En su discurso de aceptación del doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de Valparaíso, Pablo Oyarzun defendió la necesidad de las humanidades, cuya crisis bajo los imperativos de la producción y el crecimiento sería la crisis del conocimiento como tal. «La “vida humana” —dice Oyarzun— vuelve a encontrarse consigo misma cuando se rompe e interrumpe la conmensurabilidad económica, en la fiesta, el júbilo, la aflicción, el hallazgo, el amor y la muerte. Son estos momentos los que enseñan que lo “humano”, esencialmente, no es susceptible de ser capitalizado: que es un evento en última instancia gratuito. Sin fin. Las humanidades dan testimonio de ello. Esa es su necesidad».
Por Pablo Oyarzun R.
Necesidad de las humanidades
¿Qué duda cabe? La necesidad de las humanidades requiere ser afirmada sin restricciones de ninguna índole, sobre todo hoy, sobre todo en un tiempo en que intereses y lógicas económicas y políticas las abandonan a su suerte en nombre de unas necesidades que no son sino función de aquellos intereses, y sobre todo en lugares en que estos y sus lógicas son particularmente agresivos y carentes de toda comprensión acerca de la significación y alcance de las humanidades.
Digo la necesidad de las humanidades: no hablo de su utilidad o inutilidad, que las sitúa en algún tipo de nexo de medios y fines y subordina aquella significación y aquel alcance a un formato teleológico, como quiera que se lo defina, sea en términos de la contribución que ellas hagan a alguna finalidad externa, sea que su finalidad radique en ellas mismas. No, la necesidad de las humanidades no puede sino tener que ver con algo que es inherente a su ejercicio, algo en lo que ellas consisten. Sin fin. A secas.
En la medida en que así se quiera afirmar la necesidad de las humanidades, principios inveterados parecieran ser aquellos que pudiesen dar sustento a tal afirmación. El principal de ellos atañe a la cuestión general de la necesidad del conocimiento y de su vínculo esencial con lo que se ha llamado —con matices, diferencias y hasta sentidos diversos— la «naturaleza humana». Se sabe de lo que hablo. De la manera más sucinta y precisamente como algo primario, originario e irreductible formuló Aristóteles ese principio: “Todos los seres humanos desean por naturaleza conocer”, pántes ánthropoi toû eidénai orégontai physei (Met. A, 1, 985a). Por supuesto que cada término es grávido en esta frase. Me detengo —y esto no podría ser considerado como otra cosa que un hábito y algo sobremanera trillado— en el adverbio physei, “por naturaleza”, es decir, por la naturaleza de eso que se supone es el ánthropos. El conocer, el inteligir (eidénai), la comprensión y la inteligibilidad están inscritos en la naturaleza humana y prescritos en ella, por ella, desde aquello que es su más íntima moción, la más natural de todas, el deseo, nombrado aquí en vista de su condición irrefrenable e imperiosa: el apetito, el hambre, hórexis. Nada, ni aun aquello que acucia al ser humano periódicamente y le impone la urgencia de ingerir lo que pueda sostenerlo, el hambre física, animal, podría ser más inherente a la physis, a la naturaleza de lo humano —la que lo hace humano—, que el deseo de saber.
La desinteresada búsqueda de saber, del conocimiento en virtud del conocimiento sin efecto, secuela o consecuencias ulteriores (es decir, sin cuidarse de estas, no porque el conocimiento no las tuviere), a la vez que funda una jerarquía en el orden epistémico, revierte en la determinación de lo humano. En ese alcance, cabe percibir aquí algo que describe un círculo: por una parte, la humana disposición al saber se funda originariamente en la humana naturaleza; por otra, si tan estrecho es el vínculo entre ambas, con ello también se afirma que la naturaleza humana, en cuanto humana, se debe a esa misma disposición, nace y se funda en el saber, es decir, en su deseo, en la búsqueda de saber. En clave jerárquica, en tanto que este es saber cumplido, de primeras causas y principios, quien lo posea en algún grado eminente está destinado a mandar (epitáttein, 982a18). Digamos que este círculo tiene carácter arqueológico, dado que se trata del saber de los principios (archaí) y del principio de mando (arché).
Pero hay otro círculo que también cabe advertir. La realización del saber es asimismo realización de la naturaleza humana. Este mismo deseo, llevado a su cumplimiento, se satisface en plenitud en lo que Aristóteles, siguiendo una ya vetusta tradición, llama “sabiduría” (sophía), que encuentra su propia sede en la ciencia que se escoge por sí y no por sus eventuales resultados o externalidades (Met. A 1, 982a15s.). Se satisface ese deseo en el saber que se busca exclusivamente por saber. Tal saber, que es la ciencia de los primeros principios y las causas, tiene su fin en sí mismo. El segundo círculo tiene, pues, carácter teleológico, puesto que la finalidad del saber —la sabiduría— está co-implicada en la finalidad del ser humano, inscrita y prescrita en y por su naturaleza.
Creo que es posible afirmar que este doble círculo, arqueológico y teleológico (de ser y finalidad), define el formato occidental bajo el cual se ha concebido y administrado el conocimiento, sin perjuicio de que se sostenga que este sea una finalidad en sí o sirva a necesidades (que también son fines) de administración y —eventualmente— transformación de la realidad.
El gran renovador de la episteme occidental, Francis Bacon, que no en vano dio el título de Novum Organum a su opus magnum, contrastando su innovación con el Organon aristotélico, modifica sustantivamente la estrategia del conocimiento, pero no altera su forma básica, ni en términos epistemológicos ni tampoco sociológicos. Si “[e]l verdadero y legítimo objetivo de las ciencias es dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y recursos”, la consecución de este objetivo depende de unos pocos que forman la élite, con la salvedad de “un artesano excepcionalmente inteligente” que “acaso ocasionalmente, […] se dedica a hacer un nuevo invento, usualmente a costa suya”. Estos inventos debidos al empeño ocasional de algún artesano traen consigo la impronta de la tecnología. Y es el vínculo inherente entre ciencia y tecnología lo que caracteriza la renovación de Bacon. En esta medida, da un giro al gran esquema aristotélico y quizá, en cierto modo, hace emerger lo que en él permanecía latente. Si bien la téchne, en Aristóteles, permanecía subordinada a la epistéme, que conocía y controlaba los principios a partir de los cuales cabía producir aplicaciones técnicas eficaces, la relación entre ambas no era accidental, sino estructural. Esta estructura es lo que define la esencia del programa baconiano. Con este, el conocimiento ya no puede ser pensado si no como un tipo de agencia y producción en vista de resultados, beneficios y réditos: Bacon es el inventor de la economía del conocimiento.
La cuestión es si puede concebirse adecuadamente el conocimiento en términos de producción. El concepto de producción no solo se inscribe en la cadena arqueo-teleológica antes mencionada, sino que la rige. Podríamos hablar, cambiando ligeramente los énfasis, de una cadena onto-teleológica: producción de entes o de modificaciones de entes con arreglo a finalidades específicas de diversa índole.
Es probable que, dentro del contexto de los afanes epistémicos, las humanidades ofrezcan una instancia particularmente relevante y elocuente de la insuficiencia del concepto de producción para dar cuenta de lo que efectivamente ocurre a propósito de los procesos que llevan a la generación de conocimiento. (Por supuesto, cuando digo “generación” no estoy empleando un vocablo que pueda ser desligado limpiamente del significado de lo que llamamos “producción”; es meramente un recurso provisorio, que además evidencia la dificultad en que solemos encontrarnos para hablar del conocimiento en un sentido que no sea aquel de la cadena arqueo u onto-teleológica de que estoy hablando.)
Desde luego, las humanidades no son la única instancia; solo hablo de cierto índice de notoriedad que les estaría asociado. Todo conocimiento, toda “ciencia”, si se quiere emplear este nombre, es anómala en cuanto es analizada en términos de producción.
¿Por qué afirmo esto? Lo diré en referencia a las humanidades, pero quisiera ver entendido el punto no exclusivamente a propósito de ellas, sino en relación al conocimiento como tal. Solo que las humanidades tienen un índice de divergencia mayor que otras disciplinas o familias disciplinares en lo que atañe al condicionamiento moderno y contemporáneo de los procesos institucionalizados de conocimiento.
Mi punto es que las humanidades no pueden ser medidas en vista de sus resultados, rendimientos o réditos y esto es precisamente lo que impide considerar su ejercicio como un proceso productivo, aun si fuese de “producción de conocimiento”. La producción, ciertamente, se mide por lo que de ella en definitiva resulta y por los efectos que eventualmente se sigan de este resultado. Su principio es, por lo tanto, la conmensurabilidad entre las operaciones en que consiste, el monto de trabajo que supone, el tiempo que requiere y el producto que de ahí se deriva, todo lo cual se mide, a su vez, por el beneficio que reditúa. De punta a cabo tiene estructura teleológica y económica.
Defiendo la idea de que las humanidades —y el conocimiento a partir de su determinación originaria— no reciben su carácter propio de la producción, sino de la creación. Quiero decir que su asunto es siempre y en todo caso (lo) inconmensurable. Y lo inconmensurable es lo singular. Los procedimientos, las operaciones, las reglas que las humanidades ponen en obra en pos del conocimiento pueden ser perfectamente análogas, similares y hasta idénticas a las que quepa discernir en procesos de producción, pero no están orientadas a obtener un resultado que de una u otra manera es coherente con el proceso mismo. La medida de la creación es lo que interrumpe y rompe la conmensurabilidad, sin que exista ninguna seguridad de que esa interrupción tenga lugar. Interesa a las humanidades lo que llamaría la variación, es decir, la emergencia de las singularidades a las que se abre, buscándolas sin certeza ni garantía. Si cupiese hablar de una “economía de la creación”, tendría que decirse necesariamente que su núcleo es an-económico.
Este núcleo es lo que llamamos “humano”, “vida humana”, sin que podamos traerla al molde de una definición o a una forma estable. Lo que llamamos “humano”, la “vida humana” vuelve a encontrarse consigo misma cuando se rompe e interrumpe la conmensurabilidad económica, en la fiesta, el júbilo, la aflicción, el hallazgo, el amor y la muerte. Son estos momentos los que enseñan que lo “humano”, esencialmente, no es susceptible de ser capitalizado: que es un evento en última instancia gratuito. Sin fin. Las humanidades dan testimonio de ello. Esa es su necesidad.
Crecimiento y humanidades: el contexto latinoamericano
Descontado lo que he dicho previamente, cuando se habla de “producción de conocimiento” se inscribe el conocimiento en una matriz conceptual que está moderna y contemporáneamente muy sobre-determinada. Desde luego, queda vinculada de inmediato a la economía. No es que la economía sea una mala palabra, pero en su formato vigente la economía y la llamada “producción de conocimiento” (tomada la expresión en un sentido laxo, como indicativa de los procesos efectivos de “generación” de conocimiento) muestran ángulos de fricción. Piénsese en la “economía del conocimiento”, concebida, precisamente, como la forma de producción más avanzada, que depende —Banco Mundial dixit— de educación y capacitación, infraestructura tecnológica de información, incentivo económico al emprendimiento y marcos institucionales y, finalmente, sistemas y redes de innovación, nutrido todo ello por las universidades, los centros de investigación públicos y privados, la gran industria y las iniciativas que eventualmente surjan en el nivel de la base social o grassroots level, como se acostumbra decir. En su conjunto, estos “cuatro pilares” —como los llama el Banco Mundial— suponen la captura de toda empresa de conocimiento (para seguir hablando en este lenguaje) por una forma de economía que solo se tiene a sí misma como fin. Y la economía que solo puede y debe tenerse a sí misma como fin es la economía del crecimiento: o el crecimiento a secas, porque también la economía, en cualquiera de sus tipos y especialmente en aquel de la “economía del conocimiento”, se pliega necesariamente a esa finalidad. En cierto modo, es irónico: la autotelia del conocimiento revierte en la autotelia del crecimiento, y no es más que un insumo, relevante, favorable, indispensable, lo que se quiera, para alimentar la dinámica de este último.
Pero es precisamente en ese nexo, crecimiento y conocimiento, donde se hace explícito el disenso, el conflicto, la disociación.
De hecho, la crisis de las humanidades, que es una crisis global expresada en la escasa —y decreciente— provisión de recursos humanos y materiales en los centros en que se las cultiva, es decir, fundamentalmente en las universidades, en el cierre de muchos de esos mismos centros y en otros diversos hechos, signos y síntomas, tiene —dicha crisis— un denominador común, una causa que actúa a través de diversas mediaciones, unas más cercanas, otras algo más distantes, pero jamás meramente indirectas, que pueden revestirse de cháchara ideológica o ser más astringentes y ásperas: el denominador, la causa, se debe a la focalización casi exclusiva de las políticas públicas y de los emprendimientos privados en el crecimiento.
Cualquier cosa que se diga, no necesariamente en contra del crecimiento económico, sino en nombre de alguna salvedad o excepción, está condenada a la prédica en el desierto o a la simple irrisión cuando se trata de interpelar a quienes detentan el poder (y no es que sean de un solo signo). Que los costos (humanos) del crecimiento son muy altos, acaso intolerables, que el acceso a sus réditos y el goce de sus putativos beneficios son crecientemente desiguales, que el crecimiento por sí mismo es, para decir lo menos, una finalidad dudosa, todo ello se despacha con un gesto impúdico o con un mero encogimiento de hombros: y a mí, ¿qué? El crecimiento, del cual se habla como si fuese el medio fundamental para el mejoramiento de la vida humana —de él habrían de seguirse efectos casi prodigiosos en razón de la disponibilidad de riquezas y recursos—, en realidad se ha convertido en un medio que es un fin en sí mismo y que subordina bajo su propio dinamismo incontenible a esa misma vida a la que supuestamente habría de servir.
La crisis de las humanidades, como he sugerido, no es un fenómeno aislado en el contexto epistemológico e institucional contemporáneo. Es la instancia más sobresaliente y evidente de una crisis del conocimiento como tal. Por eso mismo, no tiene mucho sentido trazar líneas demarcatorias intransitables entre humanidades y ciencias. La insistencia en la aplicación, la innovación y la utilidad como exigencia normativa para las ciencias las sitúa en una posición que, si bien dista de la marginalidad de las humanidades, no es del todo ajena a la situación que determina esa marginalidad.
La importancia contemporánea del conocimiento como aporte sustantivo al crecimiento modela los criterios y estándares que lo rigen, y estos están conectados sistemáticamente con lo que cabe llamar el modo tardocapitalista de producción, que determina el modo de producción del conocimiento. Criterios y estándares, digo, que tenemos diariamente a la vista: sus etiquetas son productividad, rendimiento, eficiencia, emprendimiento e innovación, que tienen como soporte el “capital humano avanzado”. No puede sorprender que los recursos sean principalmente provistos para el entrenamiento y la investigación en áreas que están estrechamente vinculadas con demandas, oportunidades y rentabilidades económicas.
Pero si la crisis de las humanidades y la subordinación general de la llamada “producción del conocimiento” es efectivamente un fenómeno global, cuyas repercusiones en el primer mundo son manifiestas y tienen ya larga data, la gravedad que adquiere en latitudes subdesarrolladas o de desarrollo escandalosamente desigual es mucho mayor. En estas, las humanidades dependen mayoritariamente del financiamiento público, tanto para la sustentación de sus cuerpos académicos y docentes como para la enseñanza y formación de nuevas promociones a todo nivel y para la implementación de proyectos investigativos. De modo que hay diferencias notorias entre contextos en que sigue habiendo oportunidades relevantes de financiación y, por ejemplo, países latinoamericanos que con largueza carecen de estas condiciones.
No se trata solo de la contribución comparativamente menor que las humanidades hacen al dinamismo económico de la sociedad. (Dicho entre paréntesis, esta idea suele no estar avalada por mucho más que las escalas de salarios del personal profesional; poco o nada se habla, por ejemplo, de rentabilidad social y simbólica, dicho en el mismo idioma que sanciona el desmedro de las humanidades.) Además del factor económico también está el factor político. Tenemos múltiples evidencias de cómo hoy las humanidades son acosadas en muchos países del mundo, tanto en aquellos en que se han hecho del poder político fuerzas intransigentemente autoritarias, bajo lemas que dan por naturales convicciones ideológicas sobre la familia, la sexualidad, la raza, la clase, como también en aquellos en que dominan sectores cuyo discurso y cuya acción exhiben afinidades difíciles de no llamar fascistas. La diferencia entre unos casos y otros es borrosa, ardua de establecer, porque la coincidencia en prejuicios, creencias, actitudes y odiosidades es extensa, y en verdad comparten algo más profundo: comparten el miedo a lo diferente y lo diverso, y nada es más peligroso que el miedo cuando tiene poder. No solo lo sabemos por los testimonios que la historia nos alcanza. Como latinoamericanos lo sabemos en carne propia, porque esa carne lleva las trazas, las llagas y las marcas de nuestra propia historia, inscritas como hendiduras en la biografía de nuestros cuerpos, de nuestras almas.
En términos políticos, en el contexto latinoamericano, al menos tres posiciones cabe discernir con propósito polémico. Desde luego están quienes, con capacidad y autoridad de poder y decisión, no solo dejan el cultivo de las humanidades a su suerte, privándolas cada vez más de recursos para mantener plantas académicas y docentes suficientes, proveer a sus investigaciones, fomentar su enseñanza y favorecer los estudios de quienes cursan los distintos niveles, sino que les declaran una guerra solapada o abierta por dos razones solidarias: porque no contribuyen al desarrollo y a las “necesidades de la gente” (que suele ser un eufemismo para nombrar las necesidades del crecimiento, cuando no se habla expresamente de este) y porque tienen un potencial crítico que, cuando es ejercido, suele desnudar la lógica que se solapa tras el alegato de esas “necesidades” y que corresponde a los intereses reales que lo enarbolan.
Una segunda posición podría ser atribuida a voces que llamaré conservadoras y que reclaman el derecho a estudiar y pesquisar asuntos que no exhiben credenciales de aporte, sino que solo son inmanentes a la especialidad y a la mera curiosidad de los eruditos. Acusan la distorsión ideológica que todo “uso” de las humanidades con otros fines, sobre todo políticos, sin perjuicio de que su vindicación del cultivo “desinteresado” de las humanidades pueda servir a intereses bien identificables, practicando con o sin conciencia, en esa misma medida, una política muy específica.
En tercer lugar, voces progresistas o comprometidas, que entienden que solo lo que directamente contribuye a propósitos críticos y emancipatorios merece ser fomentado, considerando toda ocupación con lo que a primera vista aparece lejano, improcedente, insignificante o inocuo en esa perspectiva, un mero capricho de gabinete, sin advertir que en muchas ocasiones lo insignificante encierra la historia, el pensamiento y la vida de aquellas y aquellos que son los obliterados actores (recobrados en la memoria y el estudio) de procesos de emancipación que han quedado brusca, violentamente truncados.
Como quiera que sea, las humanidades, ya en su mero cultivo erudito, ya —con mayor razón— en el ejercicio de un pensamiento crítico, en general y acerca de sus contextos inmediatos, son superfluas o fastidiosas para los poderes establecidos. Por esa misma razón les cabe una responsabilidad política inexcusable.
Imprescindible es un balance, un equilibrio lúcido entre aquello que en la intimidad de la disciplina reclama la atención del estudioso (estudio, studium, es un rasgo esencial de la episteme humanística) y aquello que en los bordes de la disciplina y desde ellos la interpela. Así como no se debe descuidar un hecho, una obra, una vida que dé cuenta de una posibilidad de lo humano, por mínima o inaparente que sea, así también es preciso tener presente que el asunto de las humanidades siempre está afuera, nunca exclusivamente recluido en el claustro. En ambos casos se trata, siempre, de singularidades: las humanidades son conocimiento de lo singular y, por eso mismo, de aquello que, en lo general, es variación y divergencia.
Eso es precisamente aquello que llamamos “lo humano” y “vida humana”. Si hay un compromiso político primario y prioritario de las humanidades, ese es un compromiso con aquello que en lo humano es potencia, posibilidad y conato; no lo humano como algo dado y como algo que damos por sentado, sino como algo en proceso de (interminable) gestación, de constante diversificación, algo que siempre está en el borde de sí. Las humanidades son saber de fronteras y de traspaso. El compromiso político de las humanidades se ejerce en la potencia de pensar más allá de lo que actualmente se nos impone como “humano”, con efecto de exclusión y segregación, en la potencia de interesarse por otras vidas y por el espesor que traen consigo, en la potencia de abrirse a la complejidad del mundo y de la existencia, en la potencia, en fin, de dejarse afectar por lo diverso, lo foráneo, lo irreductible, que no es algo exterior, sino algo que nos habita originariamente y algo a lo que debemos lo que somos. Esa misma potencia, en su intimidad o en el esfuerzo por preservar una presencia pública (que ha sido vocación de las humanidades en América Latina), es la potencia crítica de las humanidades.
Rúbrica
La filosofía es pensamiento. Por eso mismo, todas, todos, todes tienen que ver con ella, les concierne, están de algún modo, siempre, en la filosofía o quizá no en, sino con ella, con que solo entendamos que ella no es un saber exclusivo, escolarmente adquirido, necesariamente acreditado. La mayor parte del pensamiento es indocumentado, migrante.
Estamos en ella y con ella por y a partir del hecho de vivir. Vivir es pensar. Y vivir es estar expuesto. Por eso, el vivir no es nunca el de una mera vida, sino de lo que una vida puede. Y por lo que puede, una vida siempre está al borde de sí. En el borde, comunica con otras vidas y con su propio límite, que nunca está absolutamente predeterminado, ni aun en la muerte, que está determinada e indeterminada a la vez. Otredad en todo sentido. Es lo que mueve a pensar.
Otredad: quiero decir que el pensamiento no puede extraer de sí lo que requiere ser pensado. No puede ponerlo para sí sin antes exponérsele. No se da a sí mismo lo que piensa y aquello en que piensa. Todo pensar es pensar-en, y para que haya algo en qué pensar, y antes aun, más radicalmente, para que haya un “en” para todo “algo” es preciso un acontecer, un suceder, un pasar. Es lo que llamamos contingencia. Contingencia es lo que toca, lo que cae en suerte. Tiene que haber un caer en suerte para que algo caiga en suerte y sea esa la suerte que da qué pensar. Asimismo, para que tal suerte sea posible tiene que ser recibida, tiene que tocar, se tiene que estar expuesto a ella. Esta exposición se llama experiencia. Experiencia y contingencia son solidarias, hermanas, inseparables.
Lo que suceda, cualquier cosa que sea, el algo que fuere, a la corta o a la larga es susceptible de ser identificado, concebido, nombrado. Acogido en el despliegue temporal de la experiencia puede llegar a ser patrimonio y hasta capital para ser invertido en nuevas experiencias. Pero el suceder de lo que cada vez suceda es inapropiable. Es autónomo. “Sucede que…” expresa la autonomía del suceder.
También hay una autonomía del pensar. Pero no es la de un yo dueño de su pensamiento, no la de un ego cogito, ich denke. Para que yo piense tiene ante todo que ser posible pensar: y esa posibilidad, ese poder (poder-pensar) no le pertenece a un yo, antes el yo pertenece a ese poder y para constituirse como tal, como “yo” tiene que plegarse a la posibilidad de ese poder refiriendo a sí mismo lo que este le propone, le presenta; pero ese poder mismo, en su pura posibilidad, le es inapropiable. El sujeto es heterónomo por respecto a ese poder; ese poder, en cambio, es la autonomía del pensar. Se llama ocurrencia. Es la co-incidencia y la tangencia de pensar y suceder. De la ocurrencia solo podemos retener y tener el “algo” y retener y tenernos a nosotros mismos (“yo”), referidos a ese algo y refiriéndolo: mira, pasó esto; y lo cuento. Pero antes de contarlo, algo ocurre y antes de que algo ocurra, hay ocurrir, ocurre, simplemente; para mí, algo me ocurre y algo se me ocurre a propósito de lo que me ocurre. En el ocurrirme prevalece la autonomía del suceder; en el se del ocurrírseme algo a propósito de lo que me ocurre prevalece la autonomía del pensar.
Lo que (me) ocurre me cambia, me transforma, quizá hasta me trastorna: nosotras, nosotros mismos no somos nunca las mismas, los mismos; somos criaturas de la contingencia. Vivimos, expuestas.
Si para constituir la filosofía y todo el proyecto epistémico occidental se ha sostenido que el pensamiento (el concepto) debe necesariamente interrumpir el flujo de las opiniones (es, por ejemplo, la crisis de la aporía de que habla Platón, es la duda cartesiana), para ejercer la filosofía hasta sus últimas consecuencias, el mismo pensamiento debe estar abierto a que el flujo de los conceptos y las razones sea interrumpido por lo que reclama ser pensado y que por eso mismo se presenta ante todo como no-conceptual, como impensado, como estricta singularidad. Ese es el primer dato, el dato originario de la experiencia. Y si uno puede hablar de su propia experiencia, debo decir que la continuidad de las razones, aunque indispensable, me despierta siempre sospecha. Precisamente porque, prendada de su interno encadenamiento, desatiende a la experiencia, no lo que ella dice, sino lo que calla, su opacidad. Desde el fondo de esta opacidad emerge de vez en cuando una débil noticia: es la ocurrencia. No creo en pensamientos que solo se sostienen a sí mismos. Creo más en aquellos que de súbito se quedan en blanco, que son espasmódicos, que acaso no vuelven desde ese síncope, pero que si vuelven, lo hacen con una mínima joya, un destello del suceder de lo que sucede. Necesitamos esos destellos para orientarnos en la penumbra. Más que nunca cuando la penumbra crece y la maraña se hace más espesa.
Estamos en tiempos complejos, difíciles, de cambios acelerados, pero que parecieran girar sobre sí mismos sin modificar las estructuras y las dinámicas que modelan las relaciones sociales y las lógicas de poder. Complejidad y aceleración son los vectores fundamentales de lo moderno. Y pareciera ser que no estamos suficientemente equipados no solo para ejercer algún control sobre el incremento de esos vectores, sino siquiera para anticipar su fisonomía venidera, incluso inminente, más aun, para comprenderlos.
Si uno se pregunta qué puede hacer la filosofía, qué pueden las humanidades en este contexto, parece, por una parte, que es muy poco: con suerte, intervenir en debates con el propósito de darles alguna densidad, de enseñar la textura conceptual de los problemas, de activar la memoria de las tramas temporales que condicionan lo presente, de formular preguntas exploratorias que puedan estimular un grado de lucidez acerca de aquellos problemas y de este presente. Pero precisamente porque este sería su aporte, la posibilidad de que sean audibles más allá del momento en que aquella intervención tiene lugar es exigua. Por otra parte, creo que una tarea principal de la filosofía y las humanidades, no solo como disciplinas, no como saberes escolares acreditados, sino como tentativa de pensamiento que trate de ver más allá de lo inmediato y sus tendencias (que no son sino estribaciones de un presente dominado por fuerzas que impulsan su preservación), consiste en que piense epocalmente, lo que significa dos cosas: una, que asuma su propia situación como una que atañe a la época que lo determina; por otra, que pueda hacer epoché de esta misma, es decir, que suspenda esa determinación, precisamente en el ensayo de pensar lo que la excede radicalmente.
Preguntarse desnudamente: ¿dónde estamos? Y aquí, ¿qué nos exige pensar?
Viernes 15 de octubre de 2021