En medio de la crisis climática y la presión por avanzar hacia una economía baja en carbono, Chile enfrenta el reto de redefinir el papel de su principal industria. La minería, motor histórico del desarrollo local y pieza clave en la transición energética global, debe responder a una pregunta esencial: cómo equilibrar su aporte económico con los costos ambientales y sociales que implica su operación.
Por Ignacio Villagra | Foto principal: AFP
En la encrucijada del desarrollo y la crisis climática, la minería en Chile —clave para la economía y para la transición energética global— enfrenta el desafío de su propia definición: ¿puede una industria extractiva ser realmente sustentable? El debate se intensifica, y mientras el país se aferra al cobre como motor de su prosperidad, la discusión se aleja de las cifras macro para confrontar los costos ambientales y sociales que han marcado su historia.
En un país como el nuestro, donde el cobre ha sido históricamente considerado “el sueldo de Chile”, su relevancia económica es incuestionable. Desde comienzos del siglo XX, este mineral ha financiado buena parte del gasto público, ha sido clave en la balanza comercial y ha marcado el rumbo de la política económica. Sin embargo, esta centralidad obliga a mirar más allá de las cifras macroeconómicas y evaluar críticamente sus impactos sociales, ambientales y territoriales. ¿Cómo enfrentarlos en un escenario de crisis climática, escasez hídrica y profundas desigualdades?
Desde una perspectiva estricta, el concepto de “minería sustentable” resulta problemático. El desarrollo sustentable fue definido por primera vez en el Informe de la Comisión de Brundtland (1987) como un “desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente, sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades” y se articula en tres pilares fundamentales: económico, ambiental y social. Precisamente, el carácter finito de los recursos minerales impide que su explotación pueda mantenerse indefinidamente sin comprometer el futuro. Por ello, el debate no debería centrarse únicamente en cómo hacerla “verde” o más eficiente, sino en cómo mitigar sus consecuencias, proteger la salud de las personas —comunidades y trabajadores— y establecer límites claros para su operación, especialmente en zonas de alta fragilidad ecológica o sobrecargadas de actividad extractiva.
Los impactos de la minería en Chile son múltiples y bien documentados. Un ejemplo ilustrativo de los costos sociales de una industria mal regulada es el caso de la Fundición Ventanas, ubicada en la V región, que aparece en el Reporte Minero 2023, año en que fue cerrada por su altísima emisión de dióxido de azufre. Durante décadas, las comunidades de Quintero y Puchuncaví convivieron con niveles de contaminación que afectaron la salud de las personas, la biodiversidad y la economía local.
De modo más general, según los informes de la Comisión Chilena del Cobre (COCHILCO) sobre consumo de agua y energía eléctrica en la minería del cobre, esta actividad enfrenta una demanda creciente de ambos recursos. Se proyecta un aumento significativo en el consumo de electricidad, impulsado principalmente por procesos clave como la concentración de minerales —que representa más de la mitad del consumo eléctrico del sector— y por el transporte de agua de mar desde la costa hasta los yacimientos en la montaña, un proceso que implica consumos y emisiones significativas que pocas veces se visibilizan en el debate público.
Pese a la evidencia de estos impactos, el discurso dominante en sectores políticos y empresariales suele presentar la regulación ambiental como una traba para la inversión. Sin embargo, los datos muestran otra realidad: entre 2020 y mediados de 2025, solo el 2,2% de los 3.593 proyectos ingresados al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) fue rechazado, mientras que el 45% fue aprobado y un 9,3% permanecía en calificación. Así lo señala en un análisis para CIPER Chile Alejandra Parra, miembro de la Red de Acción por los Derechos Ambientales (RADA) e integrante de la Coordinación Nacional de Alianza Basura Cero Chile, lo que contradice la idea de un aparato estatal obstruccionista. Lo que se critica como “permisología” es, en realidad, un mecanismo —todavía insuficiente— para resguardar derechos colectivos, ecosistemas y estándares mínimos de sostenibilidad social y ambiental frente a proyectos de alto impacto.
En este contexto, Chile ha comenzado a delinear un nuevo rumbo. Según anunció el gobierno en 2021, la Política Nacional Minera 2050 —elaborada tras un proceso participativo que incluyó a comunidades, gremios, empresas y académicos—, busca garantizar una industria competitiva y sustentable, con altos estándares internacionales y beneficios claros para los territorios. El desafío es enorme: compatibilizar la demanda global de minerales críticos —como el cobre y el litio— con la protección de ecosistemas frágiles y la justicia social.
Algunas empresas ya están implementando medidas concretas. Codelco, por ejemplo, ha establecido compromisos corporativos claros: reducir en un 70% sus emisiones de gases de efecto invernadero (alcance 1 y 21) para 2030, reciclar el 65% de sus residuos industriales no peligrosos y disminuir en un 60% el consumo unitario de agua continental en sus plantas de sulfuros ubicadas en zonas de estrés hídrico. Estas acciones muestran que la transformación no es imposible, pero requiere voluntad política, inversión sostenida y transparencia en los resultados.
El cambio no provendrá solo de la industria. Desde la academia y la investigación aplicada se proponen alternativas para diversificar la economía y reducir la dependencia extractiva. Iniciativas como los consorcios de energías limpias y los programas de innovación tecnológica apuntan a reinvertir parte de las ganancias mineras en desarrollo científico, reconversión productiva y fortalecimiento de capacidades locales.
La industria extractiva —especialmente con la creciente importancia de elementos críticos para la transición energética como las tierras raras (un grupo de 17 elementos químicos esenciales para tecnologías renovables) y el litio (cuya demanda mundial se duplicó entre 2021-2024, según la Agencia Internacional de Energía)—, seguirá siendo estratégica para Chile y el mundo.
Sin embargo, esta relevancia convive con una contradicción fundamental: en Chile, segundo productor global de litio, comunidades como las del salar de Atacama ya reportan costos ambientales crecientes, incluyendo escasez hídrica y afectación a ecosistemas. Más que negar esta tensión, es necesario asumirla con honestidad y acción. El verdadero desafío no es únicamente reducir el impacto ambiental por tonelada extraída, sino repensar el rol de la minería. La pregunta, entonces, deja de ser solo si esta puede ser sustentable, sino también cómo podemos convertirla tanto en una fuente de riqueza como en una palanca para un desarrollo más justo y democrático, respetuoso con los límites del planeta y las comunidades que lo habitan.
- Las emisiones de alcance 1 son las emisiones directas que están controladas por una empresa, mientras que las emisiones indirectas de alcance 2 son consecuencia de las actividades de la empresa y se producen a partir de fuentes que no son de su propiedad ni están controladas por ella.
↩︎
