«Ramírez posee una visión microscópica, que se sitúa en territorios sinuosos, hendiduras, movimientos imperceptibles para una mirada común. ¿No es esta, a la larga, una de las funciones medulares de la literatura?», escribe Patricia Espinosa en esta crítica sobre Teoría del polen, de Victoria Ramírez (Provincianos Editores, 2021).
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Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.
Por Javiera Steck
Una tarde fui a una galería engastada en el anónimo Santiago centro buscando el lanzamiento de un libro. Estudiaba Ingeniería y entre mis amigos de entonces, todos físicos que se creían artistas y poetas, era tradición pasarnos el dato de estas presentaciones: éramos pobres y perseguíamos el vino de honor entre montañas de literatura y silencio, una de nuestras actividades mejor valoradas. Ir a esa clase de eventos nos proporcionaba, pensábamos, cierta clase de profundidad: una sustancia que nunca encontramos en el ejercicio de las ciencias exactas. Amortiguaba nuestra exhaustiva juventud con un toque de vejez, una calma que no teníamos. El libro en cuestión era una investigación de la Fundación Vicente Huidobro; el título está hoy perdido para mí.
En esos tiempos yo era un trasto, una nadie. Pocas semanas antes me habían terminado una relación de años y estaba en causal de eliminación de mi carrera. Odiaba, con una intensidad difícil de imaginar hoy, la profesión que había elegido, y la vida parecía una broma tan grande que ni siquiera la borrachera continua era ya un plan tentador. Ese día entré con ahogo alojado en el pecho: no acepté la copita. Pero ella sí lo hizo: una treintañera esbelta y con la cara cansada, ojeras, un vestido medio japonés. La autora del proyecto decía que había tardado nueve años en parir ese libro, que era prácticamente todo lo que había salido de ella durante esa década. El parto más largo de su vida. Media infeliz, se notaba que no quería estar ahí, que quería al vino pero no a los invitados, a los libros pero no a su libro.
Me imaginé siendo esa mujer, sentada en esa silla, pensando sobre nosotros y sobre ella misma con tedio. Insatisfecha, sí, pero con vino en mano, y con quince desconocidos interesados (fuera innoble o inconcebiblemente, tal como yo buscaba un traguito de vino gratis en una tarde de invierno) en su trabajo. Consciente de la absoluta pequeñez e intrascendencia de su trabajo, pero con la certeza —¿y tranquilidad?— de haber navegado esos mismos 10 años en un mar de bibliografía: y que incluso al momento del parto seguía rodeada de literatura y de personas que también creían tajantemente en el valor sagrado de esos objetos.
Y quise ser ella. Entendí que esa era una manera feliz de ser infeliz, que el piso mínimo de satisfacción siempre podría construirlo sobre libros: que esa vida existía. El cansancio sería por las infinitas horas de lectura. La desazón porque nadie lee lo que escribo: pero de cualquier manera, sería una mujer que escribía, que se había atrevido a hacerlo. Era la posibilidad de que existiera el placer como fondo. Eso era vida. Yo podría fracasar en un parto equivalente, ser ese cansancio. Pero pariría con placer: y eso era vida.
Al día siguiente empecé el trámite para el cambio de carrera: era mi cuarto año. Siendo sincera, cualquier micro me servía: cualquiera entre las humanidades me parecía que cumplía el requisito de llevarte a ese mundo. Me cambié sin optimismo, limitándome a un mero ejercicio de supervivencia: pensando, no en hacer algo útil, no en tener una profesión con la que pagarme techo y comida después, sino en postergar la decisión de qué hacer conmigo y, en el camino, leer harto, leer caleta. Decidí estudiar Literatura como una decisión ciega, primitiva: fue la memoria de un viejo arraigo lo que encontré en esa galería, lo que me llevó hasta ahí, persiguiendo la última vez que había sentido genuino placer. Y llegó el placer. Así que corresponde cerrar con un cliché: la literatura es lo que me salvó la vida.
Qué es la literatura y qué importa lo que sea
Leer había sido mi primera vocación: mi familia lo sabía y por eso el cambio, en principio inesperado, más tarde fue entendido como inevitable. Ya dentro, mi entusiasmo dio sus frutos: me enganché con la teoría literaria, al punto de ser ayudanta de Introducción a la Teoría Literaria en la Universidad de Chile y en la universidad que me aceptaran siempre que pudiera. Lo más atractivo de enseñar esa disciplina era retroceder al momento cuando, de mechona, me topé con la pregunta: qué es la literatura. El momento en que supe que no tenía idea sobre el objeto con que, durante tiempo, había estado en relación de veneración y deuda. Mi definición personal, ligada a mi encuentro con la literatura, no puede ser otra que: la literatura es el objeto estético con materialidad de lenguaje, siempre con miras al placer. Entiendo que hay otras definiciones y discusiones que difieren de esta noción (por ejemplo, la afirmación de que la literatura es lo que la sociedad dice que es la literatura, es decir, convencional; o que corresponde a un uso artificioso del lenguaje o a la ficción), pero dudo que haya, en toda la historia de la literatura, algún texto considerado como tal que haya ingresado al canon (o la convención “literaria”) sin haber antes generado placer estético en alguien (o la negación del placer, también una experiencia estética). En La literatura en peligro, el mismo Todorov señala que entró a los estudios literarios por placer, al igual que Zambra cuando indica en Tema libre que “la idea de que el placer [de leer y escribir] coincidiera con el deber nos parecía maravillosa”: ambos, al igual que yo, sin tener mucha idea sobre qué implicaban los estudios literarios antes de dedicarse a ellos. Como defensa teórica de mi definición, me sirven también esos dos ejemplos: finalmente, quienes definen convencionalmente lo que es considerado como “literatura” en el tiempo, son los mismos críticos y estudiosos de la literatura que, en el ejercicio de su profesión, van reproduciendo el canon heredado (lo que les pareció digno de valor a los estudiosos y lectores del pasado); pero también disputan y modifican ese mismo canon según valoraciones y hallazgos literarios propios, sin duda fundados en la experiencia estética que los críticos del tiempo presente (Zambra, Todorov, las y les estudiantes de Literatura) experimentaron. El placer es la puerta de entrada de la literatura, porque quienes leemos y sentimos somos también quienes convencionalmente definimos al objeto.
Sin embargo, creo que es justo agregar otra característica a la definición anterior de literatura, derivada de que esta forma parte de las humanidades. Y las humanidades constituyen “un modo de habitar el mundo”, de manera que “lo habitan desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber”, como escriben Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy, a la vez que poseen poderes críticos y potencialmente desestabilizadores, al decir de Grínor Rojo. De esta manera, la literatura se convierte en el espacio en que objeto estético y el compromiso crítico y ético convergen, aunque esto último no siempre se manifieste de manera evidente.
Humanidades, libertad y comunidad
“La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo es lo que constituye (o debiese) el objetivo de las disciplinas humanistas», señala el profesor Grínor Rojo, en sintonía muy clara con las ideas de Doris Sommer, quien a su vez sostiene que el aporte explícito de las humanidades a la vida común es la capacitación del juicio de las personas: juicio que nos hace libres, y que solo puede ser entrenado a través de la experiencia estética. Coinciden también en que la experiencia estética tiene esta capacidad “justamente porque no se halla […] por definición al servicio ni de las demandas de la razón pura ni de las de la razón práctica”.
Coincido plenamente con estos planteamientos. Creo, como señala Rojo, que tanto la literatura como los estudios literarios y el resto de las humanidades, tienen su razón de ser (o debiesen) en reflexionar, de manera éticamente comprometida, sobre el mundo que habitamos, y gracias a eso su función es proponer nuevas (y mejores) maneras en las que podamos formular nuestra vida en común, algo que todas las comunidades desean lograr. Las humanidades entonces aportan a la capacidad de juicio, y por ende a la libertad intelectual, material y espiritual de los individuos; pero también ofrecen la posibilidad única de pensar críticamente la vida en sociedad, y mejorarla.
Supongo que este proyecto tan mayor y abstracto del panorama general de las humanidades nada significa si los humanistas no cumplimos nuestro trabajo de realizar las humanidades de manera concreta en el mundo, por reducido que sea nuestro rango de acción e influencia. Sobre esto, es difícil definir cómo yo misma —alguien por quien la literatura hizo tanto— experimenta ese “aportar” a la vida común, pero en la práctica creo que ha devenido en que enseño (y lo disfruto) teoría literaria, a la vez que realizo talleres que salen de la lógica del mercado, sea para ayudar a la inserción académica de estudiantes nuevos o para dar a conocer lo que más me apasiona: el feminismo y la literatura de mujeres. Creo que estos últimos encarnan perfectamente los procesos y capacidades críticas que tanto Rojo como Sommer adjudican a las humanidades: conocer una tradición de mujeres pensadoras, por ejemplo, que antes creías inexistente, puede salvarte del insondable vacío simbólico patriarcal que muchísimas mujeres, sobre todo cuando éramos jóvenes, experimentamos como asfixia y complejo de inferioridad. Más concretamente aún: leer a ancestras tan anteriores a nosotras como Christine de Pisan (siglo XV) defendiendo el derecho de las mujeres al uso de su razón y a ser tratadas con dignidad, o la ira lesbiana y antirracista de contemporáneas como Audre Lorde, enseñan de manera testimonial y directa que las mujeres pueden existir de otras maneras, más libres, en el mundo, y que tenemos una historia no de conformidad sino de férrea (y no poco contradictoria) resistencia. Esta lección es fundamental: mejoró sustancialmente mi vida, por ejemplo; mis relaciones con otras mujeres, con mis parejas, con mis oficios; también las vidas de mis amigas, sus parejas y sus oficios. En concreto, aprendimos de ellas otra manera de interpretar la realidad, y con ella ganamos libertad.
Sin embargo, ante todas estas acciones feministas y “locales” (que para mí son constitutivamente valiosas, y contribuyen a la vida concreta de mujeres concretas), existen desafíos estructurales, que afectan a todas las personas, que también debemos enfrentar: el más grande es sortear las relaciones de interés y exclusión que instala la lógica capitalista en la producción y difusión de nuestras ideas humanistas. Me explico: para que las humanidades desplieguen plenamente su capacidad de cambio y mejora del mundo, requerimos un sistema económico y social que permita que todas las personas produzcan las cosas que materialmente sostienen la vida (comida, servicios básicos, etcétera), del mismo modo que permita que esas mismas personas puedan dedicar su tiempo a las artes y las humanidades, es decir, que no existan humanistas de profesión, que se ganen la vida a través del ejercicio exclusivo de las humanidades. ¿Por qué? Porque, como señalaba Sommer, las humanidades (junto con la experiencia estética) son el único vehículo para desarrollar nuestro juicio: ese paso que va más allá de la racionalidad y nos permite tomar decisiones libres. Y justamente la vocación de las humanidades es darnos esa libertad, no a algunos, sino a todos. Yo no quiero a una élite de pensadores profesionales encargándose de meditar, conducir y administrar la vida intelectual de la nación a costa de que otros produzcan lo que ellos comen y utilizan para su sobrevivencia día a día, ni que esas mismas personas destinadas a producir (o destinadas a trabajos más precarios que el “servicio” intelectual que hacen los académicos en las universidades) no puedan dedicarse al ejercicio de las humanidades gracias a ese destino. Lo que quiero es que todas las personas tengan la oportunidad de hacer un aporte desde las humanidades, de construir su libertad y contribuir a este «pensar y crear el mundo». De modo que el ejercicio de las humanidades no puede estar reglado por el pago, pues estaría sujeto a interés (por sobrevivir) y exclusión, de quienes no pueden dedicarse exclusivamente a “pensar” porque tienen que dedicar su tiempo exclusivamente a “producir”.
No me malentiendan: justamente lo que hago hoy en día es estudiar humanidades en una universidad tradicional para llegar, ojalá, a ser académica: una de esos humanistas profesionales cuya extinción acabo de defender. Entiendo que, mientras tengamos que vivir en el capitalismo, los humanistas tendremos que “apostar” a ganarnos la vida haciendo algo que nos ofrezca placer (leer, escribir, ¡pensar!) e intentar escapar de esos otros trabajos precarios que no nos traen ninguna satisfacción. Sé que lo que planteo solo es posible en un comunismo al estilo de Carlos Pérez (donde cada persona trabaja 4 horas a la semana produciendo para las necesidades vitales de la comunidad: el resto es tiempo libre y se trabaja en otras cosas desde la lógica del regalo), o en una comunidad ecofeminista al estilo de los nuevos proyectos de vida de inspiración indígena y anticapitalista que se están tejiendo en Latinoamérica. Pero también es cierto que, si no luchamos para que ese proyecto de transformación social radical se concrete, somos cómplices de repetir estructuralmente los patrones de desigualdad social ya existentes: siempre que defendamos un orden en que las humanidades, y por consiguiente, la capacidad de libertad de pensamiento, sean para unos pocos y que el resto de las personas se dedique a otros trabajos de “menor trascendencia” (mantenernos vivos), seremos cómplices. Por ningún motivo busco la degradación de las humanidades, sino que sostengo que estas alcanzarán su plenitud como poder crítico y director de la vida común solo cuando estén a disposición de todas las personas: y para eso debiese dejar de existir la separación que hay entre personas que se ocupan solo de pensar y personas que se ocupan solo de producir.
Hasta que llegue ese cambio, ¿qué podemos hacer? Mis respuestas son obvias y poco satisfactorias: primerísimo, trabajar y resistir activamente desde la literatura, los estudios literarios y otros espacios para conseguir esa transformación social; y segundo, empezar a aprender a realizar el trabajo humanista (ya sea la pedagogía, la filosofía o, lo que nos concierne, la literatura y los estudios literarios) fuera de la lógica tecnocrática e interesada del mercado. Esto siempre significará un extenuante esfuerzo extra: organizar talleres y cursos gratis, levantar bibliotecas abiertas (con mis amigas planeamos levantar una apenas tengamos algo de dinero, una “biblioteca abierta feminista”), son algunas ideas: en definitiva, liberar a las humanidades de las universidades y tratar de extenderlas lo más posible.
Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.
De la estratificación a la deliberación: investigar y pensar la lectura y el libro en Chile hoy
Si bien la pandemia agudizó la crisis del libro físico, la aceleración de la virtualidad podría estar ampliando la accesibilidad del libro digital. Los datos son todavía exiguos para hablar de democratización, pero suficientes para interrogar más profundamente el plano de la recepción y la apropiación de la lectura. En los tiempos deliberativos e inciertos del Chile constituyente y pandémico, sin embargo, el asunto no es tanto diagnosticar la lectura y el libro, piensan María Eugenia Domínguez y Tomás Peters: “de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad”.
Por María Eugenia Domínguez y Tomás Peters
Los datos sobre el acceso al libro y la lectura en Chile dan cuenta de una realidad oscilante. Según las encuestas de participación y consumo cultural del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), actual Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en las mediciones de 2005 y 2009 un 41% de las/os chilenas/os declararon haber leído al menos un libro en los últimos 12 meses y, en la de 2012, se vivió un peak histórico, con un 47%. Sin embargo, en la última —de 2017—, este indicador registró su mayor caída: 38%. Algo similar ocurrió con el acceso a las bibliotecas: 22% en 2009, 18% en 2012 y 17% en 2017. Hay muchas explicaciones posibles para interpretar este fenómeno: el aumento exponencial del uso de dispositivos tecnológicos, la aceleración de las temporalidades sociales e individuales de las personas, lo que se traduce en menos tiempo dedicado a la lectura —una actividad principalmente individual y en un escenario de relativa concentración— y, sobre todo, la creciente oferta cultural, fundamentalmente audiovisual, disponible en plataformas tecnológicas.
No obstante, también es preciso interrogar para qué se lee, cuándo se lee y quiénes leen. Sobre el comportamiento lector, las personas eligen leer en su tiempo libre solo después de ver televisión, escuchar música o radio, hacer deportes, realizar actividades domésticas y navegar en internet; y quienes leen todos los días, ininterrumpidamente durante un lapso de 15 a 20 minutos son, en su mayoría, mayores de 54 años, con estudios universitarios y pertenecientes al quintil más rico del país. Muy probablemente, es este el segmento de la población que más contribuye a situar a Chile en los primeros lugares de lectoría en América Latina, detrás de Venezuela, Argentina, México y Brasil.
Enseguida, la percepción de la población respecto a la importancia social de la lectura está asociada al acceso a mejores oportunidades laborales (42,9%) y un tercio de los lectores solo lee con fines laborales. En concordancia con estos datos, y de acuerdo a un estudio comparado sobre once países, las motivaciones de lectura están asociadas en varios de ellos a las exigencias académicas o de estudio.
Sin embargo, y aun cuando en Chile el aumento de los años de escolaridad ha crecido sostenidamente, esto no se traduce en evidencia concreta del mejoramiento en la comprensión lectora. Son muchas las cifras y estudios que han evidenciado aquello: el año 2013, el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile informaba que un 44% de las/os chilenas/os entre 15 y 24 años eran analfabetos funcionales en lectura de texto. Un año después, la Encuesta de Comportamiento Lector del CNCA, ofrecía una cifra igualmente preocupante: 56% de las/os chilenas/os no había leído un libro en los últimos doce meses. Y, para aumentar la desazón, en el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2016), sobre comprensión lectora y habilidad matemática en adultos, solo un 1,6% de las/os chilenas/os entiende bien lo que lee o alcanza los niveles más altos de competencia lectora. En suma, el diagnóstico ha sido claro hace varios años: los informes disponibles nos estaban enrostrando una situación incómoda. Pero, desde la revuelta y ahora la pandemia, la situación se ha radicalizado en todo el ecosistema del libro.
El libro ha muerto, larga vida al libro
Si bien las investigaciones históricas nos han servido para establecer una cartografía problemática sobre el acceso al libro y la lectura (véase, por ejemplo, el libro Un lugar para los libros. Reflexiones del Encuentro Nacional sobre Cultura Escrita y Prácticas Lectoras (LOM, 2016), la situación que actualmente vive la industria editorial es inédita. Tanto la revuelta social de octubre de 2019 como la pandemia en curso implica una dislocación completa del campo literario-editorial. Si la crisis de sentido de la Feria del Libro de 2018 se podía comprender como un indicador de mutaciones estructurales en la industria, durante el año 2020 se derribaron todos los modelamientos diseñados/imaginados en ese entonces. En efecto, en el contexto covid-19 la discusión sobre el futuro del libro se tornó una preocupación real. El cierre de librerías y la cancelación de proyectos editoriales —lanzamientos, coediciones, reediciones, etcétera— introdujo un coeficiente de incertidumbre radical hasta ahora.
La llamada crisis del “libro físico” en este contexto se conjuga entonces como un fenómeno inevitable de discusión y paradójico de reflexión. A pesar de que los circuitos de venta y distribución estuvieron parcialmente cerrados en gran parte del país durante 2020 y, al menos, el primer semestre de 2021, la venta online de libros vivió un aumento exponencial nunca visto. Buscalibre.com, una de las compañías más importantes del sector, triplicó sus ventas durante la pandemia (y, según señalan los directivos de la firma, las mujeres compran más online que los hombres). Al mismo tiempo, se produjo un aumento considerable de acceso al libro digital en plataformas online gratuitas. Según las cifras de la Biblioteca Pública Digital de Chile, entre enero de 2019 y noviembre de 2020, el número de préstamos se incrementó en un 48%. Sin embargo, y aquí hay un dato interesante, entre el mismo rango de fechas el número de inscritos pasó de 76.385 a 82.994, es decir, un aumento de solo 8%. Estas cifras nos llevan a preguntarnos, entonces, por cómo ha variado la estructura de acceso al libro y la lectura en Chile en este contexto. Y, específicamente, nos surge la interrogante sobre si la pandemia ha reforzado estructuras históricas de desigualdad en el acceso o, efectivamente, se ha experimentado una ampliación del campo de posibilidades de lectura a los diversos grupos sociales a través de la virtualidad/digitalización de la oferta.
Si bien la lectura digital ampliada ya estaba presente en tiempos prepandemia, lo cierto es que esta ha aumentado. No es raro escuchar declaraciones como “tuvimos que reconvertirnos —al formato digital— y nos ha ido bien” y que, además, “este proceso es bueno, porque el libro es más económico, se masifica y democratiza”. Si bien hay editores/as reacios/as a este formato, no es fácil hacer futurología de un cambio paradigmático en el acceso al libro. Lo que nos ha enseñado la sociología del futuro es que siempre se equivoca, y el presente y pasado siempre ganan. En otros términos, quizás se podría desprender de todo esto una hipótesis obvia, pero necesaria de reiterar: los hábitos de lectura no cambian, pero sí los formatos. Es más, como señala Roger Chartier: “la comunicación electrónica es el mundo de la superabundancia textual, cuya oferta desborda la capacidad de apropiación de los lectores”. Esto no solo implica pensar la materialidad de la lectura digital —lectura en tres dimensiones—, sino que también nos obliga a interrogar, más que el polo de la producción, el de la recepción. Y esto nos remite, una vez más, al rol social del libro y la lectura.
Gran parte de la literatura académica sobre lectura y acceso al libro —así como en general sobre consumo cultural— sitúa las tesis de Pierre Bourdieu como una propuesta difícil de superar. Y, en cierta medida, lo es. En la mayoría de ellas se señala que la lectura y compra de libros depende de las disposiciones culturales heredadas a través del capital cultural familiar. Es decir, que las prácticas culturales son transferidas e introducidas en los espacios más íntimos del hogar, pero reproducidas en los ambientes públicos. No es necesario ahondar en estas ideas, ya que se ha escrito bastante sobre la tesis de la homología. Sin embargo, a partir de este constructo teórico sería posible deslindar que, durante la pandemia, los sectores socioeconómicos altos hayan mantenido sus prácticas culturales históricas e, incluso, facilitadas y ampliadas. Así como las fortunas mundiales se han enriquecido más que nunca en este escenario sanitario crítico, lo mismo podría señalarse en el mundo de la lectura y acceso al libro: las/os lectoras/es de libros asiduos siguen siendo asiduos y los históricamente distantes, siguen estando a distancia.
Evidentemente faltan estudios en profundidad para validar esta hipótesis. La distancia analítica es más urgente que nunca para abordar estos temas y hoy se requiere una mirada distinta para abordar el problema. No se debe menospreciar el esfuerzo realizado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y sus planes y programas. Tampoco se debe olvidar el trabajo incansable realizado por las/los editoras/es independientes de Chile en sus distintas asociaciones y estructuras de influencia y decisión. Si sobre ellos reposa en buena parte la riqueza de diversidad en la oferta, hay una alerta mayor por la tremenda asimetría entre la envergadura de los libros publicados (variedad), el grado de desigualdad en la distribución de las ventas de los diferentes títulos (equilibrio), el grado de disparidad entre los títulos vendidos según autores y editores (la disparidad), y la relación entre número de editores, libros publicados y listas de libros reputados más vendidos.
Otra vez el rol público del libro
El fenómeno del acceso al libro y la lectura está más allá de las capacidades de acción de los editores independientes: es un fenómeno sociológico y cultural que desborda el actuar de las políticas culturales. Hay mucho por avanzar. Una industria editorial local que depende de la concursabilidad y la subvención estatal —cuando la tiene— es, evidentemente, insostenible en el tiempo. Y la pandemia que estamos viviendo agrega condimentos de cianuro al plato.
Pero los tiempos históricos siempre ofrecen nuevos horizontes de expectativas. Y el caleidoscopio constituyente es uno de ellos. Ya no están los tiempos para pensar el problema del libro y la lectura a partir de una lógica investigativa axiomática. Por el contrario, estamos en tiempos deliberativos donde se forjará un nuevo entendimiento comunicativo para que vivamos como anónimos en una esfera pública común. Quizá son los tiempos habermasianos: ya no estamos para describir los capitales culturales y las lógicas de distinción e inequidad, sino para desplegar una exigencia ciudadana e investigativa por disponer de insumos simbólicos —libros, teatro, danza, visualidades, cine, música— para restituir los mundos de la vida de las/os ciudadanos. Las obras/libros no solo permiten una aproximación crítica a la experiencia de la vida cotidiana, sino también para disentir de los símbolos y significados que la sociedad establece como legítimos. La potencialidad del libro y la lectura es que, sin duda, promueve el revisionismo histórico-cultural de un país como Chile. Generar nuevas pretensiones de validez es un derecho social. Es más, para reforzar los debates normativos que alimentan la discusión en la esfera pública el derecho al libro es fundamental.
El acceso al libro —tanto físico como digital— no puede descansar en el mercado. Que el libro, la lectura y la escritura sean un acto de justicia es una aspiración de los actuales tiempos deliberativos. Lo mismo para las bibliotecas: en su interior se experimentan subjetividades, se cuestionan los relatos culturales y se generan nuevas regulaciones sociales. Al igual que los museos, las bibliotecas son como laboratorios: en sus pasillos se relacionan variables sensibles, se combinan componentes poético-políticos, y se recrean y tensionan imaginarios históricos. Asegurar el acceso de toda la sociedad a la participación cultural es una apuesta por la democracia. Y en un escenario donde librerías, bibliotecas, espacios culturales, teatros, salas de concierto y museos, entre otros espacios, se mantengan cerrados, el proceso constituyente estará cojo. En definitiva, si los burócratas e investigadores se han dedicado históricamente a diagnosticar la lectura y el libro, de lo que se trata ahora es de reinstalar su valor crítico-cultural en la sociedad. En un escenario donde la digitalización de la vida cotidiana producirá nuevas precariedades y desigualdades es más necesario que nunca defender el rol público y político del libro en Chile.
*
María Eugenia Domínguez. Periodista y doctora en Comunicación por la Universidad de Montreal. Profesora asistente y coordinadora académica del Observatorio del Libro y la Lectura de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile. Integrante de los núcleos de investigación sobre políticas culturales y memorias de las artes y las culturas del Instituto de la Comunicación e Imagen.
Tomás Peters. Sociólogo, magíster en Teoría e Historia del Arte y doctor en Estudios Culturales por el Birkbeck College, University of London. Profesor asistente y editor general de la revista Comunicación y Medios del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Autor del libro «Sociología(s) del arte y de las políticas culturales» (Editorial Metales Pesados, 2020).
Francisco Mouat: “Hoy escasea el periodismo y nos pasan gato por liebre todo el día”
El periodista y escritor, autor de El empampado Riquelme, ahora a cargo de librería Lolita, reúne más de treinta años de su labor como cronista en el ejemplar Escala técnica. Acá se refiere al periodismo actual, al arte de contar historias, alude a la clase política y se pregunta: “¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, ven cine, se conectan con la música o con las artes? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder?”.
Por Javier García Bustos
Era 1985 y hasta entonces Francisco Mouat (1962) sólo había viajado fuera de Chile a las ciudades de Mendoza y Buenos Aires, en Argentina. Mouat era periodista de la revista Apsi y ante una invitación para cubrir el Festival Internacional de la Juventud se trasladó más de 14 mil kilómetros, desde Santiago rumbo a Moscú.
“La invitación de los comunistas rusos incluía todo: visa volante para no timbrar el pasaporte y evitar que te interrogaran de regreso en el aeropuerto de Pinochet; pasajes en Aeroflot ida y vuelta desde Buenos Aires con escala en Recife, Dakar y Argel; alojamiento, las cuatro comidas y creo que hasta un modesto viático que alcanzaba para traerse una muñequita rusa de madera”, escribe Francisco Mouat en Rayuela moscovita, crónica incluida en el nuevo volumen Escala técnica, que publica el sello Overol, una selección de su labor como periodista y escritor por tres décadas.
Autor de más de 15 libros, Francisco Mouat, además de trabajar en las desaparecidas revistas Apsi y Hoy, fue director de Don Balón y editor de la Revista del Domingo en Viaje del diario El Mercurio. Su gran pasión han sido los viajes y los libros. Desde 2014, dirige la librería Lolita.
Desde los ochenta, Mouat no sólo ha viajado a Rusia o Malasia, sino que ha recorrido Chile para registrar múltiples historias que ahora integran Escala técnica y que parecieran conectar todo el universo. Mouat narra los sinsabores de Fenelón Guajardo, el Charles Bronson chileno; un extraño viaje a Capitán Pastene, en La Araucanía, tras los pasos de un “avaro millonario”; y captura la voz de Américo Grunwald, sobreviviente de Auschwitz afincado en Concepción. Mientras, la literatura se cuela en las crónicas del periodista, con autores como Ennio Moltedo, Jorge Teillier, Julio Ramón Ribeyro, Ryszard Kapuściński y Wisława Szymborska.
—Escala técnica reúne parte de tu trabajo asociado a la literatura y el periodismo. ¿Sientes que existen temas o intereses que unan los textos?
—Es bien probable que sí, pero esa tarea de vincularlos mejor que la haga su lector. No soy muy dado a pensar demasiado sobre lo que hago. A la forma de hacerlo le doy vueltas, pero no mucho a por qué lo hago. No sé si tienen algo en común el actor que encarnaba al Zorro en la famosa serie de televisión de los años sesenta y setenta, y que murió en Buenos Aires el mismo día en que iba a hablar con la madre de su novia para pedir la mano de su hija, con Américo Grunwald, ese judío increíble que sobrevivió a los campos de concentración nazi y se radicó en Concepción y aquí formó una familia y se propuso —con éxito— hacer reír a lo menos a una persona cada día de su vida. Supongo que los vínculos, más que en los temas, están en la manera de mirar y de contar. Escala técnica es una selección revisada y corregida de textos muy diversos, algunos inéditos, que durante más de treinta años he estado pensando, investigando y escribiendo en diarios, revistas y libros. Ojalá sobrevivan al escrutinio del tiempo.
—En los últimos años, la crónica periodística ha registrado los cambios de las sociedades en Latinoamérica. Incluso hay varias antologías. ¿Cómo ves este fenómeno y qué autores del continente te interesan?
—Espero que la crónica siga siendo un género vivo, diverso, que explore todos los temas y todas sus posibilidades formales. Habrá algunas crónicas rudas y de batalla, hechas con los ojos en la calle, con acento en lo social o en lo político, que deben convivir con otras miradas, más íntimas si se quiere, ligeras en el mejor de los sentidos que, a partir del vuelo de una mariposa, sean capaces de provocarnos, de invitarnos al placer de la lectura, al goce de la palabra bien dicha y poderosa. Hacer competir entre sí los distintos tipos de crónicas es tomar partido innecesariamente, cuando lo que requerimos para que el género se fortalezca es honestidad intelectual, una mirada propia y una escritura bien trabajada. Roberto Arlt escribía sin exquisiteces, pero esa escritura es comprometida con lo que cuenta, si tiene rabia la expresa, no la disfraza. Esa conciencia de estar escribiendo algo que te importa no se compra en la farmacia. Clarice Lispector escribe de otra forma, pero sus crónicas se hermanan con las de Arlt en el alma de narradores que ambos son y que los provoca para escribirlas. Me interesan más los cronistas que cultivan el género no porque esté de moda o porque sus crónicas vayan a cambiar el mundo. Desde Rubem Braga hasta Pedro Lemebel. Desde Marta Brunet hasta Selva Almada o María Moreno. Desde Jorge Ibargüengoitia hasta Roberto Merino. Desde Juan Villoro hasta Martín Caparrós. Desde Joseph Mitchell y Gay Talese hasta algún o alguna cronista que no conocemos aún y que se obsesiona con contar el estallido de octubre del año pasado en Chile desde un lugar incierto e inesperado.
—¿Qué reflexiones surgen al comparar, en términos de contenidos y exigencias, el periodismo en el que te desarrollaste profesionalmente y el que hoy lees o ves?
—No quiero parecer amargo en mis reflexiones, pero el examen que hago de la realidad que me rodea me impide no ser crítico de lo que veo, leo y oigo. Tampoco me creo eso de que antes había mejor periodismo que hoy. Creo que había más periodismo, del bueno, del regular y del malo, y que lo que ocurre hoy es que escasea el periodismo, y nos pasan gato por liebre todo el día. Noticias que, en rigor, más que noticias, son un show. Crónicas que, más que crónicas, son compromisos adquiridos con los financiadores de los medios. Examinemos el mapa de los medios en Chile. Un par de consorcios en la prensa escrita en crisis económica desde hace un buen rato que intentan hacernos creer que detrás de ellos hay un ejército de periodistas, cuando en rigor la tropa probablemente tiene más ingenieros comerciales que narradores, que saben que la consigna que más se escucha es sobrevivir, cada vez con menos recursos y sin mucha idea de por qué hacen lo que hacen. Diarios regionales que parecen un diario mural de avisos de la zona, publicidad por cierto cada vez más escasa, otro par de diarios y revistas de circulación reducida que saben que si no se digitalizan pronto morirán, canales de televisión cortados casi todos con la misma tijera, y un universo radial donde quizás aún es posible hallar ejercicios periodísticos no tan ambiciosos, pero más genuinos y en sintonía con las personas comunes que, sospecho, aman observar, pensar, disfrutar la vida de manera sensible y también apasionada.
—Siempre hay excepciones, pero no es la regla, ¿no?
—Por supuesto que entre tanto decorado sin gusto a nada hay intentos genuinos de contar buenas historias que se despliegan con la intención legítima de no rendirse y fiscalizar, indagar, denunciar y alumbrar un poco el camino en el que nos hemos ido metiendo sin demasiada conciencia de lo que vivimos, acelerados por estrecheces económicas, por no entender lo que pasa al lado nuestro y dentro de nosotros mismos. Veo poco periodismo a mi alrededor, que se entienda a sí mismo con ese nombre y tenga ganas de enorgullecerse al final del día de lo realizado, que más que perfecto sea verdadero. Periodismo que tenga la vocación de buscar en la realidad aquello que nos ayude a entender mejor qué nos está pasando, por qué se está haciendo tan difícil discutir o intercambiar puntos de vista sin sentir ganas de exterminar al del frente. Veo poca pasión por hacer algo distinto a sólo fijarse en el color de los números de la gestión a fin de mes. Veo poco amor a la libertad y sus riesgos. Veo poco interés por desarrollar un oficio donde el poder incomode de verdad. Veo poco respeto por el arte, la filosofía, la naturaleza y el diálogo. Veo muchas veces intereses creados y una desconfianza mutua que me violenta el espíritu. Y claro, veo hoy poco periodismo en Chile, secuestrado en la mayoría de los casos por empresarios sin amor a construir relatos que nos hagan ser un lugar diverso y de encuentro. Demasiado amor al rating fácil, a la cosecha publicitaria, a lo políticamente correcto o de moda.
Convención constituyente y el futuro
Durante el confinamiento, producto de la pandemia por el Coronavirus, Francisco Mouat tuvo que mantener cerradas por varios meses las puertas de la librería Lolita, ubicada en República de Cuba 1724, en Providencia. Así es como inauguró una librería online. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, el sector cultural fue y ha sido uno de los más afectados. El autor de títulos como El empampado Riquelme y Chilenos de raza se refiere a este tema.
—¿Crees que la nueva Constitución debería dejar establecido no sólo el derecho al acceso a la cultura, sino a la protección de quienes trabajan en el sector?
—Sí, claro, pero esa declaración de intenciones es un saludo a la bandera, necesario, pero que para encarnarse en la realidad necesita una clase política que no siga exponiéndose, con frecuencia pasmosa, en la mayoría de los casos, como una raza que no valora ni conoce ni entiende demasiado el valor y la capacidad del arte y el pensamiento para ser un mejor lugar donde vivir. ¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, van al teatro, ven cine, se conectan con la música o con las artes o con la fotografía como algo cotidiano? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder o meros luchadores por conquistar el poder de turno? Creo que una minoría. Por eso la convención constituyente debiera ser un espacio donde otras miradas nos representen. Eso fue lo que votamos la mayoría. Y lo que será difícil de llevar a la práctica. Una declaración de intenciones que no sabemos si se convertirá en el futuro en una hoja viva y respetuosa de nuestra condición ciudadana. Haber votado Apruebo y convención constituyente fue un punto de partida en esa dirección.
—¿Qué asuntos positivos podrías rescatar y qué cosas fueron negativas para la librería en los meses de cuarentena producto de la pandemia?
—Lo más positivo, acelerar e inaugurar una nueva librería Lolita digital, online, donde tenemos cerca de diez mil títulos ya subidos, amigable, bien inspirada, que me encanta y que me hace sentir orgulloso del equipo que hemos formado en estos seis años de vida. Lo más duro, luchar con toda nuestra capacidad contra el miedo-ambiente para sostener económica y espiritualmente a la librería y no damnificar a ese equipo magnífico del que te hablo, de modo de continuar siendo, ahora en modo pandemia, con tienda online y una librería al paso que cada día funciona mejor, un lugar importante, un espacio significativo para tanta gente que quiere a Lolita y que nos lo demuestra día a día. Eso es muy bonito de apreciar y lo agradecemos mucho.
—Wisława Szymborska, a quien nombras en Escala técnica, se pregunta al inicio del poema ¿Y si todo esto?: “¿Y si todo esto/ sucede en un laboratorio? (…) ¿Y si somos generaciones en prueba?”. ¿Sentiste en algún momento del confinamiento estar viviendo dentro de un mundo de ciencia ficción o al menos de una pesadilla?
—Amo a Szymborska, es una de mis mejores amigas, leer sus poemas es un regalo. Murió hace algunos años en Cracovia y está más viva que nunca en mí. Aclaro, eso sí, que no necesito la pandemia para hacerme preguntas de ese carácter. Trato de regresar pronto a la puerta de ese túnel complejo, medio sin salida, y de pronto mirar las cosas con ojos más inocentes, con un poquitito menos de lucidez, para no ir derecho al abismo. Asomarme a veces a ese abismo, pero no coquetear demasiado con él. Tomar un buen vino, no para emborracharme, sino para sentir algo espirituoso y sabroso corriendo junto a la sangre por mis venas de ciudadano del siglo XXI, impredecible por definición.
—¿Cómo te imaginas el futuro y qué te gustaría seguir haciendo en los próximos años?
—Espero un futuro con mejores grados de convivencia, que podamos vivir cotidianamente en la esquina del barrio donde vivimos hasta el rincón más apartado de nuestro andar. Con menos tribuna para los noticiarios llenos de notas policiales y más tiempo para lo que nos mueve el alma. Me exaspera un poco lo difícil que se hace a ratos encontrar espacios donde podamos ser sin etiquetas por delante. En cuanto a mi oficio, próximo yo a cumplir 59 años, espero tener salud y energía para seguir leyendo, escribiendo, pensando libros y encontrándome con mis afectos, mi esposa, mis hijos, mis amigos, mi mamá, la memoria de mi papá, los lugares que más me gusta habitar en este mundo.
¿Es el libro un artículo de primera necesidad?
Un debate entre cartas al director planteó un tema que vuelve cada cierto tiempo: qué tan necesarios son los libros y la lectura en Chile. La experiencia y fracaso del Maletín Literario, iniciativa del primer gobierno de Michelle Bachelet, dejó en claro que el acceso a libros no es el único problema sino también la mediación. Distintos actores en torno al libro discuten en esta nota los variados alcances del complejo problema lector en Chile.
Por Florencia La Mura
“La caja de alimentos en poblaciones y barrios pobres de todo Chile a consecuencia de la pandemia puede incrementarse con un ingrediente que, para muchos, resulta indispensable. Hay un alimento fundamental que falta: un libro”. Así comenzaba la carta de Felipe de la Parra y Federico Gana, periodistas y escritores, en El Mercurio el 13 de agosto. A esta idea le respondió raudo Pablo Dittborn, quien ha sido parte de las editoriales Quimantú, Ediciones B y Random House Mondadori y, actualmente, La Copa Rota. “No. Por favor, no nuevamente. La idea de incluir libros en las cajas de alimentos me parece el peor error que podríamos volver a cometer”, postuló tajante el editor, aludiendo al proyecto Maletín Literario I y II, ambos del primer gobierno de Michelle Bachelet y que consistió en entregar cajas con 16 clásicos literarios de García Márquez, Neruda y Mistral, entre otros, además de una enciclopedia.
Más de 400 mil colecciones se repartieron entre 2008 y 2010, sus libros muchas veces terminaron vendiéndose en la feria y los resultados nunca tuvieron seguimiento. Los 7 mil millones de pesos invertidos en la campaña han sido criticados desde entonces por distintos actores del mundo del libro y la lectura. La discusión se actualiza ahora en medio de la crisis sanitaria y su impacto en la economía, luego de la entrega de las cajas de alimentos. En los tiempos que vivimos, ¿corresponde igualar la necesidad de comida a la de un libro?, ¿vale la pena regalarlos sin mediar en su acercamiento? Distintos escritores y editores contrastan sus visiones al respecto.
El eterno problema
En Historia del libro en Chile (LOM, 2010), Bernardo Subercaseaux analiza cómo las razones económicas -el hecho de importar la mayoría de los libros y la baja producción e interés por publicar en Chile- marcaron la historia del siglo XIX. Desde la creación de la patria los libros fueron un bien escaso y solo accesible a las élites. Durante el siglo XX, la historia no cambió mucho, afirma el Doctor en Lenguas y Literaturas Romances de la Universidad de Harvard e integrante del consejo asesor del Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile. Bajo ese escenario fue que el proyecto de Maletín Literario parecía una buena idea, pero mientras un sector quería impulsar la lectura, otro dejó en claro que no basta solo con tener qué leer.
“El proyecto del Maletín Literario, aunque tenía una intención loable, fue un fracaso”, sentencia Subercaseaux, añadiendo que “masificarlos en cajas de alimentos probablemente tendría un resultado similar. Lo que puso de relieve es que, en cuanto a políticas públicas, el tema que requiere una solución definitiva es el de libros escolares y materiales vinculados a la educación”. Para Roberto Rivera, presidente de la Sociedad de Escritores Chilenos (SECH), la idea de sumar libros a las cajas de alimentos se diferencia del Maletín Literario, la que cataloga como “una iniciativa descolgada en tiempos de bonanza y mall”. Por otra parte, “un libro entre los alimentos, cuerpo y espíritu, simbólicamente entrega otro mensaje”, opina Rivera, quien señala que, en tiempos de encierro, sin paseos ni distracciones, sumado a la monotonía de la televisión, “el libro que no se va a la despensa junto al arroz y las legumbres, queda por ahí, a la mano de quien lo pueda hojear”.
Para Rivera, el libro es un artículo necesario, que lleva décadas peleando por ese espacio. “Se viene luchando hace 47 años contra la quema de libros, contra su invisibilidad, su menosprecio, sus enemigos neo ignorantes, contra las ficciones de la quiromancia y la cartomancia de economía y negocios que llenan páginas y páginas inútiles y pese a ello su poder sigue vigente”.
El ecosistema del libro
La importancia que Rivera le otorga a la lucha del libro contra el modelo de negocios juega un rol clave en la configuración de las editoriales nacionales y del acceso a la lectura. “Vivimos en un país con un presupuesto de 0,4% del PIB para artes, cultura y patrimonio, y sueldos promedio de alrededor de 500 mil pesos, cuando sólo el desplazamiento al trabajo se lleva un 18% y el IVA a la primera necesidad otro 19%. Pensar que en estas condiciones alguien pueda comprar un libro es descabellado”, explica Rivera, contextualizando un país donde predominan los grandes conglomerados extranjeros, con mayor acceso a producción, tirajes altos y distribución de libros.
Para Paulo Slachevsky, director y cofundador de LOM Ediciones, parte de la Asociación de Editores Independientes, Universitarios y Autónomos – Editores de Chile y miembro del consejo del Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, pensar en el libro como un objeto no prioritario es legado de la dictadura. “Se relaciona con un país donde pensar, criticar, era incómodo, peligroso”, fundamenta, agregando que “revertir ese quiebre de la sociedad con el libro requiere un impulso público mayor, una real voluntad de que exista participación popular”.
Una iniciativa recordada como gran ejemplo del libro pensado para el pueblo, fue la del gobierno de la Unidad Popular, quecompró en 1971 la entonces Editorial Zig-Zag, transformándola en Editorial Quimantú,para editar desde obras clásicas universales hasta historietas locales y venderlas en quioscos a precio accesible. Al año de estar activa llegó a imprimir 500 mil ejemplares mensuales, una cifra muy superior a los 500 ejemplares que un 60% de las editoriales nacionales imprime de un libro, de acuerdo al informe anual 2019 de la Cámara Chilena del libro.
“La tarea de hoy es evaluar esa política que duró 5 años y formular una nueva que sea participativa, realista, amplia y descentralizada, que tenga en cuenta a toda la cadena del libro y que favorezca la producción local de editoriales nacionales”, señala Bernardo Subercaseaux, quien en Historia del libro en Chile destaca que Chile siempre ha tenido una baja edición local de libros y con bajos tirajes, lo que aumenta su precio de producción y, por ende, de venta, en relación a otros países con tanto mayor compra de libros como mayor cantidad de habitantes, como Argentina.
Bajo una mirada distinta, y que pone el foco en la creciente escena local de editoriales independientes, Slachevsky cree que el mismo anhelo democratizador de lo que fue Quimantú se puede dar bajo modelos diferentes, “donde más que el gran tiraje, se apueste por la bibliovidersidad. Los cambios tecnológicos favorecen que podamos tener miles de pequeñas Quimantú a lo largo de Chile, miles de libros diferentes en tirajes pequeños y medianos”.
Iniciativas populares
Constanza Figueroa, diseñadora gráfica, parte de Editorial Piña Ruda y Revista Yasna, y Pablo Castro, director de la feria de arte impreso IMPRESIONANTE, decidieron trabajar con la idea del hambre y la caja de alimentos del Gobierno, haciendo con esta un libro-objeto que recoge frases de Lotty Rosenfeld, Diamela Eltit y Clarisa Hardy, entre otras escritoras. Por esos días llegaron a distintas redes solidarias y en paralelo a la publicación «Hambre + Dignidad = Ollas Comunes», donde Hardy “determina lo poderosa que es la organización social en torno a la provisión de alimentos, en contraposición a la indiferencia de la clase gobernante”, relata Constanza.
Constanza y Pablo, cuyo trabajo se desenvuelve principalmente en torno al arte, la visualidad y la publicación independiente, encauzaron su energía y durante el cuarto mes de aislamiento fue que estuvieron “armando esta publicación con lo que teníamos disponible, política y materialmente”, explican. El pasado octubre, ambos quedaron con la inspiración que les dejó el estallido social. “Necesitábamos seguir produciendo imágenes románticas para atacar a una institucionalidad opresora que nos priva de todo incluso el amor”, reflexiona la pareja, quienes a la hora de pensar en objetos de primera necesidad, no piensan en el libro, lo que no le quitaría importancia. “El libro, la publicación independiente y el arte impreso, tienen la posibilidad de ser dispositivos superpoderosos, aunque reconocemos que es de un alto nivel de privilegio estar familiarizados con estos formatos”.
Quienes no tienen duda en considerar el libro como un artículo de primera necesidad son las integrantes del colectivo Autoras Chilenas (AUCH), quienes promovieron la acción Libros por la vida, como una forma de reunir libros para donarlos a las distintas ollas comunes que surgieron en la capital. El proyecto comenzó en junio pasado como “una acción literaria y una manera de repensar la literatura como parte de un movimiento político no solo fuera de los círculos literarios capitalistas”, explica Mónica Barrios, escritora, académica y parte de AUCH. Para ella, esta acción responde a una necesidad no cubierta ni por el sistema capitalista ni por el Estado. “Pensamos la potencialidad de la literatura como la creación de un espacio de economías no-capitalistas, de intercambios de cariños y cuidado, para poner en marcha una red comunitaria que ha estado en funcionamiento a las sombras del Estado desde hace tiempo”, agrega.
Esta iniciativa puede verse como un reflejo de la idea que De la Parra y Gana proponen en su carta, esta vez trabajada con enfoque feminista y de manera independiente al Gobierno. Para AUCH, esta es una forma de relevar la importancia que debiese tener el libro, poniendo la cultura en un lugar indispensable. “Los alimentos nos permiten vivir. Los libros nos ayudan a entender la vida, a darle un sentido”, reza la carta adjunta a cada lectura entregada. Mónica también deja claras las diferencias que esta iniciativa tiene con el Maletín Literario. “Creo que los libros tienen múltiples formas de leerse y usos, y que las lecturas deben ser diversas en cuanto a cuerpos y lo que sacan de los libros. El interés que provocó esta donación entre las comunidades dice tanto más que el fracaso del Maletín Literario”, asegura.
Si bien las realidades materiales actuales en Chile se utilizan como una justificación para pensar en el acceso a la cultura como algo no urgente, la pandemia dejó en claro la precarización de la cultura en Chile y cuánto necesita un sostén económico permanente. Por otro lado, y en particular desde la literatura, las editoriales nacionales han debido reinventarse en el contexto actual y en muchos de los casos, también han liberado libros haciéndolos de acceso gratuito en momentos complejos.
De acuerdo a Paulo Slachevsky, la pandemia ha revelado de forma clara como no solo la lectura, sino el arte en general, sostienen la vida. “Salvador Allende insistía durante la Unidad Popular en la importancia de tener una biblioteca y un jardín infantil en cada población. Los bienes de primera necesidad no pueden pensarse sólo desde la individualidad, sino también desde la comunidad. Y allí, la cultura, los libros en particular, son vitales”, insiste. “Es hora de pensar y actuar colectivamente para cambiar el estado de las cosas, liberándonos de las lógicas de mercado y del colonialismo cultural que concentran y excluyen, potenciando un ecosistema propio y diverso, poniendo al centro el sentido cultural y liberador del libro y la lectura”, sostiene Slachevsky. De esta forma, un libro gratis nunca estaría demás.
Transformación editorial: crisis y reinvención en tiempos de pandemia
Tras meses de librerías cerradas en el contexto del estallido social, la crisis sanitaria ha sido otro golpe importante para la cadena del libro. Editoriales independientes, distribuidoras y librerías se han visto obstaculizadas en su trabajo, en medio de un creciente interés de lectores que ven en el libro a un aliado infalible para pasar el tiempo del encierro.
Por Victoria Ramírez Mansilla
Imaginemos, por un momento, un mundo sin librerías. Uno donde sólo existen despachos a domicilio, donde las recomendaciones del librero son un recuerdo, así como las novedades en las vitrinas. Lo cierto es que el Covid-19 ha cambiado la forma de relacionarnos, entre ellas la manera de acceder a los libros, su circulación y difusión. La última feria que alcanzó a realizarse en Santiago fue la tradicional Furia del Libro en el Centro Cultural Gabriela Mistral, en diciembre pasado. En medio del calor del estallido, se celebraron dos días de intenso intercambio literario. Algo había cambiado en Chile. Quizá alcanzó a ser el último alivio ante la pandemia que vendría y obligaría a adaptar toda la cadena del libro.
Actualmente, gran parte de las librerías permanecen cerradas —al menos en la capital— y se han cancelado lanzamientos y ferias, lo que ha enfrentado a librerías, distribuidoras y editoriales a pérdidas económicas importantes, en un sector que ya venía con preocupantes saldos. “Creo que esta urgencia pone en riesgo el modo en el que veníamos haciendo las cosas. Desde el tipo de libros, las cantidades y el sentido que estos tenían para nosotros, hasta el modelo de editorial que queríamos ser”, confiesa Juan Manuel Silva, cofundador de la editorial Montacerdos.
Hoy, prácticamente todas las editoriales pequeñas y medianas han tenido que reinventarse, crear o mejorar sus tiendas virtuales, cambiar sus estrategias de difusión y vender por Internet. “En estos tres meses hemos tenido que meter toda nuestra cabeza en la tienda web. Era un complemento y ahora es la única herramienta”, dice Álvaro Matus, editor de Hueders. Afortunadamente, pudieron adelantarse a lo que venía: en marzo la editorial firmó con la distribuidora Big Sur un plan con miras a transformar su tienda web en librería, donde ofrecerán títulos de otras editoriales afines.
Por su parte, Ediciones Overol hace algunas semanas abrió su tienda web. “Ha sido muy importante para mantener los libros en circulación y tener un trato más directo con los lectores”, señalan sus editores, Daniela Escobar y Andrés Florit. Algo similar ocurre en Alquimia, que está en pleno proceso de renovación de su página y ya ha subido el 85% de su catálogo a Amazon. “Estamos vendiendo un 46% menos en librerías. La venta directa ha paliado como un 25% o 30% de eso”, precisa el editor Guido Arroyo.
En efecto, la mayor parte de las editoriales consultadas coinciden en que ha sido significativo el aporte de los ingresos por venta directa para sobrevivir a la pandemia. “Las ventas de Internet corresponden al 80% del ingreso mensual”, señala Jorge Núñez, que junto a la escritora Claudia Apablaza dirigen la editorial Los Libros de la Mujer Rota. Subraya, además, que han sido claves las redes sociales en este proceso: “Te permiten dar a conocer tu catálogo de forma cercana. Esa base, más la página con carro de compras, han permitido mantener el calendario de publicaciones”.
En el caso de Edicola, editorial chileno-italiana, han logrado publicar tres títulos en Italia, entre ellos la versión traducida de la novela finalista del Premio Herralde El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, que tendrá su lanzamiento vía Facebook Live. “Debemos abrirnos a las posibilidades tecnológicas, que seguirán ampliándose, para favorecer este anhelo continuo de entregar historias y cultivar la lectura”, dice Raúl Hernández, uno de los editores.
Como esta, ya hay distintas experiencias de actividades en la web, algunas incluso entre editoriales que han trabajado colaborativamente. Es el caso de Overol con Los Libros de la Mujer Rota, que acaban de cumplir cinco años y para celebrarlo hicieron durante tres días una serie de conversatorios, talleres y lanzamientos en conjunto, todo online. “La gente agradece estas instancias de comunicación en vivo y a nosotros nos hace bien en medio del encierro”, dicen Florit y Escobar.
De igual modo, Cuadro de Tiza celebró su décimo aniversario y para conmemorarlo liberaron un tercio del catálogo en su página web. “La mayoría de esos títulos estaban descontinuados hace años, cuando hacíamos las plaquettes artesanalmente, y nos pareció importante que volvieran a estar disponibles”, explica uno de sus editores, Nicolás Labarca.
En cuanto a las actividades futuras, Alquimia lanzará a fines de junio el libro Poeta en prosa, 29 entrevistas a María Luisa Bombal. Asimismo, la editorial Pez Espiral lanzará en septiembre el libro Los Tres Unplugged 30 años, escrito por Marisol García. “Experimentaremos por primera vez cómo es un lanzamiento online, con concierto incluido”, indica su director, Daniel Madrid.
Respecto a las actividades en Internet, Juan Manuel Silva cree que es valioso que se experimente antes de definir protocolos. “Es una situación inédita para nosotros, porque la aparición de los celulares o de Internet fueron fenómenos en varias etapas; parece ser que este acontecimiento es más violento, como la aparición del cine o la fotografía”, remata.
Asimismo, las distribuidoras también se han pasado a lo digital. “La oferta hoy es tanto física como electrónica”, apunta Claudia Aguirre, directora de La Komuna, quien admite que gracias a la página web han podido soportar la crisis. En el caso de Liberalia Ediciones, se ha sentido fuertemente la pandemia. “Afrontamos la suspensión de pagos de bibliografías, así como la paralización de los trámites y órdenes de compra debido al cierre de las universidades”, explica su directora, Berta Concha.
Pirita, otra distribuidora más pequeña, ha apostado por sus redes sociales. Al inicio de la pandemia sostuvo la campaña #quédateencasa, donde parte de los autores del catálogo hicieron un video promoviendo el cuidado ante el Covid-19. Junto a ello, han ofrecido el servicio de distribución de libros digitales. “La pandemia ha cambiado radicalmente la función de la distribuidora. Potenciamos la venta directa, cumpliendo un rol de librería virtual”, explica su directora, Emiliana Pereira.
Un año remando contra el viento
Otra de las consecuencias de la pandemia en el mundo editorial ha sido la significativa disminución de las novedades 2020. Con las imprentas funcionando de manera intermitente y el cese de librerías, las editoriales han tenido que recalendarizar títulos o, de plano, asumir que no podrán ser publicados. En el caso de Alquimia, que tenía un plan de 19 novedades, este año sólo publicará 12 de ellas. Hueders, por su parte, acostumbrada a un promedio de 28 libros anuales durante los últimos tres años, sacará únicamente cuatro títulos. “Nos hemos ido apretando el cinturón, porque tendremos poco tiempo para vender en librerías, octubre y noviembre, esperemos”, reflexiona Álvaro Matus.
Algo similar sucedió en Pez Espiral, Librosdementira y Montacerdos. “Lamentablemente, nuestras autoridades no han estado a la altura de esta crisis y resulta complejo pensar en vender libros cuando hay tanta muerte y sufrimiento en el país. Tuvimos la oportunidad de parar y esperar a que pase el chubasco”, explica Luis Cruz, editor de Librosdementira.
Por otro lado, Cuadro de Tiza, Komorebi, Libros del Cardo, Los Libros de la Mujer Rota y Edicola mantuvieron los títulos planificados para este año, algunos gracias a fondos estatales previamente ganados. “Aplazamos el calendario de novedades, seguimos trabajando, aunque más pausado, y tenemos varios títulos listos para imprenta”, dice Nicolás Labarca, de Cuadro de Tiza.
A pesar del difícil panorama, parte de las editoriales consultadas dicen aún no sentir en riesgo la diversidad del sector. “Las editoriales independientes no tienen tanto capital para invertir. Lo que sí está en peligro es la publicación de algunos libros. Hay editoriales que no se quieren arriesgar y con justa razón”, señala Jorge Núñez. En el caso de Komorebi, editorial valdiviana, han podido mantener la publicación de los seis títulos propuestos para 2020 gracias a fondos estatales. “El riesgo habitual se ha acentuado, pero pese a todo no tenemos noticias de que algún sello independiente amigo haya bajado la cortina por esto, sino que vemos mucha creatividad para afrontar la situación”, señala Pedro Tapia, uno de sus editores.
En tanto, en la editorial porteña Libros del Cardo también han podido mantener los títulos planificados. “No tenemos un fondo estatal ni grandes tirajes, así que haremos estos libros y los lanzamientos digitales. Nuestro plan es acotado”, explica su editora, Gladys González, quien además es gestora de la Feria del Libro Independiente de Valparaíso (FLIV), que este 23 y 24 de mayo pasado se celebró de manera digital, convirtiéndose en la primera Feria del Libro Virtual del país.
Transmitida a través de Facebook Live, se realizaron cápsulas teatralizadas, laboratorios didácticos para niños, además de una programación centrada en temas como literatura y pandemia, espacios domésticos, feminismo y encierro. “La iniciativa nace a partir de los altos niveles de cesantía de nuestros artistas y como una manera de continuar instancias de reflexión y asociatividad”, remarca Gladys González.
Asimismo, frente a la adversidad, han surgido propuestas novedosas, como la de Montacerdos, que vende parte de su catálogo en una botillería de Providencia, propiedad de la familia del editor Juan Manuel Silva. “La recepción ha sido muy buena, así que esperamos que sea una posibilidad para ubicar libros en lugares poco habituales”, explica. Otra iniciativa ingeniosa ha sido Librería Pedaleo, que desde sus inicios, en 2017, se planteó como una librería virtual con despacho a domicilio, enfocada en poesía y narrativa latinoamericana. “Vendo libros que a mí me gustaría leer”, especifica el escritor Carlos Cardani, cuando se le pregunta por el catálogo.
Si bien Pedaleo funcionó bastante tiempo con visitas de los lectores a la librería —que es también la casa de Cardani— ahora funciona sólo con despachos que realizan él y un grupo de amigos en bicicleta —todos escritores— que cubren casi todo Santiago, provistos con mascarillas, guantes y cascos.
Digitalización y nuevos lectores
Desde 2013 existe la Biblioteca Pública Digital, dependiente del Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, que ofrece libros en formato Epub, PDF y Mobi, prestados por un plazo limitado para leer en computadores, tablets y celulares, junto a más de 800 audiolibros disponibles. La idea es promover la lectura digital y la producción editorial local, y a su vez respetar los derechos de propiedad intelectual. Las editoriales, por su parte, cobran por las descargas o venden el material. “Ha sido una de las mejores noticias para el mundo editorial independiente y para los lectores. Asumo que se debe a que es gente que ama los libros y que por ser un espacio nuevo todavía no ha sido cooptado por los tiburones editoriales”, señala Luis Cruz de Librosdementira.
En tanto, Los Libros de la Mujer Rota, Edicola, Overol y Alquimia también han digitalizado parte de su catálogo para la biblioteca, pensando en que cada vez hay más lectores mixtos, que escogen tanto el papel como lo digital. Para Los Libros de la Mujer Rota, el desafío es digitalizar todo el catálogo: “Algunos leen nuestros libros desde esa plataforma y luego compran en físico”, precisa Núñez.
Sin embargo, frente a la masiva digitalización, hay quienes todavía defienden los atributos del libro en papel. “Creo que el libro es un objeto único, hay un romanticismo y una historia en torno a la producción artesanal”, opina Gladys González. Algo similar sostiene Berta Concha, de Liberalia: “En estos largos meses de cuarentena frente a las pantallas, profesores y estudiantes confiesan la nostalgia y necesidad de libros impresos, su comodidad y su increíble funcionalidad”. Por su parte, Juan Manuel Silva, de Montacerdos, cree que aún es pequeño el espacio del e-book, aunque es previsible que su importancia aumente y que, en contraste, el libro en papel vuelva a un estatuto de lujo y excepcionalidad.
En el caso de Pez Espiral, una editorial que se inspira en el libro como objeto poético, la materialidad es muy relevante. Así lo explica Daniel Madrid: “El libro físico es vital para nuestros objetivos. La idea del e-book la estamos recién experimentando, liberando gratuitamente algunos títulos”. De hecho, en tan sólo dos meses la editorial ha tenido en promedio tres mil descargas, luego de haber liberado un libro de Daniela Catrileo y otro de Gladys González.
Paralelamente, ha pasado algo interesante en la venta de los catálogos, donde libreros y editores notan la inclinación del público lector por clásicos de la literatura. “Me atrevería a decir que la gente está ocupando el tiempo en libros pendientes que sienten el deber de leer. Desde Virginia Woolf, Susan Sontag y Nicanor Parra hasta contemporáneos que están sonando, como Mariana Enriquez, Selva Almada, Chimamanda Ngozi, principalmente autoras”, dice Carlos Cardani de Pedaleo.
En la misma línea, desde Alquimia han notado que el público se interesa inusualmente por títulos de poesía. “La gente tiende más al fondo editorial que a la novedad”, reflexiona Arroyo, y cree que ahora hay cierta tendencia por los clásicos, quizás a partir “de una pulsión por salir de la contingencia”. Álvaro Matus comparte este diagnóstico, pues cree que se ha revalorizado al libro en un escenario de teletrabajo y encierro. “Se convierte en un panorama, sobre todo cuando ya has estado ocho horas conectado a la pantalla. Es necesario distraerse y el libro puede que esté en esa frontera”, explica el editor de Hueders. Al mismo tiempo, cree que muchas veces la elección recae en un clásico al momento de gastar dinero: “Una sandía calada. Esos libros que te hablan como si no hubiera pasado el tiempo”.
El mito del amor romántico
“Estamos frente a un trabajo que significa un gesto de rescate patrimonial importantísimo para la historia literaria nacional que, además, nos muestra una faceta íntima de un autor poco leído”.
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