Economía, derechos sociales, y la propuesta de nueva Constitución

La consagración de derechos como salud, vivienda y educación, entre otros, está entre los pilares de la propuesta de nueva Constitución que los chilenos votaremos el próximo 4 de septiembre. Sin embargo, la factibilidad de su implementación y financiamiento ha sido uno de los grandes cuestionamientos del texto constitucional. En esta columna, Ramón López, Profesor Titular del Departamento de Economía de la Universidad de Chile, revisa las implicancias económicas en torno a la propuesta y advierte que si bien financiar derechos sociales involucra grandes costos, es posible.

Por Ramón E. López

Una constitución no es un programa de gobierno y mucho menos un programa de políticas económicas. Sin embargo, lo que esperamos de ella es que presente objetivos y lineamientos que definan un marco de referencia para la generación de leyes y políticas públicas en el mediano y largo plazo.

Eso es lo que hace la propuesta de nueva Constitución en muchas áreas y, particularmente, con respecto al gran objetivo de proveer derechos sociales a todos los chilenos en materias como salud, pensiones, educación y vivienda. Otro aspecto importante desde el punto de vista de nuestro objetivo de reseñar las implicaciones económicas de la nueva Constitución es que pone término al rol subsidiario del Estado, reconociendo la necesidad de que el Estado participe en estas y otras materias de una manera activa. Así, la propuesta de nueva Constitución remueve todas las limitaciones y restricciones a la participación del Estado en la provisión de los derechos sociales fundamentales que imponía la Constitución de 1980.

Un nuevo sistema político

El fin del Estado subsidiario es un factor fundamental que otorga factibilidad a la consecución de los derechos sociales dentro de un plazo razonable. En el caso de aprobarse el texto constitucional, el Estado estaría facultado para asumir un liderazgo en el proceso, incluyendo amplio espacio para realizar las inversiones y cambios institucionales requeridos para ello.

Sin embargo, la desintegración y atomización de los partidos políticos (hoy existen más de 20 con representación en el Congreso) puede transformarse en un obstáculo para lograr los acuerdos políticos necesarios para estos objetivos. Si bien la nueva Constitución no aporta directamente a la solución de este problema, algunos cambios que propone al sistema político, tales como la eliminación del Senado, si se encaminan bien, pueden contribuir a reducir esta atomización. En todo caso la cuestión del diseño de un sistema político que permita generar los acuerdos necesarios para la implementación de los derechos sociales es algo que debe solucionarse en el corto plazo. Lo que sí me parece claro es que la nueva propuesta no genera condiciones que hagan esta implementación más dificultosa, a diferencia del texto de 1980 .

Más aún, la existencia de un mandato constitucional para la implementación de los derechos sociales le va a otorgar mucho mayor peso político al Estado en la búsqueda de los acuerdos políticos para lograr tales objetivos. Este es un tema que rara vez se considera en el debate público con referencia al plebiscito de septiembre, pero que a mi juicio puede ser decisivo para remover o al menos mitigar las dificultades de implementación de los derechos sociales.

Costos y responsabilidad fiscal

Financiar los derechos sociales involucra sin duda grandes costos económicos, los cuales son extremadamente difíciles de estimar. Un estudio reciente (R. Vergara y otros, 2022) se atreve a hacer este ejercicio, llegando a valores muy diversos, entre 8,9% y 14% del PIB, un amplio margen que refleja la gran dificultad de estimar estos costos.  Obviamente, estos costos no requerirían hacerse patentes en un año, sino que a lo menos en un plazo de cinco años. No se puede esperar que, por el hecho de aprobarse el nuevo texto constitucional, los derechos sociales sean provistos de manera inmediata.

La propuesta de nueva Constitución, por otra parte, establece como un principio fundamental la mantención de la responsabilidad fiscal, que previene el financiamiento vía déficit fiscales insostenibles. Esto implica que el financiamiento de derechos va a requerir esfuerzos tributarios probablemente de alta significación, en adición a los recursos que se obtengan producto del crecimiento de la economía en los próximos años. Chile tiene una de las cargas tributarias más bajas entre los países de la OCDE, de alrededor de 20% del PIB, mientras que el promedio del resto de los países cuando tenían un ingreso per cápita similar al chileno actual era ya de 33,5% del PIB (López y Sturla, Ciper Chile, 2020). Así, si creemos en las estimaciones de costos de financiamiento hechos por el estudio arriba citado, incluso usando la parte alta de esa estimación, digamos 12,5% del PIB, podemos concluir que el financiamiento de los derechos sociales es perfectamente factible dentro de un periodo de cinco años. Si la economía crece a razón de 2% al año promedio en los próximos cinco años, un supuesto bastante conservador, tenemos que al cabo de este periodo el crecimiento va a generar mayores ingresos tributarios por 2,5% del PIB.

Por otra parte, un aumento adicional de 10% en base a mayores tributos aumentaría la carga tributaria total del país al cabo de 5 años a 32,5% del PIB, lo que es todavía inferior a la carga de los países OCDE cuando tenían el ingreso de Chile. Esto da una idea de que el esfuerzo necesario para lograr derechos sociales universales que involucren pensiones dignas, salud gratuita y de calidad para todos, sin importar la capacidad de pago: educación de calidad gratuita desde la etapa preescolar hasta la universidad, y la eliminación de los déficit habitacionales, es absolutamente factible, sobre todo si comparamos con los esfuerzos hechos por la mayor parte de los países hoy día desarrollados, cuando tenían ingresos similares a Chile.

No cabe duda de que las fuerzas tradicionales que se han opuesto a los cambios en el pasado continuarán siendo un obstáculo para el financiamiento de los derechos sociales. Sin embargo, la existencia de un mandato constitucional para el logro y, por tanto, financiamiento de los derechos sociales, va a acrecentar el peso relativo de las fuerzas políticas que se manifiesten en pro del financiamiento de tales derechos.

Más importante aún, una nueva Constitución que mandate la implementación de derechos sociales va probablemente a darle un mayor ímpetu a las organizaciones sociales, sindicatos y organizaciones de pobladores para participar políticamente en la contienda en pro de las reformas requeridas. De aprobarse la propuesta constitucional,  las organizaciones sociales van a percibir de una manera mucho más directa y concreta cómo los factores fundamentales para su bienestar estarán en juego en el proceso político. Esto puede transformarse en un motor para la activa participación de organizaciones de base en favor de las reformas requeridas. Esta participación de las grandes mayorías ciudadanas en favor de las reformas será facilitada por otros cambios que traería la nueva Constitución, en particular, la creación de un mecanismo sistemático de referéndums. Esto puede posibilitar que conflictos entre las fuerzas políticas se diriman directamente por la ciudadanía vía consultas populares. La mera existencia de este mecanismo puede llevar a las fuerzas opuestas a los cambios a ralentizar su oposición a ellos.

No obstante lo anterior, un problema quizá algo más difícil es el desarrollo de las instituciones necesarias, tanto para lograr los significativos aumentos de recaudación tributaria, incluyendo mecanismos para reducir la evasión y elusión tributarias que, de acuerdo con fuentes confiables, alcanza a más del 7% del PIB, como para proveer los nuevos servicios sociales de una manera eficiente. Afortunadamente, existe amplia experiencia internacional entre los países de la OCDE que proveen de adecuados modelos institucionales en ambos frentes, los que pueden ser usados como marcos de referencia para el desarrollo institucional en Chile.                

Reflexiones finales

Garantizar los derechos sociales para todos los ciudadanos dentro de un plazo razonable, que es el corazón mismo de la nueva Constitución, es un objetivo perfectamente factible desde el punto de vista de su financiamiento e implementación.

Los esfuerzos económicos necesarios para estos efectos son perfectamente normales en el contexto de lo que han hecho los países de la OCDE, cuando tenían el ingreso de Chile. Tal vez se podría argüir que el periodo de cinco años para el logro de estos objetivos es demasiado corto, pero Chile tiene ventajas importantes con respecto a las condiciones que prevalecían en los países en que se hicieron estas cruciales reformas. En primer lugar, la base de recaudación tributaria es muy baja, lo que implica que en realidad hay un amplio espacio para exigir un mayor esfuerzo, sobre todo a la élite económica, que en la actualidad tiene una carga tributaria extraordinariamente baja. En segundo lugar, el hecho de que exista una altísima tasa de evasión tributaria (estimada en 7% del PIB) implica que, usando medidas cuya eficacia ha sido probada en otros países, sea posible reducirla drásticamente. Lo mismo es válido para el desarrollo de instituciones para recaudar tributos y proveer servicios sociales, al existir modelos de implementación ya implementados en los países OCDE.

Finalmente, quiero enfatizar la importancia de la existencia de un mandato constitucional claro que instruye a los poderes ejecutivos, legislativos y judiciales la implementación de los derechos sociales para todos los ciudadanos. Esto se constituirá en un factor clave para la aprobación política de las reformas necesarias para hacer efectivo este mandato constitucional. 

Una constitución que podrá ser “de todos”

Fernando Atria, exconvencional constituyente y académico de Derecho de la Universidad de Chile, fue uno de los 154 encargados de idear y redactar la propuesta de nueva Constitución. Hoy, en vistas del plebiscito de salida, el abogado cree que es fundamental entender la crisis que nos trajo a este momento y, de paso, dejar de lado toda idealización: la expectativa de que el texto sería una “solución de paz y concordia” era irreal, advierte, porque “ignoraba la crisis que el proceso enfrentaba y las circunstancias que lo vieron surgir”. Y asegura: “es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como ‘de todos’, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros”.

Por Fernando Atria

El proceso constituyente se hizo posible ante la irrupción de una profunda crisis política. Como ha sido descrito por los observadores más acreditados de nuestra realidad social, no es una crisis causada por el estallido. Así, Manuel Antonio Garretón habla de una “sociedad estallada”; Kathya Araujo de una sociedad fragmentada que coexiste como un archipiélago —“todos cerca, pero islas”—; Juan Pablo Luna de una sociedad “quebrada”. 

Solo cuando esta crisis se hizo innegable, el proceso constituyente se hizo tan posible como necesario. Aquí, cuatro reflexiones en torno a algunos lugares comunes que se han repetido en el último tiempo. 

1. Una idea bella: el anhelo de superación de la crisis

El resultado del plebiscito de entrada alimentó una idea bella: que el proceso constituyente llevaría a esta sociedad en crisis, entre aplausos de todos y en un año, a una solución de paz y concordia, que sería aprobada con entusiasmo por todos o casi todos. La idea era bella porque conectaba con el anhelo del que surgió el proceso constituyente: el de solucionar la crisis, restableciendo la convivencia y la cohesión de una sociedad estallada. Ahora se acusa a la Convención Constitucional de haber frustrado esa expectativa, de “farrearse” una oportunidad de unión. Esa acusación se transforma en un arma de campaña: la nueva Constitución no es “la casa de todos”, y debe ser rechazada para que podamos darnos una que sí lo sea.

Por las razones que se desarrollan en los siguientes puntos, esta expectativa —como toda expectativa irrealista— estaba condenada a ser frustrada. Y transformada en un arma de campaña, malentiende la contribución que la nueva Constitución podría hacer a la superación de la crisis. En el origen de esa mala comprensión hay una concepción equivocada de qué significa que la constitución sea —y cómo puede llegar a ser— la “casa de todos”.

2. Aunque bella, era una expectativa irrealista

La expectativa era irrealista porque ignoraba la crisis que atravesaba el país, a la cual el proceso constituyente buscaba responder. La crisis configura elementos de contexto general y circunstancias específicas.

En cuanto a los primeros, nuestro proceso constituyente tiene una diferencia de enorme importancia con otros procesos con los que a veces se le compara. A diferencia del español, por ejemplo, la experiencia chilena no ocurrió al final de una dictadura, sino después de un período de 30 años de funcionamiento normal de las instituciones democráticas (aunque neutralizadas, como lo explicamos junto a Constanza Salgado y Javier Wilenmann en el libro Democracia y neutralización [Lom, 2017]). Por tanto, no miraba, como en el caso español, a un pasado de dictadura que se quería dejar atrás y a un futuro de democracia que era visto con optimismo y esperanza. En vez, el proceso chileno miraba a una larga y progresiva deslegitimación política de la institucionalidad democrática. Y esta diferencia se proyecta hacia el futuro, que entonces es mirado con ambigüedad: con esperanza, sí, porque será el tiempo de la nueva Constitución, pero también con recelo, ante la posibilidad de que la exclusión anterior se replique en la institucionalidad que viene y de que los partidos políticos y los “poderes constituidos” la neutralicen y la conviertan en una constitución gatopardista.

A esto hay que sumar las condiciones en que comenzó el trabajo de la Convención Constitucional: con acusaciones cruzadas de terrorismo y violentismo por un lado y de violaciones a los derechos humanos y de presos políticos por el otro. Se trataba, además, de un órgano nuevo, al que todos los integrantes llegaban por primera vez, que no tenía prácticas ni reglas establecidas de antemano, en la que no había relaciones ni personales ni políticas previamente establecidas. Como la crisis es también la crisis de los partidos políticos, tampoco había condiciones propicias para la articulación política. 

En estas condiciones, esperar que el momento constituyente solucionara todas las divisiones y “nos uniese” en el plazo de un año era ignorar totalmente la realidad.

Crédito: Fabián Rivas

3. Cómo la constitución puede solucionar la crisis

Lo anterior es consecuencia de una observación bastante evidente: una sociedad estallada, quebrada, no se repara por decreto. Por eso no podía esperarse que la sola propuesta de nueva Constitución produjera el momento de unidad deseado. Pero esto no quiere decir que no sea parte de la superación de la crisis.

A mi juicio, la constitución anterior se hundió cuando se hizo evidente la conexión que había entre el modo en que ella fijaba los términos fundamentales de la convivencia y la experiencia de abuso.. Esta conexión, de hecho, fue certificada oficialmente varias veces, la última de las cuales ocurrió en 2018 cuando el Tribunal Constitucional decidió que la constitución prohibía la existencia de un SERNAC que pudiera proteger eficazmente los derechos de los consumidores frente al abuso de las empresas. Esto explica lo que el profesor Juan Pablo Luna agudamente observa: “Por mucho tiempo una parte significativa de la población en Chile estaba quedándose atrás, tenía altos niveles de resentimiento y estaba desarrollando un fuerte desapego institucional por sentirse sistemáticamente vulnerada. Eso explica que el conflicto social y el descontento que vemos hoy generen una rabia difícil de canalizar y volver a un cauce institucional”.

El abuso es unilateralidad, es la constatación de que no todos son igualmente considerados: unos pesan más que otros. Por eso la rabia y el resentimiento que Luna describe. La superación de la crisis es cambiar esta unilateralidad por reciprocidad, por la idea de que todos son igualmente considerados, igualmente dignos.

Esto es lo que hace la nueva Constitución: cambia los términos fundamentales de nuestra convivencia social y política, moviéndolos de la unilateralidad a la reciprocidad. La propuesta de constitución es acerca de «nuevos tratos»: eso es el Estado social y los derechos sociales, que buscan hacer que la prosperidad material vuelva a la sociedad, para asegurar las condiciones materiales de la libertad para todos; eso es la plurinacionalidad e interculturalidad, un nuevo trato entre el Estado y los pueblos originarios; la paridad, entre hombres y mujeres; el Estado regional, entre el centro y las regiones, etcétera. 

La nueva Constitución, entonces, comenzará un proceso de restablecimiento de la reciprocidad en nuestra convivencia, por oposición a la unilateralidad anterior. Y así contribuirá a superar la crisis. No será una solución automática, será un proceso. Pero no podría ser de otro modo, dada la profundidad del problema.

4. Cómo la constitución será “la casa de todos”

Si era irrealista la idea de que la constitución nos uniría, ¿debemos decir que lo irrealista era la idea misma de que la constitución sería una “casa de todos”? ¿Acaso estamos condenados a una constitución que nos divide, a ser un país dividido por la Constitución?

Esa conclusión sería apresurada. Y para eso es útil notar por qué la Constitución de 1980 nunca fue “de todos”: porque la manera en que diseñaba la política institucional tenía la finalidad precisa de neutralizar la política democrática, de modo que la institucionalidad que constituía no podía ser reconocida como “propia” por todos (véase mi libro La Constitución tramposa [Lom, 2013]). La institucionalidad de la nueva Constitución no es tramposa: no interviene los órganos de elección popular con integrantes no elegidos y designados, de modo que amplifiquen el poder de los herederos políticos de la dictadura; no tiene reglas contramayoritarias en el proceso legislativo que permitan a esa misma minoría bloquear la modificación o dictación de una ley; no sujeta la discusión política a la opinión de un órgano que actúa contra la política democrática en protección de la constitución; no condiciona su propia reforma a altos quórums parlamentarios, dándole así a pequeñas minorías que la defienden los medios para impedir su reforma. 

Todo esto significa: es una constitución que podrá, en el tiempo, ser reconocida como “de todos”, en el sentido de que no crea una institucionalidad pensada para unos en contra de otros.

Y aquí, el argumento se une a lo dicho más arriba: en la medida en que cambia la unilateralidad por reciprocidad, permitiendo así la reconstrucción de la convivencia; en la medida en que su institucionalidad sea vista como una que es para todos, no de para unos contra otros; en la medida, en fin, en que sea reconocida como la constitución que nos permitió reconstituir nuestra vida política, la nueva Constitución será asumida como «nuestra», de todos. Esto no es una predicción sobre el futuro, es un juicio que descansa sobre el sentido de los «nuevos tratos» contenidos en el texto, y sobre el modo en que configura las instituciones políticas fundamentales. En este sentido, y porque su contenido la convierte en el tipo de constitución que puede en el tiempo ser reconocida como “la casa de todos” —y no por la idea fantasiosa de que puede unir súbita y espontáneamente una sociedad fracturada, estallada—, la nueva Constitución es la casa de todos.

¿Por qué es importante una constitución?

De todas las preguntas que han surgido durante el proceso constituyente, esta parece ser la más simple, pero la más relevante. Mientras se discuten pros y contras de la propuesta presentada por la Convención Constitucional, es importante volver a los aspectos básicos del debate. Con este objetivo, UChile Constituyente, junto a la Fundación Max Planck y el Instituto Desafíos de la Democracia, organizaron los seminarios “Sala Constituyente. Diálogos al alero de la Chile”, nueve encuentros en torno a las principales normas del texto constitucional. Reunimos los puntos principales de la primera sesión, en la que se analizó para qué sirve la constitución de un país.

Por Víctor Hugo Moreno

11 capítulos, 388 artículos, un preámbulo, 57 normas transitorias, 178 páginas. Son algunos de los números que marcan la propuesta de texto de nueva Constitución, que se presentó el 4 de julio, y que deberá ser votada por las y los chilenos el próximo 4 de septiembre, en el plebiscito ratificatorio de salida. Más allá de estas cifras, lo esencial está en los contenidos: cada norma en sí misma es una fuente de información que tiene un alcance, un significado para el futuro del país. Una constitución política busca trazar una hoja de ruta, un horizonte por el cual camina una sociedad en el largo plazo, respondiendo al contexto y al momento histórico. 

En este escenario, la Universidad de Chile creó la plataforma UChile Constituyente, a través de la que ha aportado al proceso desde el conocimiento de sus académicos y académicas. Como última etapa del proyecto, se organizaron nueve seminarios para analizar y explicar a la ciudadanía los alcances de la propuesta constitucional, en vistas de fomentar un voto informado. El primero de estos encuentros se realizó el 5 de julio, un día después de la entrega del texto al presidente Gabriel Boric. En la sesión, titulada «Nueva Constitución: ¿Cuáles son sus ejes rectores?», se analizó la relevancia de contar con una constitución política y los grandes lineamientos que marcan la propuesta que hoy Chile tiene en sus manos. 

Compartimos parte de lo que se debatió en la voz de quienes expusieron: Francisco Zúñiga y Ana María García Barzelatto, académicos de la Facultad de Derecho; Claudia Heiss, académica de la Facultad de Gobierno, y Carolina Carrillo, del Centro de Estudios Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile.

Crédito: Felipe PoGa

¿Qué es una constitución? ¿Para qué sirve?

La pregunta más sencilla, pero a la vez más fundamental, dio inicio al debate. Hubo consenso en que las constituciones marcan tanto el orden institucional de un Estado, como sus relaciones de poder, con algunos elementos para limitarlo y otros para regularlo. Se expuso que las constituciones están hechas para otorgar dignidad a las personas, mediante derechos que les son reconocidos en vías de lograr un mayor bienestar. También surgió el concepto de “bien común” y cómo una constitución debiese orientar sus contenidos normativos hacia su búsqueda. Las constituciones, coincidieron los panelistas, responden también a un determinado momento y contexto histórico. “Son hijas de su tiempo”, expuso Francisco Zúñiga. Por último, se destacó que estos textos debiesen lograr reconocernos como sociedad, mediante una identidad común consagrada por medio de un pacto social. 

Claudia Heiss

“Las constituciones tienen una función, podríamos decir, descriptiva: describen lo que somos como comunidad política, cuáles son las relaciones de poder existentes en una sociedad, y tienen otra dimensión que es más bien prescriptiva: ¿cómo quisiéramos ser?, ¿qué cosas nos importan como comunidad política?, ¿hacia dónde quisiéramos avanzar como sociedad? Por otro lado, las constituciones limitan el ejercicio del poder, pero también hacen posible el ejercicio del poder. O sea, empoderan al mismo tiempo que limitan, son en cierto modo contradictorias en este sentido (…)”.

“También, las constituciones reflejan relaciones de poder existentes. Eso lo hemos podido ver en Chile en el siglo XIX, con la pugna entre liberales y conservadores y el triunfo que se consagró con el reemplazo de la Constitución de 1828 por la de 1833, una constitución más autoritaria, más presidencialista. En ese sentido, es importante entender la expresión de las relaciones de poder en la constitución como un elemento legitimador. Si vemos que la constitución favorece a unos grupos sobre otros, eso va a generar problemas de legitimidad”. 

Ana María García

“Cuando hablamos de una nueva constitución, nos estamos refiriendo a la forma en que el Estado está constituido y cuál es su forma de ser, su manera de organizarse. Esto se traduce en normas jurídicas que le dan una cierta fisonomía y características y, en este sentido, las constituciones han estado presentes en todas las formas de organización política, ya sea en las antiguas ciudades, estados, imperios (…)”.

“Una constitución es un conjunto de normas, de reglas que pueden estar escritas o no, codificadas o dispersas, que rigen y forman la vida política de un Estado o de una organización política cualquiera. En suma, es la organización fundamental de las relaciones de poder del Estado. ¿Por qué es fundamental? Porque es la norma primera a la cual se subordinan todas las demás. Tiene supremacía, es la norma superior”. 

Francisco Zúñiga 

“Las constituciones son atributos de la estatalidad. La constitución escrita parte con el constitucionalismo liberal burgués del siglo XVIII, que pretende establecer un estatuto que limite el ejercicio del poder político, dado que se transita desde monarquías absolutas a estados liberales (…)”.  

“¿Qué esperamos de una constitución? Dos cosas: un estatuto del poder adecuado a su sistema político democrático y, segundo, una carta de derechos. Las constituciones liberales del siglo XVIII y XIX nos hablaban de un estatuto del poder, básicamente pensando en las limitaciones al poder. Las constituciones contemporáneas piensan un estatuto del poder limitando el poder —porque están dentro de estados de derecho—, pero también imponiendo directrices al poder público en armonía con un Estado social y democrático de derecho. En materia de carta de derechos, las constituciones de hoy no se satisfacen solo con derechos individuales o derechos políticos. Van más allá, y abarcan derechos civiles que piensan en la autonomía de las personas, como los derechos reproductivos de las mujeres, los derechos de la sociedad digital, los derechos del consumidor y un amplio catálogo de derechos económicos, sociales y culturales, que suponen tener un Estado robusto y un poder político sometido a ciertas directrices. Se trata de una suerte de carta de navegación para generar las condiciones de una nueva ciudadanía social”.

Carolina Carillo 

“Soy estudiante de Sociología, y quizás mi argumento no vaya tanto por la factibilidad jurídica de ciertos artículos, sino por la forma en que una constitución plasma desafíos y proyectos que, al final, se relacionan con el pacto social. Y, también, con el hecho de que el rol de una constitución es llevar una discusión y una legislación que sea, como se dijo, ‘hija de su tiempo’ (…)”.  

“Ante la crisis de 2019, hay que recordar que más allá de lo que [esta propuesta] nos permita cambiar en términos políticos a futuro, [lo esencial es] que mejora el Estado, incluso con elementos novedosos, como el tratamiento de la información y de los datos. [En ese sentido, es] una constitución del siglo XXI, y lo principal que logra es reconocernos: reconocer las distintas lenguas, familias, identidades, disidencias; reconocer a las mujeres. Y esto es lo que deberíamos estar pensando, [en vistas de lograr] una reconstrucción del tejido social”. 

¿Cuáles son los ejes rectores de la propuesta de texto? 

Al momento de analizar los ejes centrales del texto, los expositores coincidieron en que uno de los puntos esenciales es la consagración de un Estado social de derechos, junto con una considerable ampliación de nuevos derechos fundamentales que no habían tenido rango constitucional hasta ahora. También, se establecen otros elementos innovadores relacionados a temas de género, plurinacionalidad, medioambiente y a la instauración de un Estado regional.  

Claudia Heiss

“La nueva Constitución responde a problemas que se generaron a partir de la constitución anterior. Es decir, resuelve problemas que la Constitución del 80 contribuía a exacerbar en dos dimensiones: por un lado, la exclusión de ciertos grupos de la sociedad de la decisión política. La propuesta avanza de manera importante en paridad de género, incorporación explícita de los pueblos originarios en decisiones que les afectan, en incorporar mecanismos más fuertes de participación ciudadana a través de iniciativas populares, de fortalecer los plebiscitos locales, comunales y regionales (…)”.

“El segundo elemento relevante como respuesta a los problemas del pasado tiene que ver con los derechos económicos, sociales y culturales, y con la protección del medioambiente; es decir, la primacía del bien común sobre el interés particular, donde resulta muy importante el reconocimiento de los derechos sociales”.

Ana María García

“Considero que los ejes centrales de este proyecto emanan de los primeros artículos y, concretamente, del artículo 1º, que define a Chile como “un Estado social y democrático de derechos”. Es una expresión que se proyecta en el texto constitucional mediante el reconocimiento de una serie de derechos sociales, algunos de los cuales estaban, pero sin garantía y protección expresa. Y se agregan otros nuevos, bastante numerosos, como la vivienda digna, el derecho al agua y al saneamiento, el derecho a la ciudad, a vivir seguros y libres de violencia; los derechos sexuales y reproductivos, y varios derechos vinculados con la naturaleza y el medioambiente (…)”.

“Esto, además, significa un enorme cambio en el rol que deberá desarrollar el Estado para dar efectiva protección a estos derechos, con una participación mucho más activa de lo que ha tenido hasta ahora. Luego, hay otros aspectos importantes que son innovaciones, como la plurinacionalidad intercultural y la declaración del Estado de Chile como regional y ecológico”.

Francisco Zúñiga 

“El proyecto es fruto del ejercicio de un poder constituyente originario, democrático y, por tanto, eso determina su grado de innovación y lo que denominamos la ‘refundación institucional del orden político y democrático’. [Decir] esto es no tener temor a las palabras: la ‘refundación’ no es partir de cero; “es partir de una hoja en blanco, sin pre-texto, sin veto en el juego político desde una deliberación constituyente auténticamente democrática (…)”. 

“Haciendo las cuentas, estamos hablando de 103 derechos fundamentales autónomos, y un importante capítulo de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales; además de un capítulo de derechos sociales robusto que se corresponde con un Estado de bienestar fuerte. Y naturalmente, con la apertura de una estrategia multinivel y a largo tiempo: veinte, treinta años para sostener en el tiempo un sistema de protección social que genere las bases de una auténtica ciudadanía social”. 

Carolina Carillo 

“Las primeras demandas de cambio constitucional que se vuelven populares desde 2011, desde el movimiento estudiantil, llegan a este nuevo texto. La propuesta incluye dentro de sus ejes los conceptos que servirán no solo para el análisis jurídico, sino para la discusión pública que se dará en el proceso legislativo posterior correspondiente a esta constitución. Nosotros, como jóvenes, esperamos que se pueda dar un proceso de discusión profunda (…)”. 

“Ojalá que, desde donde hablo, surja una generación deseosa que se abra a la política y que [permita que] se instalen estos cambios. Si leemos la propuesta [teniendo en mente] 2019 y las pancartas que estaban presentes, podemos ver que los artículos consagran distintos conceptos que estaban muy presentes en las demandas que hemos planteado como pueblos de Chile en los últimos veinte años”.

Nueva Constitución, nuevo estatus de las comunicaciones

“Las propuestas sobre comunicaciones contenidas en el borrador de la Constitución son muy interesantes y superan el enfoque de libertad negativa que tiñe hasta ahora nuestro ordenamiento constitucional y legal en la materia”, escriben Claudia Lagos y Tomás Peters. En este extracto del editorial del último número de la revista Comunicación y Medios, la académica y el académico de la Facultad de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile analizan el proyecto constitucional desde la perspectiva de las comunicaciones y la libertad de expresión. Este extracto fue ligeramente modificado respecto a su original para efectos de diagramación y fluidez del soporte digital.

Por Claudia Lagos Lira y Tomás Peters

Al momento en que cerrábamos la edición de este número, las comisiones de Preámbulo y Armonización de la Convención Constitucional estaba afinando el borrador de una nueva Constitución a ser plebiscitado el 4 de septiembre del 2022. Varios pasos en falso de algunos constituyentes dañaron la credibilidad de la Convención y de su labor (como el caso de Rojas Vade) y la estridencia en los discursos y prácticas de otros integrantes del órgano hizo lo suyo (un constituyente que votó mientras se duchaba, otra que ridiculizó a los representantes de pueblos originarios, su lenguaje y su legitimidad, y varios que difundieron información mañosa o derechamente falsa en sus redes sociales). La dificultad por encontrar un diseño, un equipo y objetivos comunicacionales comunes y coherentes entre la Convención misma y cada uno de sus integrantes fue un problema persistente durante todo el proceso.  

Sin embargo, más allá del ruido, el documento consolidado de las normas aprobadas por el pleno de la Convención contempla una serie de elementos claves para el campo de las comunicaciones, los medios, el periodismo, la cultura y el conocimiento. Es importante despejar un nudo que emerge en la conversación, en general crispada, de si regular o no y cómo. En efecto, todas las sociedades regulan, de una u otra manera, el derecho a la libertad de expresión, el funcionamiento de los medios de comunicación y la infraestructura. Cómo se regula, cuál es el alcance de las reglas y los organismos fiscalizadores y qué mecanismos se utilizan varían según el contexto. Hay distintas experiencias internacionales que hay que mirar desprejuiciadamente. Regular o no el campo de las comunicaciones, los medios, el periodismo y la cultura genera pánico; sin embargo, hay que desdramatizar el debate y alimentarlo sobre la base de la evidencia.

Es interesante, también, el contrapunto del momento constituyente de la Constitución de 1980 con el momento constituyente actual. En efecto, mientras aquella se concibió al amparo del secretismo, la discusión reservada entre unas pocas personas, la mayoría hombres, abogados, conservadores o de centro derecha liberal, y la palabra final de boca —o puño y bota— del dictador, el proceso actual ocurre en un contexto comunicacional hípermediatizado, en un contexto cultural más bien exhibicionista y con enorme transparencia en su funcionamiento, lo que tiene ventajas y desventajas, como hemos visto.

Dicho eso, las propuestas sobre comunicaciones contenidas en el borrador de la Constitución son muy interesantes y superan el enfoque de libertad negativa que tiñe hasta ahora nuestro ordenamiento constitucional y legal en la materia (como han demostrado Ahumada y Sapiezynska). En efecto, se mantienen y fortalecen los principios de transparencia, probidad y rendición de cuentas con que deben actuar los organismos y funcionarios públicos, así como el derecho de acceso a la información pública. En este aspecto, resulta interesante que el Consejo para la Transparencia adquiere estatus constitucional, una novedad en relación con el ordenamiento vigente. Distingue, también, una institucionalidad propia para el tratamiento de datos personales, un anhelo de los especialistas y activistas del tema en Chile. 

El borrador garantiza, también, los derechos fundamentales clásicos en esta materia, como el derecho a la libertad de pensamiento, de opinión y de libertad de expresión, sin censura previa. Del mismo modo, se reconocen las dimensiones sociales y colectivas del derecho a la comunicación, un enfoque que tiene una larga tradición teórica y activista en el mundo desde el informe McBride (1980), pero también en América Latina, en particular, y que no había encontrado reconocimiento en el ordenamiento chileno. Allí se reconoce el derecho que le asiste a toda persona a fundar y sostener medios de comunicación, la prohibición de los monopolios, el deber del Estado de evitar la concentración de los medios y contempla, también, un sistema mediático público de alcance nacional, regional y local. La neutralidad de la red, la conectividad concebida como servicio básico, como el agua o la electricidad, y el mandato a superar las brechas digitales son dimensiones novedosas también en el ordenamiento constitucional propuesto.

El carácter plurinacional, plurilingüista y feminista del borrador es central para complejizar el estatus de la libertad de expresión, el derecho a la comunicación y la expresión de la diversidad contemplada en los instrumentos internacionales de derechos humanos a los que Chile adhiere. Distintos fallos en esta materia, así como recomendaciones internacionales, han avanzado en estas dimensiones de la libertad de expresión.

Necesitamos resignificar la comunicación como un ritual y no sólo como pura transmisión o tecnología, tal como lo proponía James Carey: “la comunicación es un proceso simbólico en el cual se produce, mantiene, repara y transforma la realidad”. O, recordando la metáfora del hilo y el cordón, de la prensa obrera feminista de inicios del siglo XX, citada en el libro Torcer la palabra: Escrituras obrera-feministas, editado por el Colectivo Catrileo-Carrión:

¿Os habéis fijado, que cuando en la labor de nuestra costura, necesitáis cortar un hilo es mui fácil hacerlo, pero cuando se trata de cortar dos o más hilos unidos o retorcidos, apeláis a las fuerzas o a las tijeras para cortarlos?… Pues bien: de este sencillo hecho y práctico ejemplo, se puede sacar una provechosa enseñanza. La obrera que viva y trabaje aisladamente, encastillada en su egoísmo, consumiendo su salud y enerjías para incrementar el capital del verdugo, que la esplota, es un solo hilo. Pero las obreras, que oyendo la voz de la razón y del derecho, se aúnan en una sola voluntad para mejorar su condición, serán un cordón que los hilos han formado y que no será suficiente una fuerza o voluntad para romperlo (Esther Valdés. “Nuestra Situación”, en La Alborada, No. 29, 27 de enero, 1907).

Hoy, como hace más de un siglo, necesitamos retejer la trama de las comunicaciones —sustantivo que comparte, recordemos, la misma raíz con comunidad y comunión— y establecer un nuevo pacto social que nos permita pensar lo común. Pero, para hacerlo, se necesita de una legislación que promueva y refuerce el pluralismo informativo en televisión local, regional y comunitaria. Como revista Comunicación y Medios pensamos que aquello puede ayudar a construir una mejor democracia.

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¿Qué ley de patrimonio necesitamos de cara a una nueva Constitución?

En el marco de la discusión sobre la nueva Ley de Patrimonio Cultural, los académicos de la Universidad de Chile Alejandra Araya y Felipe Gallardo critican las carencias del proyecto en tramitación en el Congreso, y se preguntan por qué se debería considerar una ley apropiada para Chile. “Una nueva Ley del Patrimonio, una ley de verdad, debiese ser inclusiva, realmente participativa y oportuna, no una operación de última hora que dé pie a suspicacias”, dicen los autores.

Por Alejandra Araya y Felipe Gallardo

A veces, las palabras pueden crear la ilusión de una realidad. Igualmente, el alcance de un concepto no necesariamente se agota en el léxico. Algo así ha pasado con el reciente proyecto de nueva Ley sobre Patrimonio Cultural impulsado por la administración del expresidente Piñera, en el que se buscó reemplazar la actual Ley 17.288 de 1970, denominada Ley de Monumentos Nacionales, y donde se ha demostrado que, a pesar de la necesidad, no cualquier novedad es buena.

Que la actual ley requiere una actualización, no hay duda. Que la actual ley está obsoleta, discutible. Recordemos que la actual ley, sospechosa y convenientemente desprestigiada por algunos sectores, ha permitido que diversas comunidades hagan frente al desarrollo inmobiliario privado posibilitado por las carencias de los Instrumentos de Planificación Territorial; ha permitido reconocer y reparar graves violaciones a los Derechos Humanos cometidos en dictadura, y ha posibilitado la presentación y reconocimiento de siete sitios como Patrimonio Mundial por la UNESCO. Además, sigue permitiendo la protección de nuestro patrimonio cultural inmueble. A pesar de denominarse Ley de Monumentos Nacionales, el cuerpo legal ha llegado a abordar en la práctica, como en ningún otro caso, el patrimonio cultural en un país que solo desde el año 2017 cuenta con un ministerio que lleva en su nombre las palabras artes, culturas y patrimonios[1].

El miércoles 4 de marzo, tras salir de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados sin informe, y ser presentada a la Comisión de Hacienda, el proyecto de Ley de Patrimonio Cultural (Boletín Nº12.712-24) pasó a votación en sala: 62 votos a favor, 53 en contra, 3 abstenciones. Pasó al Senado.

Estupefacción. Es la palabra que describe la sensación de una parte importante del mundo del patrimonio, considerando que la oposición al nuevo cuerpo legal se fundamentaba en tres aspectos:

Primero, que una nueva legislación sobre el patrimonio cultural debía considerar como requisito una consulta indígena debido a la suscripción del Estado de Chile al Convenio 169 de la OIT.[2] Esto, sin considerar que la opinión de los pueblos originarios debiese ser un imperativo ético, toda vez que gran parte del patrimonio arqueológico les pertenece.

Segundo, que a pesar de la indicación sustitutiva agregada, la ley adolecía de múltiples e importantes carencias técnicas, a pesar de un supuesto proceso de participación donde la administración pasada incorporó lo que estimó conveniente. En este sentido, la definición de patrimonio y los fundamentos de la composición del Consejo de Monumentos Nacionales, además de las categorías y mecanismos de protección (abriendo espacio a la impugnación de la protección de un bien), eran muy discutibles.

Tercero, y no menor, parecía una imprudencia o falta de tino, en pleno funcionamiento de una inédita Convención Constitucional y ad portas de un cambio de administración del Estado y de composición del Congreso, insistir en una ley cuyos contenidos podrían no ser concordantes con los resultados de estos procesos institucionales de cambios. El escenario ya presentaba eventuales modificaciones fundamentales, tal como la definición del Estado de Chile como plurinacional y multicultural en el marco de la Convención Constitucional.

Visto lo anterior, no parecía factible una tramitación exitosa, lo cual habría sucedido –contra todo pronóstico– de no mediar diversas gestiones que permitieron detener el proyecto en la semana del cambio de mando.

La fragilidad del sistema que permitió casi aprobar la nueva ley nos recuerda la necesidad de abordar el patrimonio cultural con altura de miras, decoro y respeto, y de manera más definitoria por las necesidades actuales. Por ello, fueron pecados de la propuesta no estar atentos al proceso y la metodología. La ley se promovió y se impuso a los diversos actores en el marco de una discutible participación, tras una primera derrota que obligó a generar una indicación sustitutiva. Exceso de claridad, porfía y soberbia impidieron llegar a acuerdo. Falta de planificación impidió abordar la participación del mundo indígena porque implicaba no tener una ley dentro del período del pasado gobierno.

Una nueva Ley del Patrimonio, una ley de verdad, debiese ser inclusiva, realmente participativa y oportuna, no una operación de última hora que dé pie a suspicacias.

En este contexto, tenemos discusiones pendientes, tal como la reflexión de cómo nos insertamos en la materia, en el concierto internacional y su respectivo repertorio de convenciones, convenios, y experiencias. Pero ¿lo haremos de manera imitativa o nos arriesgamos un poco más y seremos creativos? ¿Qué ley necesitamos?

Una que considere el estado actual de la sociedad chilena y sus actorías patrimoniales, que han hecho uso de las normativas vigentes como procesos de patrimonialización y, al mismo tiempo, las han ampliado en la práctica con efectivos procesos de apropiación social del patrimonio. Tenemos que realizar un abordaje conceptual que permita tener una ley cuyo objeto sea el patrimonio cultural, no una ley que huele a reglamento. Una ley que admita procesos diversos y dinámicos para establecer los valores por los cuales un bien puede ser considerado patrimonial. Quizás, una ley que use dicho léxico para avanzar hacia el de la herencia cultural de los pueblos, los territorios y las comunidades.

Habría que reconocer que, a pesar de las taxonomías convencionales (tangible, intangible, mueble e inmueble, material e inmaterial, entre otras), el patrimonio es un fenómeno que también se presenta integrado, aspecto que debe aquilatarse en su justa medida. Por ejemplo, ¿cómo abordar la protección de prácticas culturales en contextos donde los cultores de las prácticas no cuentan con medios de subsistencia dignos? Una ley que podría establecer un sistema nacional del patrimonio cultural que, integrando a las diversas actorías culturales locales en red y no piramidalmente, dinamice de manera permanente los patrimonios culturales anclados en regiones, comunas, comunidades e instituciones diversas, así como interministerialmente conectada con perspectiva integral para generar políticas efectivamente públicas.

La sustitución del concepto de bienes culturales, incluida en el proyecto inicial, por la definición de patrimonio cultural no es justificada por instrumentos internacionales vigentes o validados. Es general y su falta de especificidad sigue dejando la acción de protección por vía de las declaratorias a criterios asociados a la autoridad que se reconoce a las y los miembros de los consejos y a los especialistas. Las comunidades solo aparecen como sujetos de consultas pero no de conocimiento validado o voces autorizadas para definir los elementos que identifican al patrimonio cultural como bienes, prácticas y personas que dotan de sentido, identidad y pertenencia a las comunidades. Aun así, siguiendo dicho principio existen vacíos relacionados con la definición de patrimonio cultural que se refleja en los miembros de los Consejos a nivel nacional y regional. En ellos no se encuentra el Archivo Nacional, ningún representante de las artes, las lenguas, la literatura… ni nadie de pueblos originarios.

Si miramos las legislaciones de México o Ecuador aparece un concepto interesante que distingue al patrimonio cultural de otros patrimonios. Es el de autenticación, es decir, que algo es patrimonio cultural cuando da prueba de existencia a grupos específicos de la sociedad. El concepto de patrimonio remite al de herencia y legado, posibilidad de reconocimiento y existencia de la vida humana como parte de un ecosistema que incluye a la cultura y que, por tanto, dota de un sentido más integral al concepto de conservación, que lo dinamiza. ¿Se puede hablar de patrimonio cultural sin definir lo que estamos entendiendo por cultura o culturas? Nos estamos quedando solo con el término patrimonio o en plural, pero el adjetivo cultural debe ser sustantivo en una ley sobre patrimonio cultural.

En los próximos meses esperemos poder avanzar en estas y otras direcciones, por el bien de todos, todas y todes.


[1] Si bien el patrimonio cultural se aborda en la Ley de Bases de Medio Ambiente por la vía del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, es de manera subordinada a la Ley de Monumentos Nacionales. Por otra parte, la Ley General de Urbanismo y Construcciones, en su artículo 60, aborda solamente el patrimonio Cultural inmueble por la vía de los Inmuebles y Zonas de Conservación Histórica.

[2] Organización Internacional del Trabajo

Plurinacionalidad, el potencial político de los pueblos

Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.

Por Claudio Alvarado Lincopi

Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad. 

No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.  

Inés, ¿podemos vivir juntos? 

Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.    

La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre. 

Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.      

Reconocimiento, el primer paso

Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.

Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.  

Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.

Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge. 

Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.      

La urgencia de superar el multiculturalismo

La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.

Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación. 

Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder. 

Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos. 

¿En qué va la Convención Constitucional? 

Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.      

Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.     

Hablemos claro

Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha por nuestros problemas de comprensión, pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe, dice el académico y lingüista Guillermo Soto. Hablar claro no significa simplificar lo que decimos, sino admitir que la metáfora de la democracia como una plaza pública no funciona si no nos entendemos. Por eso, plantea, la Constitución deberá satisfacer el «derecho a comprender» estando escrita «de la manera más clara que sea posible».

Por Guillermo Soto Vergara

A todos nos ha pasado: la letra chica; la frase que ahí, donde la leemos, no tiene su sentido usual; la acusación vaga contra otro que nos hace pensar lo peor de él (ya sabemos: «piensa mal y no errarás»). El lenguaje es un instrumento de comunicación, reza el tópico, pero puede servir también para lo contrario: confundirnos, bloquearnos el entendimiento, llevarnos a creer otra cosa. En el extremo: engañar y mentir. Pero no hace falta llegar al extremo ni asumir mala intención del hablante para que los efectos sean graves. Cuando el paciente no entiende lo que le dice el doctor o cuando el ciudadano no comprende una norma que afecta su vida cotidiana, la cosa no anda bien. Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha. «Le falta comprensión lectora», decimos, seguros de que la última prueba estandarizada del caso reafirmará que los chilenos no sabemos leer (así, sin más especificación, desde el Condorito hasta un tratado de física cuántica). Pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe: oraciones extensas que vuelven sobre sí mismas llenas de barroquismos, frases ambiguas, incoherencias, imprecisiones, etcétera. El resultado es previsible.

De las clásicas cualidades del estilo, la precisión y la claridad son esenciales para la vida moderna, tanto en lo hablado como en lo escrito. No se trata de exigencias de una estilística añeja. El ciudadano debe, en general, entender las normas que rigen su vida social, los fallos de los tribunales a que acude y los mensajes que emanan de los organismos públicos. El auxilio del experto es importante, por supuesto, e imprescindible para muchas tareas, pero el lenguaje oscuro excluye, pone una barrera entre el Estado y los ciudadanos que puede terminar afectando el funcionamiento mismo de la democracia. Tampoco ayuda la falta de claridad en campos como la salud o aun en el comercio. Enfrentado a textos enrevesados, incomprensibles, el ciudadano no sabe qué hacer, se frustra, puede llegar a sentirse engañado, «pasado a llevar», como decimos tan gráficamente en nuestro país.

El académico y lingüista Guillermo Soto es miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua.

Hablar claro no es simplificar lo que decimos. No se resuelve con dibujos y globos que pongan en fácil los mensajes como si los adultos no fueran capaces de comprenderlos. Podemos distribuir cartillas con animalitos de colores, pero eso (que también tiene su sentido) no nos libra de la necesidad de expresar con claridad y precisión los mensajes públicos originales. Las personas tienen derecho a comprender.

En los últimos años, distintos órganos del Estado han venido impulsando un proyecto de lenguaje claro en el ámbito jurídico. Entre ellos, la Corte Suprema, la Contraloría y la Cámara de Diputados. Es un proyecto bienvenido, que se suma a la preocupación por el uso no discriminatorio del lenguaje y que probablemente vaya ampliándose a otras áreas de la vida social. La socorrida metáfora que equipara lo público a una plaza en la que todos somos admitidos y deliberamos en libertad, presupone que podamos entendernos. Si esa condición no se cumple, la plaza puede ser apenas un espejismo.

Este año, Chile ha iniciado el proceso de discusión de una nueva ley fundamental. La Convención Constitucional tiene por delante una tarea difícil pero necesaria: proponer al pueblo, en vez de la Constitución que nació en dictadura, otra generada en democracia. Creo que todos estamos de acuerdo en que esa Constitución tiene que resguardar los derechos de las personas y propiciar una sociedad inclusiva y no discriminatoria. No estoy seguro de que deba incluir en su articulado, explícitamente, el derecho a comprender. Sí estoy convencido de que la propia Constitución debe satisfacer ese derecho. Para ello, tendrá que estar escrita de la manera más clara que sea posible. Por lo que sabemos, la Convención ya ha dado pasos en ese sentido.