En el libro El cine en los pliegues de la historia, la académica y crítica Laura Lattanzi lee cuatro películas latinoamericanas —Jauja, Zama, El rey y Notas sobre cine— que comparten equívocos que descolocan adrede las atmósferas históricas en las que se sitúan. A través de una escritura atenta a los desajustes y las imperfecciones, Lattanzi propone una forma de mirar el cine y el tiempo desde sus pliegues, donde los errores, las grietas y los gestos mínimos revelan otra política posible de las imágenes.
Por Federico Galende
Este ensayo reciente de Laura Lattanzi, publicado en conjunto por Metales Pesados y Revista de cine laFuga, se apoya en la glosa libre de cuatro películas muy singulares para llevar hasta sus últimas consecuencias los vínculos y dilemas actuales entre la ficción y la historia. Su tesis fundamental es que si la historia reside en la organización lineal de un conjunto de acontecimientos tendidos por las grandes mitologías del patriarcado, entonces la ficción no es la parte onírica de la realidad, sino el presupuesto estético de un nuevo comienzo.
Esto último significa que, desde su perspectiva, hay que decirlo quizá todo de nuevo, desechar las teorías y escribir desde cero, con los beneficios de que para abordar esta inmensa tarea no hace falta volver a levantar otra historia, basta con desarmar la que existe, disolviendo la premura del tiempo en la paz del espacio y captando, tal como lo hace Lattanzi con las imágenes en movimiento, las impericias y desajustes que burlan la solemnidad de los hechos.
Un desarreglo, un desperfecto, cualquier detalle fuera de lugar sirve para arruinar el estilo de los acontecimientos contados, y por eso las películas que aquí se rememoran (Jauja, de Lisandro Alonso; Zama, de Lucrecia Martel; El rey, de Niles Atallah y Notas sobre cine, de Ignacio Agüero) comparten equívocos que descolocan adrede las atmósferas en las que se sitúan. Tienen la particularidad de ser cada una la primera película en la que su directora o su director recurren a ambientaciones de época que no son las de su presente, de modo que si la autora las analiza con este grado de detenimiento no es porque esté interesada en recomendarlas, en abrir un muestrario más de filmografías raras y prestigiosas, sino porque lo que extrae de sus texturas volátiles y vestigiales, ligeramente subdesarrolladas, es precisamente lo que más le interesa, es decir, una filosofía estética de los pliegues.
Esta filosofía estética, construida de un modo sumamente personal y extensible a una gran cantidad de problemas que en términos políticos trascienden el mundo del cine, cede a los pliegues el amague plural de una serie interminable de desencadenamientos. De ahí que Laura los lea en calidad de pequeñas arrugas plásticas que preceden a las formas cosificadas, flotan en la vaga atmósfera de las sensaciones y no calzan bien en la redondez viril de las épocas.

Es cierto que los pliegues configuran una fórmula ya apuntada tempranamente por Nietzsche, Benjamin, Warburg, Bergson o Deleuze, tal como la autora lo asume en las primeras páginas del libro, solo que en este caso apuntan a otros propósitos. Por ejemplo, el de despedazar la historia, sí, pero no apelando a cosas tan abstractas como podrían ser el carácter destructivo o las pesquisas enloquecidas de las correspondencias interminables, sino a la sencillez de quien deja que se filtren por las ventanas de lo ya narrado las potencias casi invisibles de un aire destituyente.
Este aire no tiene un destino, no apunta a una actividad finalizada ni ejerce, por lo mismo, ninguna violencia contra la historia; admite respiraciones en el mar de las óperas bufas, en las gracias de las escenas malogradas, en el oscuro humorismo que libera los hechos de su esclavitud en la sincronía. Es un despedazamiento pasivo, lento y sutil, que enfocado desde este libro ayuda a entender lo tímidas y minuciosas que suelen ser las revueltas de la multiplicidad. En realidad son sigilosas, porque se agazapan en la noche de los acontecimientos, desde donde los detalles más nimios irrumpen con las sordinas de una depredación gótica, lejos ya a estas alturas del “viejo topo” al que Marx confiaba la demolición ciega de los cimientos del mundo.
El efecto de esta depredación es la unidad de la realidad licuada en todas sus restas, que son a la vez todas sus posibilidades. Las pelucas mal colocadas o las caras de los indios pintadas con colores desacertados en la película de Martel, las ficciones alucinadas que rellenan los vacíos de los sucesos no relatados en Niles Atallah, el capitán danés que pierde el idioma rural en sus derivas por la Patagonia en Jauja o la documentación híbrida de Ignacio Agüero en su versión libre de la Araucanía (Notas para una película); en fin, gestos imprevisibles, modismos a contramano, costumbrismos dislocados, palabras extraviadas, locuciones que se interrumpen, etcétera. Todo esto le es útil a Laura Lattanzi, en este formidable ensayo, para retomar lo que la imagen rechaza y hacerlo ingresar una vez más al plano que lo descuenta.
Lo que la ficción realiza en las fosas del contrapunto entre la insensibilidad histórica y las existencias amordazadas, se presenta en este escrito como la única política que realmente existe. Y es cierto, así es, como también es cierto que el mundo puede siempre recomenzar.
Una versión de este texto fue leído en la presentación de El cine en los pliegues de la historia, que tuvo lugar el 4 de septiembre de 2025 en el Bar Cerros de Chena.
