Soledad Fariña nace en 1943 y su primera publicación es de 1985, El primer libro (Santiago, Ediciones Amaranto). Su contundente obra poética continuará con Albricia (1988), En amarillo oscuro (1994), La vocal de la tierra (1999), Otro cuento de pájaros (1999), Narciso y los árboles (2001), Donde comienza el aire (2006), Ábreme (2012), Yllu (2015) y ahora El primer libro y otros poemas (UDP, 2016).
El volumen, prologado por Javier Bello, con textos seleccionados por Roberto Merino y editados por Adán Méndez, incluye el primer libro completo de la autora, además de una selección de poemas de Albricia, En amarillo oscuro e Yllu. La falta de fechas de los años de publicación de los libros al interior del volumen (sólo se los incluye en la solapa) más la inclusión en el prólogo de una cita errada de Rubén Darío, acusan cierto descuido editorial. Se trata nada menos que del conocido primer verso del libro Cantos de vida y esperanza (1905). La cita de Javier Bello dice: “Yo era el que ayer no más decía” (16), cuando el verso de Darío es: “Yo soy aquel que ayer no más decía”.
Aun así, bajo el conocido lema del mal menor, al que tanto nos hemos acostumbrado, habrá que decir que es un aporte el que se haya publicado este volumen que consigue visibilizar el trayecto poético de esta destacada y poco leída autora. Este último hecho, debido principalmente a la indiferencia crítica y de pares, resulta en todo caso recurrente en nuestro país en lo que a producción poética de mujeres se refiere.
Pues bien, en principio me parece necesario señalar que Fariña comienza a publicar en dictadura, periodo donde se intensifica la represión cultural. Esto incide en que al interior del país proliferaran escrituras alegóricas, cifradas en su connotación política, orientadas, en ciertos casos, a exponer la crisis de los géneros, la literatura y, en el caso de las autoras, una reflexión en torno a la condición del sujeto mujer. Las poetas que comienzan a publicar en los ‘80, como Eugenia Brito, Elvira Hernández, Carmen Berenguer, Verónica Zóndek, Heddy Navarro, Teresa Calderón, coinciden en instalar una discursividad 2017 de género, donde se desmonta la escritura heredada desde los formatos patriarcales y donde se expone a un sujeto mujer descentrado del binarismo sexo/género.
Soledad Fariña expone a través de toda su obra una búsqueda constante del sentido del lenguaje poético y de la subjetivación femenina. Ambas búsquedas surgen desde la corporalidad, donde se integra el erotismo y el dolor, en un contexto siempre natural y primigenio. Se trata, en definitiva, de configurar un espacio cargado de imágenes seminales, donde la naturaleza se manifiesta bullente y en proceso de conformación. De igual modo, la voz lírica también parece estar naciendo, reconociendo con morosidad un enorme espectro sensitivo y de resonancias de sentido.
Cada una de las escenas que Fariña construye es asimilable a una performance, que tiende a repetirse desde angulaciones que apenas es posible distinguir. Su mirada microscópica, su ojo aguzado, “inquieto” (29), capta detalles múltiples y diversos sobre la propia voz lírica y su entorno, conformando un registro y un excedente de sentido. Esto implica la construcción de un verso que mutila su sentido de totalidad y que apuesta por la incertidumbre del significante: “atolondradas aventan las necias circulares/ (las mejillas) en radiante espiral/ recorre emplasto negro las miradas hundidas/ en la frente, ataduras profundas” (29). La compresión opera conjuntamente con la contención del verso, que elimina artículos, género, pronombres, sin embargo, añade entre paréntesis un eje de sentido, un ancla que concentra y orienta así el verso hacia un tramo corporal mediante encuadres mínimos.
En paralelo a la compresión, la imagen y la palabra se vuelven prolíficas, generando un efecto de saturación determinante en la configuración de un cosmos pre-humano, larvario, germinal y mítico, donde la humanidad es siempre una interrupción, incluso una contaminación del orden sacro natural. Esto implica que la voz lírica acceda con parsimonia y respetabilidad a un territorio desconocido, pero central en su conformación identitaria. Son dos, entonces, los polos que dialogan y se confrontan en esta escritura de escenas, voz lírica y otredad, la naturaleza y la otra, que anhelan unirse, recorrerse en un tenso juego lúbrico: “(sueñan los dedos afilados: abiertas las aristas/ separadas las labias todo muslo ancas cintura/pecho hombros sumergidos/pez coleteando en esas aguas)” (37), “talar el bosque arrancar la maleza/ una a una las vellosidades/ -¿Y ese arco suave? ¿Y esa hondonada boscosa?” (41).
Uno de los aspectos más insinuantes en su violencia de sentido es la identificación ambigua de las entidades que protagonizan las escenas de búsqueda y de encuentro. Identifico una voz dominante en el texto, que recoge signos de femenino. Esta voz interactúa con una otredad, que paulatinamente asume connotaciones de lenguaje y femenino. Dos zonas que contribuyen a crear a la voz lírica dominante en estos textos.
En el libro Albricia, publicado en 1988, del cual este volumen incluye seis poemas, enfatiza la figura de la otra en su angulación homoerótica: “Ella pasa rozando/ Me abraza su humedad me atrae acicala/ Me incrusta el peine hostigando los huecos/ ¿ES ÁCIDA? ¿ES AMARGA?/ Pregunta su lengüeta a mi párpada erecta […] ME ABRAZA ME ACICALA/ Hostigando los huecos intenta otra palabra” (65-67). Ambas sujetos se apegan al fragmento, por ello emergen en la metonimia lengüeta y párpada. Es interesante la apropiación de la palabra que realiza la poeta, quien feminiza párpado y atribuye la condición eréctil. Fariña, en este libro, explora en un modo diverso de erotismo y niega la individualidad, porque el Yo finalmente cede al reconocimiento de un Tú (71) con el cual compartir el deseo de búsqueda.
La ansiedad por la otredad es tan intensa como el deseo de palabras, así se advierte también En amarillo oscuro (1994), del cual acá se incluyen seis poemas cuya marca distintiva es identificar en el ser la necesidad de vincularse con el entorno. El modo de relación que la voz lírica privilegia en su relación con la naturaleza es ahora la función materna o creativa, ya que crear es, en este volumen, similar a engendrar vida. En su libro posterior, Yllu (2015), Fariña celebra la germinación como contrapartida a la muerte. La función materna es nada más y nada menos que la reafirmación de la creatividad y, por ende, la no detención del acto reflexivo y escritural. El poema que cierra este volumen, “Despedida”, resulta francamente conmovedor, ya que se configura como una suerte de testamento poético, que anuncia la muerte, pero también una nueva forma de vida y deseo de trascendencia.
Pese a ciertos desaciertos editoriales, El primer libro y otros poemas es un libro necesario en tanto expone parte de la ruta poética de Soledad Fariña, donde destaca un profundo interés por la experimentación, el desmontaje del formato poético, el permanente descentramiento de la palabra y la definición del sujeto mujer. El sentido religioso y la discursividad filosófica conviven en estos poemarios con la visión anti esencialista respecto a la condición de lo femenino. Fariña, de tal modo, se apodera con extrema experticia del lenguaje, lo moldea, lo hace suyo, con una pasión y un riesgo incalculable, que otorga a su poesía un carácter identificable, personal, tan conmovedor como profundo.