Cuatro visiones sobre el futuro de la Universidad

El próximo 12 de mayo, Rosa Devés, Sergio Lavandero, Kemy Oyarzún y Pablo Oyarzun intentarán llegar a la rectoría de la Universidad de Chile. En estas páginas, las y los candidatos toman la palabra para detallar los principales lineamientos de sus propuestas, las formas en que enfrentarán los desafíos del período 2022-2026 y cómo es la universidad que imaginan.

Los textos aquí expuestos nacen de las siguientes preguntas: ¿Cuáles son las tres propuestas priorizadas de su programa de gobierno universitario? / ¿Cuál es el papel que le corresponde a la Universidad en el país que hoy se construye y cuál es el rol que un/a rector/a debe tener en ello? / ¿Cómo piensa fortalecer la integralidad de la docencia, investigación y extensión universitarias con miras a reforzar la incidencia en la comunidad? / Pensando en la disparidad que existe en diversos aspectos entre las humanidades y las llamadas “ciencias duras”, ¿cómo busca potenciar la ecuanimidad en las distintas áreas del saber?

Rosa Devés, profesora Titular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y Vicerrectora de Asuntos Académicos

Nuestro programa es el resultado de un proceso participativo y comprende principios de acción, ejes programáticos y acciones prioritarias inspirados en una perspectiva humanista, la responsabilidad con el desarrollo sostenible, la valoración de la complejidad y el compromiso con el país.

Un primer desafío es el fortalecimiento del quehacer de todas las unidades académicas a través de la cooperación y la promoción de alianzas que potencien la calidad del ejercicio de sus funciones y conduzcan al desarrollo armónico y equitativo. Buscamos innovar en el ejercicio de la docencia para poner al servicio de los y las estudiantes todas las capacidades de la Universidad, ofreciendo trayectorias más flexibles que sean pertinentes a un contexto nacional y global cambiante. Igualmente, potenciaremos la investigación, creación e innovación para responder a los desafíos de la Universidad. En este ámbito, abordaremos con especial énfasis la equidad de género y el desarrollo de las capacidades de las y los académicos jóvenes con mecanismos de apoyo focalizados.

Otro propósito será fomentar una cultura universitaria que estimule el desarrollo de sus integrantes, para que puedan desplegar todo su potencial y cumplir sus funciones con excelencia y compromiso. Trabajaremos para brindar oportunidades equivalentes a las académicas y los académicos en los diferentes espacios de la Universidad, articulando las exigencias de la carrera académica con políticas de apoyo al desarrollo académico y reconociendo las contribuciones en las distintas áreas del quehacer institucional. El estímulo al trabajo bien hecho debe ir asociado al apoyo y al cuidado, cautelando un ambiente de sana convivencia universitaria y el adecuado balance entre los compromisos universitarios y otras facetas de desarrollo, como lo familiar y social para los tres estamentos.

Y para lograr una cultura institucional equitativa e inclusiva será central el compromiso transversal con la igualdad de género. Entre otras acciones, promoveremos estrategias que aseguren la equidad de género en los procesos de contratación, calificación y evaluación académica y profundizaremos los mecanismos de formación del cuerpo académico en temáticas que tensionan la formación académica tradicional, como la educación no sexista o la introducción del enfoque de género en la academia.  

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La Universidad de Chile cumple un rol fundamental en la construcción de nuestra sociedad y tiene un compromiso ineludible con la democracia, la justicia y los derechos humanos. En concordancia con su misión, nuestra Universidad debe participar activamente del debate público y contribuir con conocimiento relevante a los cambios sociales orientados hacia una mayor igualdad e inclusión social. Lideraremos este proceso de participación en la esfera pública, siempre destacando el trabajo colaborativo y el aporte que realizan las y los integrantes de la Universidad al desarrollo del país.

Hoy existe un nuevo ciclo político en el país y la Universidad no puede excluirse de este proceso. Por eso, revalorizaremos nuestro carácter público en un ambiente de colaboración con las otras universidades estatales para defender derechos sociales fundamentales, como el derecho a la educación, y para aportar desde el conocimiento al desarrollo nacional. Además, apoyaremos decididamente todas aquellas propuestas que promuevan la justicia social. La equidad y la inclusión serán ejes fundamentales de nuestra rectoría, en el propósito por aportar a una Universidad de Chile que sea cada vez más de Chile. 

Una Universidad es una comunidad capaz de generar y transmitir conocimiento, pero la relevancia de su existencia está en que efectivamente logre ser pertinente para las necesidades de la sociedad a la cual se debe. Esto es especialmente importante para las universidades públicas, sobre todo en países con desafíos de desarrollo y en un contexto de profundos y rápidos cambios globales. Por ello es necesario repensar nuestras formas de realizar investigación, creación, docencia y extensión. Debemos interrelacionar con mayor profundidad estas funciones de manera que se nutran y fortalezcan de esta integración, a la vez que enriquecen su sentido. Es importante cambiar la lógica de pensar las funciones universitarias como compitiendo entre sí, por una que las reconozca como interdependientes, valorando cada una de ellas. Tanto la investigación como la formación de las nuevas generaciones tienen el desafío de pensar un mundo donde la complejidad se impone en todas las áreas del saber, de allí la necesidad de promover miradas abiertas, inclusivas y transversales.

En nuestra Universidad ya existen innovaciones que articulan docencia-investigación-extensión. Surgen como estrategias de innovación pedagógica que se expresan en proyectos formativos articulados y se fundan en una convicción sustantiva: investigar para formar, formar para investigar, investigar y formar para incidir. Nuestra propuesta es promover una lógica transversal de innovación que logre articular una investigación integrada, con procesos formativos de amplio acceso, fortaleciendo la incidencia pública, enriqueciéndose de las capacidades, herramientas y oportunidades que tenemos entre las diferentes unidades académicas.

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La gran diversidad de disciplinas y especializaciones que conviven en nuestra Universidad es una de nuestras fortalezas. Sin embargo, para que esta diversidad efectivamente enriquezca nuestro quehacer debe estar conectada. Debemos construir los puentes que faciliten el trabajo entre distintas disciplinas, potenciando el desarrollo de todas las áreas y valorando sus diferencias, ya que solo articulando nuestras disciplinas lograremos formar y desarrollar un conocimiento adecuado a las exigencias de la sociedad.  Por eso, promoveremos el trabajo interdisciplinario y transdisciplinario, sabiendo que tenemos un cuerpo académico con las competencias y calidad necesarias para impulsar aún más la investigación y creación en todas las áreas con condiciones justas e igualitarias. 

Sergio Lavandero, profesor Titular de la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas y de la Facultad de Medicina

Nuestra principal propuesta para crear una Rectoría transformadora consistirá en poner en el centro a las personas, con especial énfasis en la construcción de una comunidad cooperativa, acompañándolos/las desde el inicio, durante y culminación de sus carreras académicas. Nuestra segunda propuesta se centra en buscar soluciones innovadoras y sustentables a largo plazo para abordar el déficit financiero de la Universidad. Para ello, nuestros modos de gobierno, financiamiento, estructuras y dinámicas internas deben repensarse. Finalmente, nos enfocaremos en desarrollar y fortalecer la investigación, la docencia, la creación artística y estimular la innovación. Potenciaremos, paralelamente, el mensaje público de que nuestro país sólo alcanzará su desarrollo si mejora en forma significativa la inversión en educación en todos sus niveles. 

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Nuestro rol como la institución de educación pública más antigua del país es liderar el sistema universitario nacional, abordar problemas nacionales de gran impacto social y crear las condiciones para abordar los futuros desafíos locales y globales que deberemos afrontar. Para ello, nuestra Rectoría transformadora propone constituirse en un modelo de institución pública a través de valores como la sustentabilidad, la responsabilidad y la promoción de la investigación, docencia, creación artística e innovación. Nuestra Universidad debe estar liderada por un equipo articulador que acompañe y promueva sus transformaciones, que fortalezca la deliberación, abierta y respetuosa, sobre las políticas institucionales y asegure la transparencia en la toma de decisiones. En nuestra Universidad debe primar el pluralismo, la libertad de pensamiento, el respeto a sus diversidades, la dignidad para todos/as sus miembros y el ejercicio de un auténtico pensamiento crítico.

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La docencia de pre y posgrado es el corazón de nuestra Universidad. Nuestros esfuerzos en esta área se enfocarán en tres direcciones: en primer lugar, al diseño de redes de cooperación entre académicas/os de distintas unidades; en segundo lugar, a programas de internacionalización con visión de futuro y fortalecer, en forma equitativa, todas las áreas del saber que desarrollamos; y, en tercer lugar, a apoyar efectivamente a los estudiantes de postgrado, privilegiando sus iniciativas de colaboración inter y transdisciplinarias. Nos proponemos poner especial atención en cautelar la integridad y coherencia ética, cuidando especialmente que nuestras autoridades, en todos sus niveles, estén alineadas con la rectitud, razonabilidad, transparencia y una permanente disposición a la rendición de cuentas y, sobre esa base, promover el debate interestamental.

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Lo haremos escuchando con atención las demandas de los y las académicas, prestando especial atención a sus propuestas, analizándolas en forma ecuánime y canalizando inversiones institucionales que, por un lado, potencien las distintas unidades académicas, y por otro subsanen con urgencia las brechas existentes entre ellas.

Kemy Oyarzún, académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades y coordinadora del Magíster en Estudios de Género y Cultura

Aquí estamos. No solo reunidas y reunidos en torno a una candidatura a Rectora. Nos hemos conjuntado por valores comunes, energías compartidas, profundas convicciones de cambio en esta Universidad nuestra, la casa de Amanda Labarca, Eloisa Díaz, Ernestina Pérez y Andrés Bello. Son transformaciones en consonancia con el país, con el nuevo ciclo iniciado en mayo 2018 y octubre 2019, con la instalación de la Convención Constitucional. ¿En qué pensamos cuando decimos “nuevo ciclo” de transformaciones de país? Hablamos de un nuevo proyecto político-cultural, otra forma de entender la producción científica y artística, otro modo de ejercer gobernanza universitaria. 

Todo cambio cultural afecta las formas institucionales. El primer desafío es habitar esta Casa de otro modo. Las instituciones se pueden convertir en espacios poco habitables y autorreferentes. Nos conjuntamos para devolver a la Casa sus múltiples cuerpos, sujetos y  territorios, para abrirnos a lo que  “no se dice”. ¿Y qué es lo que no se dice? No se dice que estamos habitando la Casa con malestares de décadas. No se dice que los daños refieren a asuntos muy concretos: remuneraciones desiguales, reajustes que no se concretan,  bonos de inseguridad, contratos a honorarios que duran décadas, plantas que no llegan, jubilaciones tan mermadas que las personas no están dispuestas a dar un salto a la pobreza al final de sus carreras académicas y funcionarias. No se dice que lo que hacemos es trabajo. No se reconoce la producción de conocimiento como elaboración procesual, compleja práctica de creación científica o artística. Se reafirma la superioridad del individuo, el hacerse camino en solitario, en rivalidad con las y los demás. No se dice que toda la producción de conocimiento, esparcida en distintas áreas de saber es equivalente en valor.  Las discusiones en torno a la nueva Constitución hablan con razón de “equivalencias epistémicas”. ¿Hasta cuándo confundir valor y precio? Cuesta hablar de violencias, abusos de género, abusos de poder.

¿Por qué la docencia, la investigación, la extensión o la gestión académica tienen valores tan opuestos? ¿Por qué no pensar las cuatro misiones a través de toda la carrera académica, con momentos de intensidades diversas, pero complementarias y planificables? ¿Y qué decir de las “mediciones” y parámetros predominantes para valorar la calidad? ¿Cuándo los discutimos de cara a nuestra realidad de país en desarrollo, mirando desde América Latina las inéditas voluntades de entrega que ello conlleva? No se dice que nuestros daños afectan nuestra calidad productiva y nuestra calidad de vida, porque ambas están intensamente entrelazadas. Nuestra férrea dedicación a la Universidad en las condiciones actuales tiene costos personales enormes y los tendrá mientras el Estado nos tenga en abandono y la gestión nos divida en parcelas.

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Aquí algunos desafíos: Conjugar nuestros malestares en colaboración, con actorías deliberantes y críticas transformadoras. Recuperar nuestra dignidad, nuestro valor,  nuestras visiones y fuerza comunitaria. Asumirnos como sujetas y sujetos. Reconocernos en todos los estamentos, con capacidad de escucha y diálogo. Nos autoconvocamos como actores y actoras capaces de transformar y transformarnos con sentido de país plural e igualitario. Con participación deliberante y vinculante, romperemos la repetición, la continuidad, los silencios cómplices. Porque creemos que el Estado debe garantizar la calidad de sus universidades. Y porque reconocernos es solo el comienzo.

Dos ejemplos concretos nos inquietan: la educación, incluida la pedagogía, y el Hospital Clínico. Nuestra Universidad requiere un proyecto educativo con equidad distributiva, voluntad de diálogo entre unidades de Educación y Pedagogías; formación de educadores e investigación avanzada en educación. A su vez, nuestro Hospital Clínico, lamentablemente retirado de la Red Pública de Hospitales, debe retornar a ella, no ser un “prestador” privado más de salud. Aspiramos a un nuevo modelo de hospital que, aun dependiendo de recursos públicos directos, siga desarrollando la excelencia que le caracteriza hoy.

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Chile está cambiando. La Casa de Amanda Labarca y Andrés Bello se apronta a realizar nuevas elecciones de Rector/a. Un nuevo gobierno define un amplio programa de transformaciones. En el corto plazo habremos redactado una nueva Constitución diseñada en inéditas condiciones participativas. La Universidad de Chile no puede permanecer incólume, dotada de una gestión que, en buena medida, reproduce las desigualdades, malestares y deficiencias que deseamos abolir como sociedad. Nuestra propuesta cultural y científica refiere en particular a la calidad de vida de quienes producimos conocimiento en la Universidad. Nos convoca el cumplimiento de nuestras cuatro misiones fundamentales, investigación, docencia, extensión y gestión, concebidas en forma integral y equivalente a partir de una visión de carrera planificada en el tiempo, con atención a lo singular y a los intereses colectivos. Nos interpela promover la investigación multi, inter y transdisciplinar; transversalizar las perspectivas de género e interculturalidad. Nos inspira una gobernanza de nuevo tipo, atenta a la participación comunitaria, a la deliberación y a la transparencia. Queremos una Universidad  con sentido común, sin islas en competencia  ni rivalidades por financiamiento. El conocimiento no conoce fronteras nacionales. Nuestro país se asume cada vez más plurinacional y latinoamericanista. Nos invitamos a compartir aspiraciones personales y colectivas; una visión  universitaria estratégica, con vocación de país y  acorde a  los cambios que la sociedad espera de nuestra Universidad. 

Pablo Oyarzún, académico de las facultades de Artes y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Director del Centro Interdisciplinario de Estudios en Filosofía, Artes y Humanidades

Un programa de gobierno universitario debe tener en su base elementos de diagnóstico que identifiquen puntos críticos respecto de los cuales sus propuestas sean relevantes. Y es preciso tener claridad sobre los plazos en que estas pueden ser llevadas a cabo, cuáles perenecen al ámbito de acción de la institucionalidad universitaria, y cuáles son realizables a través de normas, acuerdos y oportunidades que dependen de instancias extrauniversitarias, en particular, del Estado.

Sobre esta base, un primer elemento es la necesidad de generar condiciones de integración estratégica de la universidad en sus organismos y unidades superiores, sus funciones, planes de desarrollo y política presupuestaria y, en vista de los desafíos epistémicos, culturales, sociales, económicos, en la adaptabilidad al cambio y flexibilidad de su estructura y gestión. Estas tareas deben ser diseñadas, periodizadas e implementadas según la complejidad de cada caso. El horizonte general es de largo plazo, pero con etapas intermedias que deben comenzar en el corto plazo, es decir, en un periodo rectoral de cuatro años.

Un segundo elemento se refiere a la relación de la universidad con los intereses del país, sus necesidades, expectativas de cambio y perspectivas de futuro, y al mismo tiempo a su inserción en el desarrollo del conocimiento en el contexto global. Esta doble condición exige el ejercicio de una capacidad deliberante, analítica y crítica, con un sentido explícitamente público. En este último aspecto, le corresponde a la universidad una responsabilidad en la recuperación del espacio público.

El tercer elemento atañe a la comunidad universitaria, en su diversidad de vidas y estilos, convicciones y creencias, posibilidades y expectativas que habitan espacios y comparten tiempos en conjunto. Así como se exige de ella el cumplimiento de deberes, merece que se reconozcan sus derechos de participación, de incidencia, en las decisiones institucionales conforme a un sentido de democracia universitaria. Y esto sólo puede lograrse si se estimula un ethos universitario de diálogo y respeto, convivencia, cooperación y sentido crítico, indispensable para la profundización de una cultura y una ciudadanía democrática.

No diría que la universidad ha ejercido una capacidad de anticipación en el periodo postdictadura, salvo por el movimiento que llevó al nuevo estatuto y a la generación de un modelo de gobernanza que porta una memoria histórica y posee rasgos innovadores. Un análisis de ese proceso permitiría observar analogías con lo que hoy vivimos en la víspera de la propuesta de una nueva constitución. Lo que sin duda ha mostrado la universidad es receptividad y rapidez para hacerse cargo de transformaciones sociales que están en curso: género, feminismo, multiculturalidad, afirmación de la diversidad, inclusión. La participación de la comunidad y la institucionalidad universitaria en el proceso constituyente evidencia una vívida capacidad de reacción ante las situaciones de cambio imprevistas que ha experimentado la sociedad en estos años. Ahora, en este presente que está inquietado por perspectivas inciertas, es indispensable concebir escenarios alternativos de futuro, y correr el riesgo de anticiparlos, lo que sólo puede hacerse tomando una distancia reflexiva y ejerciendo una vigilancia crítica sobre el proceso, su complejidad y las expectativas que le son inherentes, a fin de identificar y afirmar el nervio y la dirección esencial de esas expectativas. A una rectora o rector le cabe convocar a la comunidad a esa tarea, disponer los espacios para su realización, participar del pensamiento que nazca en ellos y hacerse irrenunciablemente responsable por lo que de ese pensamiento surja como orientación y decisión.

Es imperativo tener una concepción integrada de las funciones académicas, lo que implica establecer un modelo educativo que conciba la enseñanza-aprendizaje como un proceso continuo de generación del conocimiento, integrando docencia, investigación y/o creación en todos los niveles, y que tenga orientación social, incorporando actividades en terreno o de vinculación. Un modelo que combine lo que cabría llamar una pedagogía del hallazgo con una apertura responsable y receptiva al medio social, a sus saberes, inclusivo no solo por la capacidad de acoger diversidad y vulnerabilidad, sino también por aprender de ellas. La investigación sólo podría potenciarse con un modelo semejante y el espacio universitario se vería enriquecido por la capacidad para abrirse a un exterior que ya está presente en él, cotidianamente, en las labores y los afectos de cada una y cada uno de sus miembros, en sus relaciones y tareas.

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La disparidad entre las humanidades y las ciencias llamadas “duras” se expresa en los recursos destinados a unas y otras y en su diferente valoración social. Lo último parece obvio: por un lado, pensamiento y conocimiento que encuentra soluciones; por el otro, pensamiento que encuentra problemas. Estas dos epistemes coinciden en un punto: precisamente en el problema, en lo que da que pensar. Y también coinciden en el formato contemporáneo de la investigación, la docencia, la institución universitaria: todos los saberes están sometidos a ese mismo formato, en el diseño de su enseñanza, en su propuesta, su formulación, en la competitividad que se derrama por todos los niveles, desde los institucionales hasta los individuales. Considero indispensable discutir este formato, sus criterios y modalidades, y para eso es preciso estimular y favorecer el encuentro entre las disciplinas, las zonas de intercambio y de conjunción creativa en vista de problemas y formulación de soluciones. Parece cada vez más obvio que la división entre disciplinas “blandas” y “duras” es restrictiva e inconducente, tanto desde el punto de vista epistemológico como social. Necesitamos una universidad que provea las formas y modos del encuentro, lo que, a mi juicio, sólo una institución altamente integrada y al mismo tiempo dúctil y sensible al cambio puede lograr.

La universidad cuestionada

«Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación», reflexiona Luis Cifuentes, profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, sobre la crisis de los paradigmas universitarios y la necesidad de repensar la academia.  

Por Luis Cifuentes Seves

Chile vive un profundo proceso de auto cuestionamiento. El estallido/ despertar/ revuelta de octubre de 2019 condujo a la creación de la Convención Constitucional, primera en la historia en contar con paridad de género y escaños reservados para los pueblos originarios.

Su funcionamiento ha sido un ejemplo de democracia, participación y detallado examen de un amplio espectro de temas fundamentales para la sociedad chilena. No obstante, la Convención ha contado con la enconada oposición de quienes siempre apoyaron la constitución dictatorial fraudulenta de 1980, aquellos que no desean cambios sustanciales en el orden jurídico y social. El sabotaje a la Convención de parte de círculos reaccionarios ha sido total, incluyendo una campaña sostenida de mentiras en los principales medios de comunicación y de fake news en las redes sociales.

En este contexto, la Universidad de Chile, que ha apoyado el proceso constituyente de diversas maneras, enfrenta una nueva elección de rector(a). Este artículo se plantea cómo repensar el amplio tema académico, con especial referencia a la universidad más antigua e influyente del país.

¿Qué es la universidad?

Es pertinente partir por preguntarse qué es la universidad. Ha habido numerosas respuestas a esta pregunta, tal vez la más ingeniosa y sarcástica dada en 1963 por Clark Kerr, presidente de la Universidad de California:

“La universidad es un conjunto diverso de instituciones vagamente relacionadas con la educación superior, unidas por problemas comunes de estacionamiento”.

Según mi interpretación, el destacado académico parecía establecer que la universidad cumple con un numeroso conjunto de actividades, de muy diversos grados de trascendencia, en respuesta a los requerimientos y oportunidades que le presenta la sociedad y el mundo circundante.

En el marco del debate acerca de la reforma universitaria de los años 60 en Chile y otros países de América Latina, se alcanzó cierto consenso acerca de la “misión” de la universidad: atesorar, transmitir y acrecentar la cultura. En un afán por resumir y conceptualizar, surgió también la definición de la actividad universitaria en base a tres “funciones”: docencia, investigación y extensión. Sin embargo, al promulgarse nuevos estatutos tras el proceso de reforma, se agregó a su articulado el reconocimiento de otras funciones, tales como la creación artística, la reflexión filosófica, la reflexión teológica y la prestación de servicios.

Entre ellas, tanto la extensión como la prestación de servicios escondían una multitud de actividades específicas, permanentes o transitorias, algunas de las cuales podrían haber sido reconocidas como funciones en su propio derecho.

Otra definición del quehacer universitario fue propuesta por James Duderstadt, presidente de la Universidad de Michigan, en el año 2000. Según él, la universidad cultiva tres esferas:

  • Educación (desarrollo del individuo)
  • Investigación (generación de conocimiento)
  • Servicio (numerosos roles sociales)

En esta misma lógica, Gerhard Casper, presidente de la Universidad de Stanford, asignó nueve roles a la universidad en 1996:

  • Generación y evaluación de conocimiento
  • Selección y evaluación de académicos
  • Educación y formación profesional
  • Transferencia de conocimiento
  • Certificación y acreditación
  • Integración social
  • Acompañamiento a los ritos de paso de la adolescencia a la adultez
  • Formación de redes sociales (intelectuales, profesionales)
  • Generación de una comunidad internacional de eruditos.

A su vez, la Universidad de Estrasburgo (Francia) se describe a través de cinco “misiones”:

  • Formación inicial y continua de tipo interdisciplinario
  • Investigación de envergadura internacional y una política científica innovadora
  • Difusión de la cultura y la información científica
  • Cooperación internacional
  • Éxito e inserción profesional de sus estudiantes

En el último tercio del siglo XX fueron apareciendo en Chile otros tipos de educación terciaria. Esto ocurrió en medio de un dramático proceso impuesto por una dictadura terrorista cívico-militar originada en el golpe de Estado de 1973. Las universidades del Estado fueron atacadas por fuerzas militares; académicos, estudiantes y funcionarios fueron expulsados, aprisionados, asesinados, torturados y condenados al exilio. Se les impuso rectores delegados militares, se les despojó de sus sedes provinciales y se les implantó nuevas leyes orgánicas que barrieron con lo avanzado durante la Reforma Universitaria de los años 60.

En este contexto, surgieron en Chile los Institutos Profesionales y los Centros de Formación Técnica, enfocados en la formación profesional en carreras de corta duración (2-3 años). Con objeto de distinguir a la universidad tradicional de este otro tipo de instituciones comenzó a utilizarse el adjetivo “compleja”, para indicar que esta dedicaba parte importante de sus esfuerzos a las trascendentes e interdependientes actividades de la investigación y el posgrado. Entonces fue la “universidad compleja” la que entró en crisis en el último cuarto del siglo XX, proceso que paso a caracterizar.

Las crisis paradigmáticas de la universidad

En los años 60, las universidades estatales chilenas recibían un 95% de su presupuesto del Estado. Hoy reciben alrededor de un 10%. ¿A qué se debe esta dramática reducción de la valoración que el Estado chileno – y con esto, las encumbradas cúpulas de la nación – hacen de sus universidades?

Entre 1996 y 1997 aparecieron dos libros: uno del académico canadiense Bill Readings titulado La universidad en ruinas (Harvard U. Press), y otro del académico chileno Willy Thayer: La crisis no moderna de la universidad moderna (Cuarto Propio). Por distintos caminos, ambos autores llegaron a la misma conclusión: la universidad había perdido sentido y razón de existir, proceso que había comenzado hacia fines de los años 80.

¿Cuáles fueron (son) sus causas? ¿Hay algún precedente histórico que pueda orientarnos? Afortunadamente, lo hay. La universidad medieval, nacida entre fines del siglo XI y comienzos del siglo XII, perdió sentido a partir del siglo XV y entró en una crisis paradigmática debido a que, en medio de complejas tensiones históricas, ignoró, esquivó o menospreció los principales desarrollos de su tiempo:  

  1. La universidad medieval no desarrolló la amplitud ni profundidad de la cultura grecorromana recuperada de fuentes árabes y meso orientales a partir del siglo X. Se concentró en dar fundamento filosófico a la teología católica (Pedro Abelardo, Pedro el Lombardo, Tomás de Aquino, Raimundo Lulio).
  2. No se interesó en el renacer de la ciencia, que se había sumido en un largo sueño desde Claudio Ptolomeo e Hipatía, y le fue preciso encontrar refugio en las Academias de Ciencias.
  3. Se opuso al proceso crítico de la corrupción de la Iglesia católica, que desembocó en la Reforma de Lutero y Calvino.
  4. Se opuso al Renacimiento.
  5. No valoró ni estudió los aspectos psicológicos, emocionales y creativos del ser humano, expresados en la literatura y las artes.

Así fue como la universidad medieval llegó a la desaparición o a la insignificancia en el siglo XVIII para renacer en tres modelos alrededor del año 1800: el de Humboldt (enfocado en la investigación), el de Napoleón (en la formación profesional) y el modelo politécnico (en la producción industrial). Estos representaron intentos por adecuar la universidad a los requerimientos del desarrollo material y cultural de la sociedad industrial (capitalista). De la fusión de los tres modelos antes mencionados deriva la universidad que hoy está en crisis paradigmática, llamada por algunos “universidad industrial”, o citando a Chomsky, “universidad mercantilista corporativa”.

Me encanta ser portador de buenas noticias: el modelo universitario que dará solución a la crisis actual, es decir, el nuevo paradigma, al menos ya tiene nombre: “universidad postindustrial”. Será una institución digna de acompañar a la 4a. Revolución Industrial en marcha (también llamada Industria 4.0) y, después, capaz de navegar a toda vela sobre sus supuestamente magnas y benéficas consecuencias.

Hago notar que la crisis paradigmática de la universidad medieval demoró poco menos de 400 años en encontrar solución; en comparación, la crisis actual lleva sólo 40 años. No estoy insinuando que ambas crisis deban tener la misma extensión, pero no sería excesivo pensar que el proceso que hoy vivimos pudiera durar medio siglo más.

Si este fuera el caso, la pregunta de trasfondo tendría sonoridades apocalípticas: ¿sobrevivirá la humanidad por todo ese periodo, o para esa fecha la biósfera terráquea habrá sido totalmente destruida por el pésimo comportamiento de nuestra especie?

Elijo la postura más optimista e ingenua para concluir que, a quienes nos importe la supervivencia de la universidad tenemos la obligación de plantearnos la pregunta: ¿Qué procesos históricos la están cuestionando o pasándole por fuera desde fines de los años 80 hasta el presente?

No ignoro que buena parte la esperanzadora movilización social reciente nació de un movimiento universitario que luego fue bancada legislativa estudiantil y ahora presidencia y gabinete de gobierno. Tampoco desconozco que parte del movimiento social ha encontrado soporte teórico en trabajos universitarios. Sin embargo, me atrevo a enunciar algunos procesos dignos de ser cuestionados:

  1. El neoliberalismo, sistema que apunta a imponer los intereses de apenas el 0,01% de la humanidad y que genera estallidos, despertares y revueltas en todo el mundo. El credo neoliberal considera a la universidad compleja, especialmente a la estatal, una rémora del pasado, onerosa, pretenciosa e izquierdizante.
  2. La crisis de todas las instituciones, incluidos los Estados nacionales y organizaciones y alianzas internacionales, regidas por una brutal geopolítica basada en la ley del más fuerte.
  3. La lucha contra el patriarcado, principal flujo civilizatorio del presente, que se ha manifestado con fuerza en la universidad desde el mayo feminista de 2018, pero en torno al cual tanto la institución como sus comunidades deben aún proponerse alcanzar mayores y más profundas transformaciones.
  4. La crisis planetaria, que amenaza la continuidad de la vida humana, animal y vegetal merced al cambio climático, crisis ambientales y posibles guerras termonucleares en las que no habría vencedores.
  5. Las demandas más profundas de las diversidades y disidencias identitarias y culturales de sus comunidades, principalmente de sus estudiantes.
  6. La pérdida de sentido de las relaciones interpersonales (“Amor líquido”, Bauman; “Agonía del Eros”, Byung-Chul Han), que se expresa en la literatura y las artes.

Hay quienes han hecho notar que la gran mayoría de las escuelas terciarias en Chile no parecen sufrir crisis alguna y siguen adelante como si nada ocurriese. Esto se debe a que en la sociedad chilena se ha instalado la idea (cierta o falsa) de que un cartón profesional garantiza mejores ingresos de por vida, lo que se expresa en el crecimiento del estudiantado: en 1990 el 1,3% de la población accedía a la educación terciaria; en 2020 la cifra había subido al 6,3%.

Esto significa, ni más ni menos, que las escuelas dedicadas sólo al negocio de entregar cartones prosperan, pero no ocurre lo mismo con las universidades complejas, que se han visto empequeñecidas y subvaloradas, recibiendo a aproximadamente el 15% del estudiantado terciario del país.

Para poder sustentar su funcionamiento, estas universidades se han visto obligadas a asumir una lógica mercantilista, a competir en vez de colaborar. Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación, desmembramiento o desaparición.

¿Una posible salvación?

Como consecuencia del estallido social de 2019 y de sus consecuencias, en la Universidad de Chile se realizaron numerosos cabildos autoconvocados en departamentos, facultades y campus. Luego hubo un esfuerzo por recoger toda esa riquísima discusión en documentos que proponían cambios de importancia en el hacer universitario. Este proceso encontró acuerdo en el Senado triestamental y hay algunos cambios en marcha, pero no de la magnitud que muchos estiman indispensable.

Ad portas de la elección de rector(a), no es fácil proponer soluciones para el predicamento actual de la Casa de Bello. Acaso necesite entrar con mayor fuerza en la dinámica democrática, intercultural, inclusiva y participativa de la Convención Constitucional, donde los saberes territoriales parecen estar a la vanguardia, mejor sintonizados y preparados que los saberes institucionales. Esto implica que la universidad debe abrirse, asumir, incorporar y aprender tanto de su larga y accidentada historia como de los esperanzados procesos y protagonistas del presente.


Agradecimientos especiales a la Dra. Gricelda Figueroa Irarrázabal y a la Dra. Walescka Pino-Ojeda por sus valiosos comentarios acerca del manuscrito.

Algoritmos y redes sociales: ¿Nuevos desafíos a la libertad de expresión?

«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.

Por Ana María Castillo

La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas. 

Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio! 

A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto. 

Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?

Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.  

Gentileza fotografía: Tracy Le Blanc, Pexels.

Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.  

Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas. 

Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos. 

Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular. 

Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros: 

  • “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
  • “Entidades de medios afiliadas al Estado”
  • “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”

La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.

La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa. 

Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?

Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos. 

Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto. 

Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía. 

La guerra

«Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al
advenimiento del apocalipsis», advierte Grínor Rojo sobre el conflicto militar entre Rusia y Ucrania.

Por Grínor Rojo

Alguien sugirió, en algún momento, creo que fue el presidente electo Gabriel Boric, que sería bueno cambiar el lema de nuestro escudo nacional: de “por la razón o la fuerza” a “por la razón y sin la fuerza”. Yo no puedo estar más de acuerdo con dicho cambio, y apoyaré cualquier iniciativa que se proponga en este sentido. Que la razón no solo prevalezca, sino que elimine a la fuerza constituye un ideal en el más amplio sentido, un ideal que debiera formar parte de la conciencia de cualquier ciudadano medianamente educado y especialmente a estas alturas en la historia de la humanidad. Fue el de Immnanuel Kant y de otros filósofos posteriores a él. Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al advenimiento del apocalipsis.

Por supuesto, escribo esto a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Ambas partes exhiben ahí sus motivos: los rusos invasores diciendo que la de ellos es una guerra de liberación, la que están librando en favor de los habitantes de las provincias prorrusas de Donetsk y Lugansk, cinco millones de personas que en 2014 votaron a favor de la independencia de sus regiones respecto del gobierno de Kiev y que han sido sometidas por eso a un hostigamiento constante. Y, además, dicen los rusos, que ellos hacen lo que hacen para impedir que la OTAN se siga expandiendo hacia el este y amenazando su seguridad. Los ucranianos invadidos alegan por su parte que ellos defienden su soberanía, su derecho a decidir el destino nacional que se más/mejor les convenga, a lo mejor/peor su derecho a ser “europeos”, si es que eso es lo que se les antoja. En el hemisferio occidental, hemos visto que el apoyo hacia el lado ucraniano es masivo (sobre todo el de Estados Unidos, el mayor interesado en correr la cerca de la OTAN hacia el este. En rigor, si Vladimir Putin busca correr la cerca hacia el oeste, los estadounidenses hace rato que están queriendo hacer lo propio, pero en su caso hacia el este) y, por lo general, con argumentos pueriles: los rusos quieren restaurar la antigua Unión Soviética, Putin quiere ser un nuevo zar, sus intenciones son poner el mundo entero de rodillas, es un megalómano sin Dios ni ley, etc. Yo no digo que el hombre sea el ángel de la guarda, ni tampoco su adversario, el presidente Zelenski, entiéndaseme bien. O que una de estas dos explicaciones sea aceptable y la otra no, y que por lo tanto el que la expone estaría llevando a cabo una “guerra justa” en tanto que la de su rival es “injusta”. Muy lejos de eso. Mi interés, en esta nota, es i) advertirle a usted que me lee acerca de la necesidad de conocer bien los argumentos que esgrime cada uno de los partidos en pugna, pero no para dar a uno por bueno y a su contrario por malo, sino para medir la inmensa relatividad de los dos; y ii) reiterar que la fuerza no sólo no es el último recurso, sino que simplemente no es o no debe ser ni el primero ni el último.

Y a propósito de la guerra justa. Este es un concepto tópico en la historia del pensamiento de Occidente, que la recorre desde la Grecia y la Roma clásicas hasta hoy. Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás, Vitoria y Hegel son sólo algunos de los pensadores célebres asociados con su justificación y con la formulación de sus términos. De particular interés para nosotros, los latinoamericanos, es el uso de este concepto por parte de los conquistadores y los colonizadores. La guerra contra los “infieles” habitantes originarios de nuestro continente fue, por supuesto, para quienes los invadían, una “guerra justa”. Para Ginés de Sepúlveda, el rival del padre Bartolomé de las Casas y autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis apud indos [Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios], la guerra de conquista era justa porque en ellas se enfrentaban los “cristianos civilizados” con los “bárbaros”. Por lo demás, el papa Alejandro VI, nada menos que la voz de Dios en la tierra, les había concedido a los reyes católicos, en 1493, la propiedad de las comarcas descubiertas y por descubrir en las Indias. Contaban pues los españoles con el permiso papal para ocuparlas y repartírselas. Convencidos de ello, antes de entrar en batalla y siguiendo el consejo que les diera Francisco de Vitoria en cuanto a que era preciso escuchar al enemigo, les leían a los indios un “requerimiento”. Después de eso, los masacraban.

Manifestación contra la invasión rusa a Ucrania en Berlín. Crédito de Foto: Matti Karstedt, Pexels.

Pero quiero volver ahora a Kant y a su defensa de la razón en cualquier circunstancia, lo que en un derroche de originalidad se halla inscrito, como dije, en uno de los hemistiquios que componen el orgulloso lema del escudo nacional chileno. Al respecto, lo que tengo que decir es que la razón no es un receptáculo de verdades “naturales”, “universales” y “eternas”, de las que se puede echar mano para sostener la pertinencia de tal o cual proposición o acción, como explícita o implícitamente lo piensan los partidarios de la guerra justa. Piensan que la razón los favorece a ellos y no a unos contrincantes que no la tienen ni la van a tener jamás, y que su guerra es justa porque eso que nos presentan como el motivo que han tenido para pelear es una verdad absoluta y sin réplica posible. Cuando eso es lo que dicen, están suponiendo que los argumentos que respaldan sus acciones son válidos en la medida en que se corresponden punto por punto con el mandato de Dios, con la propagación de la única fe, con la lealtad que el ciudadano le debe a su patria, con la defensa de la nación que se basa en la comunidad de la sangre, el territorio y la lengua compartidos, con el supremo valor de la democracia, etc. Todas esas (y otras que sería una lata agregar) son así proposiciones que trasportan “verdades infusas” de esas que nadie discute.

A los adversarios, como es obvio, se los califica como desprovistos de todo lo anterior. Para decirlo con las palabras de los padres de la Iglesia: los nuestros son los soldados del bien; los de ellos, los del mal. Derrotar a los soldados del mal es pues, para los del bien, servir a Dios de la mejor manera (o, mutatis mutandi, servir a la Patria, a la Democracia, etc.). Que la religión puede atenuar en ocasiones las brutalidades que desata la derrota de los perdedores es algo que suele ocurrir y ocurre, y Neruda supo reconocérselo al padre Las Casas, pero siempre al precio de la renuncia del derrotado a sí mismo, a sus posesiones, a sus creencias, a sus aspiraciones, y a su propia persona al verse obligado a convertirse en el otro que le impone el vencedor.

Este, exactamente, es el modo de pensar el conflicto que a mí me parece que fue siempre infeliz, pero que en el tiempo contemporáneo lo ha vuelto aún más odioso. Porque si digo que tengo la razón para pelear y lo demuestro con un argumento pretendidamente irrefutable y si mi adversario dice que es él quien tiene la razón y lo demuestra con el argumento respectivo, premunido este con análogas características de irrefutabilidad, entonces los dos argumentos son igualmente válidos o, lo que es lo mismo, ninguno lo es. Ergo: la guerra, cualquier guerra, es lógicamente estúpida porque no puede haber dos argumentos contrarios e irrefutables que sean al mismo tiempo verdaderos.

¿Cuál es la única solución que tiene este dilema? Desuniversalizar, deseternizar la razón y hacer de ella, en cambio, un instrumento flexible y útil para el diálogo. Más precisamente: hacer de una razón historizada y localizada el medio a través del cual la conversación puede ser provechosa. Y no como el espectáculo de una negociación de intereses particulares, durante la cual un señor de la guerra da esto a cambio de aquello y el otro da aquello a cambio de esto, sino como una comprensión lúcida y honesta de lo que es preferible para todos, para la especie humana en su integridad, y sobre todo en las circunstancias actuales. Habiéndonos dado cuenta de qué y cuánto de nuestras aspiraciones podemos lograr en el espacio y el tiempo en que nos tocó actuar y teniendo en consideración las aspiraciones de los otros.

De nuevo, me remito a la sabiduría de Kant. Nada de lo que hacemos acontece fuera del espacio y del tiempo. Estas dos son las categorías a priori de nuestra experiencia (de nuestra “intuición” o de nuestro “entendimiento”, hay una discusión sobre el tema, pero es lo que el filósofo dejó escrito en su Crítica de la razón pura), las que les fijan sus límites a cuanto podemos pensar, sentir y hacer. En concreto, si nunca fue la guerra una solución para nada, en la tercera década del siglo XXI, por muy justa que se la estime y aunque ella sea una de esas que están llenas con los considerandos mitigadores que recomendaba el padre Vitoria, es abominable. Hacer hoy la guerra es ilógico, es anacrónico y es tóxico. En cambio, podemos identificar y ponderar qué es lo pensable y lo factible de acuerdo con las posibilidades que el espacio geográfico (hoy un espacio global, porque ya no puede ser de otro modo) y el tiempo histórico (el de una civilización que ha llegado a adquirir la capacidad de acabar con la existencia humana y la de los demás seres vivos que habitamos en este planeta) ponen a nuestro alcance.

Es asombrosa la insensatez de los políticos contemporáneos. Siguen actuando como si estuvieran en el siglo XX o antes. Tienen a su disposición misiles intercontinentales, pero siguen calculando geopolíticamente, tratando de ganar posiciones en el ajedrez cartográfico, procurando descolocar y sorprender al otro, quien quiera que este sea. Todo eso hasta el momento en que estalla una guerra pequeña, pero que podría abrirle el camino a la gran hecatombe. Si la avanzada desde el oeste hacia el este les resulta a los del este intolerable, los del este echan mano de las armas para detenerla y viceversa. Si la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de setenta millones de muertos, esta Tercera, que esos políticos insensatos están cocinando, acabará convirtiéndonos a todos en una gorda columna de humo.               

Esperanza

La esperanza que me interesa es la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo y la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.

Por Claudia Zapata Silva

Desde octubre de 2019 hemos sido partícipes de un devenir histórico vertiginoso que no deja de sorprendernos por la imposibilidad de predecir escenarios. No obstante, si una lección hemos obtenido de la reciente elección presidencial, donde la alternativa de la centroizquierda ganó con holgura, es que los procesos sociales con potencial de transformación estructural están muy lejos de ser lineales y que, por lo mismo, no pueden ser descuidados; actitud a la que se puede llegar tanto desde el optimismo excesivo como desde la decepción anticipada.

La inestabilidad del impulso emancipador se ha hecho patente desde ese hito democratizador que fue el plebiscito y la posterior elección de los constituyentes. Dos fenómenos contribuyen a esa inestabilidad y entrañan riesgos de regresión: de un lado la continuidad de la brecha entre la esfera política institucional y la sociedad, expresada en una baja participación electoral (pese a lo decisivas que han sido las contiendas de los últimos años); y, del otro, la reorganización del campo oligárquico tras sus derrotas electorales relacionadas con el proceso constituyente.

Crédito: Fernando Ramírez.

Respecto al último punto, estos meses hemos visto, y sobre todo padecido, esa reorganización producida en torno a la ultraderecha y lo que eso significa en Chile: pinochetismo (con su respectiva apología al golpe militar y al terrorismo de Estado), anticomunismo, boicot (especialmente contra la Convención Constitucional) y una perspectiva declaradamente antiestatal y antiderechos. Ante todo, sería un error leer a esta derecha únicamente como un resabio del pasado, pues su paradigma autoritario se ha visto ensanchado con la incorporación de nuevos temas a partir de los cuales moviliza su ultranacionalismo, su racismo y su misoginia. No es raro, por lo tanto, que sus enemigos jurados sean hoy el autonomismo indígena, la plurinacionalidad, el feminismo y las disidencias sexuales, y que ofrezca interpretaciones autoritarias a problemas sociales graves, como la migración, el crimen organizado y la delincuencia común, copando vacíos que históricamente han caracterizado a la izquierda.

Una punta de lanza en este realineamiento fueron los poderes fácticos, principalmente la prensa y el empresariado, antes incluso que los partidos políticos, los cuales de todas formas no perdieron tiempo en asentir tras el declive de su candidato elegido democráticamente. Así se explica el patético momento que vive la derecha liberal, que demostró no ser más que un espejismo y que lo seguirá siendo mientras transe sus débiles convicciones frente a la primera opción autoritaria con posibilidades electorales que se le cruce por el camino. Continuará el debate sobre las posibilidades reales de la refundación liberal de la derecha —opción que de momento no se atisba por ninguna parte, por más que insistan en ella sus nuevos rostros intelectuales con amplio espacio en la prensa—, así como también sobre la condición fascista de su propuesta. Como sea, existen quienes creemos que el peligro de tener a la extrema derecha en el gobierno consistía en expandir a la totalidad del país una violencia material, simbólica, policial y militar que ya padecen hace décadas algunos sectores de la sociedad, ¿pues qué otra cosa es sino lo que ocurre en la Araucanía y en muchas comunas populares, o con la población migrante, sectores que se debaten entre la represión, la ilegalidad y el odio social fomentado por la institucionalidad “democrática”?

La segunda vuelta electoral mostró signos potentes de que este realineamiento de la derecha fue leído como un riesgo para la sociedad y para el proceso de cambio. El llamado urgente, claro y sin demoras de la mayoría de las organizaciones y movimientos sociales a votar por el candidato Gabriel Boric y a participar en la campaña presidencial (bajo dirección de su comando o de manera autogestionada), son expresiones elocuentes de compromiso con el ideal de emancipación. No sabíamos si con eso alcanzaba para ganar una parte decisiva del abstencionismo elevado que caracteriza los procesos electorales de países profundamente desiguales con sistema de voto voluntario, una medida que en la práctica termina haciendo de la “libertad” un privilegio de clase. Y, sin embargo, se logró producto de un despliegue que dio al balotaje un cariz de movimiento social heterogéneo pero a la vez claro en su propósito de bloquear la llegada de la ultraderecha al gobierno; un triunfo popular conmovedor que conviene celebrar y calibrar. Y digo popular porque las estadísticas corroboran un aumento sustantivo de la participación electoral a nivel nacional, incluidas las comunas más pobres, en muchas de las cuales la proporción de apoyo al candidato de Apruebo Dignidad se acercó a la de las comunas ricas con su candidato de la ultraderecha.

Lo que vivimos en diciembre de 2021 se ha ganado un lugar en esta historia breve pero fundamental del “nuevo Chile”, al que —conviene recordar una vez más— no llegamos de la nada. El nuevo Chile, ese donde continúa la desigualdad y el abuso, pero en el cual también albergamos esperanzas, es resultado de una acumulación histórica de luchas que conviene tener presentes, porque el olvido también acecha al campo popular, por ejemplo, cuando se evoca como hito casi exclusivo al movimiento estudiantil que formó los liderazgos —ahora sí evidentes— que están conduciendo esta parte del proceso. En ese sentido, es posible leer esta segunda vuelta electoral y la unidad contra el autoritarismo que la caracterizó como una expresión más de ese acumulado histórico de luchas que confluyeron en octubre de 2019 —ellas mismas o sus legados— en un escenario de crisis nacional.

Quienes conocen la obra del sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado sabrán que me estoy arrimando a su idea de crisis, que él concibe como un momento de encuentro y aprendizaje entre sujetos individuales y colectivos que hasta entonces no habían coincidido en tiempo y lugar (el «momento en que se revela el todo social», como señaló en un texto de 1983), generándose las condiciones para la articulación y acumulación de fuerza en el campo popular. Zavaleta dijo alguna vez que Chile se caracterizaba por el agudo contraste entre sus hábitos democrático-representativos y una estructura socioeconómica no democrática (1982). Lo que se manifestó el 2019 fue ese viejo anhelo del pueblo de resolver esa disociación, y hacer coincidir democracia social con democracia representativa, en las claves emancipadoras propias del siglo XXI, que incorpora colectivos humanos que fueron invisibles o derechamente perseguidos por los propios actores de la transformación en otros períodos, pero que ahora tienen una presencia central en la Convención Constituyente y en el programa de gobierno del futuro mandatario (mujeres, disidencias sexuales y pueblos preexistentes).

En este largo camino opera lo que el mismo Zavaleta denominó —en otro concepto de enorme potencia histórico-política —“acumulación en el seno de la clase”, que en nuestro caso ha implicado la composición de un repertorio político diverso y en expansión, que incluye variadas formas de rebelión popular, así como las formas de la democracia representativa. Esta idea de repertorio permite obviar dicotomías innecesarias, y reemplazarlas por la distinción de momentos o estrategias con miras a avanzar en ese objetivo mayor de profundización de la democracia. La memoria es fundamental para que se produzca esa acumulación en el seno de la clase, y ¿qué otra cosa fue la reciente elección presidencial sino un acto de memoria? Memoria de la dictadura, del plebiscito de 1988, del abuso neoliberal, de las luchas sectoriales y de la revuelta popular de 2019.

Zavaleta Mercado vivió en carne propia los golpes de Estado de la extrema derecha latinoamericana de la década de 1970: primero el que encabezó Banzer en Bolivia y luego el de Pinochet en Chile, eso a propósito de la amenaza autoritaria que nos persiguió durante el siglo XX y que se reactiva en el XXI con nuevas y viejas formas (porque no debemos olvidar que las fuerzas reaccionarias también poseen su propio repertorio, donde el boicot económico, las fake news y el golpe de Estado continúan siendo centrales).  El carácter supranacional de estas articulaciones autoritarias obliga a incluir la geopolítica en nuestras reflexiones, que para este caso es el ascenso que desde hace ya varios años ha experimentado la derecha radical a nivel mundial. Por ello lo ocurrido en Chile, y lo digo sin ánimo de chauvinismo, tiene importancia más allá de nuestras fronteras, pues puso freno —al menos por ahora— a la llegada de ese tipo de derecha al gobierno por vía democrática, en un momento en que muchos pensaron que sería difícil abstraerse a la derechización después de una revuelta popular que acaloró los ánimos de la oligarquía y de una pandemia que despierta miedos y ánimos individualistas de sobrevivencia.

La palabra que más se ha escuchado desde el 19 de diciembre es esperanza y concuerdo en la pertinencia de acuñarla, no para reducirla a las expectativas que se puedan tener con el futuro gobierno porque eso sería minimizar el fenómeno social y político que estamos protagonizando. Por el contrario, el alcance de este capítulo electoral es tan amplio que resulta posible —y válido— tener distancia con la nueva coalición gobernante y vivir esta nueva etapa con expectación y voluntad de colaboración. Esta es la esperanza que me interesa: la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo, la humildad para conceder en función de un bien mayor y, sobre todo, la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.

Elisa Loncon y los caminos que se abren para la democracia del siglo XXI

La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Por Claudio Alvarado Lincopi

No es un develamiento decir que Elisa Loncon es una de las personalidades más importantes de 2021, aunque me atrevería a sumar también que será de las más sobresalientes del ciclo histórico que se abre. Las numerosas condecoraciones de las principales universidades del país o los reconocimientos internacionales que la situaron entre los personajes más influyentes del año recién finalizado, han sido formas de expresar las incontables energías que irradia Elisa en la reconfiguración de los sentidos culturales y políticos para las décadas venideras en nuestro país y en parte del globo.

Desde los primeros instantes como figura pública de interés general, cuando pronunció aquel emocionante discurso inaugural como presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon se ha ido constituyendo en una figura histórica que será impostergable para relatar en el futuro los sucesos políticos que hemos habitado durante el último tiempo. Y estos sentidos históricos, desde Elisa, se enarbolan como un nuevo proyecto societal que busca ampliar los marcos de comprensión del sistema político, económico y cultural.

Y esto es un remezón de siglos que todavía no logramos calibrar del todo. Con Elisa Loncon se gesta una fractura improbable, desde donde emerge algo impensado antes del 18 de octubre y sus múltiples efectos: cómo los pueblos indígenas, pero por sobre todo las mujeres indígenas, pueden conducir destinos, y más aún, desde allí edificar nuevos contornos para nuestra democracia.

Las mujeres indígenas, por décadas, si no siglos, condenadas tanto a la marginalidad como a la petrificación, ausentes en las tomas de decisiones y ubicadas como pretéritas figuras étnicas, hoy emergen como posibilitantes de nuevos tiempos, unos donde lo inverosímil se vuelve probable, donde es dable considerar que desde los márgenes sociales y epistémicos pueden edificarse parte crucial de los sentidos comunes del nuevo ciclo histórico. Quizás por ello Elisa Loncon fue incansable con el llamado al diálogo entre diferentes, quizás en esos gestos de escucha se logren oír por fin las profundidades ocultas, esas que Elisa ha convocado cuando nombra a mujeres, territorios, pueblos, regiones, disidencias, jóvenes, niños y niñas.

Elisa Loncon. Foto: Alejandra Fuenzalida.

La condición proyectual de estos llamamientos a grupos heterogéneos permitió reubicar en el centro del debate la pregunta por los miembros de la comunidad política. La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó durante su administración de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Elisa Loncon ha sido insistente en situar las exclusiones históricas ante esta pregunta, y aquellas insistencias causaron irritaciones y enojos entre quienes fueron definidos en su momento por Elisa como los privilegiados de la historia. Naturalmente, las heridas que no han sido sanadas duelen al ser tocadas, pero ha sido vital pasar por ellas, develar las cicatrices que ha dejado el devenir del país, y lograr edificar lo común también y fundamentalmente desde los y las excluidas. Aquí emerge un principio ético que Elisa Loncon ha logrado situar con profundidad en su mandato.

Y no se trata simplemente de inclusiones; las palabras y las acciones de Elisa no respiran desde la vieja promesa republicana, muchos menos de los actuales deseos multiculturales, es decir, no se gestan solo como ensanche de los márgenes de la comunidad política, ahora incluyendo y reconociendo como ciudadanos a los marginados de 200 años, pero manteniendo los centros de hegemonía masculina y eurocéntrica. No, las nociones instaladas caminan más bien por repensar los sentidos hegemónicos de nuestra sociedad, por debatir los centros gravitantes que le dan sentido a nuestra realidad desde las experiencias y saberes que los “otros” de la historia han acumulado y proyectan para el siglo XXI. Por ello Elisa habla de buen vivir, de superar el extractivismo, de profundizar la democracia desde las regiones, entre otros temas. 

Es que cuando Elisa Loncon habla de las nuevas formas de ser plural busca construir renovados razonamientos para el diálogo democrático, construyendo los pilares para afirmar un proceso postergado por siglos de colonización y que es horizonte básico para avanzar en el encuentro de nuestras heterogeneidades y conflictos: que las voces marginadas por la historia se vuelvan inteligibles.

Esto último parece fácil, pero es el problema que hasta hoy arrastra nuestra sociedad. Los pueblos indígenas, por ejemplo, no gozan todavía del oído abierto de las élites; la mayoría de estas últimas no logran o no quieren comprender las razones que activan los pueblos en sus reflexiones y acciones colectivas. Y como élite, no me refiero solo a quienes controlan poder económico, sino también a sectores políticos y culturales, incluso progresistas, que buscan incluir sin polemizar las estructuras de lo común. 

Allí Elisa Loncon ha abierto, con política y pedagogía, un camino que esperamos sea fructífero, donde el racismo que acusa irracionalidad, flojera, incluso espasmos de barbarie, logre ser arrinconado como expresión de un pretérito Chile, para avanzar en el reconocimiento y el diálogo simétrico de nuestras heterogeneidades.

Todo lo anterior, por cierto, no ha sido en Elisa solo palabra etérea. Sus acciones como presidenta de la Convención Constitucional fueron permanentes en buscar aquella inteligibilidad entre diferentes, ella fue vital en la construcción de vías para una convivencia democrática plural en un espacio de alta fragmentación política.  

Hoy, cuando atravesamos tensiones cruciales para los tiempos venideros, tales como el vínculo entre los pueblos y los territorios postergados, o las desigualdades y brechas de género, o la crisis climática y el extractivismo, o la precarización general de la vida, figuras como las de Elisa Loncon se vuelven cruciales e impostergables, liderazgos de amplitud democrática y que apuestan por una convivencia simétrica de la heterogeneidad, junto con proyectar horizontes de sentido fundamentados en los derechos humanos y de la naturaleza, son motores que dan esperanza a un siglo que a ratos parece aciago.

Además, en estos ánimos democratizadores que impulsa Elisa, es imposible no reflexionar sobre lo que ella, junto con convencionales como Rosa Catrileo o Adolfo Millabur, representa para avanzar en encuentros plurinacionales entre la sociedad y el Estado de Chile y el pueblo mapuche. Una relación que por décadas ha estado fraguada desde el Estado bajo políticas criminalizadoras y de focalización sobre la pobreza, hoy se abre bajo una oportunidad inédita hace siglos: establecer diálogos de carácter plurinacional para encontrar un camino de convivencia.

Con todo, la figura de Elisa Loncon, que por estos días cierra su presidencia de la Convención Constitucional, todavía es inagotable. Creo que lejos de pasar a una segunda línea del debate público, sus reflexiones seguirán siendo cruciales en los meses y años venideros, que se avecinan como un ciclo democratizador donde la política lejos estará de lecturas binominales, y cada vez más se sostendrá en una pluralidad de voces que hoy más que nunca son insustituibles e impostergables. 

Las palabras mágicas

La pensadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo, comienzan a vaciarse de significado. Esto es relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad.

Por Paula Arrieta Gutiérrez

A fines de los años 90, Nicolas Bourriaud publicó Estética relacional, un marco para leer ciertas prácticas artísticas aparecidas la última década del siglo pasado basadas en la interacción social. Las obras relacionales no son un objeto tradicional de arte como una pintura o una escultura, sino una experiencia de convivencia social. De esta manera, diferentes museos han albergado cenas, bailes y eventos-obras que transforman al antiguo espectador —observador medianamente pasivo frente al objeto de arte— en parte constructiva de la obra, protagonista de ella.

Esta propuesta, tanto artística como teórica, se ha mantenido en el espacio álgido de la discusión hasta hoy. Entre las miradas más críticas, destaca la de la historiadora del arte Claire Bishop, quien recurre al concepto de antagonismo planteado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Su argumentación podría resumirse de esta manera: si existe un tipo de arte que se construye a partir de la interacción social y las relaciones humanas, ¿no deberíamos preguntarnos qué tipo de relaciones se están construyendo? Y aún más, ¿quiénes las están construyendo? Es decir, estas cenas y bailes en el espacio del museo o la galería son asumidas como experiencias democráticas —democratizadoras del escenario artístico, incluso— sin indagar antes en el sentido ético y político de estos intercambios. Si una estrategia artística abre un espacio de democracia, ¿no debería considerar las tensiones y disensos propios de las relaciones entre las personas?

Crédito: Fabián Rivas

A pesar de estas reflexiones, la influencia de estas estrategias es enorme. Ya sea por la necesidad de salir a disputar espacios o bien encontrar un lugar de enunciación diferente, las obras relacionales se han vuelto cada vez más habituales en América Latina. En muchos casos, ya no se trata de una resistencia a la desarticulación neoliberal del lazo comunitario, sino de su apropiación por parte de los sistemas de circulación de las industrias culturales. Un ejemplo: en Chile, en 2016, la entonces Subsecretaría de las Culturas y las Artes lanzó una convocatoria de fondos de creación llamada Residencias de Arte Colaborativo. Según la descripción del concurso, se entiende el arte colaborativo como aquel que

se centra en los contextos sociales, tiene un carácter de intercambio horizontal e inclusivo respecto de quienes participan de su proceso colectivo, a partir del trabajo de roles que se establecen para su desarrollo, ya sea entre varios artistas/trabajadores culturales, así como con y entre diversos actores locales de comunidades específicas. Las prácticas colaborativas desde el arte, conciben la obra más allá de la producción o la creación de objetos estéticos, instalando una trama de relaciones con diversos campos del conocimiento y prácticas locales (…), aportando así a la resolución de conflictos, la intervención y la transformación del entorno social, político y cultural de las comunidades (…).

Esta definición, que bien podría corresponderse con una versión local de la estética relacional, presenta a mi entender varias dificultades. Me detendré en dos que me parecen cruciales.

En primer lugar, se da por sentado que las prácticas artísticas pueden jugar un rol en “la transformación del entorno” o en la “resolución de conflictos”, los cuales, se asume, no han podido ser abordados de buena manera por la misma comunidad sin el artista. Esto podría ser posible, pero es sin duda un principio a revisar. Porque de igual forma se podría afirmar que el papel del arte contemporáneo consiste en lo contrario: tensar los escenarios, introducir preguntas, desplegar el conflicto.

Pero más importante aún es el uso reiterado de varias palabras que parecen funcionar como un talismán: lo colectivo, lo colaborativo, la comunidad. ¿Qué significan realmente estas palabras? ¿Qué es lo que están nombrando?

La pensadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Las palabras mágicas son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo en los sistemas de circulación institucional, comienzan a vaciarse de significado, a nombrar nada. Más aún. Por su carácter aparentemente emancipatorio, en vez de mostrarnos una realidad, la encubren, la oscurecen, la esconden en la zona de lo que conviene no nombrar ni sacar a la luz. Se relaciona más con el truco y con el engaño que con la magia. El desplazamiento de un artista a una “comunidad”, por ejemplo, parte desde la certeza de que esta última está delimitada por la característica geopolítica, esto es, personas que viven en una misma localidad. ¿Es esta la definición más correcta de “comunidad”? Si es así, ¿qué pasa con nuestras múltiples dimensiones como sujetos? Si, como señala la misma Rivera Cusicanqui, las comunidades son estructuras formadas en torno a afinidades, ¿no pertenecemos cada unx de nosotrxs a varias comunidades a la vez?

Podríamos escribir una enorme lista con las palabras mágicas que invaden todos los ámbitos de nuestro quehacer. La experiencia intelectual y política de Silvia Rivera nos propone poner atención a una que nos sonará familiar: Estado plurinacional. Se trata de una demanda promovida por varias organizaciones como expectativa de nuestro proceso constituyente, pero no hemos discutido suficientemente qué es una nación, qué la constituye. Los pueblos indígenas no se han definido en torno a la delimitación de un territorio definido nación por un Estado, sino como una deriva que traspasa las fronteras. Es por eso que el pueblo mapuche no está solo en Chile ni el guaraní exclusivamente en Paraguay. La experiencia boliviana, según Rivera, instaló esta palabra mágica en la Asamblea Constituyente y bajo el gobierno de un presidente aimara, pero solo logró cubrir con un manto estatal la enorme diversidad de pueblos indígenas: las 33 naciones reconocidas eligen desde la nueva Constitución boliviana solo 7 escaños parlamentarios por usos y costumbres.

Estas reflexiones deben despertar una alerta, sobre todo en atención a los diferentes procesos sociales, políticos y culturales que han tenido lugar en Chile desde octubre de 2019. Discutir sobre el contenido de las palabras, desentrañar su uso, es un imperativo para quienes esperamos que aparezca una nueva perspectiva en el horizonte. Es más: me atrevo a proponer que pensemos el tiempo de las palabras, sin apresurarnos a escoger la más seductora. A veces la ausencia de una palabra es la señal de que algo nuevo está por nacer, para lo cual necesitaremos un nuevo lenguaje más cercano a la experiencia vital. Suely Rolnik, en Esferas de la insurrección (2019), explica que esta búsqueda es algo que la lengua guaraní conoce muy bien. Para ellxs, ñe’e raity es una de las formas de decir garganta, y significa literalmente “nido de las palabras-alma”. Se trata de un lugar para la germinación que debe ser cuidado, respetado en su tiempo.

Evitar recubrir la realidad, revelar la pulsión de la vida. Esto es particularmente relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad, entre otras similares, conforman el tejido de una trampa perfecta para la vulneración de las personas, la opresión de las mujeres y las disidencias, el racismo, la xenofobia. Están aquí, expandiéndose, paseándose impunemente por los medios de comunicación como si no pudieran esconder lo más oscuro, lo más siniestro. Arrasan con los sentidos de lo común y con todo horizonte posible. Ya no son una abstracción. Están aquí y debemos desenmascararlas cada vez que podamos, no cederle ni un solo centímetro a aquello que encubren. Nunca.

Los círculos de Philippe Sands

La responsabilidad del Estado con el individuo y los límites del poder han sido dos temas que han cruzado el trabajo de este reconocido abogado y escritor franco-británico, que ha participado en juicios internacionales relacionados a la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda o las torturas en Guantánamo. De paso por Santiago para investigar los pasos del oficial nazi Walter Rauff, quien fuese parte de la acusación contra Pinochet en Londres reflexiona sobre la justicia, la memoria y los crímenes contra la humanidad, tres temas que ha encontrado más vivos que nunca en Chile, un país “increíblemente traumatizado, de heridas enormes”, afirma.

Por Sofía Brinck Vergara 

La historia de Philippe Sands (Londres, 1960), profesor universitario, autor de los libros Calle Este-Oeste (2017) y Ruta de escape (2021), ambos publicados por Anagrama, está compuesta de múltiples círculos que se entrecruzan. 

El primero es sobre su relación con Chile. En 1998, mientras estaba en el funeral de su abuelo en París, recibió una llamada para ser parte de la defensa de Pinochet en Reino Unido. Los abogados británicos tienen la costumbre de aceptar a la primera persona que los contacte, tal como un taxista para ante la primera persona que le hace señas. La historia habría sido otra si no hubiese sido por su esposa, quien le dijo que si aceptaba, se divorciaba. No lo hizo, y terminó formando parte del bando acusatorio. Su conexión con Pinochet podría haber terminado ahí, pero mientras investigaba para Ruta de escape, su último trabajo, se encontró con un personaje que desaparecía para irse a Chile. Los rumores decían que no solo se había asentado en el país, sino que había trabajado en los servicios de represión de la dictadura. Pinochet se le aparecía de nuevo. 

Otro círculo parte un par de años después, cuando decide desentrañar la historia de su abuelo judío, Leon Buchholz. El mismo en cuyo funeral estaba cuando recibió la llamada del caso Pinochet. Aprovechando una conferencia, Sands siguió los pasos del padre de su madre en la ciudad de Lviv, antigua Polonia y actual Ucrania. Su abuelo fue el único sobreviviente en su familia, quienes murieron en manos del nazismo. Como parte de esa investigación entabló relación con dos hijos de oficiales nazi que comandaron la zona. Uno rechazaba a su padre, el otro defendía su memoria familiar y negaba su involucramiento en los crímenes del Holocausto. 

El tercer círculo también tiene su origen en Lviv. Coincidentemente, en el mismo lugar vivieron Hersh Lauterpacht y Raphael Lemkin, abogados judíos que inventaron los términos “crimen contra la humanidad” y “genocidio”, respectivamente, para los juicios de Núremberg en 1945. Temas a los que Sands ha dedicado su trabajo como abogado en derecho penal internacional, y cargos bajo los que el juez español Baltasar Garzón acusó a Pinochet para lograr su arresto. 

Philippe Sands. Crédito: Antonio Zazueta Olmos

La unión de los tres círculos ha dado como frutos sus dos novelas de no-ficción. Calle Este-Oeste cuenta la historia de su abuelo y los juristas Lauterpacht y Lemkin. Ruta de escape es la historia de Otto von Wächter, un oficial nazi que logró evadir los juicios de Núremberg y cuyo hijo, Horst, entabló amistad con el autor en la investigación del primer libro. El tercero, bajo investigación aún, seguirá la historia de Walter Rauff, el personaje desaparecido en Ruta de escape, y lo conectará con la dictadura de Pinochet y su arresto en 1998. 

Para Sands, el punto común entre sus libros y su vida son más que simples coincidencias. “Lo que une mis libros es la importancia de lo vivido en 1945. Cuando por primera vez los países se unieron y dijeron ‘no, el poder del Estado no es ilimitado. Los individuos y grupos tienen derechos’. Es un momento que debe ser atesorado, cuyo mensaje debe ser transmitido a todo tipo de audiencias. Ese es el objetivo de mi proyecto, contar historias sobre el derecho, la justicia y la injusticia, sobre crímenes y no crímenes. No soy solo un escritor de historias. Soy un escritor con una agenda, que busca proteger la idea de que el poder de los Estados no es absoluto”.

Tus libros se caracterizan por procesos de investigación detallados y una búsqueda constante de la verdad, algo muy relacionado a tu carrera en el derecho. ¿Qué crees que puedes hacer en la literatura que no puedes hacer como abogado? 

—He pensado mucho en este tema estos días en Chile. Una respuesta simple sería que la literatura permite abrir la imaginación, mientras que en la no-ficción pura, en libros de historia o leyes, no hay espacio para ella. Y no estoy escribiendo un libro sobre leyes, estoy escribiendo historias que incluyen decisiones complejas sobre cómo presentarlas, quiénes son los personajes, cuáles son los hilos narrativos. Para mí escribir es un acto de defensa de una causa. Se parece a ser abogado en una corte, no puedes decirles a los jueces qué hacer. Debes exponer el material de una forma que les permita alcanzar las conclusiones que tú quieres. En mis libros hay muchas pistas en las primeras páginas, todo está ahí por una razón. Y el lector, que es muy inteligente, empieza a preguntarse “¿por qué está esto aquí?”.

Tu método de escritura consiste en presentar hechos sin incluir tus emociones o pensamientos. Sin embargo, tú eres parte de tus libros, tu voz está siempre presente. ¿Por qué decidiste incluirte en ellos?

—Fue una sugerencia de mi gran editora en Nueva York, Victoria Wilson. Cuando compró el manuscrito de Calle Este-Oeste me dijo que tenía que reescribirlo e incluirme en la historia, que los lectores no solo estaban interesados en saber qué había descubierto, sino también cómo. Le dije que no podía, había pasado 35 años como profesor y abogado, excluyéndome de las historias. Fue una jugada genial de su parte, y una vez que logré sentirme cómodo, se hizo mucho más fácil. Ahora es parte de mi investigación, en cada entrevista tengo en cuenta mi rol en esa reunión y mis reacciones. Lo voy a incluir también en mi próximo libro, que va a ser publicado antes que el que trata sobre Chile. Se titula La última colonia (The Last Colony) y es una serie de conferencias que daré en un lugar muy prestigioso, pero conservador: la Academia de Derecho Internacional de La Haya. Deseché la idea de objetividad y me puse a mí mismo en la historia para hablar del colonialismo británico, de esclavitud y de racismo. La gente va a decir “dios mío, esto no es una conferencia, esto no es derecho internacional”. Pero lo es. 

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Philippe Sands está en Chile siguiendo la pista de Walter Rauff, oficial nazi de la SS e inventor de la cámara de gas móvil, cuya historia se insinúa en una carta que aparece en Ruta de escape. Pero también será la historia del caso Pinochet en Londres y de lo que significó para el derecho internacional. “Fue la primera vez que se estableció el principio de no inmunidad para un jefe de Estado acusado de crímenes penales internacionales. A la gente se le olvida que Pinochet fue acusado de crímenes contra la humanidad y genocidio”, recuerda. De Chile lo sorprendió el clima electoral, la literatura chilena y la existencia del diario The Clinic y el origen de su nombre. Los círculos de su vida entrecruzándose, una y otra vez.  

Más allá de esa carta, la historia de Rauff se basa en muchos rumores. ¿Has podido comprobar algo hasta ahora?

—No te puedo contar nada de la investigación ni con quiénes me he encontrado, pero después de décadas como abogado no estoy interesado en rumores, me interesa la verdad. Rauff es famoso en Chile, todos conocen el nombre. Todos dicen “Rauff, por supuesto, trabajó para Pinochet”. ¿Pero lo hizo realmente? ¿Qué hacía? Es una puerta que se abrió con la carta que había entre los documentos que me entregó Horst von Wächter y que no sé adónde me llevará. Tal vez concluya que Rauff era solo una persona mayor y que no hizo nada. O tal vez concluya que hizo esto y lo otro. O tal vez concluya que no sé lo que hizo. Y eso es lo interesante. 

Hace un par de años dijiste que el caso Pinochet había sido el momento más decisivo de tu carrera profesional. Pero más allá de las implicancias en el derecho internacional, Pinochet murió sin ser juzgado. ¿Cómo ves el caso a 23 años del arresto en Londres?

—No tengo grandes objeciones a cómo terminó. Creo que es muy importante que cada país se haga cargo de su propia historia, más allá del rol que puedan jugar otros países en ella. Siempre me hizo ruido que fuese una investigación española la que llevara al arresto, porque España nunca se ha hecho cargo de su propia guerra civil, ¿y qué derecho tiene a juzgar crímenes de otros cuando no ha juzgado los propios? No me siento destrozado porque Pinochet haya vuelto a Chile, su reputación quedó hecha pedazos y el caso le abrió puertas a la justicia chilena para que investigara sus finanzas. Pero es mi postura por ahora, porque puede cambiar dentro de los próximos años. He conocido gente furiosa y desolada porque Pinochet logró volver, y mi explicación legal no es mucho consuelo. Pero la justicia internacional es un proceso de largo aliento, que comenzó recién en 1945. Antes, un Estado podía hacer lo que quisiera con su gente. Son pasos graduales en un proceso largo, y la detención de Pinochet fue uno de ellos. 

Ruta de escape
Philippe Sands
Anagrama, 2022.
560páginas.

Mencionaste que los países deben hacerse cargo de su historia, pero ¿qué pasa cuando no solo no ocurre, sino además se niegan partes de esa historia? Como en los discursos negacionistas que hemos visto en movimientos de extrema derecha.  

—Son tiempos difíciles con el aumento de los nacionalismos y la xenofobia. No es solo Chile y Brasil, también es Francia, donde ciertos políticos aún niegan las prácticas colaboracionistas de los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial. O el Reino Unido y su pasado colonial. Los países tienen dificultades para hacerse cargo honesta y abiertamente de los períodos oscuros de su historia. En Europa es difícil porque la gente que vivió esos períodos está muriendo. Y estoy convencido de que la desaparición de la experiencia personal es muy significativa, deja espacios vacíos de los que cierta gente se aprovecha. 

En tus libros y en Mi legado nazi (2015), el documental que hiciste con Niklas Frank y Horst von Wächter sobre el rol de sus padres como oficiales nazis, planteas la pregunta de la coexistencia, es decir, cómo cohabitar con gente que niega el pasado, como lo hace von Wächter con su padre. ¿Qué responderías hoy? 

—Es muy difícil. Conozco a Horst hace diez años y nuestra relación está en un momento muy difícil, porque se niega a ceder. Creo que es un mecanismo de sobrevivencia que permite vivir el día a día. Y es lo mismo que he visto esta semana en Santiago, la frustración de hijos y nietos me es muy familiar. Tu pregunta es muy personal para alguien que vive en Chile, y esta semana me he cuestionado muchas veces cómo logran vivir juntos. He entrevistado a gente de ambos lados y es como si vivieran en mundos diferentes. Pasé de una casa en Renca directo al Club de Golf Los Leones. No hay coexistencia posible entre esas dos comunidades, no hay entendimiento ni deseo de entender. Me sorprendió profundamente. Ese mismo día en el club de golf le pregunté a alguien cómo veía las elecciones y me dijo que estaba muy preocupado porque los comunistas habían regresado, que estaban en todas partes. ¿En serio? ¿En 2021? ¿Cómo puedes tener una conversación con esos niveles de paranoia y desde un club de golf? Fue muy surrealista, y hace la convivencia muy compleja. 

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Philippe Sands va y viene entre sus roles de escritor y abogado. A pesar del éxito de sus libros no ha dejado la práctica profesional, que lo ha llevado a casos como la acusación contra Myanmar en 2019 por el genocidio de la población Rohingya. Su último trabajo, sin embargo, fue de otra naturaleza. En 2020 fue invitado por la ONG Stop Ecocide International para copresidir el grupo de expertos que redactaría la primera definición del crimen de ecocidio. Parecería un tema fuera de sus intereses, pero no lo es. Fue la primera persona en impartir un curso universitario sobre Derecho Internacional de Medio Ambiente en el Reino Unido, clase de la que sigue siendo profesor, y negoció la Convención de la ONU sobre el Cambio Climático de 1992. 

El panel presentó sus resultados en julio de 2021. En su primera definición, ecocidio es entendido como “cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente”. 

Acepté porque a pesar de que había sido escéptico de intentos previos para definir ecocidio, estoy cada vez más preocupado por el estado del medioambiente”, explica. “Y creo que haber estado expuesto de forma tan directa al trabajo de Lauterpacht y Lemkin en los años 40 me ha influenciado mucho. Te puedes quedar sentado y vivir tranquilamente, ir al cine y de vacaciones, o puedes hacer lo que ellos hicieron y pensar en cómo marcar una diferencia en el mundo. No estoy diciendo que el concepto de ecocidio lo logre, pero hay una oportunidad y hay que aprovecharla.» 

Los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad se desarrollaron en un momento humanitario crítico. ¿Crees que hemos alcanzado un punto similar en el ámbito medioambiental? 

—Sí, y es por esa razón que esto se hará realidad. No tengo ninguna duda de que ecocidio será adoptado por la Corte Penal Internacional, la pregunta es cuándo y con qué características. La definición que propusimos es un borrador, va a evolucionar. Pero la respuesta mundial ha sido increíble. Hay una energía circulando en torno al tema que no puedes volver a encerrar y controlar. No es que crea que es una solución mágica y que todo cambiará de repente. Pero va a impactar en la conciencia general. Las nuevas generaciones están preocupadas por esto también, es la primera vez, en todos los trabajos que he tenido, que mis hijos me dicen “al fin estás haciendo algo útil”. Definir ecocidio no va a prevenir que hechos así ocurran, pero le va a decir a la gente, tal como pasó con el genocidio y los crímenes contra la humanidad, “no puedes hacer esto, no es aceptable”.