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Los paisajes imaginarios de Christiane Pooley

Nacida en Temuco en 1983 y radicada en París, Christiane Pooley es una de las artistas chilenas más destacadas en el extranjero. En junio debutó en la prestigiosa galería Perrotin de Nueva York con Imaginary Country, una exposición que reúne una serie de pinturas en las que explora la memoria, la pertenencia y la fragilidad del territorio chileno. Este texto, del curador y crítico Christian Viveros-Fauné, acompaña la muestra, que estará abierta hasta el 1 de agosto.

Por Christian Viveros-Fauné. Crédito imagen principal: Gentileza Perrotin

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario

—Nicanor Parra

En el cuento Sur, de Ursula K. Le Guin, la escritora de un diario comparte el extraordinario relato de una expedición compuesta solo por mujeres que llega al Polo Sur desde Chile, años antes de que los exploradores Roald Amundsen y Robert Falcon Scott pisaran el eje más austral del planeta, en 1911 y 1912, respectivamente. Narrada con voz firme y minuciosidad mujeril, la crónica de Le Guin transforma un experimento narrativo formal en una ficción fantástica que trastoca la historia: un relato imaginado que pone en primer plano el ingenio y la diferencia de la mirada femenina, capaz de abarcar y comprender el mundo de forma ágil, astuta y valiente.

Como un manoseado libro de ficción especulativa, “Sur” ofrece pistas para pensar las pinturas más recientes de Christiane Pooley. Más que hablar sobre lugares como El Dorado o Narnia, esta artista nacida en Chile, formada en Londres y radicada en París reflexiona sobre el destino de una lejana Atlántida austral a la vez que crea imágenes que retan supuestas certezas pictóricas y tradiciones artísticas. Sus últimas pinturas imaginan (y reimaginan) un país de lagos y montañas, ríos y cascadas, arboledas y matorrales; en ellas aparecen carreteras desoladas, casas flotantes (en clara referencia a las mingas o “casas voladoras”, que caracterizan la vida en la isla de Chiloé), y figuras encorvadas que más que trabajar la tierra la impacientan (su parecido con “Las espigadoras”, de Jean-François Millet y “Los reparadores de caminos”, de Vincent van Gogh, es inevitable). Al igual que el relato de Le Guin, Pooley retrata un país que es mucho más paradojas que certezas. Sus pinturas representan, en partes iguales, un paisaje natal —el suyo, entre otros— y un territorio en disputa.

Una serie de quince obras en óleo sobre lienzo y óleo sobre metal —con un guiño a los collages de imágenes sobre placas de cobre que Robert Rauschenberg “inventó” durante su viaje a Chile en 1981—, las pinturas de Pooley mezclan libremente épocas e influencias, tal como ocurre con la genética en países dotados de grandes poblaciones de inmigrantes. Una de ellas, “Change of Plans” (Cambio de planes), canaliza tanto lo sublime del Romanticismo como la retícula modernista. Otras dos, “To Fold a Map” (Doblar un mapa) y “Whisper” (Susurro), evocan los paisajes del pintor norteamericano Frederic Edwin Church y la abstracción geométrica (según la artista, ambos lienzos hacen referencia directa a la representación que Church hizo de las cataratas del Niágara en 1857, empleando lo que ella denomina “una paleta crepuscular”). En las pinturas de Pooley, el tiempo y la geografía no se desvanecen, se desmoronan. Esto sugiere, entre otros fenómenos recurrentes, alteraciones tectónicas, desplazamientos, deslizamientos. Basta mirar la pintura “Midlife Crisis” (Crisis de mediana edad): una pila sombría, al estilo de Rothko, compuesta por bandas horizontales en tonos azules y café, donde se representa un cuarteto de casas deslizándose hacia el mar; una imagen fantasmal que Pooley rescató de fotografías del terremoto de 1960 en Valdivia de magnitud 9,5, el más potente registrado en la historia.

Lo que queda tras conmociones de tal magnitud, según las obras de Pooley, son “las historias incrustadas en el paisaje”, un terreno al que la artista vuelve una y otra vez, con la insistencia de las mareas. A pesar de la aparente calma de sus pinturas, sus superficies luminosas transmiten un cambio gradual y sísmico. Observadas de cerca, obras como “Some intuitions are hard to explain” (Algunas intuiciones son difíciles de explicar) y “Feeling a Way” (Sentir de tal forma) incorporan costuras que también pueden leerse como fallas geológicas. Citando a Chinua Achebe, que a su vez cita a W. B. Yeats, todo se desmorona, tanto en las pinturas de Pooley como en la vida misma. Entre las posibles víctimas se encuentran las abstracciones religiosas y cívicas, las identidades, las creencias fundamentales, los archivos desbordados de topografías y las memorias grupales. Un elemento en sus obras se mantiene firme como un dique: su compromiso sostenido con la maleabilidad del medio pictórico. Para la artista, pintar sigue siendo —como lo es para todo gran practicante del óleo sobre cualquier superficie— el método más confiable para aprehender tanto la organización de los datos visuales como su opuesto, el caos de la representación; no como un conjunto de paisajes o un mapa exhaustivo, sino como un territorio fundamentalmente inestable, moldeable y en constante transformación.

«País Imaginario», 2024. Óleo y tinta sobre placa de cobre grabada. 115 x 90 x 2 cm. Crédito: Tanguy Beurdeley (fotografía). Gentileza de la artista y de Perrotin.

«La belleza es la promesa de la felicidad», escribió alguna vez Edmund Burke. Es una frase para tener en mente al acercarse a las pinturas engañosamente hermosas de Pooley, entre ellas “Croquis Paso Fronterizo” y “País Imaginario”, la obra que da título a la exposición, inspirada en el poema de Nicanor Parra. Ambas composiciones presentan lo que Pooley ha descrito como “manchas, pinceladas, líneas, colores, acabados (brillantes y opacos), distintas temperaturas en la superficie” y los “colores cálidos y fríos de la luz del sol y sus sombras”. Para la artista, la belleza tiene una trampa. Funciona como un caballo de Troya: introduce de contrabando historias personales y colectivas en las transiciones de la luz al crepúsculo —invocaciones en sí mismas del paso de un estado a otro— para crear imágenes extáticas que, invariablemente, representan desafíos no nombrados.

Entre estos últimos, el más personal para la artista es el conflicto latente que afecta su región natal, la Araucanía. Lugar de espectacular belleza y no poca crueldad colonial, este sur sigue siendo la principal fuente para la imaginación de Pooley. Sus pinturas son su ficción especulativa. Deslumbrantes representaciones de un espacio radiante más allá de las simples apariencias, sus paisajes proponen miradores privilegiados y enigmáticos hacia un país menos insensible y más generoso.