“Más importante parece ser que junto con aparecer consolidando el predominio ideológico de la democracia liberal, el fin de la Guerra Fría desencadenó una ideología nueva, distinta a todo lo que el capitalismo había producido ideológicamente hasta entonces, un tipo de individualismo que además de “posesivo”, como lo concibiera la transición del liberalismo desde Hobbes a Locke, se apoderó de la sociedad premunido de un economicismo que no soñó ni el más materialista de los filósofos decimonónicos.”
Por Juan Gabriel Valdés | Ilustración: Alison Gálvez
1. Hay un hecho extraordinario, que ha sido señalado como una anomalía histórica única de nuestro tiempo: mientras se observa una creciente indignación con el funcionamiento del sistema social, en especial con la enorme riqueza privada y la acumulativa y crecientemente generalizada pobreza pública, los indignados no ven una sociedad futura basada en la igualdad y la justicia. El mundo occidental carece por primera vez de una utopía social.
Quizás en Chile, más que en otras partes, el fenómeno de la ausencia utópica demoró en hacerse evidente. En realidad, a comienzos del siglo nadie pareció echarla de menos. Tras la dictadura las demandas de la reconstrucción institucional condujeron a la clase política, especialmente a quienes provenían de una tradición socialista, a la difícil tarea de recuperar las libertades públicas, expropiadas por una casta cívico–militar que concentró el poder durante diecisiete años, y luego, a introducir reformas sociales en una economía liberal que mostró un grado de crecimiento económico extraordinario.
El fin de siglo exigió entonces un gobierno alternativo: uno que respetaba los derechos humanos, que preparaba las condiciones para hacer justicia, que restablecía el Estado de derecho y le devolvía su dignidad al país. Pero nada parecía demandar una sociedad alternativa: nada parecido a un cuestionamiento del capitalismo. Al contrario, la sociedad se introdujo en un desarrollo para el que existía un nombre de fuerza incontrarrestable: la globalización. Chile fue así parte de un fenómeno universal. La única ingeniería estatal abiertamente favorecida era la que corregía la acción del mercado para facilitar su estabilidad. La otra, según decían los portavoces de la ideología dominante, arriesgaba todo, especialmente, la libertad.
Por entonces las derechas celebraban esta renuncia a la utopía como el resultado inevitable de la caída del Muro de Berlín o el fin de la Unión Soviética, algo evidentemente falso, por la simple razón de que la mayoría de quienes adherían a una tradición socialista habían perdido hacía mucho tiempo cualquier ilusión por aquel sistema burocrático e imperial basado en la cancelación de las libertades individuales.
Pero nadie podía negar la evidente fatiga de las izquierdas y el marchitamiento de todas sus utopías. ¿A qué se debe esto? ¿Cómo explicarlo? ¿Es posible decir que hoy esta situación comienza a cambiar?
La significación de la caída del Muro de Berlín no fue sólo el desplome del imperio burocrático construido por Stalin bajo el barniz envejecido de la revolución bolchevique. Aquello fue algo por sí mismo significativo, pero de cuya permanencia histórica podemos dudar cuando consideramos la actual reaparición de la gran Rusia de la mano de Vladimir Putin. Más importante parece ser que junto con aparecer consolidando el predominio ideológico de la democracia liberal, el fin de la Guerra Fría desencadenó una ideología nueva, distinta a todo lo que el capitalismo había producido ideológicamente hasta entonces, un tipo de individualismo que además de “posesivo”, como lo concibiera la transición del liberalismo desde Hobbes a Locke, se apoderó de la sociedad premunido de un economicismo que no soñó ni el más materialista de los filósofos decimonónicos.
Es decir, en vez de significar un impulso fenomenal de democratización de las relaciones sociales, lo que el fin del comunismo inauguró fue un proyecto que buscaba economizar todas las esferas de actividad humana, incluso de aquellas regidas históricamente por otras tablas de valores, como la democracia. De esa manera, en una paradoja inigualable, los dos gemelos del “fin de la historia”, la democracia representativa y la economía liberal, nacieron no una para la otra, sino una contra la otra, y el “liberalismo económico”, transformado en una ideología economicista, se desplegó como avalancha, privando a la democracia de su naturaleza, castrándola de cualquier significado de cambio social y extrayendo su esencia, que no es otra cosa que la voluntad popular.
El individualismo economicista es difícil de precisar. Desde un punto de vista teórico, el neoliberalismo ha sido una ambición que nunca estuvo en el liberalismo, ni en el político ni en el económico: esto es, la ambición de transformar al mercado en la figura y el modo de racionalidad del Estado y la sociedad. Y como mostró tempranamente el mismísimo Foucault, no se trató en caso alguno de un intento de apartar al Estado asegurando el laissez faire. Al contrario, la nueva racionalidad dominante requería del Estado, y en algunos casos, como ocurrió en Chile, sólo podía existir impuesta desde el Estado. Desde ahí se desplegó en la sociedad un proceso de indoctrinación y de creación de sentido común que probó ser de una efectividad sin igual.
Primero, porque fue sostenido por redes de capital financiero y por un cambio extraordinario en el lenguaje de la economía y la política. Segundo, porque fue distribuido desde un universo mediático rediseñado espectacularmente por la revolución tecnológica, y predicado incansablemente por una tecnocracia profesional instalada en centros de poder del sistema global. Convertida entonces en una estructura de poder, la nueva ideología fue capaz de rediseñar el lenguaje de la política y del gobierno asimilándolos al mercado. De desterrar lo “público” a un concepto de servicio, unido al mercado y separado del Estado. De reducir lo “nacional” a un “patriotismo” simbólico y estridente. De sujetar la representación de la soberanía popular a una producción de “políticas públicas”, y el imaginario democrático a lo “técnicamente posible”. De sacralizar una casta tecnocrática consagrada para “calificar” si una sociedad se inserta en el sistema globalizado, o es, por el contrario, expulsada de los mercados mundiales.
Esta es, me parece a mí, la verdadera naturaleza del neoliberalismo y sobre todo su verdadera dimensión. Y aquí está el estupefaciente de la imaginación democrática y de la imposibilidad de los grupos progresistas para esbozar un modelo distinto de sociedad. La contundencia de esta estructura de poder hace absurda la acusación de “traición”, dirigida contra quienes, perteneciendo a una tradición política social demócrata o democrática, debieron administrar la política a nivel nacional en las condiciones globales producidas tras el fin de la Guerra Fría. Que administraron sus economías y, además, en algunos casos, lo hicieron bien.
2. En todo caso, se debe reconocer que no ha sido la oposición “socialista” —en ninguna de sus acepciones— la que ha llevado al capitalismo financiero a su actual crisis, y a la ideología neoliberal a la constatación de sus limitaciones. Lo que vemos hoy parece ser el fin del ciclo iniciado con la caída del Muro de Berlín y el inicio de una fase diferente, en la que el neoliberalismo y la democracia representativa simplemente no se necesitan entre sí o, más bien se contraponen; en el que la globalización hace resurgir los nacionalismos autoritarios y sus degeneraciones xenófobas y neofascistas, y en el que el calentamiento de la atmósfera, así como la revolución tecnológica, producen tanta incertidumbre como movilización social. ¿Será este el contexto en el que la aparición de alternativas sociales se hace posible?
«(La izquierda) debe tener una visión ética de la democracia sin la cual esta pasa a ser sólo un método electoral, algo valioso y a defender, pero algo también insuficiente en un mundo tecnológico como el actual, donde corre el riesgo permanente de ser alterado y manipulado».
La producción de vastas capas sociales de “perdedores” de un capitalismo global que insiste en reducir el rol del Estado en áreas como la educación y la salud, ha generado la aparición de un nuevo populismo reaccionario. Personajes como Trump, Bolsonaro, Urban o Putin han acudido a llenar el vacío político y a responder a la indignación de los “perdedores”, utilizando un discurso de nacionalismo autoritario, de xenofobia, de ataque a los organismos internacionales y a las reglas del sistema global. Bruscamente, hemos visto la aparición de líderes que no intentan apagar el miedo de los perdedores “con autoridad legítima y apoyo estatal, sino con palabras de odio y resentimiento”.
Ninguna institución actual sufrirá más del embate de estas tendencias que la democracia representativa, cualquiera sea la forma democrática que ella adopte. El gemelo abandonado en el Muro de Berlín se ve ya acosado en un mundo sin reglas, donde la tecnología genera mundos tan alternativos como efímeros, y la acumulación de riqueza y poder escapa absolutamente los espacios nacionales. Los intentos actuales de líderes populistas de manipular mediante ataques cibernéticos las elecciones en otros países, de acabar con la autonomía de los poderes del Estado y de justificar la conveniencia de una democracia “iliberal” es sólo un anuncio de lo que vendrá, cuando la velocidad de los acontecimientos de los mercados, los desplomes financieros o las catástrofes naturales “obliguen” a los gobiernos a buscar la adhesión inmediata de las poblaciones.
En este marco, otra visión de la sociedad no sólo es posible, sino que parece obligatoria. Hay sectores en las izquierdas del mundo y también en la chilena que comienzan a visualizar el proceso creativo que implica hacer una propuesta que congregue a las mayorías tras una nueva forma de sociedad.
Al mirar doscientos años de su desarrollo ideológico, de sus fracasos y conquistas, los socialistas han reconocido que no existe un sector portador del cambio y poseedor de la semilla de una sociedad diferente. También, que la espera en la autodestrucción del capitalismo es ilusoria y que el mercado y su buen funcionamiento deben ser parte de una sociedad más justa e igualitaria. Pienso que han comprendido además, en el mundo entero, que el punto de partida de todo esfuerzo transformador radica en las libertades establecidas y ya conquistadas por la democracia liberal.
El socialismo contemporáneo debe visualizar que lo que se requiere es otro tipo de mercado y una visión de la actividad económica que no se agota en sí misma. Que la tarea socialista es la expansión de la vida democrática en las esferas constitutivas de la sociedad, tanto la económica, como la política y la de la vida privada. Que el feminismo constituye un elemento esencial de cualquier progreso social y que la lucha contra el egotismo de la sociedad neoliberal debe constituir un esfuerzo civilizatorio basado en la construcción paciente de iniciativas solidarias en las que los individuos concluyen que su realización personal y sus derechos individuales no sólo no se oponen, sino que son reafirmados y consolidados por la solidaridad social. El desarrollo de un pensamiento social y su realización no puede ser hecho como un listado de tareas tecnocráticas, sino como un método participativo y conciliador.
En Chile las izquierdas han atravesado experiencias extraordinarias durante los últimos treinta años. Tras la confrontación con un régimen con tendencias genocidas, la izquierda vivió renovaciones, experiencias de gobierno, éxitos, marginalidades y fracasos de los que debe aprender. Debe reconocer la fuerza de las tendencias que les arrastraron donde no querían ir, o que les dieron éxitos que fueron luego problemas porque conspiraban contra una visión común. Debe aprender de sus prácticas políticas, primero de aquellos excesos y vicios que parecieron parte del “normal” de la política y que contribuyeron a fomentar divisiones políticas y generacionales. Debe aprender también a valorar la cercanía con las mayorías que mostró durante parte importante de estas últimas décadas: la forma como sus gobiernos supieron abrir etapas de progreso, pequeñas o grandes mejoras en la calidad de vida, nuevas oportunidades de acceso a la educación, a la salud, a grados mayores de participación popular.
La izquierda debe ser global y nacional al mismo tiempo. La amenaza a la democracia es hoy real. La amenaza a la vida humana es también real. En todas partes y también en Chile surgen fuerzas que excitan los peores instintos humanos, el odio, el racismo, el desprecio por el más débil, y se consolidan en su creencia de que la violencia es la mejor manera de resolver los problemas sociales. En todas partes hay fuerzas que desconocen el riesgo de las fuerzas naturales que el hombre ha contribuido a desencadenar. La izquierda no puede sino aliarse a la ciencia y a la tecnología. Debe devolver un sentido de futuro a la humanidad.
Pero esta izquierda debe no sólo reafirmar sus valores democráticos, su creencia en la dignidad esencial del ser humano, el respeto a sus derechos y a las instituciones que la lucha social ha producido para defenderlos. Debe tener también una visión ética de la democracia sin la cual esta pasa a ser sólo un método electoral, algo valioso y a defender, pero algo también insuficiente en un mundo tecnológico como el actual, donde corre el riesgo permanente de ser alterado y manipulado.
Es posible que aquello que la izquierda deba recordar en el momento actual es precisamente lo que aquellos que contribuyeron a derribar el Muro de Berlín dijeron de sus sociedades cuando luchaban por superar el Estado burocrático y autoritario que destruía sus esperanzas de libertad. Tal como lo hiciera Vaclav Havel en su carta de 1975 a Gustav Husak, secretario general del Partido Comunista, la izquierda podría hoy preguntar: “¿Qué significan esas cifras de crecimiento —esa supuesta consolidación económica— para la renovación moral y espiritual de la sociedad, para el desarrollo de las dimensiones realmente humanas de la vida, para elevar al hombre a una mayor dignidad”?