«Las garantías académicas dejan de ser herramientas neutrales y se convierten en espacios de disputa, reflejando las desigualdades y tensiones propias del entramado universitario. Más allá de los argumentos, lo que subyace es un conflicto de perspectivas: mientras algunos ven en ellas un mecanismo para democratizar la educación, otros las perciben como obstáculos que atentan contra la excelencia académica o la viabilidad operativa de las instituciones», escribe Antonio Urrutia, exmiembro del Centro de Estudiantes y Consejero de Escuela de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile
Por Antonio Urrutia De la Barra | Foto:
En la universidad, las garantías académicas emergen como respuesta a conflictos latentes, como un intento de equilibrar derechos en un espacio donde el conocimiento debería ser accesible para todos. Son medidas que, en principio, buscan justicia y equidad, y que históricamente han sido impulsadas por las movilizaciones estudiantiles. Sin embargo, en su devenir, estas garantías se han transformado, entrelazándose entre sí y con las demás dinámicas de la vida estudiantil.
¿Qué sucede cuando lo que una comunidad concibe como un derecho propio encuentra resistencia dentro del mismo espacio que debería sostenerlo? Las garantías académicas se han convertido en una herramienta indispensable para que los estudiantes puedan sortear las desigualdades estructurales que persisten incluso dentro del ámbito académico. Para algunos docentes, sin embargo, estas mismas garantías pueden percibirse como una amenaza a la exigencia académica o una complicación logística en la organización de sus cátedras. En este choque de perspectivas, el conflicto no radica tanto en los objetivos, que suelen ser comunes, sino en las formas de entenderlos y priorizarlos.
En la Facultad de Filosofía y Humanidades, pionera en la implementación de varias de estas medidas, las garantías han surgido de luchas colectivas, como los ajustes en los calendarios académicos o las flexibilidades evaluativas. Sin embargo, con el tiempo, su implementación ha revelado tensiones internas. ¿Qué ocurre cuando una garantía se burocratiza al punto de volverse inaccesible? ¿O cuando se utiliza de manera oportunista, alejándose de su propósito original de justicia y equidad? Estos desvíos no son meramente anecdóticos; representan el riesgo inherente a cualquier sistema de derechos que no sea constantemente revisado y discutido por la comunidad que lo sustenta.
En este contexto, las garantías académicas dejan de ser herramientas neutrales y se convierten en espacios de disputa, reflejando las desigualdades y tensiones propias del entramado universitario. Más allá de los argumentos, lo que subyace es un conflicto de perspectivas: mientras algunos ven en ellas un mecanismo para democratizar la educación, otros las perciben como obstáculos que atentan contra la excelencia académica o la viabilidad operativa de las instituciones.
La solución al conflicto requiere de participación estudiantil y los espacios de representación de los que disponemos son clave. Es ahí donde las garantías pueden ser defendidas y reimaginadas. Solo con un estudiantado presente podemos defender nuestros derechos mientras promovemos políticas inclusivas y efectivas.
Finalmente, nos equivocamos cuando vemos las garantías como la meta. Estas deben servir de herramientas para alcanzar nuestro verdadero y común objetivo de construir una universidad más justa, donde la educación sea en todas las unidades académicas accesible, equitativa y de calidad. En ese sentido, deben de estar disponibles a ser discutidas, repensadas y reformuladas.