El propósito de la cosmología es reconstruir la totalidad del universo, pero para hacerlo solo podemos recurrir a información encapsulada en el interior del universo observable, posiblemente una fracción pequeña del cosmos. Sin embargo, la parte visible es enorme y generosa, y aún queda mucha información por extraer.
Por Gonzalo Palma
Posiblemente, el hallazgo científico más relevante del siglo XX consista en la comprensión de que el espacio y el tiempo forman una unidad, el espacio-tiempo, cuyo comportamiento es descrito por la teoría de la relatividad general descubierta y anunciada por Einstein en 1907. No es casualidad que la cosmología moderna haya surgido inmediatamente después de esto. La relatividad general, uno de los pilares de la física contemporánea, permite describir matemáticamente la historia del universo y también nos ofrece un marco teórico en el cual formular preguntas como si es que el universo tiene bordes o no.
La cosmología moderna se sostiene sobre dos grandes afirmaciones o principios: (1) En el universo no puede existir un lugar privilegiado y, sin importar la dirección hacia la que miremos, el cosmos debe presentar las mismas características. (2) Toda la estructura del universo —usted, yo, nuestro planeta, la luna, el sol, las estrellas, nuestra galaxia y todas las galaxias que existan— debe su existencia a pequeñas arrugas del espacio-tiempo presentes en el origen mismo de este universo. A estas arrugas las llamamos fluctuaciones primordiales.
Estas dos afirmaciones, junto a la relatividad general, nos permiten reconstruir la historia y composición de nuestro universo a través de modelos teóricos y simulaciones computacionales. Por ejemplo, durante los años 20 del siglo pasado, Georges Lemaître y Edwin Hubble observaron de manera independiente que, en promedio, todas las galaxias se alejan de nosotros, y que mientras más distantes, más rápido se alejan. En primera instancia, esta observación parece indicar que nos situamos en el centro del universo. Sin embargo, la afirmación (1) exige una interpretación distinta: el universo se expande, y las galaxias se alejan unas de otras sin moverse de su lugar. Ellas descansan sobre el espacio en expansión, como si este se tratara del látex de un globo que se infla y las galaxias, pequeñas marcas sobre él, son obligadas a separarse mientras el globo crece.
Las ecuaciones de la relatividad general nos informan que si el espacio está en expansión, en el pasado remoto (cuando estrellas y galaxias aún no existían) el universo debió ser mucho más denso y caliente. Esto fue confirmado en los años 60 por el monumental descubrimiento del fondo de radiación cósmica realizado por Arno Penzias y Robert Wilson. El fondo de radiación cósmica es un baño de luz que si bien no podemos ver con nuestros ojos, existe en todas partes del universo, viajando en todas las direcciones. Sin importar la dirección en la que observemos, la señal del fondo nos llega con la misma intensidad, corroborando el principio (1). Si el universo fue muy denso y caliente en el pasado, este parece haber surgido de una gran explosión que dio origen al espacio y el tiempo, el Big Bang. El fondo de radiación cósmica vendría a ser el resplandor de tal explosión.
Por otro lado, existe una velocidad máxima con la cual la información puede desplazarse a través del espacio: la velocidad de la luz, cercana a los 300.000 kilómetros por segundo. La luz viaja por el espacio mientras éste se expande, por lo que existe un límite sobre qué tan lejos podemos observar. El evento más lejano al que podemos acceder corresponde al propio Big Bang, cuando todo el universo se concentró en un solo punto. Esto significa que no podemos observar regiones del espacio situadas más allá de una superficie esférica que nos rodea, conocida como el horizonte de partículas. El radio del horizonte de partículas es de aproximadamente 14.000 millones de años luz, y a todo lo que se encuentra en su interior se le denomina universo observable.
La existencia del horizonte de partículas nos dice que el evento más lejano que podemos mirar es el origen de nuestro universo observable, lo que no coincide con la totalidad del universo, que podría ser infinito. Esto puede ser una mala noticia para la cosmología: nuestro propósito es reconstruir la totalidad del cosmos, pero para hacerlo solo podemos recurrir a información encapsulada en el interior del universo observable, posiblemente una fracción pequeña del primero. Sin embargo, esta fracción es enorme y generosa, y aún queda mucha información por extraer. Veamos un ejemplo.
Por mucho tiempo, la existencia de las fluctuaciones primordiales constituyó uno de los grandes enigmas de la cosmología. ¿Cómo fue posible que el universo tuviera su origen en una gran explosión con rugosidades tan pequeñas? La teoría de la relatividad general por sí sola no era capaz de explicar la presencia de tales arrugas. La solución a dicho enigma llegó en los años 80, al considerarse el rol del otro gran pilar de la física contemporánea: la mecánica cuántica.
La mecánica cuántica permitió concebir un nuevo paradigma sobre el origen y forma del universo: el espacio-tiempo no surgió a partir del Big Bang. La parte observable es la consecuencia de una fase previa que llamamos inflación cósmica. En este nuevo cuadro, el verdadero universo consiste en un vasto océano habitado por fluctuaciones cuánticas, y el Big Bang marcaría el instante en que el nuestro emergió espontáneamente en forma de pequeña burbuja. De esta manera, deberán existir incontables otros universos en forma de burbujas viviendo en este océano.
¿Tiene bordes nuestro universo? Desconozco la respuesta. Quienes estudiamos el origen del cosmos aún estamos comprendiendo las consecuencias de la relatividad general y la mecánica cuántica sobre su forma y extensión. Como sea, puedo constatar que, hasta el momento, mientras más aprendemos sobre el universo, este se revela más extenso y complejo de lo que pensábamos.