Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Matilde Pérez (1916-2014)

“Yo funciono para el que quiera conocerme. El que no quiera, está bien. No tengo responsabilidades con nadie. Nunca me he preocupado si en Chile me reconocen”, dijo Matilde Pérez en 2012, año en que por primera vez se le dedicó una exposición a gran escala, en la Fundación Telefónica. Matilde x Matilde, en la que se exhibieron más de 70 obras de la artista nacida en Santiago, saldó una deuda que la escena del arte tiene con un sinfín de mujeres creadoras que, como ella, fueron marginadas y han sido “redescubiertas” en sus últimas décadas de vida. Pionera del arte cinético y el op-art en América Latina, audaz en sus exploraciones de nuevos lenguajes visuales e innovadora en el uso de materiales, Pérez instaló desde la década de 1960 un estilo transgresor en un ambiente artístico que reaccionó a su propuesta, en gran medida, con incomprensión e indiferencia.

A pesar de esa ingratitud —que, entre otras cosas, se tradujo en que nunca recibió el Premio Nacional de Arte— a Matilde Pérez nunca le importó demasiado la falta de interés local en su trabajo, y se dedicó a lo único que le importaba: crear y experimentar con técnicas que le permitieron explorar posibilidades ópticas, cinécticas y táctiles; una pasión que comenzó luego de pasar un año en París, donde creó lazos con el artista húngaro Victor Vasarely, padre del op-art, y con el Group de Recherches d’ Art Visuel (GRAV), del argentino Julio Le Parc, quienes la impulsaron a investigar los efectos visuales en soportes como pintura, collage, instalación, mural o escultura, integrando incluso recursos como motores y circuitos eléctricos.

Crédito: gentileza de Luis Poirot

“La trama de su aventura artística recorre las fronteras entre arte y ciencia”, explica en el libro El universo expandido de Matilde Pérez Arturo Cariceo, artista y académico de la Universidad de Chile, lugar en el que también estudió Pérez, y al que ingresó en 1939. En la entonces llamada Escuela de Bellas Artes, no solo fue alumna de Pablo Buchard y de Laureano Guevara —de quien fue ayudante varios años—, sino también se convirtió en profesora de la cátedra de iniciación de Dibujo y Pintura, en los años 50. “(A los alumnos) les exigía y los tonteaba duro y parejo para que dejaran la tontera a un lado. Es indispensable porque si no, creen que se la pueden y no se la pueden para nada”, dijo la artista en una entrevista. Más tarde, en 1975, fue una de las creadoras del Centro de Investigaciones Cinéticas en la Escuela de Diseño de la Universidad de Chile.

Varias de sus obras fueron instaladas en el espacio público, entre ellas, el túnel cinético que creó para el Instituto Chileno-Norteamericano (1970) y su famoso mural para el Apumanque (1982), hoy resguardado en la U. de Talca. En 2007, fue parte de la muestra Cinético(s), en el Museo Reina Sofía, de España, donde también se exhibieron trabajos de Marcel Duchamp, Salvador Dalí y Victor Vasarely. Su legado, en palabras de Cariceo, fue explorar, durante más de 70 años, “los modos de hacer sentir al espectador que hay otro mundo más allá de la realidad, de la objetividad”.

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Fuentes:
El universo expandido de Matilde Pérez, de Arturo Cariceo. Editorial Universitaria, 2005.
 “El mundo de Matilde Pérez”, entrevista de Isis Díaz, 2007. En: artes.uchile.cl
“Muere la artista visual Matilde Pérez, pionera del arte cinético chileno”, nota de Jorge Letelier, 2014. En: latercera.com

Sedientos de exhibir: los artistas del norte y su gesta por la descentralización

Su árida geografía es al mismo tiempo campo fértil para la investigación y la experimentación artística. Sin embargo, está claro que los creadores del norte de Chile no tienen la misma circulación que sus pares de Santiago, ni la misma atención que reciben de los medios de comunicación ni del Estado. Durante la pandemia, estas diferencias se han acentuado y, por ejemplo, de los 244 beneficiados por el fondo de Adquisición de Obras de Arte, sólo 10 fueron artistas de las regiones de Arica y Parinacota, Atacama y Antofagasta. Aquí, alzan la voz.

Por Denisse Espinoza A.

Cuando se comenzó a confeccionar este reportaje, a inicios de diciembre, Santiago retrocedía a la fase 2 en el control de la pandemia, lo que obligó a muchos espacios culturales de la capital a volver a cerrar sus puertas o a tomar medidas de aforo reducido, resignándose otra vez a la vida semipresencial. Por esos días, en el norte de Chile el panorama era distinto: estando en fase 3, se inauguraba la novena versión del Festival de Arte Contemporáneo SACO, con cuatro exhibiciones presenciales abiertas, siete artistas extranjeros invitados a exponer y a realizar obras in situ, además de varios artistas nacionales dando charlas y exhibiendo, en vivo y de manera virtual, sus trabajos.

Tras una década, el proyecto liderado por la artista polaca Dagmara Wyskiel, avecindada hace 17 años en Antofagasta, se ha convertido en el más importante de la región y con el tiempo ha logrado concitar el interés de artistas y curadores internacionales, quienes ven en el desierto de Atacama, en la historia del salitre y el cobre chileno; en las culturas precolombinas y en el potencial astronómico de los claros cielos chilenos, campos fértiles para la investigación y la creación artística.

Sin embargo, el hito que significó levantar en este contexto de crisis un festival de carácter internacional como SACO no fue consignado por ningún diario ni medio de comunicación capitalino, y aún menos en el sur del país.

“Por suerte, los cónsules y embajadores de países como Alemania, Bélgica o Francia, que nos piden que invitemos a sus artistas a residencias, no están esperando la validación de la prensa local ni de nuestro gobierno, y siempre podemos contar con sus apoyos financieros”, reflexiona Wyskiel.

Piezas de la muestra colectiva presencial y virtual «Ahora Nunca» en el puerto de Antofagasta. 45° de Paula Castillo (Chile) y Círculo abierto de Marisa Merlin (Italia).

Así, hasta fines de febrero, SACO 9 “Ahora o nunca” estará presentando a artistas de Colombia, México, Argentina, Brasil, Suiza, Corea y Bélgica, en exhibiciones presenciales colectivas e individuales en el puerto de Antofagasta, el Centro Cultural Casa Azul; en la Fundación Minera Escondida en San Pedro de Atacama y en el espacio ISLA en Antofagasta, una casa convertida en residencia artística. Además, tanto estas como las exposiciones virtuales tienen videos de recorridos en 360° donde el público puede ver desde su casa los montajes, explicados por el propio artista o curador(a).

Lo cierto es que en el Norte Grande, la escena artística dista bastante del nutrido circuito de Santiago: allá no existe formación profesional de arte, pues ninguna universidad imparte la carrera y los aspirantes deben necesariamente dejar la región para estudiar. Tampoco hay galerías comerciales ni espacios públicos de arte contemporáneo, sólo están los museos regionales y centros culturales con escasa programación.

Los creadores deben arreglárselas tanto para exhibir sus obras como para vivir de su trabajo. Es por esto que la labor de Dagmara Wyskiel y su colectivo Se Vende se ha vuelto crucial, logrando convertir a SACO en el principal evento de mediación cultural y vitrina de arte chileno del norte chileno hacia el mundo.

“Quisimos hacer a toda costa SACO, con la máxima cantidad de actividades presenciales, porque sentimos que era un acto de resistencia, que la experiencia del arte necesita del contacto directo del público con la obra”, afirma la artista visual, quien también critica la pasividad de los propios actores de la escena artística. “A veces veo demasiada comodidad en algunos artistas, pero también en la institucionalidad cultural. Ese discurso de ‘qué fantástico es internet, qué democrático es, qué manera de llegar a todos los rincones’, para mí también es una forma de conformismo”, lanza Wyskiel, quien además recibió fondos públicos a través del programa Otras Instituciones Colaboradoras, en la que el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio entrega recursos a iniciativas culturales que han destacado por su trayectoria.

 “Tener un sueldo asegurado es una tremenda responsabilidad, porque somos nosotros quienes estamos a cargo de que no se corte la comunicación entre la comunidad y el arte. Así deberían entenderlo todos los directores de museos e instituciones culturales, pero muchas veces no veo ese compromiso”, cree la artista. Sin embargo, no deja de ser crítica con los recortes que ha sufrido el sector cultural y el tibio papel que ha cumplido la ministra Consuelo Valdés en la defensa de lo que ella llama un presupuesto público digno: el 1% para cultura. “El 0,43% que hoy tenemos es una burla, es decirte que no le importas, que lo que haces es totalmente irrelevante. Son migajas”, plantea la directora de SACO.

La dura evaluación es compartida por el curador independiente Rodolfo Andaur, oriundo de Iquique, que desde 2006 ha ayudado a poner en el mapa nacional e internacional el trabajo de los artistas del norte, y quien critica la visión centralista de Santiago. “Al principio pensé que con el conflicto sociopolítico que atraviesa Chile y la pandemia, la lógica sería descentralizar la ayuda, pero la respuesta de la institucionalidad cultural ha sido entre desarticulada y nula. Los recortes de fondos han perjudicado sobre todo a las regiones. Pero esto viene de antes. El mayor error, a mi juicio, fue levantar el Centro Nacional de Arte en Cerrillos, sin siquiera hacer un reconocimiento sobre qué es lo nacional. ¿Por qué no levantaron un centro de arte en Concepción, en Talca o en Antofagasta, donde hay escenas de arte interesantes? Fue un golpe que nos dejó a las regiones aún más a la deriva”, dice Andaur.

El curador cuestiona además el fondo de Adquisición de Obras, otorgado por el Ministerio de las Culturas para dar una mano a aquellos artistas con más carencias y donde el centralismo volvió a quedar en evidencia: de los 244 beneficiarios, un 72% fueron artistas de la región Metropolitana. Sólo hubo diez representantes del norte, repartidos entre Arica y Parinacota, Antofagasta y Atacama, frente a 31 artistas del sur —Biobío, Ñuble, Magallanes, Aysén y Los Lagos— y 26 de la región de Valparaíso. “Son diferencias brutales, porque en el norte no hay escuelas de arte, pero eso no quiere decir que no haya artistas o que nunca hubiese sido importante. De hecho, en los años 60 hubo una sinergia intelectual importantísima acá, sobre todo en el teatro”, plantea el curador.

Hipotecar la cultura

Sin quererlo, Cholita Chic fue heredera de esa historia de exilio del arte en el norte del país. Su papá, muralista, y su madre, escultora, ambos de egresados de Arte de la Universidad de Chile del Norte, en los años 60, le inculcaron la pasión por la creación, pero ella tuvo que dejar su natal Arica para formarse profesionalmente. De adolescente ganó una beca que la llevó a Copenhague, donde vivió dos años. Allí se enamoró del diseño y comenzó su periplo: vivió y estudió en España, donde trabajó en la industria de la moda, y antes de radicarse otra vez en Arica, estudió fotografía en Argentina.

En 2015, junto a su hermana ingeniera, decidieron formar el colectivo Cholita Chic para reivindicar la belleza andina frente al estereotipo de mujer blanca occidental en lugares tan insólitos como Arica. “Quisimos exaltar la belleza indígena. Reivindicamos a una cholita fronteriza, aymara, inmigrante; una cholita boliviana, peruana, y ahora colombiana y venezolana. La primera vez hicimos un casting con chicas muy jóvenes, las trajimos de poblaciones rurales y las hicimos posar y modelar con prendas coloridas en la calle. Así nació el personaje imaginario de Cholita Chic”, cuenta la artista, que prefiere el anonimato.

El retrato con toques de arte pop de Cholita Chic se volvió un símbolo de la zona. En 2016 estuvo en la Feria Faxxi de Santiago y expuso en una muestra colectiva en el Museo de Arte Contemporáneo del Parque Forestal. Cada tanto vuelve a hacer alguna performance en el Agro o en 21 de mayo, la calle principal de Arica. “No nos pronunciamos para el estallido social. Sentimos que es una lucha más chilena y nuestro lugar es la frontera, el microespacio del migrante”, explica la artista, quien en paralelo es parte del colectivo fotográfico Bloque Lumpen, con quienes fotografió el reciente golpe de Estado en Bolivia y en febrero, junto a Marcos Andrade, otro gestor cultural de la zona, realizan la feria de arte y diseño Ekekoland.

Desde 2015 el colectivo Cholita Chic se dedica a rescatar imágenes de mujeres indígenas mezclándolas con estéticas del arte pop y del mundo del diseño. Su misión: reivindicar la belleza autóctona andina.

“Jamás he postulado a un fondo para un proyecto. En vez de perder un mes escribiendo un formulario, prefiero vender ropa americana y así me hago la misma plata y tengo más independencia. Hay muchos artistas que esperan que el Estado les pase cuatro chauchas para funcionar. Yo, con o sin ayuda, hago arte igual”, dice Cholita Chic.

La realidad es que en el norte a los artistas no les queda otra opción que autogestionar sus espacios de exhibición y circulación de obra. Es lo que le sucedió también a Romina Alarcón, fotógrafa que desde hace 16 años reside en Copiapó. Su trabajo va por dos líneas: el autorretrato, donde trabaja los estereotipos de género que se reproducen en la sociedad minera, y el documental, como cuando en 2015 registró la crudeza del aluvión que asoló al Norte Grande.

Alarcón formó en 2012 el colectivo Atacama Panorámica, y hace cinco años lidera junto a la artista Pía Acuña el Encuentro de Fotografía de Atacama (EFA), que se ha convertido en otro foco de exhibición y semillero de artistas. “Nos interesa que nuestro territorio sea conocido. Copiapó siempre pasa en balde frente a lugares turísticos como San Pedro de Atacama. Detesto el centralismo de la capital y el vicio de los amiguismos”, dice la fotógrafa, quien, al igual que en 2020, acaba de recibir fondos públicos para continuar con EFA.

“Por la pandemia la edición de septiembre fue virtual y pasó algo interesante, porque se inscribieron muchas personas incluso del extranjero. Se nos abrió el espectro y para 2021 decidimos hacer una versión híbrida e internacional”, cuenta Alarcón, que sin embargo también es crítica de las políticas de distribución de recursos del ministerio.

“Los concursos no debieran existir al menos de la forma en que ahora funcionan. Hay otras iniciativas muy buenas que no logran despegar porque los concursos son una carnicería y nuestro encuentro, que aunque ya tienen un nombre en la zona, debe igual someterse cada año a concursos, entonces siempre está en riesgo la continuidad”, explica.

¿Cuáles son las deudas más urgentes con el arte del norte? Para Rodolfo Andaur, el problema no es la falta de artistas, sino de programadores culturales. “En el gobierno de Bachelet, bajo la dirección de Paulina Urrutia, se firmó la política de levantar centros culturales en territorios de más de 50 mil habitantes. La mayoría estuvieron años sin funcionar y ahora están en manos de los municipios que no tienen capacidad de administrarlos. No existe un diálogo fluido entre ellos y la Seremi de Cultura”, plantea.

Romina Alarcón coincide en que la falta de infraestructura cultural es un problema grave que se suma a su mala administración.  En septiembre pasado, por ejemplo, se conoció la solicitud que hizo Marcos López, alcalde de Copiapó, al Ministerio de Hacienda para hacer un leaseback al Centro Cultural de Atacama, es decir, transferir la propiedad a una institución financiera para así pagar las millonarias deudas que mantiene el municipio.

“El edificio está recién remodelado y lo quieren entregar en una figura que es muy similar a una hipoteca. El tema es grave, y con otros artistas tuvimos una reunión con concejales de la región y la ministra de Cultura, quien fue interpelada por el municipio, ya que no tenía jurisprudencia en el tema. Los artistas estamos abandonados en muchos sentidos en el norte”, dice la fotógrafa.

Dagmara Wyskiel pone el énfasis en la falta de educación artística en la zona, aunque destaca la próxima apertura de la carrera de Gestión Cultural en el Instituto AIEP de Antofagasta, donde ella es asesora. También advierte el siempre escaso interés que hay de parte de los privados en financiar iniciativas culturales. En el caso de SACO, como en el de la mayoría de los eventos de la región, es Minera Escondida quien funciona como auspiciador, aunque todo se realiza a través de Ley de donaciones culturales, lo que permite a la empresa privada descontar impuestos.

“Me encantaría ver en Chile real auspicio de las grandes empresas y que la Ley de Donaciones fuera una opción para las pymes. ¿Te imaginas si la peluquería del barrio, la vulcanización o el almacén de la esquina pudiesen descontar impuestos por apoyar el arte? Estoy segura de que estaríamos desbordados de proyectos con temáticas mucho más punzantes, osadas y revolucionarias. Pero ese cambio de paradigma es demasiado relevante y, por supuesto, políticamente incómodo”, resume la artista.

Arte de resistencia: cinco colectivos que surgieron y persisten tras el estallido social

La explosión de expresiones artísticas callejeras fue un fenómeno que corrió en paralelo a la revuelta del 18 de octubre y llevó al movimiento social a otro nivel de creatividad. Los artistas encontraron en murallas, edificios, monumentos y señaléticas el lienzo perfecto para plasmar sus consignas al tiempo que las calles se llenaron de performances y comparsas. Hasta que la pandemia del Covid-19 dejó todo en suspenso. ¿Qué sucedió con esos colectivos artísticos que encendían a diario la protesta social? Aquí, cinco de ellos cuentan cómo lidiaron y sobrevivieron a este periodo de encierro e incertidumbre y qué planes tienen hoy.

Por Denisse Espinoza A.

Si hubo algo que caracterizó al arte surgido al alero del estallido social del 18 de octubre de 2019 fue la falta de nombres propios. Adjudicarse la autoría de una obra -hacer ”autobombo”- comenzó a ser visto como otra demostración más del individualismo neoliberal de ese sistema político y económico que se quería derrocar. Los y las artistas dejaron al margen sus obras personales para volcarse hacia la creación colectiva. Brigadas de muralistas, músicos de distintas orquestas, artistas de performances, grupos de fotógrafos y fotógrafas se volcaron a las calles todos juntos, porque unidos se sentían también más invencibles. Y así fue.

Coloquio de Perros. Foto: Felipe Díaz.

Durante cinco meses, las calles se llenaron de expresiones gráficas, coros ciudadanos y acciones de mujeres encapuchadas, que con sus torsos desnudos entonaban cánticos rebeldes. Los y las artistas de distintas disciplinas se reunieron, dialogaron y crearon juntos, cobrando una potencia inusitada. Quienes ganaron más fama fueron tildados incluso de peligrosos. Delight Lab, conocidos por sus proyecciones lumínicas en la fachada del edificio Telefónica, fueron censurados dos veces y Lastesis, que eran reconocidas por la revista Time entre los personajes más influyentes del 2020, gracias a su mediática performance “Un violador en tu camino”, recibían al mismo tiempo una querella de Carabineros de Chile por “atentar contra la autoridad” e “incitar al odio y la violencia”.

A esas alturas, eso sí, el movimiento social completo se había suspendido por la pandemia de Coronavirus y por las cuarentenas obligatorias que dejaron a los artistas sin calles para expresarse ni espacios culturales donde trabajar.

“La lógica neoliberal de los noventa también afectó al arte”, dice Gabriela Rivera, integrante de la colectiva Escuela de Arte Feminista. “Estaba esa idea del artista exitoso, mainstream, que exhibe y vende en galerías, y el que quedaba fuera de eso no existía. Creo que eso ha empezado a desaparecer, y la rebeldía del mundo del arte se ha empezado a negar a esa hegemonía”, agrega la fotógrafa.

La realidad en Chile es que muy pocos artistas pueden vivir del circuito de galerías. Muchos hacen clases, otro puñado vive de los fondos concursables y el resto se las arregla con oficios que les ayudan a autogestionar su trabajo artístico. “En Chile tenemos una cultura en torno al arte que lo precariza de por sí, siempre se ha ninguneado el trabajo artístico desde las instituciones culturales hacia abajo”, opina el diseñador César Vallejos, uno de los fundadores de Serigrafía Instantánea, en 2011, y quien ahora participa del colectivo Insurrecta Primavera. “Ahora que me he vuelto a reencontrar con amigos y amigas artistas que no veía desde el comienzo de la pandemia les pregunto cómo están y me dicen ‘como siempre nomás, a patadas con los piojos, acostumbrado a llegar a cero, a surfear la ola, arreglándoselas a puro ingenio. Esa es la verdad”.

Para Paula López del colectivo porteño Pésimo Servicio el problema ha sido justamente esa lógica del asistencialismo estatal a través de los fondos concursables, que “nos convirtió en seres ajustados a un presupuesto y a una planificación que son prácticas ajenas al arte”.  Eso genera, a su vez, un “sesgo político y editorial que elitiza el arte”, dice la fotógrafa. “Creo que muchos sentían que tenían el resguardado, entonces aparece todo este arte contestatario autogestionado que molesta y no saben cómo controlar”.

Si bien la autogestión no les da para vivir holgadamente, sí les permite tener independencia editorial, lo que en el arte político es crucial. Además, todos coinciden en algo: tras el estallido y en medio de la pandemia crear en solitario y al margen de lo que sucedía afuera sigue siendo imposible. El motor de estos colectivos es hacer un arte político, que eduque y profundice la reflexión.

Colectivo chusca (@colectivochusca): “Visibilizar a los caídos”

“En ese momento, estaba trabajando en torno a unos poetas japoneses el tema de la muerte, a raíz de una invitación que me habían hecho para noviembre, pero después del estallido todo cambió. Había algo mucho más urgente e inmediato que abordar, que era la protesta y las muertes y heridos reales que estaban quedando por la represión policial”, cuenta Sebastián Jatz, compositor y artista sonoro, quien junto a Fernanda Fábrega, Andrés Gaete y Bernardita Pérez, forman en noviembre de 2019 el colectivo Chusca, con la idea de rendir homenaje a las víctimas de la revuelta.

Colectivo Chusca, intervención en Metro Baquedano.

“Había información muy difusa, incluso organizaciones como Amnistía Internacional o el Instituto Nacional de Derechos Humanos, tenían cifras y nombres distintos de las víctimas, no había tanta información. Entonces la idea fue contar quiénes eran estas personas que habían perdido la vida en la primera línea o gente que le llegó una bala loca, que estaba en un lugar equivocado. El desafío era poder presentar temas derechamente políticos, contingentes y polémicos de una manera poética, que tenga un vínculo a nivel emotivo pero que también sea informativo”, explica Jatz. Así nació la pieza “Personas que encontraron la muerte aunque sabemos que son más”, compuesta por relatos de los casos de muertes durante manifestaciones, acompañados de percusiones de platillos, bombos y un kultrún, que fue presentada en distintos espacios públicos.

Debutaron en diciembre de 2019 en el galpón 5 de Franklin, y luego se presentaron otras nueves veces en lugares como el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes, la Estación Baquedano, el frontis del GAM, en la Oficina Salitrera Chacabuco, en el Valle de los Meteoritos y en el Cráter de Monturaqui. Hasta que llegó la pandemia.

Desde entonces el colectivo se silenció, volviendo recién en octubre pasado, para el aniversario del estallido, cuando volvieron a reponer la pieza fuera de las Torres de Tajamar. “Es super lógico que ante una crisis de cualquier orden tiendes a acercarte a quienes están pasando por algo similar a ti. Para mí era el único tema, no podía hablar de otra cosa, me invitaban a otros proyectos y era como ‘lo siento no puedo poner mi cabeza en otro lugar’. Había un sentido de urgencia y de intransigencia”, dice el artista.

“Yo he dado por muerta muchas veces Chusca, pero son mis compañeras quienes mantienen la energía del proyecto”, confiesa Jatz, dejando ver una de las bondades de los colectivos de arte: cuando uno se cansa, otro puede apoyarlo y continuar.

Escuela de Arte Feminista (@escueladeartefeminista): “Por una pedagogía rebelde”

El agote de años luchando por abrirse paso con un arte feminista en la escena local, les pasó la cuenta a Alejandra Ugarte, Gabriela Rivera y Jessica Valladares, quienes se replegaron justo antes del estallido social. Nacidas en la década del ochenta y compañeras de generación artística -Alejandra egresada de la Universidad Arcis y Gabriela y Jessica de la Universidad de Chile- las tres se formaron como colectiva en 2015, armando un espacio de diálogo feminista y activismo abierto al público, yendo a las marchas y haciendo bulladas performances callejeras. Sin embargo, eso no impidió que vieran con algo de incredulidad pero certera emoción cómo entre marzo y junio de 2018 el movimiento feminista se tomaba las calles, las universidades y los noticiarios haciéndole frente a los casos de femicidio, abuso y violencia sexual, como el de Nabila Riffo.

Copia Feliz del Edén, marcha del 8 de marzo de 2017.

“En 2007 las marchas de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres eran de 50 personas, en 2014 ya eran más de 100, pero en 2018 fueron miles, de todas las edades y todas las generaciones. No esperábamos esa multitud la verdad, aunque siempre fuimos parte y estuvimos viviéndolo todo el tiempo, fue una sorpresa”, comenta Gabriela.

Luego vino el estallido, la represión de la policía, los heridos por balines y el miedo.

“Le dimos el pase a las generaciones más jóvenes, porque tienen más energía y menos traumas. Para nosotras que venimos con la carga de la dictadura y que además somos madres, el nivel de violencia que ejerció Carabineros en esos meses fue paralizante”, dice Alejandra. “Ese tiempo nos sirvió para repensarnos y rearticularnos”, agrega.

Paradójicamente, la pandemia imprimió nuevo aire a la Escuela de Arte Feminista, que retomó su quehacer pedagógico. “Sentimos que la educación es clave. Venimos de una generación donde nunca se habló tanto de feminismo, en la Escuela de Arte jamás hubo paridad entre los profesores y profesoras, de hecho eran casi todos hombres, todo era muy machista y hoy, en el fondo, no han cambiado tanto las cosas, en los colegios hace falta una educación no sexista y feminista”, dice Alejandra.

Fue lo que también entendió el colectivo Lastesis, quienes lograron una resonancia que nunca ha tenido la colectiva de Alejandra. “Reconozco el impacto que tuvieron y cómo viralizó la acción, pero la verdad es que siempre la espectacularización del arte me genera dudas.  Para mí lo más importante que lograron fue atraer a una generación mayor con Lastesis senior y ayudar a que muchas mujeres comenzaran a denunciar los abusos”, dice.

Lo cierto es que la Escuela de Arte Feminista ha sido una pieza importante para pensar el género desde el arte. Desde mediados de los 2000, cuando hicieron una serie de performances en el espacio público, dictaron varios talleres de fanzine y feminismo en la Biblioteca de Santiago y luego, en 2017, ganaron una residencia en Balmaceda Arte Joven, dando espacio a otras colectivas y artistas feministas. “Siempre tuvimos como referente un proyecto que había en EE.UU., la Womanhouse, un espacio donde se revisaba una genealogía de artistas feministas y alucinábamos con eso, con tener nuestro cuarto propio”, recuerda Gabriela, quien desde el año pasado está radicada en España y ve en el trabajo educativo virtual con sus compañeras el único futuro posible para su colectividad.

Pésimo Servicio (@pesimoservicio_): “Amistad y arte político en el Puerto”

Fue el mismo 18 de octubre de 2019 cuando, en Valparaíso, un grupo de amigos artistas discutía la idea de arrendar un taller y armar una cooperativa de trabajo para así compartir ideas y gastos. Al día siguiente, el eco de la revuelta de Santiago llegó al puerto y la urgencia de unirse cuajó. “A los tres días ya estábamos imprimiendo folletos para repartir en las marchas, creando consignas y proyectando ideas. Aprovechamos el toque de queda para quedarnos toda la noche imprimiendo y trabajando y ya en diciembre teníamos juntos un taller en la Plaza Echaurren”, cuenta la diseñadora y artista de collage Danila Ilabaca, quien junto a los artistas visuales Gabriel Vilches, Camila Fuenzalida y Pablo Suazo, los fotógrafos Rodolfo Muñoz y Paula López y el restaurador Iñaki Redementería, forman el colectivo Pésimo Servicio.

Intervención en Valparaíso, colectivo Pésimo Servicio.

Como vienen de disciplinas diferentes, con estéticas distintas, la metodología del grupo ha sido básicamente someterse a un estilo gráfico simple y limpio. Toman ideas de lo que escuchan en la calle o en las noticias, las que sintetizan en frases cortas, que luego imprimen en folletos o volantines, proyectan en edificios o detrás de un camión en movimiento o pintan en el suelo. Desde el inicio las frases llamaron la atención. “O explotamos o nos siguen explotando, una de dos”, “En Chile se tortura”, “No estoy en guerra”, “Hay que escuchar la voz del pueblo” o, simplemente, la imagen de la bandera chilena negra con la palabra “mata”.

“La autoría se pierde porque ni siquiera los mensajes vienen de nosotros. También es importante que cualquiera pueda replicar fácilmente la gráfica, que sea de todes”, dice Gabriel Vilches. Rodolfo Muñoz destaca que “en Chile está fácil hacer arte político porque pasan injusticias todos los días, es increíble. No tocamos un tema especial, sino que nos enfocamos en que todos tienen una raíz en el colonialismo, la dictadura y ahora el sistema neoliberal”.

La mayoría de sus intervenciones la han hecho en Valparaíso, en plazas, cerros y canchas, pero también han trabajado en Santiago. En septiembre, de hecho, junto a Delight Lab realizaron la acción que fue censurada por Carabineros cuando con un foco iluminaron el verso «Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema», extraído de un poema de José Ángel Cuevas, haciendo desaparecer la proyección del monumento de Baquedano en Plaza Italia.

“Al final fue bonito lo que pasó con el Pepe Cuevas, porque por la censura de repente vio reproducido su poema completo en La Tercera, se empezó a hablar mucho de él, siendo que nunca fue un poeta tan mediático y ahora incluso van a hacer una reedición de su trabajo”, comenta Paula López.

Durante la pandemia, el grupo dejó de verse, pero no de trabajar, comenzando una modalidad virtual que también dio frutos. Se volcaron a lo audiovisual y en junio estrenaron “El cuerpo al servicio del capital”, un corto documental sobre la salud en Chile a propósito de la crisis sanitaria.

Por estos días están planean una intervención presencial con otros colectivos y preparan una nueva cápsula audiovisual sobre el tema del miedo y el control social. “Entrevistamos a una terapeuta y chamana para reflexionar sobre qué pasa con el cuerpo cuando siente miedo, pero también nos interesa el tema de la sobremilitarización, porque en Valparaíso no sólo hay milicos y pacos, sino también navales, una Armada gigante, entonces el control ha sido super fuerte”, explica Iñaki.

“Estamos en un proceso de quitarle el miedo a la gente, porque Valparaíso se ha vuelto a silenciar, y la idea es que se vuelva a la calle, a reclamar por los derechos, a reivindicar el espacio que nos volvieron a quitar”, concluye Gabriel Vilches.

Tres tristes tigres (@coloquiodeperros): “El arte de conversar”

El periodista Sebastián Herrera y su pareja, la artista Laura Estévez, hace un tiempo que tenían una instancia de diálogo en torno a la música en el barrio Franklin cuando se produjo el estallido social. “Recuerdo que la segunda semana estábamos en una marcha y la reflexión fue, bueno, sabemos que hay un malestar, pero cuáles son las demandas concretas, cuál es el discurso de fondo. Parecía necesario y urgente sentarse a conversar”, explica Herrera. Fue entonces que decidieron, junto al cineasta Fernando Guzzoni (La Colorina), armar el colectivo Tres tristes tigres -en homenaje a Raúl Ruiz- y replicar la instancia de diálogos con simplemente una improvisada mesa, sillas y micrófonos en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo, que llamaron “Coloquios de perros”.

Coloquio de Perros III. Foto: Felipe Díaz.

“La idea era simplemente crear un espacio de reflexión donde encontráramos un punto que fuera congruente a todas aquellas personas con inquietudes similares. Nunca aspiramos a que fuera exitoso o no, era igual si llegaban diez o cien”, dice el periodista. Pero lo fue.

Entre octubre de 2019 y marzo de 2020 se realizaron once coloquios, donde participaron relevantes figuras de la cultura, entre ellos el poeta Raúl Zurita, el arquitecto Alejandro Aravena, la sicoanalista Constanza Michelson, la escritora Nona Fernández, el colectivo Lastesis y la artista Cecilia Vicuña. “En pandemia nos cuestionamos si el lugar del diálogo era todavía importante, si la gente lo necesitaba e hicimos algunos ‘coloquios de perros’ en forma digital, pero luego habían proliferado tanto los espacios de conversación virtuales, vía Zoom u otros que sentimos que nuestra labor ya estaba ocupada, que era redundante hacerlo”, dice Herrera.

Aunque ya llevan un tiempo sin hacer un coloquio de perros, el periodista sí cuenta que para octubre próximo planean hacer uno de más días, en el mismo lugar de siempre y gratis. Mientras que adelanta que la segunda semana de enero lanzarán un nuevo proyecto digital que funcionará a modo de revista. “Va a tener cada dos meses una temática que va a colonizar el sitio web, y esa temática va a ser respondida a través de entrevistas, podcast, columnas y artículos. Pero al mismo tiempo será un contenedor visual de todos los coloquios de perros anteriores y de los futuros que vengan”, adelanta.

Insurrecta primavera (@insurrectaprimavera): “Discípulos adelantados”

Aunque César Vallejos llevaba una década haciendo arte político en las calles junto al colectivo Serigrafía Instantánea, siendo uno de los grupos con más presencia durante el estallido social (pegando afiches y estampando pañuelos, sacando la prensa a la calle y haciendo talleres populares), finalmente el diseñador se apartó del colectivo por diferencias creativas. Sin embargo, fue en uno de los talleres que dictaron en diciembre, en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que se conformó un nuevo grupo de aficionados e interesados en levantar una nueva brigada de propaganda que bautizaron como Insurrecta Primavera.

Afiches callejeros de Insurrecta Primavera.

Con ellos, César ha seguido activo incluso durante la pandemia. Hicieron una intervención de afiches y stickers en el momento en que las críticas hundían la labor del ministro Jaime Mañalich por el mal manejo de la pandemia, y luego se han dedicado a trabajar ilustraciones de los presos políticos y víctimas del Estado de ayer y hoy. El 11 de septiembre intervinieron la fachada del Estadio Nacional con los rostros de Cecilia Magni, Macarena Valdés y Joane Florvil. Y recién el 15 de noviembre pasado intervinieron los muros de la población La Bandera en memoria de Camilo Catrillanca.

“Sin duda que con las cuarentenas el movimiento social se detuvo y hubo un debilitamiento porque en el fondo la pandemia nos encierra, no nos permite juntarnos, que era lo que se estaba cultivando en las calles, el contacto en los diversos espacios de confluencia. Y a eso se suma el gran cansancio del estallido por el factor de la represión policial, muchos dejaron de estar en la calle”, plantea Vallejos.

Claro que para el diseñador tanto el estallido social como el estallido gráfico eran situaciones que sorprendieron pero que se vienen fraguando hace décadas. “Los movimientos sociales han tenido un desarrollo que va más allá de la revuelta, están los movimientos populares, ecologistas, el levantamiento en Punta Arenas, lo que pasó en Freirina, en las zonas de sacrificio a lo largo del país, el movimiento feminista, el movimiento estudiantil, los mineros, portuarios, profesores, el movimiento No+AFP, etcétera”.

Con los colectivos de arte es lo mismo. Hace años que se viene conformando un movimiento de muralistas y brigadas, de performistas, de artistas textiles, de comparsas y orquestas y pasacalles que en el estallido salieron todos a la luz. Y volverán a salir, advierte Vallejos. “Sólo el fin de semana pasado había por lo menos ocho actividades en distintos territorios. Nosotros estuvimos en la Villa Olímpica, donde se juntaron unas mil personas, tocaron como diez bandas y habían unos cien feriantes de oficios gráficos. Y al mismo tiempo estaban pasando cosas en Pedro Aguirre Cerda, Puente Alto, Bajos de Mena y La Victoria”, cuenta el artista. “El arte siempre ha sido una trinchera contracultural y por eso Plaza Dignidad se llenó de arte, incluso las personas de la primera línea usaban trajes creados por ellos y pintaban sus escudos, todo fue una gran performance que está esperando el momento de volver”.

Sebastián Calfuqueo: “Los artistas mapuche somos invisibles cuando no les servimos como cuota a las instituciones culturales”

Tenía 23 años cuando irrumpió en la escena del arte que lo definió como “artista mapuche y homosexual”, etiquetas que ha debido subvertir para “no quedar encasillado en clichés”. En sólo siete años levantó una obra poderosa en lecturas políticas y sociales, donde cruza el video, la cerámica y la performance. En marzo alcanzó a exhibir su última obra, donde reflexiona sobre el amparo al saqueo del agua en la Constitución del 80. Aquí habla de ser “mapuche, no binarie y feminista”, pero en sus propios términos.

Por Denisse Espinoza A.

“Mi abuela decía: ‘en la cultura mapuche no hay maricones’, cuando un sobrino maricón quiso conocerla. Y no se imaginaba que tendría unos nietos maricones en su familia patriarcal (…) No me crie como un mapuche, tampoco se me permitió serlo, pero tengo el estigma de una vida asociada a un apellido que ha sido una marca de violencia y que pesa todavía”. Así comienza You will never be a weye, video performático con el que Sebastián Calfuqueo Aliste se hizo conocido en la escena de arte local. Fue producido en 2013, pero recién dos años después se atrevió a mostrarlo, luego de que la curadora Mariairis Flores lo alentara, convirtiéndolo en uno de sus trabajos con más circulación en Chile y el extranjero.

En el video, el artista usa su propio cuerpo para representar a un machi, autoridad espiritual en el pueblo mapuche. Se le ve vestirse con un traje de machi -que en Meiggs venden como disfraz escolar-, pero aquí Calfuqueo exalta su carácter “weye”, expresión que definía a los machi de rasgos afeminados y que practicaban la sodomía, quienes fueron exterminados por los españoles.  “Tenía miedo de mostrar esa obra, de ese cuestionamiento hacia la heterosexualidad en el mundo mapuche, y tenía miedo no sólo por lo que iban a decir, sino también de exponer parte de mi biografía, como el bullying escolar y otras escenas que igual son dolorosas para la vida de alguien”, recuerda hoy Calfuqueo.

Sebastián Calfuqueo, en su performance Ko ta mapungey ka. Foto: Diego Argote.

Sus obras van desde el género a la identidad indígena, pasando por la discriminación social y la reivindicación de una historia no oficial. Para bien y para mal, fue definido desde su egreso de la Universidad de Chile como artista “mapuche y homosexual”, pero Calfuqueo ha trabajado para otorgarle a esas etiquetas una densidad que le permita cuestionar los conceptos tradicionales. “En la Escuela de Arte hubo profesores que me dijeron que nadie se interesaría en temáticas feministas y que lo mapuche en el arte contemporáneo no existía. Sin embargo, mi obra capturó la atención, apareció en los diarios, circuló por Internet y hubo una visibilización que, no puedo desconocer, me benefició, pero también exotizó mi trabajo y lo encasilló en categorías que ni siquiera yo reivindico, porque yo más bien me asumo como una persona no binaria, ni siquiera como homosexual. El arte no debería tener categorías”, dice el artista.

En estos seis años, su trabajo ha transitado por galerías, espacios independientes y museos de la capital, y por festivales y muestras colectivas en regiones. En el extranjero su trabajo ha visitado La Paz, Helsinki, Quebec y Londres. Este 2020 prometía ser el año más internacional de Calfuqueo, con exposiciones en Lund, Toronto y Zúrich. Además, participaría en las bienales del Mercosur, de Guatemala y de Sao Paulo. Todo quedó trunco por la pandemia.

Sí inauguró en marzo una muestra individual en Galería Metropolitana, compuesta por Ko ta mapungey ka (Agua también es territorio), una instalación de 20 piezas de cerámica esmaltada azul con forma de bidones y fuentes de agua; el video Kowkülen (Siendo líquido), donde el artista aparece desnudo y su cuerpo amarrado a un tronco con una cuerda azul, levitando sobre el río Curacautín; y la performance en vivo en la que pintó cinco lienzos con pigmento azul cobalto, algunos de ellos con los artículos 5 y 9 del Código de Aguas, que amparados en la Constitución de 1980, transformaron este recurso en un bien transable.

-¿Cómo nace esta obra sobre la problemática del agua en Chile y cómo se enmarca en la reflexión del proceso constituyente que estamos viviendo?

Plantea la idea de que el agua también es un territorio en disputa, la tierra no nos sirve sin agua en ella, el agua le pertenece a todos los seres vivientes. Por eso incluí las toponimias del agua dentro del mapudungun para denominar los espacios y la vinculación que tiene el agua en la cosmovisión mapuche y el discurso por su recuperación. Pero también la obra hace un guiño hacia lo sexual. El mundo se ha construido de forma binaria y radical: lo bárbaro y lo civilizado, lo blanco y lo negro, lo masculino y lo femenino, pero el agua no habita lo binario, no tiene género, se desborda en todas las posibilidades. Por eso se llama Kowkülen, que significa estar líquido. Esta obra la empecé a producir antes del 18 de octubre, pero cuando vino el estallido no me sentí capaz de salir a la calle y adjudicármela, porque en ese momento hubo una explosión de expresiones artísticas anónimas, colectivas, que proponían la no autoría. Fue un periodo complejo, obras de arte que aparecieron fueron cuestionadas por rozar el oportunismo, entonces para mí fue importante guardarla. Cuando llegó marzo, supe que era el momento para sacarla a la luz. Se acercaba el plebiscito, ya había pasado un tiempo y la obra había decantado. Creo que las obras tienen momentos de aparición que no siempre coinciden con el momento en que se conciben y producen, es parecido a lo que me sucedió con mi primera obra, You will never be a weye.

-Durante las protestas en las calles y ahora en las redes sociales ha aparecido mucho la iconografía mapuche ¿Qué te parece eso?

Estando en un territorio donde el Estado no reconoce a sus pueblos ni los genocidios que ha cometido contra los mapuche, los selknam, los kawésqar ni tampoco ha hecho ningún tipo de reparación con ellos, me parece bonito que por lo menos la ciudadanía los reconozca. Sobre todo para las generaciones de 30 años atrás o más, como mis abuelos, que tuvieron que sobrevivir en una sociedad muy racista, teniendo vidas muy estereotipadas a causa de la discriminación y la violencia, estos gestos valen. Pero también se produce un vaciamiento de las imágenes. La gente comparte en redes la Wünelfe, estrella de ocho puntas o lucero del alba, o la Wenufoye, la bandera mapuche creada en 1992, que deviene de todo un proceso histórico en un periodo clave de la resistencia mapuche, pero sin saber muchas veces el significado y eso hace que pierdan su potencial. Podemos hacer más que sólo compartir y trabajar por informar, creo que en las gráficas y en la protesta siempre tiene que haber pedagogía.

-Algunos aluden a que hay un aprovechamiento de los símbolos mapuche por parte del Estado y hubo críticas al Premio Nacional de Literatura entregado a Elicura Chihuailaf…

El oportunismo no es sólo del Estado, sino de las instituciones culturales que en los últimos años han intentado limpiar su imagen. Es triste que haya esa lectura, sobre todo porque Elicura es un poeta que se merece el premio, ha hecho un trabajo que ha sido muy importante para la historia de un pueblo, incluso por sobre su historia personal. Pero sí, las instituciones culturales son extractivistas y no siempre son respetuosas con los artistas, por lo que terminan generando todas estas situaciones incómodas. Yo misme he vivido esa limpieza de imagen y suelo bromear con que junio es mi mes, porque está el Wiñol tripantu, el nuevo ciclo mapuche, y es el mes de las disidencias sexuales, entonces me invitan a un montón de charlas y conferencias en museos e instituciones artísticas, pero los artistas mapuche, en general, somos invisibles cuando no les servimos de cuota a las instituciones culturales.

-¿Cómo esperas que sea reconocido el pueblo mapuche en una nueva Constitución?

Es importante que primero el Estado reconozca los derechos indígenas, que respete los tratados internacionales suscritos como el Convenio 169. Es importante la plurinacionalidad, el reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos y de que no sólo existe la categoría de chilenos, sino otras posibilidades de identificación. Hay comunidades que están en todo su derecho de no querer dialogar en una instancia en que se han sentido históricamente excluidas, pero al mismo tiempo siento que es nuestra responsabilidad poder reescribir esta historia y dar un nuevo inicio, sobre todo para el reconocimiento de lo que pasó. Fuimos educados en mentiras, en formas de ver la historia bajo un patriotismo que negaba otras posibilidades de pensar las identidades en este país, entonces este es un primer paso a ese reconocimiento que debió darse hace muchos años atrás.

Kowkülen, video.

SER MAPUCHE

Sebastián Calfuqueo Aliste nació en Santiago en 1991. Su mamá es chilena, pero su papá es de origen mapuche y proviene de una generación que migró desde Carahue y Nueva Imperial a la capital en los años cuarenta. Su abuelo llegó para ser panadero y su abuela empleada doméstica, debiendo enfrentar en esos años los embates del racismo y la discriminación. Sebastián reconoce que, aunque siempre volvía al sur, su infancia fue más bien santiaguina. Fue educado en un liceo de hombres donde sufrió de bullying escolar y recién cuando sus abuelos paternos murieron, a sus 17 años, comenzó a sumergirse más en esa historia familiar y esa identidad mapuche que fue plagando su obra. Hoy, además de dedicarse a su trabajo como artista visual, Sebastián enseña en un colegio Waldorf y es integrante del colectivo mapuche Rangiñtulewfü y de Yene revista, donde colabora creando imaginarios contemporáneos de la cultura mapuche.

-Siendo un mapuche santiaguino de tercera generación, ¿cómo ha sido recibido tu trabajo por las comunidades mapuche?

Tuve la suerte de participar en 2018 del festival de cine y arte indígena, el FicWallmapu, y llevé mi obra a una itinerancia grande al sur. Estuvimos en el Centro Cultural de Carahue, de donde es mi abuelo, en una ruca en Trovolhue, en el Museo Regional de La Araucanía en Temuco -donde  hice una performance en una de las vitrinas que cuestionaba los modelos de exhibición arqueológica que se tienen de los pueblos mapuche, siempre en relación al pasado pero no al presente y mucho menos al futuro del pueblo- y en el Museo Mapuche de Cañete, que fue superbonito porque es el único museo de Chile que es liderado por una mujer mapuche, Juana Paillalef. Mi obra fue la primera de arte contemporáneo que se mostraba ahí. Luego he estado volviendo a exhibir en Villarrica, en Lautaro, en Victoria, en espacios más cercanos a lo mapuche. La verdad es que mis obras siempre han sido recibidas con respeto y he sentido apoyo de las comunidades, creo que porque son trabajos honestos y en ese sentido me siento afortunade de que mi obra sea leída en distintos contextos.

-¿Qué referentes artísticos mapuche o locales tuviste?

Un referente importante fue Bernardo Oyarzún, pero también lo fue la Paz Errázuriz, las Yeguas del Apocalipsis, Carlos Leppe, toda esa tradición de artistas muy icónicos que hablaron de lo marginal. Yo diría que la primera voz mapuche importante para mí fue Pedro Lemebel, a pesar de que puede sonar problemático porque evidentemente no corresponde a lo esperable mapuche, pero es de las primeras personas en mi vida que escuché hablando del Wallmapu públicamente, masivamente, tenía un compromiso político que me marcó.

-¿Sientes alguna presión al ser una artista joven tocando este tipo de temas sensibles?

Creo que antes me sentía mucho más presionade de esas expectativas y de lo que se pudiera pensar de mi obra, pero ahora estoy en un momento creativo muy libre. Acá hay una idea exitista del artista joven que es nefasta, siempre se busca la obra inédita y eso a mí me jode mucho. Siento que no es justo porque, de partida, no te están pagando por esas producciones inéditas, y segundo, porque se piensa que los artistas tenemos que producir constantemente algo inédito para ser validados. Me considero un artista productivo y muchas veces cuestiono esa productividad, ¿acaso vale la pena cuando en Chile no se valora ese rendimiento? Para mí ha sido importante al menos tener la porfía de resistirme y no trabajar con técnicas tradicionales asociadas a lo mapuche, a pesar de que me interesan. La idea de pensar cómo abrimos otras posibilidades de lenguaje, en el video, en el 3D, en lo digital, cómo pensamos un mundo no colonial con esa tecnología, cómo poder utilizarla a nuestro favor y no en nuestra contra.

-¿No son comunes los soportes experimentales entre los artistas mapuche?

Al contrario, hay una gran cantidad de personas mapuche trabajando con formatos contemporáneos. Artistas como Francisco Huichaqueo, Jeannette Paillan, Eduardo Rapiman o el mismo Bernardo vienen trabajando hace mucho rato con el video, pero eso no estaba tan reconocido ni puesto en valor en las artes visuales. El curador Cristian Vargas Paillahueque está investigando sobre arte mapuche contemporáneo con una lectura hacia lo que pasó antes. Hay un montón de artistas mapuche desde inicios del siglo XX haciendo obra en lenguaje experimental y contemporáneo, es sólo ignorancia pensar que ahora lo mapuche está de moda, esa es la idea más violenta que puede haber sobre lo mapuche hoy.

La persistencia de Lotty Rosenfeld, la artista que desafió por cuatro décadas al poder

A fines de los 70 integró el grupo CADA, con quienes enfrentó a la dictadura de Pinochet a través de polémicas acciones de arte en el espacio público. Su trayectoria estuvo marcada por las cruces que dibujó en varias ciudades del mundo como símbolos contra el autoritarismo. En 2015 expuso en la Bienal de Venecia y el año pasado fue candidata al Premio Nacional de Arte. Se fue sin recibirlo. Falleció este viernes, a los 77 años, a causa de un cáncer al pulmón.

Por Denisse Espinoza A.

Una simple línea vertical marca la diferencia entre menos y más. Una simple línea que cambia el significado completo de un mensaje y que en manos de Lotty Rosenfeld se transformó en una acción de rebeldía y resistencia contra el autoritarismo de la dictadura de Pinochet. En diciembre de 1979, la artista egresada de la Universidad de Chile realizaba su primera acción pública: Una milla de cruces sobre el pavimento, en la que trazó líneas horizontales sobre las verticales que dividen las pistas de autos en Avenida Manquehue. La performance, registrada en video, se transformó en una de las obras icónicas de la artista que durante cuarenta años siguió replicándola en lugares emblemáticos del poder como las afueras de la Casa Blanca en Washington DC, la Plaza de la Revolución en La Habana y la frontera entre Alemania oriental y occidental. A medida que el gesto se multiplicó, el alcance político y teórico de su obra también se profundizó.

Carlota «Lotty» Rosenfeld integró a fines de los 70 el grupo CADA y a partir de 1983 el movimiento Mujeres por la Vida.

En 2007, Rosenfeld fue invitada a la Documenta Kassel, Alemania, una de los principales encuentros de arte en el mundo, y en 2015 representó a Chile en la Bienal de Arte de Venecia, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, en un pabellón curado por la teórica Nelly Richard. Su obra, además, es parte de prestigiosas colecciones como la Tate Gallery de Londres, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Malba de Argentina. Sus credenciales la hicieron varias veces candidata favorita para el Premio Nacional de Artes Visuales, galardón al que fue postulada por última vez el año pasado, pero que nuevamente no recibió. Este viernes, la artista falleció, a los 77 años, debido a un cáncer de pulmón que la aquejaba hace largo tiempo. Su legado pionero en el formato de la performance, el videoarte y la instalación la dejarán inscrita de por vida en la historia del arte chileno.

“La muerte de Lotty es un golpe fuerte para las mujeres artistas chilenas. Era una hermana mayor, una mujer increíble, sabia y libre, y una artista icónica y gigante, sobre todo tenaz, y de una resistencia ética y estoica absolutamente admirables”, dice la artista Voluspa Jarpa, quien apoyó su candidatura el año pasado junto a otros artistas, escritores y figuras de la cultura como Raúl Zurita, Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Sol Serrano y Alfredo Castro.

Nacida el 20 de junio de 1943, Carlota Eugenia Rosenfeld Villarreal, más conocida como Lotty, fue una de las pioneras del arte conceptual y performático de finales de los 70 e integró lo que posteriormente se conoció como Escena de Avanzada. De forma paralela a sus obras individuales, integró el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto al artista Juan Castillo, la escritora Diamela Eltit, el poeta Raúl Zurita y el sociólogo Fernando Balcells, con quienes entre 1979 y 1983 realizó diversas y polémicas obras en el espacio público como resistencia a la dictadura. Luego de eso, Lotty trabajó de manera individual en performances e instalaciones, pero también en la recopilación y edición de imágenes en video, con las que siguió entregando un mensaje político contra la obediencia ciega a la autoridad, que cuestionó los discursos oficiales. “Sin renunciar a las matrices que recorren mi obra, me he propuesto trabajar en las zonas que presagian un nuevo escenario, donde se cursan batallas políticas, económicas y culturales. Batallas que se juegan en el territorio de las imágenes y de la tecnología y sus procedimientos comunicativos. He utilizado el sonido como instrumento estructurador de obra. Me ha interesado explorar el discurso fónico, donde la voz testimonial se interconecta con la voz oficial para poner en escena la ‘otra versión’, aquella sumergida por los discursos dominantes. Hoy el neoliberalismo promueve formas de arte que tienden al espectáculo, pienso que lo importante y lo productivo es poner en el espacio público producciones artísticas incómodas a las operaciones de mercado”, contaba la artista respecto a cómo había desplazado su trabajo a otros soportes en una entrevista concedida el año pasado ad portas a su candidatura al Premio Nacional.

En esa ocasión, Lotty también hizo memoria de su trabajo junto al CADA, que partió en octubre de 1979 con la obra titulada Para no morir de hambre en el arte, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. Hoy la obra cobra inusitada vigencia en el Chile pandémico y postestallido social.

El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro, aludiendo a la política de alimentación infantil de Salvador Allende; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “cuando el hambre, el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. El grupo hizo historia y Lotty seguiría en esa línea con obras que siempre trascendieron la contingencia política de su época.

Intervención de cruces frente al Palacio La Moneda, 1985.

“Las acciones generalmente nos tomaban sólo algunas horas llevarlas a cabo, sin embargo, su logística podía demorar meses para conseguir el objetivo planificado”, contaba la artista el año pasado, quien además recordó los pormenores de Ay, Sudamérica, acción realizada el 12 de julio de 1981, en la que el colectivo logró que seis avionetas sobrevolaran Santiago lanzando textos poéticos. “Esta obra nos llevó más tiempo y mayor astucia. Fue necesario dirigirnos a varios municipios de la periferia de Santiago para solicitar autorización de sobrevolarlos y dejar caer ‘algunos’ volantes poéticos. El texto, que se imprimiría en 400 mil ejemplares, tuvo que ser corregido varias veces hasta que fue aceptado por cada uno de los alcaldes. Ya con la autorización de tres o cuatro comunas, nos conseguimos seis pilotos civiles de avionetas, quienes ni siquiera leyeron los permisos, pero les encantó el texto. Les pedimos que sobrevolaran lo más al centro de la capital que fuera posible. Al aterrizar nos estaba esperando una patrulla de Carabineros. Habían caído panfletos sobre una comisaría de Independencia. Nos llevaron al retén donde el susto y las aprehensiones policiales se solucionaron con unas disculpas y un cheque”, rememoró la artista.

Su compañero de labores en el CADA, Juan Castillo, la trae a la memoria hoy. “Los recuerdos son muchos y se atropellan. En todo colectivo las dinámicas son diversas porque los roles pueden variar y variaron muchas veces, pero fundamentalmente con ella nos ocupábamos más de la visualidad de los trabajos que desarrollamos. En todo caso, mi relación con Lotty es de antes del CADA y siguió mucho después, era ella quien me importaba, ella y su obra”, dice el artista visual radicado en Suecia. “Su trabajo es icónico, porque abrió muchos sentidos. La posibilidad de intervenir nuestra señalética cotidiana, abrir muchas lecturas que, pasando por el No+ del CADA, fue a marcar el No para la vuelta a la democracia y sigue vivo hoy en día en todas las manifestaciones sociales”, agrega Castillo.

Por su parte, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Raúl Zurita, prefiere dedicarle un verso a quien también fuera su compañera de colectivo.

“Casas de 40 pisos 

muchedumbres de color 

millones de circuncisos 

y dolor dolor dolor

Adiós Lotty Rosenfeld”

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El legado de una artista feminista

Tras la desarticulación del CADA en 1983, Lotty Rosenfeld siguió ligada a las acciones de arte cuando se integró al movimiento Mujeres por la Vida, que reunió a mujeres opositoras a la dictadura de diversas profesiones, afiliaciones políticas y orígenes sociales, pero que tenían la meta común de restaurar la democracia. Entre ellas estuvieron las periodistas Mónica González y Patricia Verdugo, la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Kena Lorenzini. Esta última trabó una estrecha amistad con Lotty Rosenfeld. “Nos conocimos y enganchamos altiro por el sentido del humor que ambas teníamos y porque además era artista visual y a mí me encantaba ese mundo, y nos hicimos muy amigas. En Mujeres por la Vida ella era pieza fundamental, decidía la visualidad, cómo iba a ser la forma en que iban a hacerse las acciones del colectivo. En el fondo, hacía carne nuestras ideas”, cuenta Lorenzini.

«Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra»

Lotty rosenfeld, 2019

“Ella era una creadora total que vivía del arte, para el arte y por el arte, y también por el sueño del final de todo este sistema. Era, por sobre todo, una persona muy libre, que se autogobernaba, que hacía lo que ella pensaba y quería hacer, y eso era muy hermoso y un ejemplo de vida. Para mí fue clave encontrarme con una mujer así, estar al lado de una persona que pensara todo lo contrario a lo que pensaba la gente que circulaba por el mundo”, agrega la fotógrafa.

En Mujeres por la Vida, Lotty Rosenfeld siguió trabajando codo a codo con Diamela Eltit. Juntas realizaron una serie de entrevistas a mujeres fundamentales para el movimiento feminista chileno. Así, entrevistaron a la sufragista Elena Caffarena (1903-2003); a la primera mujer en ocupar un escaño en el Senado, María de la Cruz (1912-1995); a la diputada socialista Carmen Lazo (1920-2008); a la socióloga y política Mireya Baltra (1932) y a la profesora Olga Poblete (1908-1999), entre otras. El archivo inédito fue donado el año pasado por las artistas al Centro de Estudios de Literatura Chilena (CELICH), de la Facultad de Letras UC.

Sin embargo, la obra emblemática en la trayectoria de Lotty Rosenfeld sería sin duda la Milla de cruces… y el signo No+. Para ella la continuidad de ese trabajo fue también la constatación de una tensión política que ha seguido repitiéndose en la historia de las sociedades. “He insistido sobre la circulación de los discursos con que se ordena a los cuerpos individuales, haciéndolos políticamente sumisos. No sólo he persistido durante años en el trabajo con el signo (+), sino que he realizado obras en distintos lenguajes y soportes que muestran los procedimientos automáticos de sometimiento. Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra”, decía en 2019 sobre el motor de su trabajo.

Registro de la intervención en Documenta Kassel, en 2007.

Para el artista Camilo Yañez, Lotty Rosenfeld logró algo difícil, pero trascendental en el mundo de la visualidad. “Lotty construyó un signo mínimo, particular que se volvió universal. Reivindicó a las mujeres sus derechos y sus luchas, reivindicó la disidencia y finalmente logró darle lugar y voz al desacato frente a las injusticias de este país y del mundo”, dice el también curador quien trabajó con la artista en varias exhibiciones, la última fue Otrxs Fronterxs, el año pasado. “Mi último contacto con ella fue en marzo pasado, estábamos coordinando la entrega de sus obras después de la desmontar  en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos donde participó con múltiples fotografías de sus acciones. La pandemia y la cuarentena impidieron el encuentro. Siempre fue una artista, generosa, comprometida y coherente. Era, sin lugar a dudas, una merecedora del Premio Nacional”, agrega Yañez.

Aunque Lotty disfrutó del reconocimiento de su obra, durante su trayectoria también debió sortear la censura y el desconocimiento, incluso en contextos altamente artísticos, como en 2007, durante su participación en la Documenta Kassel, cuando la reversión de su obra Una milla de cruces sobre el pavimento fue destruida por error por el servicio de limpieza de la ciudad. “Más allá de la anécdota, esto habla del carácter irrecuperable de mi obra. El que hubieran retirado y botado a la basura toda la milla de cruces trazadas en la noche anterior a la inauguración reafirmó la vigencia de mi obra. Afortunadamente, la acción alcanzó a ser registrada en video y fotografía, por aire y por tierra. Tengo las más bellas imágenes de este trabajo, pero mi propósito de que Google Earth hubiera recogido esta milla de signos (+) se vió frustrada”, contó el año pasado.

En estos últimos años, la artista mantuvo su trabajo en el espacio público. En 2018 realizó tres acciones: en la puerta de Alcalá en Madrid, frente al Coliseo en Roma, y en el puente del Cuerno de Oro en Estambul. Esta última fue en reemplazo de una intervención que la artista había intentado realizar desde 1997: trazar un signo (+) al centro de uno de los puentes del Bósforo que une Asia y Europa, usando como horizontal la estela que deja una embarcación al cruzarlo. La situación política y el financiamiento impidieron hacerla. “Las migraciones, el tránsito libre en las fronteras y los traspasos generacionales se unen en este proyecto que quedará como desafío legado”, decía Lotty el año pasado.

Intervención artística de Delight Lab para el 8M de 2018, inspirada en la obra de Lotty Rosenfeld.

Ese legado, sin embargo, ya estaba en marcha. En 2018, el colectivo Delight Lab -que se han hecho conocido por sus proyecciones vinculadas a la protesta social- homenajeó a la artista para el 8M, proyectando el No+ en los edificios ubicados sobre el Teatro de la Universidad de Chile, en plena Plaza Italia. Esta noche volverán a hacerlo con una nueva proyección en el edificio Telefónica a raíz del fallecimiento de Lotty Rosenfeld. “Para nosotros es un referente directo en nuestro actuar. Finalmente, ella lleva el discurso crítico a un formato artístico, al espacio público, y se toma ciertos aspectos de la ciudad para poner en cuestionamiento las injusticias, sobre todo durante la dictadura y en su proyecto Mujeres por la Vida. El 2018 la contactamos y de inmediato nos dio su apoyo para el proyecto y luego supimos que había quedado muy contenta. Por eso, para nosotros es un súper potente referente, y si bien sentimos la pérdida de su muerte, al mismo tiempo queremos celebrarla como artista, porque su obra está más que vigente”, afirma Octavio Gana, miembro de Delight Lab.

Adiós Machuca

Por Federico Galende

Machuca no era un crítico de arte. Esa definición le quedaba corta y lo excedía a la vez, porque su estilo era más bien el de quien extraía de la materia desvalida y suntuosa del arte los retazos con los que armaba su teoría personal del conocimiento. Esta teoría conjugaba una poética profundamente intuitiva con una filosofía de los transportes: tomaba algo de acá para llevarlo allá y viceversa. Su método era el del pelambre, pero porque el pelambre era un aparato de portabilidad. Y por eso no se esforzaba —como suelen hacerlo las críticas o los críticos— en explicar sus invectivas, que atesoraban cuotas parejas de gracia e injuria a la manera de un Borges con calle. Esas explicaciones que no daba a nadie, tampoco las solicitaba.

Guillermo Machuca, crítico de arte y docente de la Universidad de Chile, fue hallado muerto el 8 de junio pasado en su departamento de calle Antonio Varas. Tenía 58 años.

Machuca usaba el lenguaje en estado de ebullición, como agolpamiento libre de las palabras y como sustancia volátil. No le importaba lo que uno dijera; lo que le importaba era el espacio que se formaba entre las palabras, los gestos, el decorado y las circunstancias. De todo eso extraía la esencia cómica de la vida, que imaginaba como un texto abierto por voces anudadas en bares, galerías y esquinas. En esto era un experto, no porque aspirara a alguna experticia, sino porque estaba especializado involuntariamente en el poder. Su único antecedente en esto era Kafka, quien como se sabe hizo de esta especialidad el fundamento de toda su literatura, quizás la mejor que se escribió durante el siglo XX. Machuca era también una suerte de Kafka, un Kafka cocinado en el punk y vertido en pócimas refinadas y venenosas. Jamás conocí a alguien que, siendo tan indiferente al poder, lo pensara de un modo así de radical.

El poder era para él una forma de lo humano, una forma inmanente a la vida, y precisamente por esto vivir le daba vergüenza. Cargaba el peso de esa vergüenza en la rigidez de sus hombros, en sus pies lentos e inconmovibles, como si vivir significara estar destinado, algo que alcanzaba a comunicar con esos ojos que se movían chispeantes pero confinados a ocupar un segundo plano detrás de la malla de carne que los rodeaba. En esto estaba todo: en su dificultad para soportar que se aspirara a una forma y en la fatalidad de corroborar que la vida era a la larga modelada por esta. Residía quizás aquí el secreto que le impedía servirse la vida de un modo más fácil, y de esto provenía a la vez la dificultad de conversar con él sin tratar al mismo tiempo con su doble.

Había dos Machucas, y en general uno se relacionaba con el que él empujaba hacia afuera levantándole las compuertas a las palabras, que salían a chorros para recubrir por detrás la plegaria del solitario que interrogaba con circunspección la tristeza del existir. Machuca pertenecía al selecto grupo de los críticos y las escritoras que concebían la vida como degradación, y este juicio delicado lo convertía en un piloto suicida. No sabía frenar en las curvas, y si respetaba alguna era porque perduraba en él un tipo de clasicismo. Era el clasicismo que empleaba para su escritura, un modelo tomado del tardoromanticismo del siglo XIX y reinterpretado a la luz de las mitologías de Barthes, lo que le permitía no dejarse vencer por el caramelo de las causas organizadas. No era un revolucionario, era un amante de las inocencias que padecían los seres que no tenían cómo cambiar el mundo, un enamorado discreto de las pequeñas supervivencias que flotaban en el abandono y el desamparo, en todas aquellas y aquellos que se habían venido a pique donándole al universo de las causas un último testimonio de indefensión y de pena.

Él mismo portaba esta pena, que rodeaba de una poética única y totalmente curiosa: la del que habla por lo que no dice. Y esto que no decía era la muerte de la que esperaba una segunda chance, una que concibió como su parte faltante y a la que confió en secreto la sombra completa que un día trazaría en todas nosotras, en todos nosotros. Sabía como pocos mostrar el mundo en la boca de la decrepitud y la humillación, y atisbaba en la nada su salvataje, que en sus libros, agudos y magistrales, decoraba con un manejo de écfrasis y enumeraciones que diagramaban la edad de todas las inocencias. Lo hacía recuperando los gestos sencillos que veía transitar en los bares, las pocilgas y las madrigueras de los perdedores. Tenía una banderita en el corazón (uno de los corazones más nobles que conocí en mi vida) y esperaba el momento en el que pudiera bajarla para decirnos que por fin se había estacionado donde siempre había querido. Había nacido para pensar en serio, y pensar en serio lo llevó a considerar la vida como un chiste pasajero, minado de chispas y atribulaciones.

Guillermo Machuca in memoriam: el crítico que descifró la escena del arte chileno

En sus 30 años de trayectoria, el crítico de arte y docente de la U. de Chile logró despegarse de ese halo críptico y académico que suele envolver el trabajo de sus colegas y, por el contrario, se preocupó de cultivar una pluma irónica, fresca y siempre conectada con la cultura de masas. Lo suyo fue la anécdota, el debate y muchas veces la polémica, pero también la amistad y las relaciones humanas que trascienden al llamado mundo del arte. El lunes, su cuerpo sin vida fue encontrado en su departamento de Ñuñoa luego de un par de días sin responder las llamadas de su círculo más cercano.

Por Denisse Espinoza A.

Le decían “el Nietzsche” porque le gustaba vestir un abrigo largo negro y lanzar, cada tanto, alguna cita que sabía de memoria del filósofo alemán en sus conversaciones cotidianas. Eran finales de los años 80 y Guillermo Machuca era un veinteañero oriundo de Punta Arenas, quien estaba recién partiendo como estudiante en la carrera de Teoría del Arte en el Campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile, patios y aulas por los que siguió deambulando durante más de 30 años tras convertirse en docente de esa facultad. 

Desde entonces, Machuca se hizo conocido por su gusto por la conversación prolongada y aguda -que solía ir acompañada de vino, cerveza y más tarde su favorito, el vodka- y su capacidad enciclopédica de conectar temas tan diversos como el arte y la filosofía, con el box, el fútbol y la farándula.

Oriundo de Punta Arenas, el crítico y teórico Guillermo Machuca formó a generaciones de estudiantes de arte en la Universidad de Chile.

“Guillermo era uno de los pocos que no le tenía miedo a los medios de comunicación ni los trataba con desprecio, al contrario, jugaba con sus lógicas y sus formatos y lograba textos notables que tenían esa capacidad de ponerte dentro del problema complejo de una escena artística y, al mismo tiempo, matizarla con toda la vida normal que hay ahí, porque no es una vida excepcional tampoco”, opina Carlos Ossa, doctor en Filosofía y ex compañero de Machuca, en los 80, en Teoría del Arte. “A veces podía parecer muy distante y agrio, pero por otro lado tenía la sensibilidad de captar toda esa finura de detalles que se esconde dentro de la madeja del mundo de la cultura en general. Por eso yo creo que fue tan impactante para todos nosotros su muerte, porque él era un escritor necesario y no hay muchos escritores necesarios hoy en Chile”, agrega Ossa.

Lo impactante de su muerte pasa por las circunstancias en que ocurrió, aún inexplicables. Y es que puede que el contexto de pandemia y confinamiento obligatorio en el que nos encontramos desde hace tres meses haga parecer que Guillermo Machuca era un hombre solitario y que el hecho de que fuese hallado muerto el pasado lunes en su departamento de Ñuñoa fuese señal de una escasa red de apoyo. Todo lo contrario. El crítico y teórico del arte, de 58 años, tenía una preciada cadena de amigos, ayudantes y alumnos; un círculo íntimo que se preocupó de inmediato luego de que el docente en la Facultad de Artes de la U. de Chile interrumpiera sus clases y dejara de contestar las llamadas telefónicas.

Una de las amigas que hizo el hallazgo fue la pintora Natalia Babarovic: “Pudo haber sido Coronavirus, no sabemos, como en dos días más se sabe el resultado del test. Pero igual tenía otras condiciones, bebía harto y tenía una apnea severa. Sobre la despedida, es complicado, los amigos tenemos la idea de cremarlo y hacer un funeral cuando termine la pandemia, pero nada de eso está decidido”, cuenta.

Babarovic mantenía una amistad con Machuca desde el año 1985. “Él estaba en segundo de Teoría del Arte y yo en primero de Artes, nos presentó el artista Hugo Cárdenas y nos hicimos amigos de inmediato. Para mí Machuca era como un hermano y siempre lo vi igual que el que recitaba a Nietzsche en la Escuela, sólo que antes era más joven e invencible. Nos dejó su estilo de escritura, muy suelto, muy de la calle, menos académico, pero creo que su verdadero legado se ve en el amor de sus alumnos e incluso conmigo o con Patrick (Hamilton) y con un montón de artistas, porque aunque él no fuese nadie, yo diría que él nos descubrió a todos, descubría la genialidad que cada uno tenía”, dice la artista.

Guillermo Machuca escribía columnas para el diario The Clinic.

Radicado desde hace algunos años en España, el artista Patrick Hamilton escribió, la misma noche que se enteró de la muerte de Machuca, un texto donde resume la amistad que los unió desde 1994, cuando él estaba haciendo las gestiones para entrar como estudiante de la Universidad Arcis, donde el teórico también fue profesor. El texto es rico en anécdotas y revela un cariño más allá del tiempo y la geografía. “Hablé con Machuca hace tres semanas, justamente para saber cómo llevaba el confinamiento. Me dijo que estaba feliz porque había recuperado parte de su biblioteca y estaba releyendo a Nietzsche, uno de sus autores favoritos. Como no tenia correo electrónico y tenía un celular de palo, la única opción que yo tenía para hablar con él -desde Madrid, donde vivo- era llamarlo directo al celular y que aconteciera un milagro y me contestara. Él se comunicaba conmigo a través de mensajeros, ayudantes, amigos y editores que me escribían por WhatsApp, correo o por Instagram para enviarme noticias y su textos”, comenta el artista a Palabra Pública.

En su texto, Hamilton relata: “Machuca tenía esa generosidad que los “profesionales de la cultura” no entienden ni van a entender. Machuca tenía tiempo, te dedicaba tiempo y perdía el tiempo; no le interesaba la reunión productiva, no encajaba con las planillas, con el mundo del rendimiento ni del objetivo a corto o mediano plazo. ¿Qué vas a hacer ahora? me preguntaba, y si yo decía “tengo que ir al centro, al banco, a hacer trámites”, su respuesta era siempre la misma: “Ah, yo también voy para el centro, te acompaño”. Y así era siempre; toda la tarde caminando, toda la tarde hablando, toda la tarde”.

En estos días -con el protagonismo que tienen las redes sociales- los homenajes a Machuca han sido prolíficos. Ayudantes que cuentan de su manía por seguir usando diapositivas y dictar sus textos porque no tenía computador; alumnos que hablan de la generosidad con que les regalaba libros y los empujaba a hacer obras; y amigos y amigas que valoran su capacidad de contar siempre una historia extraordinaria que bien podía terminar en carcajadas o en una polémica incendiaria.

“Nunca pararemos de hablar de Machuca, de tanto que él habló, ni de escuchar viva su voz, tan expansiva, su humor negrísimo, sus dichos, sobrenombres, su eterno definir, contar películas, especular, exagerar, fabular. Era un tipo rarísimo en el amplio sentido, muy generoso, y a pesar de funcionar en un ambiente donde se supone existe tanta estrategia y programa, él se movía por el interés humano y la amistad”, dice la periodista y editora de Saposcat, Marcela Fuentealba.

Para la artista Francisca Montes, Machuca era más bien como un “amigo-tío” a quien conoció a los 10 años cuando su mamá, la artista Loreto Zúñiga, estudiaba en la Escuela con el crítico. “Mi amistad es heredada de ese periodo. Me acuerdo que subía al techo de la Escuela, lo recuerdo de los carretes que había en nuestra casa, en las inauguraciones donde yo siempre andaba. Y luego, cuando entré a estudiar Arte en 1998, se transformó en mi profesor, pero con él siempre hubo una complicidad familiar”, dice Montes. “Luego de mi primera exposición en el MAC, cuando tenía unos 20 y tantos años, fui a su casa a hablar de mi obra, pero él no quería que le hablara de la obra, sino de la experiencia, de la vida y creo que aprendí eso con él, el cómo la calle y lo más mundano está presente en los diferentes procesos de la obra”.

Un astrónomo sin estrellas

Muchos quizás se pregunten cómo fue Machuca como alumno. Uno de sus profesores, Pablo Oyarzún, también académico de la U. de Chile, lo recuerda hoy y esos recuerdos bien podrían haber servido de ejemplo para el propio crítico en su relación con sus futuros discípulos. “Conocí a Guillermo en 1985, fue ayudante mío, hizo la tesis conmigo y luego lo recomendé para ser profesor en el Arcis, así que tuve mucha relación con él, sin duda, aunque ahora, en vista de lo que ha pasado, lamento mucho no haberme relacionado más con él, porque no se condice con el gran cariño que siempre le he tenido”, dice el filósofo. “La verdad es que también le tuve mucha admiración, más bien por sus características personales, era un tipo totalmente único, que escribía muy bien, y tenía una distancia importante de las habituales exigencias académicas que se han vuelto cada vez más rígidas, y en las que él no cuadraba por su estilo”.

Aunque Machuca era por cierto apreciado por sus alumnos, muchos dicen que le costaba encajar en el actual sistema universitario y el reglamento que hoy se promueve, en el que las relaciones entre alumnos y profesores son cada vez más estrictas. El crítico no dejaba de dar clases ni en el aula ni en el bar y a veces se saltaba los programas de estudios, pero lo que nadie podría decir es que Machuca no estaba donde tenía que estar: en todas las inauguraciones del circuito santiaguino.

“Lo que siempre respeté de Guillermo fue su capacidad de estar en todas, algo sorprendente, porque hoy no todos los críticos lo hacen. Estaba al tanto de todo lo que pasaba en la escena cultural chilena y además se lo leía todo, era de esa antigua escuela, tenía otra formación, otra cabeza y otra pasión también”, dice Nury González, artista, docente de la U. de Chile y directora del Museo de Arte Popular. “Sin ser tan cercana o amiga de él, la verdad es que llevo toda una vida relacionándome con Machuca, porque era parte de la escena, trabajé muchas veces con él y me lo topaba, deambulábamos por los mismos lugares y es una voz que va a hacer falta, obviamente”.

Tres libros clave de Machuca: Alas de plomo (2008), El traje del emperador (2011) y Astrónomo sin estrellas (2018).

Como escritor, Guillermo Machuca era fecundo. Entre sus libros más conocidos está Después de Duchamp (2004), Remeciendo al Papa (2006), Alas de plomo (2008), El traje del emperador (2011) y Astrónomos sin estrellas (2018), además de una incalculable cantidad de textos para catálogos, artículos web y las columnas que escribía para el diario The Clinic, que consagraron su estilo más cercano a la cultura popular, sin transar nunca en sus referencias decimonónicas a la Escena de Avanzada, las obras de Leppe y Dittborn, los textos de Nelly Richard y Ronald Kay, que siempre fueron parte de su mundo crítico.

En términos de producción artística, para Machuca la obra de arte tenía que ser igual que cuando él mismo se enfrentaba a un texto: “Para mí es esencial que las obras reúnan al mismo tiempo liviandad y densidad y eso aplicado en general a la cultura en su manifestación estética, incluida la literatura, el teatro y el cine”, afirmaba Machuca en una entrevista en 2018. “El rol del artista es hacer obras necesarias, no gratuitas, hacer obras que tengan un mínimo coeficiente crítico y que reúnan la tradición del arte con la actualidad, que la obra no sea amnésica, pero que tampoco sea actualizante como ocurre como muchos artistas actuales y que tenga un espesor. Eso es algo que puede tener desde un Picasso hasta un Duchamp, desde incluso un Jeff Koons, hasta un Anselm Kiefer”.

Siempre rodeado de ávidos ayudantes y asistentes, Machuca lograba transmitir esa curiosidad infinita que tenía por todo lo que acontecía. “Él era una persona que leía muy bien el contexto de las cosas, sabía de inmediato qué persona era de confiar y quién no. Era además un tremendo lector, leía mucha literatura, le encantaba el género de las entrevistas, era amante de la buena comida y el buen beber, por supuesto. Le gustaban los deportes como el box y el fútbol, se sabía los nombres de memoria de todos los jugadores. Era una persona además que estaba al tanto de la escena, muchas veces los historiadores del arte pecamos de no ir a las inauguraciones, él iba a todas, siempre conocía la escena, estaba al tanto de los agentes culturales de la época. Yo diría que era humanista de la vieja escuela, una escuela más bohemia, de crónica, de relato, no era tanto de paper erudito, académico como quizás está generándose hoy en las universidad, donde todo está más tecnificado”, comenta el teórico Sebastián Vidal, quien fue amigo de Machuca y su ayudante varios años desde 2001.

Para Vidal, la relación con el crítico fue decisiva en su formación profesional. “Guillermo es alguien muy importante para mi vida tanto personal como profesional, no sólo fue mi profesor en la Universidad, fue un mentor en un inicio de mi carrera, y luego fui su ayudante. De a poco él me fue dando algunas oportunidades, como profesor en distintas otras universidades, me recomendó en la Arcis, en la U. Central y luego en la U. Diego Portales. Siempre confió mucho en mi trabajo, fue mi profe guía de licenciatura y de magíster y era una persona en la que yo confiaba muchísimo en ciertos criterios académicos”.

Claudio Guerrero heredó la ayudantía en 2007 hasta 2012 con Machuca, además, junto al teórico Ignacio Szmulewicz -quien también fue cercano y asistente del crítico- participaron en la investigación para el libro El traje del emperador, editado por Metales Pesados. “En sus ayudantías él te daba bastante autonomía, la verdad, y te ponía a hacer clases rápidamente, confiaba mucho. Además, es una de las personas más prolíficas con las que he trabajado, entonces creo que aún no dimensionamos su aporte real. Tenía ese lenguaje más comunicativo y no críptico y que es muy vital, porque una de las crisis que tiene el arte en Chile es esa separación con el resto de la sociedad. Siempre buscó ser comprendido, comunicarse con públicos más amplios, combinar las referencias de las artes más sofisticadas con la cultura del espectáculo, era sin duda una estrategia para seducir a un lector. Era un investigador, pero muy sui generis, su identidad como sujeto intelectual, por así decirlo, es mucho más del crítico que del investigador”, dice Guerrero. 

Por estos días, Machuca había terminado lo que sería su próximo libro, el que planeaba publicar por Ediciones Écfrasis, una plataforma de difusión de textos curatoriales -como las muchas que han existido en Chile- dirigida por algunos de esos jóvenes estudiantes que seguían al crítico y para quienes éste siempre colaboró con su pluma o por lo menos con una conversación entusiasta. Seguiremos teniendo noticias de Machuca, sin duda.