras se encontraban en la mira del Estado y la Iglesia en tanto eran “objetos del discurso público, católico y patriarcal sobre la familia y la imagen de la mujer-madre, que las sancionaba en su lugar de esposa y dueña de casa, en la represión de su cuerpo y control de su sexualidad, en trabajos mal pagados y precarios, de la compasión de las damas de la elite, que con sus obras piadosas junto a la Iglesia intenta frenar los llamados males de la modernización”, señala López en su artículo “Feminismo y emancipación en la prensa obrera femenina Chile, 1890 – 1915”.
A medida que las trabajadoras identificaron que sus problemas eran comunes, fueron reconociéndose como parte de una clase trabajadora y también como mujeres oprimidas por el Estado, la Iglesia y por sus propios compañeros obreros, que consideraban una amenaza la presencia de las mujeres en el trabajo no sólo porque era utilizado para disminuir los de ellos, “sino también porque de alguna manera la presencia de la mujer en el mundo del trabajo cuestiona el modelo de masculinidad construido socialmente, que atribuye a los varones la función de jefes de hogar y proveedores”, explica López.
Adopción y práctica de ideas revolucionarias
Las ideas socialistas y anarquistas comenzaron a permear la clase obrera chilena a inicios del siglo XX. Si bien no existió un movimiento anarquista consolidado, historiadores e historiadoras coinciden en que estas ideas llegaron a los sectores populares por medio de hombres y mujeres anarquistas que participaron en paros y protestas de la época.
La historiadora Adriana Palomera asegura en su artículo “La mujer anarquista. Discursos en torno a la construcción de sujeto femenino revolucionario en los albores de la “idea””, que el anarquismo buscó “configurar una subjetividad e identidad política, social y cultural de las mujeres, reconociéndolas como parte constitutiva de un sujeto histórico de cambio social, capaz de emanciparse integralmente en lo público y en lo privado”.
Un grupo de mujeres obreras chilenas adoptó estas ideas gracias al proceso de formación del sindicalismo revolucionario con tendencias antiestatales y al atractivo de su discurso, que critica fuertemente al matrimonio, a la Iglesia Católica y al Estado, impulsa la emancipación de las mujeres y ve la educación como la herramienta principal para romper la barrera ético – moral instalada en la sociedad.
Una de las críticas más importantes de las obreras anarquistas chilenas estuvo dirigida hacia las organizaciones de mujeres de clase alta e incluso a tendencias feministas de la época. “Se encontraba una crítica desde la posición de clase que pretendía que estas mujeres no se asemejaran a las burguesas, teniendo por tanto el carácter de una afirmación de la identidad de clase”, señala Palomera.
No obstante, para la historiadora lo más atractivo y revolucionario del discurso anarquista tiene relación con la sexualidad. “Ahí ellos logran un equilibrio, al decir que las mujeres y los hombres tienen derecho al goce sexual, ya no sólo al amor libre, sino también al goce. Eso sí que es de avanzada”, asegura.
Una de las mayores inspiradoras de las tendencias revolucionarias de la época fue la feminista española anticlerical Belén de Sárraga, que visitó Chile por primera vez en 1913. Invitada por el recién fundado Partido Socialista Obrero, las ideas de la feminista encontraron buena acogida en el movimiento obrero que contaba con grandes dirigentes sindicales como Luis Emilio Recabarren y Teresa Flores, quienes creían que la lucha de los trabajadores era también la lucha por la emancipación de las mujeres.
Debido al eco de sus ideas en las mujeres trabajadoras, la española comenzó a fundar los Centros Femeninos Anticlericales Belén de Sárraga, considerados las primeras organizaciones de carácter feminista del país. Según las historiadoras Olga Ruiz y María José Correa, los objetivos de estos centros eran promover el laicicismo, denunciar los abusos del sistema de las pulperías, luchar por el derecho al descanso dominical de las trabajadoras, realizar campañas antialcohólicas e impulsar las ideas de emancipación de la mujer.
Trayectorias continuas y feminismos
Una de las expresiones más importantes del proceso histórico llevado a cabo por las mujeres obreras a comienzos de siglo XX es la prensa de mujeres y feminista.
El primer hito fue en 1905, cuando comenzó a circular en Valparaíso el periódico La Alborada, bajo la dirección de la obrera tipógrafa Carmela Jeria. Esta publicación estaba dirigida a las mujeres trabajadoras y sus temáticas abordaban las condiciones de trabajo, la denuncia de la falta de derechos de los y las trabajadoras, pero también las desigualdades de género y los problemas asociados a la familia, la maternidad, el Estado y la Iglesia.
Desde la edición número 20 La Alborada pasó de denominarse “Defensora de las clases proletarias” a “Publicación feminista”, lo que se tradujo en el aumento de artículos que trataban sobre los problemas de las mujeres y los que manifestaban críticas explícitas a sus compañeros, que permanecían mayoritariamente indiferentes a sus demandas.
En 1908 nació el periódico La Palanca, dirigido por la obrera Esther Díaz, que se constituyó como el órgano oficial de la Asociación de Costureras de Santiago. Esta publicación “continuará esta tradición de feminismo obrero, potenciando las denuncias sobre la doble condición y opresión de la mujer, insistiendo en las temáticas relacionadas con los problemas de la mujer”, asegura López.
Para la historiadora, la difusión y práctica de las ideas revolucionarias de las obreras anarquistas y feministas de comienzos de siglo marcaron un precedente que se ha sostenido en el tiempo, aún entre la diversidad de feminismos que han encarnado las mujeres chilenas. “Hay un impulso a la organización de las mujeres y se podría decir que esa tradición está muy presente en la fundación del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (Memch), que toma entre sus reivindicaciones las demandas de la mujer trabajadora”, señala.
Pese a que tras la lucha sufragista liderada por organizaciones como el Memch en las décadas posteriores al movimiento obrero se instaló la idea del “silencio feminista”, revisando la década del 70 es posible observar el nacimiento de las primeras organizaciones durante la dictadura, con departamentos femeninos y trabajadoras que luchan contra el empleo precario y por democracia “en el país y en la casa”.
López explica que uno de los desafíos del actual movimiento de mujeres feministas es reivindicar esta tradición “porque la realidad del país no es solamente que hay una fuerte participación de la mujer en el trabajo, sino que son trabajos precarios, con brecha salarial, que reproducen una doble o triple carga. Hay que rescatar y visibilizar los orígenes que permiten pensar la propia situación de las mujeres trabajadoras hoy”.
En esa misma línea, asegura que el denominado “mayo feminista” marca “un punto de ruptura muy progresivo”, que logra instalar otras temáticas no abordadas hasta ahora. Precisamente en este contexto, la historiadora reafirma la necesidad de revisar experiencias invisibilizadas, pero que indudablemente están inscritas en una trayectoria común de lucha por la emancipación de todos los yugos sobre los cuerpos de las mujeres.