Mi único deseo es que podamos crear, impulsar, sostener y cuidar los lugares en los que podemos detenernos a pensar(nos). No son comunes, no son accesibles a todas (esa es una tarea urgente, porque me imagino que ninguna persigue la excepcionalidad). Todos esos espacios que marcan un punto de inflexión para las decisiones que vamos a ir tomando hacia adelante.
Por Javiera Tapia
Rara vez en mi vida he participado de talleres o clases sobre escritura. No por falta de interés en esos espacios, sino por situaciones más prácticas. Por ejemplo, horarios de trabajo precarizado que lo hacían imposible y también mi inseguridad frente a mi propia escritura o asunto. No me refiero a considerar si mis textos eran buenos o malos, sino en conocerme. En saber qué quería desarrollar y cómo. Pensarme. Creo que desde hace un par de años me importa muy poco si me dicen que un texto mío es malo. Por supuesto, no siempre fue así. Hay escritos propios buenos, otros malos y hay que aprender a vivir con ello y disfrutar el proceso. En medio de la autoflagelación, aprendí que la mejor respuesta a un mal texto es seguir escribiendo.
Sé que pensarnos también es un privilegio al que no todo el tiempo podemos acceder. La única vez que me inscribí en un taller de escritura, muy -muy- ansiosa de poder hacerlo, tuve que abandonarlo prácticamente el mismo día de la primera clase. Esa plata iba a tener que ser redestinada a comprar misotrol. Y tuve que elegir entre abortar de forma clandestina o participar en un espacio coordinado por una escritora a la que admiraba mucho (y a la que le tuve que mentir porque tenía mucho miedo para decirle la verdad), para pensar mi escritura y desarrollarla. Esto fue hace algunos años y, bueno, no soy madre.
En el 2019 asistí a dos sesiones sobre escritura, a cargo de dos escritoras muy diferentes. Una fue una clase de María Moreno que se sintió como un combo en el hocico. Salí maravillada, queriendo escribir mejor, pensar más y con la convicción de que quizás estaba haciendo algunas cosas mal, pero había punto de retorno. Qué ganas de invitarla a fumar en una terraza, pensaba, mientras la escuchaba. Ese día no sabía que nos haría escribir y leer frente a todes. Lo hice. Escribí algo que no me gustó. Algo que cumplía con lo que se pedía, pero olvidé leer entre líneas. Automatizada -puede ser por el acostumbramiento a trabajar en un medio periodístico que se cae a pedazos- respondí al requerimiento, pero le quité la belleza. Por eso no me gustó, creo.
Siendo una persona que busca la belleza en todos los niveles (incluyo los videos de YouTube sobre personas limpiando su casa y cocinando) y que la persigue como un derecho humano que tenemos todos, hice caso y escribí, juntando palabras que unas de la mano con otras se convertían en párrafos claros y elocuentes. Fui obediente.
Pero no leí entre líneas.
¿Te imaginas a María Moreno pidiendo obediencia? (aprovecho de pedir disculpas públicamente por si el solo hecho de hacer esta pregunta resulta ofensivo). ¡Le quité la belleza! Removí cualquier atisbo de rebeldía en un tema que para mí la contenía desde su base (¡teníamos que describir a nuestros padres! oh, lo recuerdo y me río sola). Así que sí, fracasé pero me fui feliz, porque me di cuenta —sin que nadie criticara lo que había escrito— que era insuficiente, que no me había percatado de lo que realmente se pedía y que tenía que ver con el arte, con la técnica.
El segundo combo en el hocico lo recibí el 1 de octubre del 2019. Me lo dio Julieta Marchant, pero ella no tiene idea. Asistí a una sesión que se llamaba “Lecturas Feministas”, pero no escribimos, así que esta golpiza tiene que ver con otra cosa. En primer lugar, con que desde una perspectiva académica, ella confirmaba muchas ideas que yo solo había rescatado desde la experiencia y la calle. De pasarlo bien y como el hoyo, de conversar con otras. De tener que abandonar un taller de escritura para pagar un aborto, por ejemplo.
Ese día tomé apuntes como enferma, porque quería leerlos una y otra vez, con el paso del tiempo. Mientras escribo esto, de hecho, estoy mirando esos apuntes en mi cuaderno plagados de nombres de otras escritoras y citas que son grandes verdades, al menos para mí.
—“Disputar la calle y disputar el conocimiento”.
—“La escritura de mujeres (Nelly Richard). Existe la universal y la de las mujeres, la del margen”.
—“Disputar la literatura no solo escribiéndola, sino pensándola”.
—“Usar los modos hegemónicos para decir algo diferente”.
—“Variaciones sobre el derecho a guardar silencio, Anne Carson — el silencio es necesario como estrategia”.
—“Administrar el silencio puede ser una forma de inteligencia”. (Pienso en si estoy traicionando a mi inteligencia si llego a publicar este texto).
—“María Luisa Bombal pensó el lenguaje, no el feminismo necesariamente”.
—“María Luisa Bombal escribió. Esa era su pega. Pensar a las escritoras desde su técnica”.
—“A veces pienso que uso muchas comas para escribir, porque fumo mucho, estoy siempre corriendo y me voy a morir de cáncer”. (Creo —creo—que eso salió de mi cabeza en el momento y lo escribí entremedio).
—“Educarse como una mujer inteligente y crítica en Chile es una dificultad, otra disidencia”.
Julieta Marchant no tiene idea, pero esas dos horas para mí fueron muy importantes. En primer lugar, porque pocas veces he tenido la posibilidad de escuchar a otras mujeres pensando en la escritura. No en la propia, no en la de sus pares, no en algo puntual. Sino en La Escritura. Así, con mayúscula y sin el olor a oficina de decano de facultad. A pesar de que estábamos en un contexto académico (la sala de una universidad) y que se planteaban teorías, ese día me di cuenta que tenía que superar mi aversión al pensamiento que proviene de ahí y, cada vez que tenga la oportunidad, tomarlo por asalto, llevármelo, secuestrarlo. Y compartirlo. Por otra parte, pocas veces había podido escuchar a una mujer hablar sobre técnica. Sobre qué es lo que sustenta lo que escribimos y lo que leemos. Y vuelvo a repetirlo: pocas veces tuve yo la oportunidad. Eso no significa que no hayan mujeres en esos espacios haciéndolo.
Me senté a escribir esto después de leer esta columna de Julieta sin un fin claro. No sé siquiera si lo voy a publicar en internet (es el único lugar en donde publico, con la excepción de dos libros de no-ficción que sí están en papel), pero necesitaba escribirlo, porque en ese día de “Lecturas Feministas” también confirmé que si quiero escribir, es mi deber pensar la escritura. Cualquiera sea el modo: en un chat de WhatsApp con amigas, leyendo posteos en blogs o cuentas de Instagram, yendo de oyente a una clase gratuita, leyendo y entrevistando a autoras o incluso escribiendo algo como esto, da igual.
Siento la necesidad y la responsabilidad de pensar en por qué escribo lo que quiero escribir y de qué forma quiero (y puedo) hacerlo. Porque el resultado de que yo cumpliera con mi deseo de cabra chica de escribir no es gratis. Ni para mí, ni para ninguna otra (en primer lugar está mi madre, si yo puedo escribir es gracias a ella).
Tenemos todo el derecho de desarrollar esas reflexiones, sean básicas o elaboradas (estoy convencida de que es un proceso, por tanto, jamás podría juzgar el de otra) y ojalá no estando de acuerdo, porque solo así podemos aprender. Obviamente no vamos a estar todas de acuerdo, por diversos factores. Uno de ellos es la clase (algo que me encantaría que se hablara fuerte y claro, que no siguiera escondido bajo la alfombra, especialmente durante estos días en que se abrió la conversación).
Eso me lleva a otro punto. Desde que la primera columna de Lorena Amaro desencadenó reflexiones, me puse feliz (estando de acuerdo y en desacuerdo con lo que leía, como la vida), es por eso que le propuse a Romina que la entrevistáramos en nuestro podcast. Quería hacer preguntas, escuchar, pensar, aprender. Con ese primer texto sentí que se abría la posibilidad de saber qué pensaban las escritoras en su diversidad más amplia.
Creí que esta sería una oportunidad para que todas esas voces que he podido conocer de a pedacitos, por aquí y por allá a lo largo del tiempo y con dificultad, podrían comenzar a escribir lo que pensaban o, más importante aún, relevar lo que ya han escrito sobre estos temas. Editoras experimentales, escritoras jóvenes, otras mayores, trabajadoras y gestoras de editoriales independientes que no necesariamente son parte del circuito que conocemos gracias a instancias de ferias que generalmente ocurren en Santiago, investigadoras del libro, etc. Mi imaginación voló. Y que dentro de toda esa maraña fabulosa, aparecería tarde o temprano también el concepto de clase.
Yo no me considero escritora. Sí, escribo. Pero aún siento (creo que la clase aquí también se cuela) que la figura de “la escritora”, es algo que no me acomoda tal y como lo veo aparecer actualmente. Me imagino que si viviéramos en un país con una sociedad que tuviera naturalizado el debate, la crítica y la conversación con personas diferentes a une, podría desarrollar una conclusión más elaborada sobre este tema, aún no la encuentro.
Hay una figura que aún no se toca dentro de esta conversación y tiene que ver con la lectoría. Las lectoras. Me siento parte de ese grupo, porque no soy crítica literaria. Escribo y leo. Me gustaría saber qué opinan también las lectoras sobre todo lo que se ha escrito durante estos días. No me parece que esta discusión deba quedarse en un grupo determinado de escritoras, todo lo contrario, que viaje por todo el país y por toda la cadena del libro.
En mi caso, como lectora, aprendo de todo lo que leo, más allá de mi gusto, algo subjetivo y que no es importante en este momento. Así como también aprendo de las otras con las que no estoy de acuerdo y no por eso las evalúo como mejores o peores. Como escribí la semana pasada: ¿qué es ser compañera? Para mí un lugar lejos de lo esencialista y cercano al compromiso mutuo por un proyecto político.
Mi único deseo es que podamos crear, impulsar, sostener y cuidar los lugares en los que podemos detenernos a pensar(nos). No son comunes, no son accesibles a todas (esa es una tarea urgente, porque me imagino que ninguna persigue la excepcionalidad). Todos esos espacios que marcan un punto de inflexión para las decisiones que vamos a ir tomando hacia adelante. En este caso, lo abordo en relación a la escritura. Toda la vida nos los han negado ¿por qué habríamos de hacerlo nosotras también?
Esta reflexión al paso es solo para agradecer a todas aquellas mujeres que me han permitido tomar esos lugares de aliento. De pensar lo que estoy haciendo. Gracias a Claudia Apablaza por editar mi primer libro. Gracias a todas mis compañeras de este sitio web por crear ese espacio en el que todas juntas editamos los textos y nos hacemos preguntas. Gracias a todas las artistas que pude entrevistar en mi segundo libro. Me hicieron cuestionarlo todo. Gracias a María Moreno y a Julieta Marchant, por ser indómitas, por llevar la conversación a otro lugar e intentar ayudarnos a esquivar las trampas. La primera de ellas, el miedo a la crítica, la rebeldía y la uniformidad.
Me quedo con esta frase de mis apuntes: “Educarse como una mujer inteligente y crítica en Chile es una dificultad, otra disidencia”.
* Publicado originalmente en esmifiestamag.com