Desde que el diccionario Oxford definiera “posverdad” como la palabra del año 2016, mucho se ha especulado sobre el sentido y los alcances de este término que se instaló con fuerza a partir de tres hitos que sorprendieron a la opinión pública internacional: el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el de Trump en las elecciones estadounidenses, y el del NO en el plebiscito realizado en Colombia para validar el proceso de paz con las FARC.
La posverdad ha sido definida como el espacio donde la información objetiva y los datos duros -dos elementos claves en el ejercicio del periodismo- influyen menos que las emociones y las creencias personales, cuestión que en las redes sociales y en un cierto periodismo de bajos estándares profesionales tendrían uno de sus nichos privilegiados.
En la era de la sospecha, la explicación de este fenómeno estaría en la creciente desconfianza de las personas no solo en las instituciones y elites de poder, sino en las fuentes tradicionales de información, lo que conduciría a buscar en las redes aquellas verdades que les estarían siendo vedadas y que conducen, por ejemplo, a enterarse de falacias como que la diputada Camila Vallejo poseía un Audi de 50 millones de pesos; que la Presidenta de la República iba a anunciar su renuncia; que los mapuche y miembros de las FARC estaban incendiando el sur de Chile, etcétera.
El más reciente ejemplo que nos conduce también a los entramados de la información “seria” tiene alcances internacionales y se relaciona con el ataque químico contra civiles sirios en la provincia de Idlib. Las noticias apuntaron al régimen de Bashar Al Assad y su ejército como responsables de este crimen, pese a que a comienzos del 2016 la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) había anunciado la destrucción total de esas armas por parte del régimen sirio.
Sin embargo, el 21 de abril último la Comisión Investigadora del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para Siria emitió un comunicado señalando que no había evidencias que demostraran el uso de armas químicas por parte de Damasco contra la población, cuestión que no fue tan ampliamente difundida como aquella que responsabilizaba a Al Assad, instalándose esta última como una verdad irrefutable. Algo similar ocurrió hace una década cuando con la misma excusa tropas comandadas por EEUU invadieron Irak y asesinaron a Saddam Hussein, pero nunca pudieron encontrar ni una sola arma química.
Cuando hablamos de posverdad nos referimos a noticias falsas, verdades a medias, ausencia de fuentes confiables; en definitiva, al mal periodismo. Se trata de un viejo tema con nombre nuevo. Porque confirmar la información, chequear las fuentes, ampliarlas, confrontarlas y contextualizar los hechos son parte de un periodismo cuya dimensión ética es intrínseca a su quehacer. Ocultar viejas prácticas bajo nuevos nombres no mitiga el impacto ni la gravedad de la falta.
El 12 de septiembre de 1976, en el sector de Los Molles, apareció el cuerpo de una mujer. Su cadáver había sido lanzado al mar desde una aereonave luego de ser detenida y confinada en Villa Grimaldi, donde murió a consecuencia de las torturas. Los diarios El Mercurio y La Segunda la describieron como una bella joven víctima de un crimen pasional, aunque al poco tiempo el odontólogo y académico de esta Universidad, Luis Ciocca Gómez, identificó el cadáver como el de Marta Ugarte, profesora y militante del PC de 42 años. En esa línea, y a propósito de la muerte de Agustín Edwards y del rol de El Mercurio en el ocultamiento de crímenes de lesa humanidad, el caso de Marta Ugarte resulta otro ejemplo de muchos, de cómo la posverdad es la naturalización de la mentira disfrazada de posmodernidad.