“Resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra”
Por Silvana Del Valle Bustos
Durante los últimos días hemos asistido a una creciente preocupación por el potencial aumento de la violencia doméstica ante la necesidad de implementar medidas de distanciamiento social para reducir el contagio por el Covid-19. Entre ellas, la cuarentena, que implica el encierro en el espacio doméstico por tiempos que mujeres y niñas no experimentábamos de manera masiva por décadas, enciende las alertas en tanto se identifica el hogar como el lugar en que más se produce violencia contra nosotras. Sin embargo, estar en cuarentena y con toque de queda no sólo nos pone en mayor riesgo de violencia doméstica, sino que implica vivir una síntesis de la violencia estructural que el actual modelo capitalista, patriarcal y colonial ejerce sobre las mujeres.
En Chile, el rol subsidiario del Estado neoliberal, que deja incluso la satisfacción de las necesidades más básicas a los dueños del mercado, desató una profunda crisis sociopolítica, la que se ha manifestado durante los ya cinco meses de revuelta popular. Las desigualdades e injusticias del modelo, que se hicieron ineludibles desde el 18 de octubre de 2019, hoy se evidencian de forma extrema, siendo la crisis sanitaria una amenaza mayor para los sectores más explotados: quienes deben sobrevivir su vejez con pensiones de miseria, quienes subsisten con trabajos precarios e informales o quienes asumen las tareas de cuidado y reproducción de la vida a diario, entre otros. En todos estos casos se trata, nuevamente, en mayor medida de mujeres.
La crisis social que estalló en octubre y la crisis sanitaria que nos afecta actualmente han dejado claro que el problema no radica únicamente en la incapacidad del gobierno de Sebastián Piñera ni en su desidia para establecer las medidas mínimas que nos permitan avanzar hacia una mayor equidad y justicia social, sino también en un amplio sector político-económico, parte y sustento del sistema imperante que produce y reproduce la desigualdad. Hoy, el modelo históricamente impuesto con sangre por quienes gobiernan ha mostrado descarnadamente los intereses que defiende, priorizando las ganancias de las empresas por sobre la salud de todas y todos.
Así, no resulta casual la negativa inicial a cerrar centros comerciales y grandes empresas; la implementación de cuarentenas parciales que exigen a trabajadores y trabajadoras seguir trasladándose y motivan al hacinamiento para el pago de cuentas o provisión de alimentos; la falta de control de precios sobre insumos médicos básicos; el silencio ante el reclamo de comunidades privadas de acceso al agua en tiempos donde la higiene es esencial; la desprotección a trabajadoras/es, quienes deben negociar individualmente su aislamiento con las grandes empresas, respaldadas además por la Dirección del Trabajo al permitir despidos masivos sin indemnización; la falta de alternativas para trabajadores/as informales, independientes y con contratos a honorarios, mientras se ofrecen subsidios y contrataciones a los grandes conglomerados; la falta de un plan de contingencia que pueda suplir la necesidad de cuidados de niñas, niños y niñes ante el necesario cierre de las escuelas; la ausencia de medidas económicas que permitan disminuir el endeudamiento o acceder a servicios básicos como agua, techo y alimentación. En suma, medidas tardías en que el Estado subsidia al empresariado y que incluso nos exponen aún más al contagio del Covid-19, y que nos demuestran, nuevamente, cómo el neoliberalismo se contrapone a los intereses de la gran mayoría de las personas.
Es más, ante estos cuestionamientos, que son parte de las demandas que explotaron el 18 de octubre, el gobierno de Piñera, tal como viene haciendo durante todos estos meses de revuelta social, declara Estado de Catástrofe e impone la militarización del territorio, ofreciendo más represión, sanciones y cárcel a quienes no acaten las escasas y tardías medidas propuestas por sus ministros.
Consecuentemente, ninguna de tales medidas considera, pese a que ya se venía advirtiendo por el movimiento feminista a raíz de la experiencia asiática y europea, el particular impacto que el confinamiento doméstico tiene en la vida de las mujeres. Los mayores niveles de violencia física y psicológica reportados en varios países trajeron consigo como única reacción del gobierno el incremento de la actividad del número telefónico del Ministerio de la Mujer y Equidad de Género, el que continúa identificando el problema de la violencia contra las mujeres únicamente con la violencia intrafamiliar y, específicamente, la violencia íntima de pareja. Pero esta medida no sólo mantiene el estilo tecnócrata del ministerio, el que se ha denunciado por años a raíz de la precariedad laboral en que se encuentran sumidas sus trabajadoras y trabajadores, o los escasos recursos destinados a casas de acogida y planes educacionales efectivos, entre otros, sino que además demuestra el desconocimiento de otras formas de violencia que se ven incrementadas con la cuarentena.
En este sentido, resulta fundamental reflexionar sobre cómo todas las formas de violencia que sufrimos las mujeres se trasladan al espacio doméstico, en tanto la cuarentena determina la reunión en un solo lugar de todos los roles que ejercemos las mujeres en una sociedad patriarcal, capitalista y colonial como la nuestra. Al menor salario en el trabajo remunerado y al mayor acoso que vivimos las mujeres en dicho espacio, se suma el hecho de que históricamente se nos ha impuesto hacernos cargo de las labores domésticas y el cuidado de niños, niñas, enfermas/os y ancianas/os. ¿Cómo llevarán el estrés y hacinamiento las mujeres que retornan a sus hogares desde los trabajos para seguir trabajando en los cuidados de otros y otras? ¿Cómo podrán sobrevivir las migrantes que no están hoy ejerciendo el trabajo informal con que alimentaban a sus familias, las profesionales jóvenes que no pueden hoy prestar servicios a honorarios, las mujeres que no tienen un hogar, las privadas de libertad, las trabajadoras de casa particular obligadas a trasladarse hacinadas en la locomoción colectiva a los barrios donde se inició el contagio, las feriantes o almaceneras cuyos puestos han debido cerrar?
Si a esto sumamos que, mientras dure la cuarentena, mujeres y niñas se ven obligadas a ocupar el mismo espacio durante todo el día no sólo con esposos o parejas maltratadoras, sino también con padres, padrastros, hermanos, hijos, sobrinos, tíos y abuelos agresores sexuales, preguntarse sobre nuestra sobrevivencia resulta indispensable. Sobre todo con un Estado que, como hemos denunciado por décadas, además de no cumplir su obligación de prevenir, investigar y sancionar la violencia contra las mujeres, también nos persigue y agrede mediante las fuerzas policiales y militares, tal como se ha constatado en todas las movilizaciones sociales y estados de excepción.
En definitiva, el necesario confinamiento para prevenir la pandemia se transforma en un catalizador de todas las formas de violencia que vivimos las mujeres, debido a que la estructura social neoliberal, patriarcal y colonial no genera paliativo alguno para la situación, sino que más bien se apoya en la responsabilidad de las mujeres en el cumplimiento de sus roles asignados. En este juego, la posición del Estado es la de guardián de la mantención de tales roles, por lo que no debemos confundir la reacción de gobernantes neoliberales ampliando la posibilidad de intervención estatal con la renuncia al control neoliberal de nuestras vidas. Es más, Donald Trump ya expresamente ha dicho que el propósito de la intervención gubernamental “no es debilitar al libre mercado, sino preservarlo”. La actual crisis, entonces, devela en la vida de las mujeres una cuestión que el estallido social ya venía expresando: el fracaso de este modelo, cuyo centro es el beneficio de unos pocos a costa de la vida de la mayoría. En este contexto, no obstante, ante la negligencia e inoperancia de quienes nos gobiernan, un aprendizaje histórico de otros tiempos de crisis es que la construcción de organización territorial y comunitaria es una herramienta basada en la solidaridad y expresiva de la dignidad de las personas en situaciones críticas a través de la generación de redes de apoyo, estrategias de cuidado colectivo y alternativas de economía comunitaria, entre muchas otras.
Quedarse en casa es una de las medidas necesarias y efectivas para paliar los riesgos de la Pandemia, y aunque implica aumentar el riesgo de violencia para las mujeres y niñas, nos otorga la oportunidad de reafirmar que el retorno al hogar no puede significar relegar nuevamente este espacio a lo privado y personal, sino que es imprescindible su politización. Y es esta politización, en que la participación activa de las mujeres resulta un requisito intransable, la que permitirá la construcción de una nueva forma de vida, ya no basada en la explotación de las personas y depredación de la naturaleza, sino en la justicia y la dignidad.