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Tiempo de reconocimiento

Con la instalación Tu nombre aumenta la eternidad, el artista chileno Fernando Prats rememora los 50 años del crimen del general Carlos Prats y de su esposa, Sofía Cuthbert, a través de una serie de “testigos geológicos” sobre los que descansan diarios, archivos judiciales y otros documentos relativos a uno de los casos emblemáticos del horror que instaló la dictadura. En este texto, la poeta Elvira Hernández ―Premio Nacional de Literatura 2024― reflexiona en torno a esta obra (emplazada en la Casa Central de la U. de Chile) y recuerda la figura de Carlos Prats: “un ciudadano del país que empeñó su honor y su vida en la tarea de custodiar y defender, al borde de la destrucción social en que nos encontrábamos, lo que era entonces garantía de todos: la Constitución”. 

Por Elvira Hernández | Fotografía principal: Felipe PoGa

50 años

Hace tan solo algunos segundos, se cumplieron en Chile 50 años del golpe militar del 11 de septiembre de 1973; nuestra mayor tragedia en el siglo XX. Y unas horas atrás, 40 años de ese sangriento episodio, que desde su intrusión fue llamado pronunciamiento militar, es decir, incruento, dejando la certidumbre de que las palabras ya no lograrían alcanzar la realidad.

 El tiempo es nuestro encierro y es ineluctable. Puede ser oscuro en un momento y aclararse en otro posterior; ambas circunstancias nos pedirán palabras, palabras verdaderas que respondan a los hechos. En su figura triforme de pasado, presente y futuro, el tiempo nos está constantemente interrogando, aun cuando no se quiera esa interpelación. Es lo que ha ocurrido en este cincuentenario. Sentíamos que necesitábamos avanzar como sociedad; responder no sobre las consecuencias de un golpe militar ―que fue devastador por su crueldad y cuyas secuelas levantaron el campo de los derechos humanos en el país― sino, más profundamente, acerca de la legitimidad de una acción armada, la decisión antidemocrática de quebrar un orden constitucional para resolver los problemas políticos de esa democracia. Y las respuestas han sido una incógnita y una oscuridad.  

Muy pocos ―hay que decirlo―  tenían una genuina preocupación por ese día conmemorativo del derrocamiento del presidente Salvador Allende, y, también, por el esforzado proceso emprendido para la recuperación y rescate de la democracia. No se advertía la oportunidad que representaba esa fecha dolorosa para curar heridas nunca cuidadas y fortalecer nuestra siempre incipiente vida cívica. En contrario, muchos intereses políticos de corto plazo se agitaban en una ciudadanía pulverizada para que la fecha se percibiera como amenaza; la inminencia de otro resquebrajamiento social, un nuevo estallido. Se deseaba un día inmovilizado, plano, sin cuestionamientos a nuestra transición política que sigue su camino. Se afirmaba esa pretensión en el convencimiento de que el miedo nunca deja de entregar resultados. Así, se le restaba a la ceremonia recordatoria la dimensión reflexiva que le era imperativa, del momento en que la palabra política había fracasado con la consecuente irrupción de la violencia militar; el torvo episodio de nuestra historia con el resultado de la pérdida de tantas vidas. Era incomprensible que se quisiera atenuar la responsabilidad política de sus actores en la intervención militar y empujar el carro del olvido; velar palabras, alejar los recuerdos hacia un futuro disolvente, desviar el pasado, detener el tiempo. Era no conocer a Cronos y sus pasos implacables, la tornadiza manera que tiene de recorrer la Historia y las historias para mostrarlas a las generaciones que emergen. El tiempo siempre vuelve ―pasado y antepasados son nuestra tierra―  y, tiempo al tiempo, como dice el adagio, el pasado siempre está a las puertas del presente, que es por donde aparece.

50 años más

Era un friso decepcionante de la efeméride y de la civilidad. Los jóvenes dirigentes políticos, calados por el poder, se mostraban satisfechos de no haber nacido aquel fatídico día, y que la eventual ausencia de este mundo los excusara de conocer la historia de su país; los eximiera de emitir un juicio acerca del quiebre del orden constitucional, el 73. Siempre será imprescindible ver lo que hay que ver. Quizás, porque al mirar atrás, sutilizando el tiempo, quedaba al descubierto que los mil días de gobierno del presidente Allende se habían abierto con el asesinato del comandante en jefe del Ejército ―constitucionalista―, el general René Schneider, para impedir, al electo mandatario, la asunción legítima del mando de la nación; luego, se cerraba con la salida del Ejército de la última defensa de pensamiento y actuación de una línea constitucional para las Fuerzas Armadas: el comandante en jefe, general Carlos Prats. Casi un año después, sería asesinado junto a su esposa, fuera del país, por quienes lo perseguían con encono. A cincuenta años de distancia, la democracia en recuperación sobrevivía queriendo ponerse vendas en los ojos. 

Habíamos salido de la Guerra Fría pero no lográbamos pararnos en el tiempo. Atragantaba a los sectores más conservadores reconocer que nos encontrábamos en un mundo global, donde la democracia es entendida como respeto a los derechos humanos y al pluralismo político. Dominados por la estupefacción de aquellos detentadores, no prosperábamos en esos derechos que nos eran inherentes, ni en la demanda de justicia, la aspiración más alta que puede exhibir una sociedad. La fecha luctuosa conmemorativa nos descubría en fragmentación, desorientados, donde el único momento de propia estimación habría sido acercarse a esos lugares de abandono de la sociedad, en donde han quedado las víctimas de las víctimas, familiares de ejecutados y detenidos-desaparecidos.

No obstante, el tiempo serpentino ―la serpiente que se muerde la cola― vuelve una y otra vez. Son los eternos retornos. Lo que ha pasado vuelve con el valor del suceso. Otro ciclo. La repatriación del pasado ingresa a otra circularidad del tiempo para liberarse. Un remozamiento, semejante a la primavera en el ciclo estacional de la naturaleza. Es el septiembre simbólico, de punta a cabo, patrio, plagado de contradicciones y con nuevos cincuenta años ―las cajas chinas temporarias que se abren ad portas― y arguyen no vaciar el mes. Es la nueva oportunidad de reparar olvidos y acceder a la generosidad, no de dar, sino esta vez de recibir un legado, un bien para la conciencia chilena relevando la memoria del general Carlos Prats González, un ciudadano del país, que empeñó su honor y su vida en la tarea de custodiar y defender, al borde de la destrucción social en que nos encontrábamos, lo que era entonces garantía de todos: la Constitución.

El arte de aproximarse

El arte se aproxima a la realidad, se cruza con ella. La realidad es compleja, cambiante y viaja a gran velocidad; a ese ritmo, no es error de percepción constatar que el ser humano va desapareciendo en los márgenes del espacio físico y en las amplitudes del mundo digital. Cuesta ver el rostro cercano de un ser humano y de su realidad, ambos escindidos. Frente a aquello que se nos escapa y autonomiza ―la realidad― y a lo que somos, seres humanos empujados por la máquina, el arte cree que todavía tiene la potencia para la tarea de seguir preguntando acerca de esta manera de ser, con tanta propiedad como la ciencia y la filosofía.

Artista visual del siglo XXI, Fernando Prats está en esa tarea. Pertenece al mundo contradictorio global de los espacios expandidos, desregulados, que envuelven el planeta; en la época en que la economía ha triunfado sobre la política. Sin embargo, hay que decir que la reflexividad del artista afronta esas fuerzas dominantes, tensión que le pondrá sello a su trabajo. No todo es planetario para él. Hace su entrada en la materia, como diría Neruda, en mundos sedimentarios, y atrae a sus puestas en escena el dinamismo y la cualidad de los cuatro elementos que la tradición clásica considera, y con ellos experimenta. Es evidente en su hacer, que concibe el mundo y al ser humano como un campo de fuerzas en manifestación. No son fuerzas alegóricas; es energía, poderes físicos de la naturaleza y de asentamientos humanos los que lo convocan. Fernando Prats es artista de los grandes espacios universales donde se inscriben los derechos humanos, y grandes explanadas como el Parque Cerrillos para su escultura habitable Su vertical nos retiene, orientada hacia la cordillera. A ellos agrega para su hacer, a modo de ejemplo, un espacio público institucional-nacional-estatal que es irradiación de educación y cultura, el Patio Andrés Bello de la Universidad de Chile; o un pequeño espacio casero, de alto valor simbólico como un horno y su fuego, del que saldrán señales de humo, su polifacético sistema de comunicación y delicada escritura. 

Instalación Tu nombre aumenta la eternidad, de Fernando Prats, en el Patio Andrés Bello de la Casa Central de la Universidad de Chile.

El elemento tierra jugará un papel importante en la progresión del arte de Fernando Prats. Será esta vez el llamado de la tierra, una imantación de aquel núcleo donde comenzó su forja espiritual, a fuego, también con los primeros elementos de vida. Y si el arte busca aproximarse, estar en la proximidad, a la vera del prójimo, llevará de igual manera al artista con la peculiaridad de su lenguaje a través de muchos laberintos hacia su íntima proximidad. A revisitar los lugares, a conocer otros, que han quedado abandonados y en silencio, tanto propios como sociales.

El ritual del humo

                                                                         Siempre se reconoce el olor de la tierra en que naciste.

—Tomás Bravo Hepp

El 11 de septiembre de 1973 redundó, además, para que el niño Fernando Prats saliera de Chile. Muchos sentimientos y cosas habrán quedado acá y otras se habrá llevado; de éstas, sabemos de su recuerdo del humo del palacio presidencial bombardeado y en llamas. Ese humo, años después, para recalcarlo, seguirá humeando. En su horno alquímico, aventuro, muchas substancias bastas, sutiles e inconsútiles se habrán transformado. Con ese negro comenzó a pintar cuando a lo mejor la pintura ya quemaba su historia. Pero él lo ha seguido haciendo, ya que sus acciones van esparciendo capas de sentido, unas sobre otras. Con esa disposición habrá seguido atento los arabescos del humo y su versátil naturaleza: fuliginosa, aclaradora, disipable. Chile circular (2015), el mapa del país donde el norte se toca con el sur, empieza a iluminar ese humo. Más allá de si era la hora del land art o la trashumancia, nuestro autor, que no es artista encasillado, iniciaba la travesía hacia su tierra raigal llevado por la vitalidad. A confrontarse con una naturaleza que nos ha labrado con inusitada violencia, y a la que hemos replicado en nuestra construcción histórica con igual magnitud destructiva. 

Fernando Prats llegó a Chile a recorrer los lugares del dolor y el sufrimiento. Fue lo que encontró a su paso en los años de la erupción del volcán Chaitén, en el sur (Acción Chaitén, 2009), y el mega terremoto y maremoto del 2010 en la zona central del país (Acción 03:34:17, 2010) hasta donde llegó con sus acciones ―un ritual frente a la omnipotente naturaleza― de registro de la sobrevivencia humana. Era la cordillera de Los Andes en acción. Fuego, carbón, ceniza y humo eran parte del desastre cuyas huellas recogió. Ha sido la naturaleza terráquea y el tiempo, que el autor intenta signar, los que han estallado; esta vez el tiempo geológico, sus milenarias esperas energéticas y salidas repentinas de cataclismo, la vibración del trabajo permanente del carpintero de obra: la tectónica. Es posible que Fernando Prats haya leído por esos años las Memorias del general Carlos Prats, lo que sí ocurre es que los dos Prats se cruzan en Los Andes. Fernando Prats, que ha llegado a encontrar su tierra, a imprimarse en ella, a olerla y que mira la cordillera ascendente al oriente, ha leído en las Memorias, consternado, la tristeza del general al atravesar la cordillera y dejar, obligado, su tierra. “Contemplo con inmensa nostalgia hacia el poniente la serpiente cordillerana que desciende hacia el corazón de Chile”. Son quizás momentos de inquietud para el artista, de apertura a algo ―poiesis―, impulsos solidarios de reparación. Instantes de hermanamiento en esa espina dorsal por donde viaja la progenie, células ancestrales, destinos particulares y de una nación que nunca ha reconocido su filiación andina. Todo eso vibra. La serpiente (amaru en quechua), la médula serpentina de nuestro espinazo limítrofe, nutre la emoción de la escritura en las Memorias: “…un sentimiento de amor a la patria que está en la médula…” y que Fernando Prats citará en lo que será su próxima acción.  

Diálogo

 “Acción medular”. Homenaje al general Carlos Prats González, Memorial, 2017 se efectuó en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Fue un diálogo testimonial entre el texto memorístico del general y el texto geológico, pétreo y mineral del norte de Chile. Fernando Prats, entonces, se había desplazado para incursionar y explorar el desierto minero, algo que ya había hecho en otras zonas aledañas de la llamada cordillera caliente (Acción Géiser del Tatio, 2006), recogiendo con telas y papeles el lenguaje humoso y ardiente de la naturaleza. De hecho, esos testimonios geológicos, de piedra compacta y cilíndrica eran muestra pequeña de miles de millones de años, el tiempo geológico, del levantamiento de la cordillera ―nuestra osamenta―  por la colisión de las placas submarinas. Ellos sostenían en custodia las citas de las Memorias del general, antes referidas, que el artista iluminó con neón. Además, se pudieron ver páginas manuscritas de su diario, iluminadas algunas por el humo del artista, opacadas otras, signada una con la serpiente enrollada ―que destaco―, el uróboros, el animal del eterno retorno, que mueve los ciclos del tiempo (pasado, presente y futuro) para rejuvenecer la memoria, algo tan necesario para los pueblos. Era de interés del artista resaltar la caligrafía, palabras aisladas, frases como “Chile tiene dos alternativas / la dictadura o la tregua política” que denotaban la situación de tensión angustiante, social y política de ese presente, bajo el gobierno de la Unidad Popular. Contrastados ambos tiempos, el humano y el geológico, que evidenciaban los cambios descomunales que se pueden producir en la descarga de fuerzas ciegas, el autor advierte que, en ese tris, en ese ínfimo tiempo, en ese decisivo guarismo constitucional fijado en Dos minutos y medio para el mediodía del 11 de septiembre de 1973, cuando la Fuerza Aérea de Chile bombardea La Moneda, se instaló en nuestra historia un quiebre. Un antes: democracia tensada y un después: dictadura manos en alto. 

Instalación Tu nombre aumenta la eternidad, de Fernando Prats, en el Patio Andrés Bello de la Casa Central de la Universidad de Chile.

El diálogo de Fernando Prats sigue. Tu nombre aumenta la eternidad subraya ese carácter dialógico. La palabra es la que fortalece la democracia y la república. Primero oír y luego hablar. Las hijas del matrimonio Prats-Cuthbert, al igual que otras familias de perseguidos y asesinados por la dictadura, tuvieron que buscar justicia y exigirla en soledad; y no la encontraron ni fueron oídas.  Desde la Colonia la justicia ha sido nuestra epidemia. Siendo el ideal más alto de la sociedad, el poder legislativo no legisla para hacerla prevalecer sino para satisfacer otros intereses. Es la misma resonancia en Gorgias ―la obra de Platón―, cientos de años atrás, cuando alguien dice que si se ha sufrido una injusticia mejor sería morirse. La familia Prats-Cuthbert perseveró por cuarenta años para llegar a la verdad jurídica, la responsabilidad última de quien ordenó el asesinato de sus padres, sin conseguirlo. Se presagiaba, en la comunidad, que los tribunales fracasarían en aprehenderlo y juzgarlo. Era un ente criminal que no tenía nombre, pero sí muchos tentáculos y complicidades; poder. Anduvo oculto por mucho más de 17 años y le apodaban horror. Ese cuadro malsano Fernando Prats busca perforarlo, tal como se ha perforado la tierra para sacar a la luz los testimonios geológicos ―nuestras osamentas, pasados y antepasados, cuerpos desaparecidos que se buscan― que se muestran yacientes, en el suelo embaldosado del Patio Interior Andrés Bello. Sacar todo lo que haya que sacar a la luz: agua de la fosa del Océano Pacífico; legajos, miles de folios que detuvieron el tiempo y la investigación; calendarios inmóviles; recortes de prensa de una prensa recortada y tendenciosa; perforar, abrirle un tragaluz a la foto de prensa de la calle Malabia (Último cielo, 2016) para instalar otro espacio, una vastedad, una amplitud, donde se recuerde al general Prats y el atributo del respeto a la Constitución para un militar. Y algo no menor, la unión de los anillos familiares, la gran fuerza de resistencia.    

Tu nombre aumenta la eternidad de tu nombre

Esta es la voz de un desterrado.

—Ovidio

El general Carlos Prats González nació el año 1915, en el puerto naval y comercial de Talcahuano, el más importante del sur en esos años; con gran tradición desde la Colonia, donde Bernardo O’Higgins firmó la primera acta de independencia en 1818. Ingresó a la Escuela Militar en 1931, siendo adolescente, el año de la caída del gobierno dictatorial de Carlos Ibáñez del Campo. Era esa una época de turbulenta relación entre civiles y militares; días de mucho esfuerzo ciudadano por asegurar que rigiera y se implementara la Constitución de 1925, carta fundamental a la que el general Prats se ceñiría y defendería en el gobierno de la Unidad Popular. Quizás también en el ideario del general resonaban y nutrían las palabras de Gabriela Mistral sopesando el gobierno de Juan Antonio Ríos en un único sentido: que “mantener la constitucionalidad [debía ser] línea tónica de nuestra historia”. Tras el golpe militar del 73 y rota la fábula de un Ejército profesional, hay que decir que la ciudadanía de entonces, sin ya carta ciudadana, vagamente se acordaba o sabía librescamente sobre la dictadura de Ibáñez, ni que este había sido reelegido por voto popular veinte años después. Con el combustible de la falta de educación cívica, habían desaparecido de la memoria, en la humareda del tiempo pasado, la tortura, el exilio, las relegaciones y los asesinatos que la caracterizaron.

Muerto el presidente Allende, cuyo discurso señalaba que otros serían los días, la puntualidad, en que el pueblo caminara libremente por la Alameda, hubo reacción y movilización de muchos sectores sociales y políticos para remontar el abatimiento de la derrota. Lo que se define en la arena de la historia difícilmente cuenta con milagros. El pueblo asediado y reprimido en las poblaciones y cordones barriales lo constataba. No obstante, el nombre del general Carlos Prats González cobraba aura. Con toda seguridad, fue su lealtad a la Constitución, en ese momento conculcada, la que puso en peligro su vida y le trazó el camino; algo que él presagiaba. Solo le quedaba entonces una sola cosa por hacer: salvaguardar su verdad. Estaba contra el tiempo para fabricar dicha protección en un caso de vida o muerte: el exilio para escribir, hacer uso de la escritura como un derecho humano.

Sus Memorias se inscriben en el ámbito de la literatura documental por la diversidad del material. Es, además, un testimonio de vida, una escritura autobiográfica donde explicita el pacto de decir la verdad de los hechos vividos, sin ficción ni acomodo a situaciones posteriores.    

En el capítulo de su diario ―un momento apremiante de escritura―, a pesar de ser un género narrativo donde el autor coincide con el destinatario, el general sabe a quién le está escribiendo. El título original de sus memorias me parece extremadamente justo: Niebla sobre el campamento. Testimonio de un soldado. Su mirada está haciendo un reconocimiento ―en la acepción militar del término― a sus excamaradas de armas: han perdido la orientación. Han levantado tienda sobre el poder Ejecutivo.