En sus 75 años de vida, el MAC se ha convertido en un espacio esencial de las artes en Chile, un lugar de resguardo del patrimonio material e inmaterial, pero también de la exploración y experimentación propias de la práctica artística. Daniel Cruz, actual director del museo —pilar histórico de la política cultural de la Universidad de Chile y hogar de obras de Roberto Matta, Nemesio Antúnez, Matilde Pérez o José Balmes—, reflexiona sobre la importancia de esta institución, que desde sus comienzos ha buscado poner “en crisis las narrativas hegemónicas y los textos estancos”.
Por Daniel Cruz Valenzuela
Hace unas semanas tuve una conversación con Guillermo Núñez, Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 y director del Museo de Arte Contemporáneo en los años 1970 y 1971. Hemos compartido bastante en este último tiempo, lo que me ha permitido observar y comprender con mayor claridad el espacio que hoy habito, como también la propia obra y sentir de un artista generoso, constante, riguroso y sensible. Una conversación que, espero, no tenga prontitud en concluir por su riqueza y franqueza, y que ha incluido el recorrido por diversos conceptos y hechos que me han permitido comprender el rol que el MAC tiene improntado. Y también de cómo en el pasado el campo cultural era un asunto de Estado, en tanto que los artistas movilizaban aspectos de gran sentido social.
A inicios de los setenta, y en el contexto de un MAC situado en el “Partenón” de la Quinta Normal, Guillermo Núñez, a la cabeza de la institución, observó que existía un grupo de personas que no ingresaban al museo. La distancia estaba dada por un reluciente piso, encerado y abrillantado, que alejaba a los descalzos que eran habituales en la época. Ante esto, Núñez instruyó no abrillantar el piso, acción que permitió un acercamiento de los descalzos de la Quinta a las obras expuestas. Un relato afectivo y concreto, el cual evidencia el lugar de observadores/actores de nuestro espacio/tiempo.
¿Es posible alejarnos de esta impronta?
El Museo de Arte Contemporáneo cumple a mediados de agosto 75 años, surcando un recorrido sobre nuestro acontecer cultural y patrimonial, que nos recuerda el foco de interés nacional que fue proyectado desde sus inicios, y su inédito carácter como el primer museo latinoamericano de arte contemporáneo. Al releer las palabras del discurso de inauguración del MAC, expuestas por el rector Juvenal Hernández en 1947, se constata una premisa que funda el acto de apertura en el estímulo de las artes para propender a su desarrollo como una preocupación constante de la Universidad de Chile. Esto se sustenta en que las artes han demostrado ser parte constituyente de la vida republicana. Se trata de una declaración cuyo eco hoy resuena con pertinencia en un momento en que estamos mirándonos y repensando el acuerdo ciudadano sobre el cual queremos proyectarnos como país.
Hoy el MAC se propone ser un espacio público e inclusivo —tangible y en línea— que busca promover la diversidad de miradas, donde convergen la tradición y lo experimental. Un lugar de resguardo del patrimonio, material e inmaterial de una nación, como también de la incuestionable proyección de la exploración y experimentación que surge de la práctica artística. Comprendiendo y expandiendo su compromiso de ser un espacio bisagra, un lugar articulador, de gran interés extensional de la labor universitaria, como también del encuentro con audiencias y públicos diversos que buscan conectarse con un hacer que en muchas ocasiones sugiere un lugar de especulación de sentidos. Un espacio que conversa con el acontecer epocal, poniendo en crisis las narrativas hegemónicas y los textos estancos, difuminando los bordes fronterizos del conocimiento desde un pensamiento sensible.
Esto nos lleva a preguntarnos sobre la requerida conversación hacia el interior de la universidad, sin olvidar el rol de referente ante la comunidad cultural del país y la región. Un doble diálogo que intersecta al quehacer del MAC, ya que al señalar que somos un museo universitario estamos imprimiendo una condición de vínculo estrecho con la generación de nuevo conocimiento, creativo y crítico, el cual debe tener una correspondencia con diversas disciplinas que componen nuestro acervo histórico e intelectual. Pensar lo que no ha sido dicho, y nombrar lo que ha sido olvidado. Esto requiere diversas estrategias convocantes, aceleradores de sentidos que deben ser proyectados hacia el interior de nuestra matriz universitaria, para permitir una inscripción más allá del campo cultural.
Un enfoque es fortalecer el diálogo sur-sur, que nos moviliza a reconocernos en una acción de orden identitaria, con el lenguaje y sus sonoridades como soporte de particularidades; los Andes como columna vertebral de diversidades y de nuestras urgencias como espacio de encuentro colectivo. De esta forma, al reforzar nuestro compromiso con el desarrollo del conocimiento universal, estamos actualizando nuestra condición de contemporaneidad, para exigirnos un salto al vacío sobre lo que no conocemos, sobre lo que debemos explorar en base a una hoja de ruta que se sustente en la misión universitaria que acoge a las prácticas tradicionales, como también a las inéditas y emergentes. Así, nuestro museo será reflejo de un lugar de constantes enigmas, de experiencias que se solapan con las diversas inscripciones disciplinares, interdisciplinares, y si queremos arriesgarnos, indisciplinares. Para reforzar su papel fronterizo, proponiendo espacios interconectados, donde la convergencia no deviene aplanamiento o colapso de planos de sentido, sino más bien un lugar de lo no ilustrado, de lo que debemos construir de manera colectiva, un asunto que podría pensarse ajeno a la tradición, pero no lo es. Justamente, de la premisa universitaria se refuerza nuestro rol de interés nacional, el cual ha transitado por los diversos derroteros, explícita o implícitamente, con el Estado, con las comunidades culturales, con los y las artistas.
Es requerido seguir fomentando una actividad transversal, amplia, diversa y expresiva, para cumplir nuestro papel frente al país y que hoy toma total actualidad en el momento de reinscripción de miradas con el cual estamos conviviendo. Un rol que, a la vez, ha sido parte de cómo la Universidad de Chile ha entendido un enfoque de correspondencia con las necesidades de un Estado-nación que nos compromete éticamente.
Son 75 años que han cruzado nuestra historia cultural y política, por lo que el MAC ha sido un testigo ineludible de las derrotas y futuros posibles que hemos construido y que queremos construir, como universidad y también como país. No hemos estado ajenos al acontecer de nuestro Chile, como tampoco a la confrontación de sentidos de lo que denominamos cultura, patrimonio y contemporaneidad. Reflejo de esto es nuestro acervo de obras. Más de 3 mil 200 obras forman parte del repertorio que nos conecta con nuestra identidad cultural.
Nuestro rol universitario debe tener un correlato con estos tiempos, para subsanar las fisuras que emergen en una sociedad que requiere que estemos comprometidos en compartir y conectar a las personas con las diversas expresiones de las artes, del conocimiento expandido; para proyectar ideas, pensamientos y acciones que se sustenten en el respeto y la generosidad. Quizás la paradoja está en que hemos abrillantado demasiado el piso. Y frente a ese piso reluciente, lo que requiere un espacio universitario como el MAC es corregir el punto de vista, para que en el cambio de la radial de observación abordemos los enigmas de nuestro tiempo con un sentido colectivo y con una fuerte proyección externa, para que uno de los espacios extensionales por excelencia de la Universidad de Chile sea reflejo de una nación que se reconstruye.