La literatura infantil es un territorio flanqueado aun cuando luchamos para que no lo sea. Censurarla es una práctica antiquísima, pero también una pavorosamente actual, quizá porque siempre que se habla de niños y niñas se habla de personas a las que hay que enseñar y proteger.
Por Macarena García G. | Ilustración: Fabián Rivas
La literatura infantil es aquella que leen los niños y niñas, aunque quizás más aquella que queremos que lean, la literatura que les ofrecemos, el cambiante repertorio de historias para irse a dormir y para engancharles en esto de leer libros de papel. Porque si decimos “arte infantil” o “juegos infantiles” pensamos en las creaciones de niños y niñas, pero cuando hablamos de literatura infantil no nos referimos a la que escriben, sino a la que leen o creemos que debiesen leer. El Diario de Ana Frank sería la excepción que confirma la regla, aunque, en realidad, nos referimos a ese libro más como un documento histórico escrito por una adolescente que como la obra literaria de primerísimo nivel que es. Casi no se da ya a leer. Y nos sorprende, precisamente, la forma en la que la niña narra su despertar sexual y esa forma tan descarnada de odiar a su madre y de desear estar en otro lugar.
La literatura infantil es un campo patrullado y eso se ha hecho muy claro con la reciente polémica por la censura a fragmentos de las novelas de Roald Dahl, uno de los autores más célebres de literatura infantil. De origen galés, se le leyó algo menos en Latinoamérica que en el resto del mundo, hasta que las adaptaciones cinematográficas de sus novelas Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda y Las brujas lo metieron en el canon de este lado del Atlántico. Dahl fue un autor muy exitoso, pero también muy irreverente, que creó personajes adultos absolutamente sádicos y personajes infantiles desafiantes y entrañables. Describió a los que quizás sean los peores padres de la literatura infantil —los padres de Matilda, negligentes hasta la maldad— y mundos insospechados como el que se abre al vivir dentro de un durazno gigante. Dahl murió en 1990 y ya entonces había pedido perdón por los alcances de su mundo imaginado: en 1973, acusado de racista, aceptó cambiar la apariencia de los Oompa-Loompas que están al servicio de Willy Wonka en Charlie y la fábrica de chocolate: de pigmeos africanos pasaron a ser pigmeos hippies con cabello castaño dorado y piel blanca casi rosada (aunque en la película de Tim Burton aparezcan con el pelo verde y el rostro naranjo).
Las críticas a su mundo imaginado iban más allá de la apariencia de los Oompa-Loompas y ahora, 50 años más tarde, tenemos un nuevo intento por ajustarla a nuestra sensibilidad. Su editorial británica, Puffin Books, sacó reediciones de sus novelas con algunas modificaciones propuestas por los así llamados “lectores sensibles”. De origen norteamericano, los sensitivity readers son lectoras y lectores entrenados en encontrar términos o giros que podrían ser ofensivos para quienes padecen o han padecido exclusiones como el racismo, el sexismo, el capacitismo o la gordofobia. Que si el mundo editorial fuese más diverso no los necesitaríamos, dicen sus defensores; que es una nueva forma de censura, sus detractores.
Los encargados de leer a Dahl —de la organización británica Inclusive Minds, que se define como “un colectivo de personas amantes de la inclusión, la diversidad, la igualdad y la accesibilidad en la literatura infantil”— aconsejaron cambios aquí y allá: los Oompa-Loompas fueron descritos en género neutro como “personas pequeñas”, el glotón Augustus Gloop, que era un gordo enorme, ahora es solo enorme y una bruja que trabajaba de cajera de supermercado o escribiendo cartas para algún empresario se presenta como una posible científica de élite o una empresaria. Quien era “terriblemente fea” quedó como “fea”, a secas. Matilde dejó de leer a Kipling y ahora lee a Jane Austen, y se agregó un pasaje sobre las pelucas de las brujas en el que una abuela advierte que “hay muchos otros motivos por los que las mujeres podrían usar pelucas y lo cierto es que no hay nada de malo en ello”. Traduzco directamente del inglés, porque los cambios no han sido adoptados en las traducciones al español. Ni lo serán. Alfaguara, su editorial en esta lengua, no demoró en sacar una declaración para tranquilizar a sus lectores en español. Los franceses lo hicieron inmediatamente después. Y hasta Puffin Books acabó reculando a los días y anunció que seguirán editando la versión original (además de la moralizada, claro).
Las voces críticas —que aparecían de forma transversal tanto desde sectores conservadores como progresistas— lo vieron como un triunfo. Y lo es. Pero no es tan claro que sea (solo) un triunfo de lo literario, de la libertad de expresión del mundo ficticio. Puede ser, también, un triunfo de un discurso sobre censura y adoctrinamiento woke. Y también el triunfo de una exitosa estrategia comercial que dejó a Dahl actualizado en todos los rincones del planeta, ya que quedó listo para seguir facturando por los derechos para musicales y adaptaciones varias.
Me temo que la literatura infantil es un campo patrullado también cuando luchamos para que no lo sea. Un campo flanqueado por límites que a ratos se hacen claros —los términos racistas se reemplazarán, los misóginos no tanto— y a ratos difusos. Las moralejas se esconden. Ya no tenemos tantas historias sobre cómo ser buenos y obedientes porque ahora les queremos rebeldes, activistas, capaces de salvar este mundo en ruinas que vamos dejando. Publicamos biografía de mujeres que tuvieron éxito para asegurarnos de que las niñas no se queden atrás por no imaginarlo. La literatura infantil (y juvenil) como una herramienta latente de las guerras culturales. En Rusia no se pueden vender libros con personajes que se identifiquen como homosexuales: al comienzo se prohibía solo en la literatura para niños, niñas y adolescentes, pero como los editores colaban los libros etiquetados para mayores de 18, los homófobos de Putin han sacado una nueva ley. Ni tan lejos de la censura a la americana: en Florida, el líder republicano y potencial candidato presidencial Ron DeSantis sacó una nueva normativa en la que se exige que todos los libros en las escuelas estén certificados por un especialista que se haga responsable de que no tengan “material pornográfico” ni “teorías que puedan llevar al adoctrinamiento de los estudiantes”. Nadie sabe muy bien qué libros deberían ser retirados, así que algunos han decidido quitarlos todos.
La censura a la literatura infantil y juvenil es una práctica antiquísima, pero también una pavorosamente actual, quizá porque siempre que se habla de niños y niñas se habla de límites, de personas a las que hay que enseñar y proteger.