«La Constitución que escribiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas —escribe el rector de la Universidad de Chile en este editorial—. Entre ellas están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva».
Por Ennio Vivaldi
Durante varias décadas, hemos vivido bajo la convicción de que los determinantes fundamentales del modelo de sociedad imperante en Chile no podían ser cambiados. Esta certeza parecía ser evidente por sí misma y no necesitar pruebas de su verdad. Más aún, todo lo que ocurría en el mundo se interpretaba como confirmación de que esos principios eran inevitables o, peor aún, que nuestro país había liderado un cambio a escala global. Hoy, ante la perspectiva del nuevo proceso constituyente, se nos figura por el contrario que, en realidad, aquellos habían sido simplemente principios dictados por un grupo de académicos que pertenecían a una corriente extrema del pensamiento económico. Ellos diseñaron un modelo abstracto basado en ciertos dogmas que, en concreto, fue efectiva y eficientemente impuesto e implementado por una dictadura.
Cada ciudadano chileno debería haber sentido siempre el derecho a hacerse a sí mismo y a los otros al menos dos preguntas. La primera es cuánto se identificaba él o ella con las premisas y los valores que determinan este modelo de sociedad (solo a modo de ejemplo, a mí no me gustan). La segunda es si, al margen de que a uno le guste o no, el modelo funciona o no funciona.
Las premisas en que se fundó este modelo enfatizan un ser humano individualista; consciente de que solo de él depende la solución de sus problemas, por lo que el egoísmo pasa a ser casi una necesidad; desmotivado para distinguir que existe un nivel superior de integración que es la sociedad, donde se deciden cuestiones relevantes para él o ella y para los demás; mucho más interesado en las cuestiones materiales y pecuniarias que en las humanistas y espirituales, y un largo etcétera que todos conocemos.
A este propósito, cuando era senador de la República en 1957, nuestro rector Eugenio González, en un discurso notable, confrontaba la tesis expuesta por un colega que resumía así: “las características de la naturaleza humana, entre las cuales el afán de utilidad, de ganancia y de lucro, el afán egoísta de bienestar individual, serán el motor insustituible del progreso económico”. En seguida, pasaba a sugerir que su contradictor, dada su condición, “ha hecho esta afirmación con secreta tristeza” (expresión, a mi juicio, insuperable). Eugenio González a continuación se preguntaba: “¿Existe una ‘naturaleza humana’ tan inmodificable en su primitivismo ético, ajena al devenir histórico, la misma sean cual sean las condiciones sociales y culturales?”. Estos conceptos no solo están vigentes hoy día, sino que están al centro de la reflexión sobre los valores que fundamentarán un nuevo modelo de sociedad y cuestionarán el actual.
La segunda dimensión en que ha de ser evaluado este modelo de sociedad que nos proponemos cambiar es el de sus resultados objetivables. Es decir, si en el mundo real y concreto, este modelo impuesto bajo un poder omnímodo y que se tuvo que asumir como necesario, logró efectivamente los resultados que había prometido. Debemos evaluar si esta sociedad que se constituyó bajo sus directrices permitió la satisfacción y felicidad de las y los ciudadanos, si se sintieron realizados y si valoraban altamente las oportunidades que encontraban para desarrollar sus talentos y vocaciones; si lo percibían como más o menos justo, más o menos inclusivo; si se había logrado una convivencia nacional solidaria; si los impulsaba hacia un sentido de identificación y pertenencia a un concepto de bien común.
Sin duda, la Constitución que escribiremos para el nuevo modelo de sociedad que construiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas. Algunas, porque siempre lo estuvieron a lo largo de nuestra historia; otras, porque habiendo sido antes valoradas, el actual modelo las ignoró en las últimas décadas. Entre esas dimensiones están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva.
En todas estas áreas habrá de primar el reencuentro con la idea de bien común representada por el ámbito público. Es en esta esfera donde todos los sistemas públicos —entre tantos otros, nos referimos a los de salud, educación, previsión, informática, cultura, comunicaciones, vivienda, industria o agro— habrán de devolvernos un sentido de solidaridad, justicia y pertenencia.
De las muchas consideraciones erróneas en que se basó el sistema que hoy ha hecho crisis, está el desestimar el rol de cohesión social y formación de ciudadanía que siempre y en todas partes ha jugado la educación pública articulada por la vertebración de sus niveles básico, medio y terciario. Esta función específica que cabe a la educación pública, en interacción con el resto del sistema público, será una cuestión principal en la gran conversación nacional que se inicia. Y la de mayor responsabilidad para nuestras universidades.