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Víctor Jara y el teatro: la memoria de lo efímero

Cinco intérpretes que trabajaron junto al artista reviven la trastienda de algunos montajes claves de su prolífica carrera como director de escena en los años 60. Lo recuerdan perfeccionista, cariñoso e interesado en hacer un teatro de gran exigencia física, cada vez más apartado del realismo y comprometido con las grandes causas de su época. A poco más de medio siglo de su muerte, la faceta menos conocida y más experimental del cantautor chileno sigue arrojando nuevas luces sobre su perfil como creador, la metodología de trabajo que desarrolló y, también, algunas de sus obsesiones.

Por Pedro Bahamondes Chaud | Foto principal:  René Combeau. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 196?

Quedaban pocas semanas para el estreno de Viet Rock —el musical de la dramaturga estadounidense Megan Terry sobre la guerra de Vietnam que iba a inaugurar el refundado Departamento de Teatro de la Universidad de Chile (Detuch)— y Víctor Jara, su director, aún no sabía cómo iniciar el montaje.

Una tarde a mediados de abril de 1969 llegó al Teatro Antonio Varas, donde su equipo ya daba vueltas, se sentó en las butacas y hojeó por un momento su cuaderno azul lleno de apuntes y dibujos. No tenía la sonrisa de otros días. Lucía preocupado y más callado que de costumbre. Ni siquiera andaba con su guitarra para distender el ambiente. Eso solo podía significar una cosa: el ensayo iba a ser arduo.

Hizo subir al escenario al elenco conformado por 16 actores y actrices, en su mayoría recién egresados y alumnos suyos, todos descalzos y en ropa interior. Tenía en mente un último ejercicio que podía funcionar. La primera instrucción que les dio fue que se movieran por el espacio y jugaran como niños. De un momento a otro, el juego brusco daba paso a la guerra: la acción se trasladaba desde un jardín infantil imaginario hasta un campo de batalla en Laos u otra de las zonas devastadas por los bombardeos y la invasión en Vietnam del Norte.

“Estos cuerpos empezaban a protegerse y a formar lentamente un solo núcleo en el centro del escenario hasta que explotaba como una bomba y salíamos todos disparados en distintas direcciones. Era una imagen muy impresionante. Así partía todo”, cuenta Hugo Medina (1943), miembro del reparto. El actor fue alumno de Víctor Jara en la Escuela de Teatro y tenía 25 años cuando fue convocado —junto a intérpretes como Tomás Vidiella, Sonia Mena y Mónica Carrasco— para el nuevo montaje que le habían encargado en su calidad de director de planta desde 1962. La metodología de trabajo y su dominio total de la escena le abrieron la cabeza, recuerda ahora. “Víctor tenía una manera de concebir el teatro muy distinta a las formas que históricamente había trabajado el Teatro Experimental de la Universidad de Chile y a lo que nos enseñaban en la escuela. Para él, el actor provocaba el evento físico en la escena y lo era todo. Y más en esta obra, que los cuerpos tenían que proyectar la violencia extrema de la guerra”, explica.  

Retrato de Víctor Jara. Autor imagen: René Combeau. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 196?

Tras ese último ejercicio de improvisación, el director definió también que el elenco saldría a escena descalzo, sin maquillaje y vistiendo mallas elásticas de un solo color que no distinguían a estadounidenses de vietnamitas. Tampoco habría escenografía.

Así debutó Viet Rock el viernes 2 de mayo de 1969, en la sala y sede histórica del ex Teatro Experimental a pasos de La Moneda, en el centro de Santiago —lugar en el que aún funciona su sucesor, el Teatro Nacional Chileno—, donde estuvo varios meses en cartelera. Más de medio siglo después de su muerte, sigue siendo considerada una de las más vanguardistas entre la docena de obras que Víctor Jara dirigió en poco más de una década. Lo reafirmó, además, como un creador avezado, esencialmente contemporáneo y comprometido con las crisis humanitarias de su época.

El programa del esperado estreno del Detuch abría con la fotografía de una familia vietnamita en la que aparecían un hombre herido y un niño llorando en los brazos de su abuela. La desoladora imagen recuerda a las tantas que circulan hoy de Gaza y Ucrania. “Fue la única obra que se hizo sobre Vietnam en Latinoamérica durante la guerra, eso ya era un riesgo y un mérito en sí mismo”, relata desde Canadá otro miembro del elenco original: el actor Nelson Villagra (1937), amigo de Víctor Jara desde sus años en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, a fines de los 50. Ambos compartían el escenario de infancia: el campo profundo de la provincia de Ñuble.

“Fuimos varias veces al terreno de mis padres cuando éramos estudiantes. Lo invitaba en los veranos y él aprovechaba para hacer investigaciones folclóricas. Tenía un gran conocimiento del mundo campesino, cosa que le sirvió muchísimo para montar obras como Ánimas de día claro (1961) y La remolienda (1965), de su primer período como director”, cuenta Villagra. “Víctor era considerado el director de la realidad campesina y los sectores populares. Siempre tuvo una postura rupturista frente al acontecimiento social, y su creación es, por tanto, protestataria. Y, desde el punto de vista escénico, innovó considerablemente. Sobre todo en su etapa posterior y más experimental, muy influenciado por Joan Turner y las vanguardias europeas. Viet Rock fue una obra clave de ese período”, agrega.

Víctor Jara visualizó la obra como una coreografía agresiva. Una especie de gimnasia de alta exigencia, novedosa para la época, y que requería que sus intérpretes estuvieran en forma. El protagonista de El chacal de Nahueltoro (1969) interpretaba allí a un implacable sargento estadounidense y recuerda en particular el entrenamiento físico de tres meses que recibió el elenco, precisamente a cargo de la bailarina británica y pareja del director. “Nunca estuve tan flexible como en ese período”, retoma Villagra entre risas. “Al comienzo me sorprendió el gran número de intérpretes y que casi todos fueran tan jóvenes, pero después noté que era una obra muy física. Joan había sido mi profesora de expresión corporal, sabía que era exigente, pero trabajar con los dos juntos… ¡Cuánta exigencia, coño!”, recuerda.

“Víctor no era de los directores que retaba”, asegura Hugo Medina. “Nunca lo vi en un arranque de enojo ni gritando como hacían otros, pero sí era muy riguroso. Sabía lo que quería. Creía cien por ciento en el sentido colectivo del trabajo, no podía ser de otra forma”.


Recorte de prensa sobre los preparativos de Viet Rock en la revista Ecran , por Yolanda Montecinos / Archivo Víctor Jara – Fundación Víctor Jara

Estrenada originalmente en Estados Unidos en 1966 —solo tres años antes de su versión en Chile—, Viet Rock denunciaba la participación estadounidense en la guerra de Vietnam a través de varias escenas marcadas por la protesta y la desilusión, tanto de vietnamitas como de un grupo de jóvenes soldados norteamericanos obligados a combatir en el frente de batalla. El director estaba plenamente consciente de la urgencia que tenía abordar el conflicto, y quería hacerlo con altura de miras. No ocultó sus diferencias con la dramaturga y decidió manifestarse públicamente, desde el escenario.

En el libro póstumo Habla y canta Víctor Jara, publicado en Cuba en 1978 a partir de declaraciones suyas recopiladas por el escritor chileno Roberto Contreras, el director decía que Viet Rock le había parecido “fascinante por lo aprovechable” y que “provocaba nuevos desafíos a la imaginación de un director”. Sin embargo, añadía: [la dramaturga] “no sobrepasa un primitivo pacifismo norteamericano. No ve el imperialismo de su país con los ojos que lo vemos los chilenos y latinoamericanos. (…) En muchas escenas tuve que intervenir prácticamente la interpretación ideológica de Megan Terry. Nosotros no somos norteamericanos y no tenemos por qué incurrir en las distorsiones de la autora”.

“Víctor Jara supo enfrentar ciertas ambigüedades y momentos subjetivamente dudosos en la obra, como un director lúcido ante sus propias raíces en un mundo sometido al imperialismo”, decía en su crítica del montaje el poeta y periodista argentino Julio Huasi en la revista Punto Final. A pesar del éxito, Viet Rock fue el último montaje que asumió por encargo del Detuch. Meses después, a comienzos de 1970, presentó su renuncia a la institución y también al conjunto Quilapayún, del que era director artístico hacía tres años. Ya tenía trazados sus siguientes pasos.

Un rescate testimonial

«Mucha gente me conoce como cantante, pero no saben que dirijo teatro”, decía Víctor Jara en 1972, ya convertido en un cantautor de fama internacional y en una de las voces de la Nueva Canción Chilena. “La verdad es que en 1958 me inicié como folclorista en el conjunto Cuncumén, y estando ahí, ingresé a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Mi actividad se inició en forma paralela, respondiendo a necesidades que uno quiere realizar».

Incluso hoy, no muchas personas asocian a Víctor Jara con el teatro. El mito que rodea al ídolo de la canción latinoamericana hizo que se perdiera de vista y de todo registro su prolífica y ascendente carrera como director de escena durante la década del 60. Recién ahora, a poco más de medio siglo desde su muerte, llegó no solo la justicia con la condena de sus asesinos, sino también el redescubrimiento total de su legado como artista multifacético.

Víctor Jara y Alejandro Sieveking en la obra Bajos Fondos. Examen de actuación del tercer año del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile. Colección: Álbumes Teatrales de B. Castro y A. Sieveking. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 1958. 

A diferencia de sus canciones, que se volvieron himnos universales, para muchos su trabajo más experimental se extravió en lo efímero del teatro y en la memoria frágil de un país sacudido por el trauma de la dictadura. En 1998, cuando se cumplían 25 años del golpe de Estado, el programa Informe Especial de TVN emitió un reportaje dedicado a la vida y obra del artista nacido en Lonquén en 1932. De los casi 40 minutos que duraba, solo 4 se detenían en su labor como director teatral.

Tres años después apareció el libro Víctor Jara, hombre de teatro (Editorial Sudamericana, 2001), de Gabriel Sepúlveda, la investigación más exhaustiva que se ha hecho hasta hoy sobre su paso por las tablas. “Víctor seguía siendo una especie de John Lennon, un mito que había muerto joven y en la cumbre de su carrera de una manera muy trágica. Pero, hasta ese momento, el personaje no tenía reverso ni profundidad. Casi no había información sobre quién había sido más allá del músico”, comenta el actor e investigador de la Universidad Católica.

Varios de los intérpretes y de quienes habían trabajado junto al director —además de Joan Turner y sus dos hijas— partieron al exilio tras el golpe y luego de enterarse del hallazgo de su cuerpo baleado en las afueras del Cementerio Metropolitano, el 16 de septiembre de 1973. Algunos no volvieron al país. Otros tardaron en hacerlo. Sepúlveda fue tras todos esos testimonios y al cabo de dos años de investigación logró reunir más de 20 entrevistas —a actrices, actores y otros colaboradores— que le ayudaron a reconstruir la borroneada línea de tiempo de su vida y arrojar nuevas luces sobre esta faceta menos conocida.

“Su asesinato contiene también la historia de ocultamiento de un artista valioso que no fue redescubierto hasta mucho después de su muerte. En ese sentido, la dictadura hizo ‘muy bien’ su trabajo: lograron borrarlo de la memoria, como a tantos chilenos en dictadura”, comenta Sepúlveda. “Cuando estaba en la universidad, la profesora de Historia del Teatro invitó a Bélgica Castro a una clase. Estar a dos metros de ella, escuchándola hablar sobre Víctor y la relación tan cercana que tuvieron, me hizo ver aspectos del personaje que ni yo ni mis compañeros conocíamos. Empecé a investigar, había muy poca información, y rápidamente supe que este libro podía tener repercusión”, recuerda el investigador.

Y la tuvo. Gracias a sus hallazgos, hoy se sabe que Víctor Jara desertó de la vida religiosa y del Coro de la Universidad de Chile antes de iniciarse en el teatro. Se formó primero en la pantomima a contar de 1954, como parte de la compañía de Enrique Noisvander, y la dejó dos años después, a sus 24, para entrar a la Escuela de Teatro. En su primer año, participó en obras como Los geniales Sanderling (1958), de Domingo Tessier, y La fierecilla domada (1958) de Shakespeare. Supo pronto que la actuación no era lo suyo.

“Nunca se sintió cómodo actuando ni dirigiendo en el formato que enseñaba la Universidad de Chile”, dice Sepúlveda. “Hasta antes de Víctor Jara, las obras del teatro allí las dirigían intelectuales que daban gran importancia al texto y dejaban en segundo plano a los intérpretes. A Víctor nada le preocupaba más que el actor en escena y la información contenida en el gesto; cómo entra, cómo camina, cómo respira ese cuerpo. Esa mirada la plasmó desde sus primeras obras, a pesar de que nunca escribió una como tal”, explica.

Su trabajo como director dio que hablar desde antes de egresar de la Escuela y de la mano del dramaturgo Alejandro Sieveking. En su examen final de dirección, Víctor Jara presentó la obra Parecido a la felicidad (1959), con la que viajaron posteriormente a Buenos Aires, y luego estrenó la ya citada Ánimas de día claro(1961), su primer montaje profesional. “Una historia sencilla, una historia de amor, del verdadero amor”, decía el director sobre la obra de Sieveking, que fue incluida en la temporada oficial del Teatro Camilo Henríquez en 1962. Inusual para un recién egresado, casi tanto como convertirse en el director más joven de la historia del Teatro de la Universidad de Chile.

Alejandro Sieveking y Víctor Jara de gira, en Argentina y Uruguay, con la obra Parecido a la Felicidad.
Colección: Álbumes Teatrales de B. Castro y A. Sieveking. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 1959-60. 

A seis décadas de su estreno, estas dos obras escritas por Alejandro Sieveking son consideradas clásicos de la dramaturgia chilena del siglo XX. Fueron sus primeras colaboraciones con el dramaturgo y su esposa, la actriz Bélgica Castro, y sobre todo en la segunda ya estaba explorando abiertamente la musicalidad desde la escena.

Nuevamente en alianza con Sieveking, el director arremetió en 1965 con la comedia musical campesina La remolienda, una de las obras más exitosas en la historia del teatro chileno. Por ella obtuvo el Laurel de Oro y el Premio Anual de la Crítica del Círculo de Periodistas a la mejor dirección. El montaje lo llevó también de gira por regiones de Chile y países de Latinoamérica, como Argentina, Perú, Costa Rica, además de Estados Unidos. El teatro le abrió las puertas del mundo a Víctor Jara mucho antes de convertirse en el cantautor chileno más universal.

“Por su conocimiento de primera mano del campo chileno, Víctor le dio un vuelo poético a lo que se conocía como ‘costumbrismo’. A diferencia de Chañarcillo o La viuda de Apablaza [obras cumbre del teatro social chileno], que son también muy costumbristas, las obras de Víctor —sobre todo Ánimas de día claro y La remolienda— despegan de ahí y reflejan la poesía, el misticismo y la religiosidad del campo. Hay un antes y un después de Víctor en el teatro”, reflexiona Sepúlveda.

Serían precisamente Alejandro Sieveking y Bélgica Castro, sus amigos y dos de sus colaboradores más cercanos, los que comenzaron a difundir el legado teatral de Víctor Jara entre las nuevas generaciones. Reinstalados en Chile en 1984 tras pasar diez años en Costa Rica, el matrimonio de Premios Nacionales —fallecidos con solo horas de diferencia, en marzo de 2020— no perdía oportunidad para referirse a su trabajo y talento innato como director.  

“Si tuviera que limitarme a una palabra para definir a Jara, diría que es un creador”, escribió Sieveking en el programa original de La remolienda. “Aparte de ser fiel a la obra que dirige, la enriquece de tal manera que un autor no puede menos que sentirse agradecido hasta el extremo de perder objetividad con respecto a él. Era admirable cómo hacía que la gente perdiera sus mañas, sus defectos, era como volver a empezar de nuevo”.

Retrato de Víctor Jara . Autor imagen: René Combeau. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 196?

Bélgica Castro guardaba también los mejores recuerdos del director. Resaltaba, ante todo, su carácter innovador, el dominio sobre los textos que dirigía y la sensibilidad con que hacía que sus actores se aproximaran a los personajes.  [Víctor] “no solo dirigió La remolienda, sino que aportó a la obra y ayudó a corregir problemas y limitaciones que detectó en la creación de Alejandro. Tenía un genio fantástico para dirigir, a veces mejor que fuera de los ensayos, pero era respetuoso con sus intérpretes, sacaba lo mejor de uno”, recordó en una entrevista que dio Castro a estudiantes de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica, a comienzos de los 2000.

“Para pensar en Víctor Jara, yo me quito el sombrero, en primer lugar”, dice Eduardo Barril (1941), otro de los actores que más trabajó junto a él desde los inicios de su carrera, hace 65 años. “Era un animal de teatro dedicado y respetuoso con los elementos con que trabajaba, tanto los actores como la iluminación, el vestuario, la escenografía, todo. Lo noté desde el comienzo, al igual que el rigor con que trabajaba y la cercanía que tenía con todos”, recuerda.  

Barril estaba cursando su primer semestre en la Escuela de Teatro cuando el director lo convocó para uno de sus exámenes de dirección. Una puesta en escena de La excepción y la regla (1960), de Bertolt Brecht. Volvieron a trabajar juntos a fines de ese mismo año en Ánimas de día claro, y más tarde en El círculo de tiza caucasiano (1948), también de Brecht, y La remolienda.

En esta última, el actor interpretaba a Telmo, uno de los borrachos que protagoniza una acalorada discusión en la que vuelan sillas. Barril recuerda que Víctor Jara le dio la instrucción de orinar al fondo del escenario. Al comienzo, se resistió. “Uno veía ingenuamente el teatro como un lugar sagrado. ‘¡Qué van a decir, Víctor!’, le decía yo. Me agarró y me dijo: ‘No eres tú. Es algo que tu personaje haría’”, rememora el actor. “Víctor tenía su carácter, pero evitaba exponerlo. Uno tenía que adivinar si andaba con la yegua atravesada o si andaba de buena, pero no se creía la muerte ni contaminaba los ambientes. Tampoco era un director mandón o dictador. Al contrario, cuando te iba a dar una indicación, te la decía al oído y no delante de todos. Eso también le servía para ver qué efecto provocaba en el ensayo, y después también en el público”.

Para Víctor Jara, la cultura era el “alma del pueblo” y quiso borrar la idea preconcebida de que el teatro era para eruditos, plantea Gabriel Sepúlveda. “Él creía que la gente no solo iba a reflexionar o a reírse con comedias muy educadas. La gente se agarraba la guata, aplaudía en medio de las funciones, les respondía a los personajes. De alguna manera, otros creadores como Patricio Bunster y Andrés Pérez tuvieron eso en común con Víctor Jara. En todos ellos está expresado el mismo deseo, que era hacer un teatro para el pueblo, no para una élite cultural. Era una verdadera revolución para la aseñorada escena de la época y no pasó para nada desapercibida”, afirma el investigador.  

Un director solicitado

Su trabajo adquirió pronto ribetes políticos y mayor visibilidad. En 1963, Víctor Jara estrenó Los invasores en el Teatro Antonio Varas, su nuevo trabajo por encargo del Detuch a partir de la obra del dramaturgo y Premio Nacional Egon Wolff. Tras el debut, director y dramaturgo se enfrascaron en una bullada discusión alentada por la prensa. Wolff estaba furioso por la lectura que Jara había hecho del texto, uno de los más difundidos del teatro chileno y reflejo del espíritu de su época.

“El planteamiento original de la obra podía contribuir a la ‘campaña del terror’ que la derecha y la Democracia Cristiana, con los dólares de la CIA, orquestaban ya contra Salvador Allende de cara a la elección presidencial de 1964”, escribe Mario Amorós en La vida es eterna, biografía del músico publicada en 2023, a 50 años de su muerte y cuando la Corte Suprema condenó a siete exmilitares por su asesinato.

“La obra generó impacto e incomodidades de todo tipo, partiendo por cómo entraban los invasores al escenario: reptando. Había gente que se iba indignada o atemorizada de la sala”, comenta Gabriel Sepúlveda. “Lo que más molestó a Egon Wolff fue que Víctor justificara o romantizara de algún modo el cometido de los invasores, que era tomarse la casa de los Meyer. Víctor, en cambio, consideraba que el autor tenía una visión torcida del proletariado y de lo que él consideraba un proceso revolucionario. Esas diferencias obviamente no se resolvieron, y la obra se convirtió en una piedra en el zapato para ambos, sobre todo para Víctor”, agrega. 

Fotografía del equipo artístico de la obra Ánimas de día claro, de 1962. Obra de Alejandro Sieveking, dirigida por Víctor Jara y diseñada por Guillermo Ñúñez (todos en la fotografía). Colección Fotográfica CIP – Teatro Nacional Chileno.

Como director contratado por el Detuch, dirigió también La casa vieja (1966), del cubano Abelardo Estorino, y asistió a dos destacados directores internacionales invitados por el teatro: el uruguayo Atahualpa del Cioppo en El círculo de tiza caucasiano (1963), de Bertolt Brecht, y al estadounidense William I. Oliver en Marat-Sade (1966), de Peter Weiss, dos de los autores claves del siglo XX.

En paralelo, Víctor Jara colaboró con algunas de las principales compañías independientes que estaban renovando las prácticas de los elencos universitarios. En 1963 dirigió a los hermanos Héctor y Humberto Duvauchelle del grupo Los Cuatro en Dúo, un programa doble compuesto por las obras Cambio de guardia y La maleta, de un joven escritor y cineasta de 21 años llamado Raúl Ruiz.

Cinco años más tarde, el director fue nuevamente convocado por los Duvauchelle para poner en escena la obra Entreteniendo a Mr. Sloane (1968), del dramaturgo británico Joe Orton, por la que obtuvo su segundo Premio Anual de la Crítica. Dos actores se besaban en escena, lo que desató revuelo e indignación entre los más conservadores. Víctor Jara tuvo que salir a dar explicaciones: “Indicaciones del autor”, ironizó.

Atraído por su metodología de trabajo, el grupo Ictus lo llamó también para dirigir La maña, obra de la inglesa Ann Jellicoe, que fue traducida por Joan Turner. “The Knack —título original del texto— significa tener maña para conquistar algo. En el caso de la obra que presentamos, ese ‘algo’ es el sexo”, escribió Víctor Jara en el programa del montaje, que debutó el 15 de junio de 1965 en la sala La Comedia del barrio Lastarria.

La historia giraba en torno a tres amigos que compartían una casa victoriana y que sostenían hilarantes conversaciones acerca del amor, el sexo y las mujeres. La irrupción de una mujer joven y atractiva ponía todo patas arriba. El elenco lo integraban Nelson Villagra, Jaime Vadell, Fernando Bordeu y Delfina Guzmán.

En su departamento casi nunca se escucha música, dice hoy la nonagenaria actriz. Pero cuando la hay, casi siempre son canciones de Víctor Jara. Ella misma las pide. Su favorita, dice, es “El derecho de vivir en paz”. La intérprete ha ido perdiendo progresivamente la memoria en los últimos años, y es a través de sus canciones que logra conectar con chispazos y recuerdos de su trabajo con él.

“Víctor era muy cercano. Cantaba, le gustaba bailar y lo hacía estupendo. Yo, que no lo hacía nada de mal tampoco, compartía eso con él”, cuenta Delfina Guzmán (1928). “Era un director cariñoso, atento, no uno de esos pelotudos a los que les gustaba hacerte sufrir y mandarte para la casa sollozando. ‘No te fuerces’, me decía, ‘el personaje está. Solo tenemos que ajustarlo’”, describe.  

La maña era una obra muy rítmica y coreográfica. Todas lo son de algún modo, pero esta tenía el acento puesto en eso desde la dirección. Proponía un estilo de actuación más corporal y kinésico. Ese era el estilo que trabajaba Víctor”, le sigue Jaime Vadell (1935). El actor y fundador del Teatro La Feria fue compañero de curso de Víctor Jara en la Escuela de Teatro durante el primer semestre, en 1956. Vadell después se retiró de la universidad y el director siguió llamándolo para trabajar. Nunca fueron amigos, reconoce. “Yo lo conocí más como director, en eso siempre estaba muy al día. Él no era de fácil trato, pero dirigía bien. Tenía una gran facilidad corporal y el ritmo era algo que le importaba mucho. Sus ideas tenían influencia musical y física por su trabajo con Joan y Noisvander”, explica.

Personal de Teatro Experimental de la Universidad de Chile, en 1959. Víctor Jara se encuentra al pie del escenario, a la izquierda de la imagen. Fotografía de René Combeau / Archivo Víctor Jara – Fundación Víctor Jara.

A esas alturas, Víctor Jara ya era considerado una figura prominente en una escena aún regida por los grandes directores teatrales de la época, como Eugenio Guzmán y Agustín Siré. Sin embargo, gozaba del éxito y del elogio de la crítica.

“No sé si soy un buen director. Para serlo se necesitan mucha experiencia y una gran madurez como ser humano. En el teatro siento una realización colectiva, porque es un acto colectivo”, declaró en una entrevista en junio de 1967 a la revista Ecran.

La agitada agenda de Víctor Jara en el teatro convivía con sus compromisos en la música. En pleno auge de su carrera como director, cuando aún no era mayormente conocido como solista, pasó por el grupo Cuncumén (1958 y 1962), llegó a ser artista estable de la conocida peña de los Parra, en calle Carmen, donde dio sus primeras presentaciones, y en 1969 ganó el primer Festival de la Nueva Canción Chilena con “Plegaria a un labrador”, que interpretó acompañado de Quilapayún.

Los días se le hacían cortos, contaba en una entrevista en 1965: “Me gustaría convertirme en tres para poder atender todas las actividades que me gustaría realizar. Me siento con fuerzas para ello y sería mi mayor satisfacción. Por lo pronto, hago lo que puedo. Pero todo trato de hacerlo lo mejor posible”.

Decía también que planeaba montar El jardín de cerezos (1904), de Antón Chéjov, y alguna de las obras de Shakespeare, deseo que creció tras visitar Londres en 1968. Sin embargo, otro clásico llegó antes a sus manos.

Nuevas credenciales

Es nuevamente 1969. Viet Rock seguía con funciones a tablero vuelto en el Teatro Antonio Varas cuando Víctor Jara comenzó a ensayar, a muy pocas cuadras de allí, una versión de Antígona para el Taller de Experimentación Teatral (T.E.T) del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica.

Sus directores, Enrique Noisvander y Fernando Codina, le encargaron una nueva puesta en escena de la tragedia de Sófocles en la adaptación de Brecht, y para el rol principal Jara convocó a una jovencísima Ana Reeves, de 21 años, junto a otros actores como Jaime Vadell, Violeta Vidaurre y Silvia Santelices. “Antígona se rejuvenece”, tituló la prensa tras el estreno en el Teatro Camilo Henríquez a comienzos de 1970.

“En la breve historia del T.E.T., su primera fase fue buscar la expresión total del actor. En su segundo experimento se construyeron obra y personaje junto al autor dramático. Ahora, en su tercera experiencia, el T.E.T. enfrenta un clásico, que por la profundidad de penetración en la condición humana y su vigencia actual irrevocable, nos acerca aún más al objetivo que nos hemos propuesto”, se lee en el programa de la obra, un texto firmado por el director. “Con Antígona tanto elenco como Director nos hemos sentido libres de experimentar con la forma; pero permanecimos fieles al principio de considerar al actor como instrumento integral y centro del espectáculo y, al público, como parte de la acción”.

El montaje casi no tenía escenografía, apenas una tarima y al fondo del escenario una enorme reja metálica hecha con trozos de cobre y aluminio, que al tocarla provocaba un sonido estremecedor. Los actores usaban un vestuario neutro y “máscaras” hechas con sus propias manos. Los más jóvenes, en tanto, interpretaban a las aves de rapiña que rondaban el cuerpo de la hermana de Antígona. Se paseaban entre la platea, el público y el escenario ante la mirada atónita de todos.

Momento grupal de Antígona.
Dirección: Víctor Jara. Compañía: Taller de Experimentación Teatral del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica de Chile. 
Autor imagen: Patricio Guzmán. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 1969

“En esa época, esto era inconcebible”, comenta hoy Ana Reeves (1948). “Víctor me eligió y confió en mí para interpretar a Antígona, que es un papel difícil y de un peso dramático importante, a pesar de que yo era considerada actriz de comedia. Él pensó que yo lo podía hacer bien, me entregó esa responsabilidad y fue absolutamente maravilloso”, afirma. “Me hizo crecer, pensar desde otro punto de vista y me dio mucha tranquilidad para llegar al personaje y al objetivo. En eso él era exigente, pero guiaba con mucha tranquilidad y depositaba su confianza en que ibas a llegar al término del proceso”, recuerda la actriz.

El director la pasaba a buscar a su departamento en el barrio Lastarria, a veces dormía una siesta y se iban caminando juntos a las funciones en el Camilo Henríquez, en calle Amunátegui, a pasos de la Alameda. “Justo en esa esquina había una ferretería muy grande, y a mi personaje lo tenían que encadenar, así que partimos con Víctor a comprar la cadena” rememora Reeves. “Vimos varias y escogimos una bien gruesa. Con el correr de las funciones, se me reventaban las venitas de los brazos, le dije a Víctor y me respondió: ‘Antígona soportó las cadenas. Vas a tener que soportarlas tú también’. Y me las aguanté”, relata.  

La actriz atesora otra maravillosa anécdota: “Víctor siempre andaba con su guitarra y me contó que estaba pensando inscribirse en un festival, no recuerdo cuál, y me dijo: ‘Te quiero tocar la canción que voy a cantar. Estábamos los dos solos en la platea del Camilo Henríquez. Era la ‘Plegaria a un labrador’”, cuenta.

“Se convirtió en una de las grandes canciones de toda la historia y ahí estaba él, pidiéndome la opinión. Víctor era de una humildad que pocos tienen y eso hacía que hubiera mucho respeto, confianza y cariño entre una actriz y su director. En esa época se olía música, se olía arte, estaba en todas partes. Él vivía en el mundo de la felicidad, del arte y de la naturaleza”, recuerda la actriz.

Antígona fue el último montaje profesional que Víctor Jara estrenó como director, pero no la última obra que dirigió. A partir de 1970, se alejó de la actividad teatral y asumió un fuerte compromiso político al formar parte de la campaña electoral de la Unidad Popular y luego en el gobierno de Salvador Allende. En calidad de embajador cultural, le tocó viajar a mediados de 1971 a la Unión Soviética y a Cuba para dirigir un homenaje por la entrega del Premio Nobel de Literatura a Pablo Neruda.


Recorte de prensa de Telecran con reportaje al montaje de Antígona. Dirección: Víctor Jara. Compañía: Taller de Experimentación Teatral del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica de Chile. Colección: Álbumes Teatrales de B. Castro y A. Sieveking. Fuente: Archivo de la Escena Teatral UC. Año: 1969

“Soy un trabajador de la música, no un artista. El pueblo y el tiempo dirán si yo soy artista. Yo, en este momento, soy un trabajador. Y un trabajador que está ubicado con conciencia muy definida”, declaró en una entrevista.

Ese mismo año, se integró al cuerpo de artistas estables de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad Técnica del Estado, donde dirigió pequeños montajes con elencos estudiantiles. Fue allí también donde lo detuvieron antes de ser trasladado al Estadio Chile. El resto de la historia es conocido. Hoy, ese recinto lleva su nombre, al igual que una sala y un festival de egreso de la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. 

“La muerte de Víctor me pilló en Argentina. Cuando me contaron, pensé que había un error, como cuando uno no quiere creer algo. En esa época era muy difícil y caro llamar por teléfono, pero llamé a Alejandro y a Bélgica. Ella había ido a la morgue y fue muy difícil, muy doloroso. Estaban todos muy consternados”, recuerda Ana Reeves.

“Nunca pude entender por qué lo asesinaron. Era un ser de paz, pero las bestias se ensañan, y eso hicieron con él. Víctor no era un Che Guevara, no era un revolucionario. Era un creador sensible y nunca me imaginé que fuera a convertirse en un ícono. Es raro, pero es así, y qué bueno que exista un símbolo como él”, agrega la actriz.

Semanas antes de su muerte, Víctor Jara estaba preparando el estreno de Los siete estados, un gran espectáculo dirigido por Patricio Bunster junto al Ballet Nacional. En paralelo, había comenzado los ensayos de La virgen del puño cerrado (1973), su nueva colaboración con Alejandro Sieveking y la compañía Teatro del Ángel.

Al estilo de La remolienda y Ánimas de día claro, esta nueva comedia musical estaba inspirada en la fiesta de La Tirana y la religiosidad popular. El golpe y el asesinato del director interrumpieron el montaje ya encaminado, pero no detuvieron al grupo: semanas después de instalado el nuevo régimen, sus integrantes retomaron los ensayos y la obra debutó en noviembre de 1973 en su sala ubicada en calle Huérfanos, a cuadras de La Moneda, y con Bélgica Castro y María Cánepa en el elenco.

Antes, Sieveking y compañía optaron por modificar el título: la obra se estrenó como La virgen de la manito cerrada. También decidieron sacar a Víctor Jara de los créditos, según contó recientemente el arquitecto y escenógrafo Ramón López, único integrante que queda vivo: “Su nombre era conflictivo y había que sacarlo para poder estrenarla en ese momento”, explicó en una entrevista a The Clinic.

“Probablemente, si a Víctor no lo hubieran asesinado habría seguido trabajando y consagrándose tanto como músico como director de teatro. Seguramente, habría trabajado con más jóvenes y compañías independientes. A Víctor no le interesaba seguir una carrera política. Los verdaderos artistas no persiguen eso”, postula López.

“John Lennon seguirá siendo más escuchado que Paul McCartney, como Víctor Jara seguirá siendo escuchado también en Chile y el mundo. ¿Por qué? Bueno, quizás porque la muerte pesa, da otro cariz”, le sigue Gabriel Sepúlveda. “La vida inconclusa de un creador genera siempre un relato paralelo que muchas veces trasciende al de su obra. La música de Víctor Jara aún se escucha mucho y la gente joven la conoce y la aprecia, pero su canto innegablemente está ligado a la figura del creador que fue brutalmente asesinado, incluso por sobre lo que fue su rol como director de teatro o cualquier otra de sus dimensiones personales, que hasta hace poco no conocíamos y que, probablemente, aún no conocemos del todo”.