Por Sofía Correa
Posiblemente no ha habido época en la historia de Chile independiente en la que sus contemporáneos no sintieran con profunda angustia que estaban viviendo una crisis intensa en todo sentido. No es que esta constatación venga a relativizar la actual crisis que nos tiene atribulados, puesto que cada experiencia histórica es única e irrepetible. No obstante, quizás la radicalidad de la actual es que probablemente ella está dando cuenta del fin de una época histórica, e incluso del fin de una civilización, sin que sepamos qué la reemplazará.
Pienso que vivimos el fin de una civilización, por muchos signos que se pueden observar. Por de pronto, no es nada novedoso constatar el enorme impacto que el desarrollo tecnológico ha tenido en los modos de relacionarnos y concebir la vida en el planeta. Las formas contemporáneas de comunicación digital no sólo han transformado la cotidianeidad, la convivencia social y familiar, las relaciones entre generaciones, la privacidad, sino también la manera en que nos situamos ante el tiempo y el espacio, al romper, con su instantaneidad, experiencias milenarias de la humanidad. La constatación de que todos los instrumentos que forman parte de la existencia contemporánea, que nos son imprescindibles para relacionarnos, están ya desde su inauguración en proceso vertiginoso de descarte por otros medios más avanzados tecnológicamente, constituye la base de la arraigada convicción de la inevitabilidad del deshecho, del abandono de lo que otrora fuese valioso, que también es una experiencia humana inédita. Más aún, si hasta ahora el misterio de la vida permanecía oculto y despertaba nuestro asombro, el desarrollo de la ciencia ha llegado al punto de la clonación de la vida, abriendo posibilidades que quisiéramos ni imaginar. Estos son sólo algunos ejemplos que nos hablan de un cambio de civilización, en la que estamos inmersos y que no sólo exige nuestros mayores esfuerzos para adaptarnos, sino también nos despierta temores, angustias y dudas profundas.
Situándonos en una temporalidad más corta, podemos percibir un cambio de época que afecta las dimensiones políticas, sociales, culturales. Viene a ser reiterativo volver a tratar el gravísimo problema de la falta de confianza en las instituciones que sostienen el tejido democrático, por de pronto el Congreso Nacional, el poder judicial, la representación ciudadana, los partidos políticos. Quienes intentaron remontarla apostando por fórmulas de democracia directa, se toparon con el Brexit y con el rechazo a los acuerdos de paz en Colombia; el peligro del nacionalismo xenófobo en Europa se combinó con la elección de Trump de la mano de la nueva y perversa fórmula de la post-verdad. Ya no vale ser veraz, sólo importa tener impacto comunicacional, esa es la lección que ya tiene aprendices locales.
¿Y por qué mirar todo desde la vereda impoluta del observador lejano? Lo que pasa en las universidades es tal vez el peor escenario de esta crisis chilena que se desenvuelve en múltiples y diferenciados niveles. Así como algunas pertenecen a grandes consorcios internacionales dedicados al negocio de la educación, hay otras cuyas ganancias financiaron partidos políticos, y están las que han quebrado dejando a los alumnos en el limbo. Así como hay universidades privadas donde no es posible reprobar alumnos/clientes, hay universidades públicas que controlan el uso del tiempo de sus académicos. ¿Estamos viendo la paja en el ojo ajeno, ignorando la viga en el propio?
Queda por llamar la atención hacia las tendencias totalitarias que se han apoderado de algunos núcleos de la Universidad de Chile, donde lo que no está en sintonía con sus criterios, es pulverizado. Fue por una profesora de una universidad privada como me enteré que Gabriel Salazar se había ido de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Chile. La historia es conocida, no su desenlace. Salazar salió en defensa de profesores de Historia acusados de acoso sexual, con quienes había compartido sufrimientos y persecuciones durante la dictadura. Si bien conozco a algunos de los acusados y éstos me resultan detestables desde hace años, sus actuaciones, despreciables, y las acusaciones, nada sorprendentes, no me cabe duda que Salazar tiene el derecho de defenderlos. Pero no fue así. Quien fuera el maestro endiosado esta vez habló en disonancia con los espíritus totalitarios, y recibió una andanada de fusilería verbal. Pacientemente respondió explicando su posición, pero la condena había sido emitida y no hubo espacio cordial para las discrepancias. Ante la imposibilidad de compartir un espacio universitario común, de acuerdos y diferencias, respeto y consideraciones, Salazar se fue.
En las universidades chilenas anida lo peor de la crisis actual, porque encarna la crisis de sentido, de convivencia, de racionalidad, y ya ha llegado a la Universidad de Chile, envenenando su presente e hipotecando su futuro.