«El recorrido no termina de armarse del modo en que la curaduría propone, ya que asume el formato de antología, que, si bien cumple con ser una selección de trabajos, no lo hace en lo que respecta a dar unidad de sentido al conjunto de operaciones que Toro ha trabajado en su carrera», dice Diego Parra sobre la exposición Janet Toro: Intimidad radical. Desbordamientos y gestos, que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes hasta el 7 de septiembre.
Por Diego Parra Donoso | Imagen principal: Alejandra Fuenzalida
¿Qué hacer para enloquecer a los públicos más radicalizados hoy en día? Simple. Usar un símbolo patrio en tu obra y ya, con esto habrá hordas de comentaristas de redes sociales hablando sobre cómo tu trabajo traiciona al país. De pasada, llegarán algunos extremistas a tratar de atacar tus piezas físicamente (y más de alguna amenaza virtual también van a proferir, pero desde el anonimato). La fórmula es sencilla y se repite en casi todo el mundo, donde la oleada reaccionaria ha intentado condenar no solo lo que llaman woke, sino además casi todas las formas de crítica social que operen mediante el arte contemporáneo (que también consideran woke o parte de alguna conspiración global). Odiar es la norma, no importa que los ataques a cierto sector intelectual sean inconexos y algo exagerados, lo esencial es movilizar odio en las redes y usarlo como motor de malestar.
Esto último fue lo que le ocurrió a Janet Toro (1963) con su exposición Intimidad radical. Desbordamientos y gestos en el Museo Nacional de Bellas Artes, donde su obra “La bandera en los tiempos de la indignación” (2019) fue el eje de una serie de ataques. No hay duda de que en épocas donde la estupidez es legitimada por la cantidad de likes que se logra obtener, cualquier cosa es posible, incluso lo que uno pensaría que fue superado hace mucho por diversas razones (¿hay alguien que cuestione en serio la legitimidad de la libre expresión?). Sin embargo, es preocupante que lo que se tome la agenda comunicacional sea el reclamo febril de un grupo de fanáticos, y no surja rápidamente una voz racional que “ordene” el debate hacia marcos humanistas en los que podamos entendernos (ahora los ataques desaparecieron, pero siguen siendo una mancha en la historia de la exposición y, además, un mal rato que Toro no va a olvidar).
No es posible negarnos a brindar apoyo y solidaridad a la artista y al museo cuando algo así ocurre, ya que los ataques, por descabellados e inverosímiles que parezcan, son una realidad que se cierne sobre todos los que trabajamos en el campo cultural. Basta ver cómo el gobierno de Donald Trump ha castigado a diversas instituciones culturales y educativas estadounidenses —por formar parte de lo que considera una cultura decadente y corrompida— para entender que estas amenazas son un método de disputa real que debe ser abordado con seriedad.
Sin embargo, como suele pasar, lo que de verdad importa —las obras y sus modos de desplegarse en el espacio público— termina sepultado bajo todas estas cuestiones. Durante días se habló de Toro y su exposición, pero nadie se refirió realmente al tema, solo se habló de la performance física y virtual de sus detractores.
Por mi parte, siempre teniendo en cuenta el contexto en el que esta exposición se desarrolló, no puedo desconocer mi incomodidad con la propuesta general. Me ha sido difícil, de hecho, lograr un enfoque que no pierda de vista que cualquier crítica es tenida por “fuego amigo”, dada la fragilidad del debate público. Pero no puedo dejar de lado que cualquier obra, por contextual que sea, merece también ser leída estéticamente (no solo como “documento social”, sino también como “obra de arte”).
La primera cuestión que conviene consignar es el total extravío de la curaduría de Cecilia Fajardo-Hill, quien recurre a conceptos grandilocuentes y desajustados con la realidad del circuito regional al afirmar que Toro es una de las artistas “más radicales e importantes de América Latina”. En cualquier exposición, este tipo de afirmaciones solo enturbian el desarrollo de la visita y no son más que eslóganes vacíos que operan mejor en el mercado del arte que en las exposiciones (¿qué es ser “la más radical”?). Además, la división en tres ejes — a saber: “cuerpo/Estado/violencia”, cuerpo/afectos/feminismos” y “cuerpo/hogar/creencias”— es de una simpleza que asusta, ya que Fajardo-Hill lee tales conceptos como “temáticas” que la artista estaría tratando, es decir, convierte en repertorio iconográfico modos de pensar el mundo. Dicho de otro modo: lee como imagen una propuesta que, al tener al cuerpo como centro, no es ilustrativa, sino experiencial.
No quisiera profundizar más, ya que la mayoría de las decisiones curatoriales se asemejan más a una catalogación de conceptos de moda que a una lectura situada del trabajo de Toro.

Museo Nacional de Bellas Artes
Hasta el 7 de septiembre
La exposición, que ocupa toda el ala sur del museo, tiene una constante: la apuesta por los vestigios físicos de las performances de Toro como eje de la mediación hacia el público. Su trabajo, que es casi todo performático, se ve reducido a ratos a un fetichismo algo dudoso porque reafirma el carácter material de las obras de arte y, en ese sentido, no es capaz de imaginar formas alternativas de movilizar el archivo de experiencias que supone su corpus de obra. Vestidos rasgados, guantes, libros y otros objetos vienen a nosotros como una suerte de recordatorio de que lo que pasó —ilustrado por las fotografías y videos— no es virtual ni imaginario. Esta costumbre fetichista es muy recurrente en muchos artistas de la performance, que a veces podemos percibir como un coqueteo con la institucionalidad artística (museos y galerías), que no lidia bien con las obras desmaterializadas.
Las obras pictóricas de Toro resultan un tanto desconcertantes, porque parecen perdidas en un universo de piezas que hablan otra lengua. La propia artista, en los testimonios que da sobre su trayectoria, habla de “pinturas y dibujitos” que no le servían para dar cuenta del horror en el cual inició su trabajo (durante la dictadura cívico-militar), y luego uno se encuentra con lienzos que recurren a un lenguaje entre baconiano e informalista, es decir, algo bastante tradicional. A lo largo de la exposición, dichas pinturas se sienten ajenas, incapaces de conectar con el cúmulo de documentos y registros en los que justamente se consigna la familiaridad con la que Toro maneja la performance.
El recorrido no termina de armarse del modo en que la curaduría propone, ya que asume el formato de antología, que, si bien cumple con ser una selección de trabajos, no lo hace en lo que respecta a dar unidad de sentido al conjunto de operaciones que Toro ha trabajado en su carrera. No hay, de hecho, un relato histórico o biográfico que dé cuerpo a lo que la exposición —según la curadora— “tematiza”. Simplemente hay una reunión de obras y ya. Eso sí, no nos perdamos: nada de esto que digo implica en caso alguno que Toro y su obra puedan ser siquiera cuestionadas en su legitimidad. A la intolerancia no hay que cederle ni un milímetro.
