«Ana Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos», escribe Mauricio Barría sobre la obra Confesiones.
¿Cuál es el tiempo de una crítica teatral? Esta pregunta podría resultar extraña si no dimensionamos el hecho de que eso que llamamos “obra” en las artes performativas es una experiencia finita que acontece en un aquí y un ahora, para luego desaparecer. A diferencia de un libro o de una película, incluso de una obra plástica a la que se puede recurrir de forma diferida, de la obra escénica solo resta su recuerdo. Acaso por eso la crítica teatral tiende a ser reactiva, inmediata o urgente. ¿Entonces cuál es el tiempo oportuno de una crítica? Pienso en una frase de Manuela Infante en Estado vegetal, cuando la protagonista dice que la diferencia entre el animal y las plantas es que mientras los primeros viven siempre contra el tiempo, las segundas viven en el tiempo. Tal vez el sentido de una crítica teatral no es simplemente consignar algo que ya fue, sino también traer al presente del lector eso que todavía destella.
Lo que vengo a comentar ocurrió en diciembre de 2022. El 17 y 18 de diciembre, en la sala del Centro de Creación y Residencia Nave, la reconocida antropóloga y actriz peruana Ana Correa, integrante histórica del grupo Yuyachkani, presentó su unipersonal Confesiones, estrenado originalmente en 2013 bajo la dirección de Miguel Rubio. Esta vez, el montaje formó parte del Ciclo Dorsal, una de las actividades que inauguró la nueva dirección artística y ejecutiva del Centro a cargo de Jennifer McColl, quien busca mapear la heterogeneidad de la escena latinoamericana actual. El ciclo convocó a tres artistas de diversas disciplinas, edades y nacionalidades: Mariana Sarmiento, de Argentina; Seba Calfuqueo, de Wallmapu; y Ana Correa, de Perú.
Las tres propuestas partían de lo autobiográfico para desde ahí abrir una mirada crítica sobre diversos sucesos políticos, ecológicos y subjetivos que atraviesan nuestra realidad latinoamericana, dominada aún por formas del colonialismo. En el caso más específico de Mariana Sarmiento y Ana Correa, este ejercicio se convertía en un relato de viaje en el que se intersectaban vida y obra de tal manera, que se diluía la distancia entre lo privado y lo público, haciendo aparecer la heterogeneidad del tiempo en contra de cualquier pretensión lineal. Para armar esta metáfora del viaje, o como lo diría Michel de Certeau, este “lugar practicado” (lugar aquí es sitio y situación), ambas recurren a un formato hoy muy en boga: la llamada perfoconferencia. Un formato que hibrida los gestos y las retóricas corporales, espaciales y dramatúrgicas de una conferencia (académica) o de una clase magistral con los códigos de una puesta en escena ficcional, de tal manera que el fin —que es informar— se trasvierte en incertezas, dudas y preguntas en relación con su verdad. El juego de la perfoconferencia es desarmar el estatuto de la verdad al proponer una pregunta acerca de cómo construimos los relatos, los saberes; cómo lo que aparece en los medios de comunicación, por ejemplo, son también montajes. La perfoconferencia nos devuelve a la metáfora del teatro del mundo, haciéndonos presente el gran espectáculo en el que estamos inmersos. La transparencia de la verdad contrasta con la densidad del cuerpo que toma el lugar del testigo directo, del sobreviviente. El espectador es invitado a tener que tomar una posición (a situarse). En el caso de Confesiones, lo anterior adquiere una especial fuerza puesto que lo que cruza continuamente el relato de Ana Correa es la violencia política acaecida en Perú en los años 80 y 90, y que ella misma sufrió.
Al ingresar a la sala sorprende la economía del espacio. Sobre el escenario prácticamente vacío hay un atril con un micrófono; más atrás, una mesa; a un lado, un telón de proyección y objetos que parecen de utilería. El cuerpo de Correa carga el hilo conductor de la dramaturgia a través de los vestuarios superpuestos que vamos descubriendo a medida que transcurre la obra, ya que los diversos personajes que tomarán cuerpo durante la puesta en escena se encuentran uno dentro de otro.
La retórica de conferencia o clase magistral resulta simple. El cuerpo de la actriz entra en un juego inmediato con nosotros, los espectadores. Lo que sucede sobre el escenario es básicamente la escucha de una historia que se complementa con imágenes proyectadas y con registros de las obras citadas a la manera de un documental. Un relato en el que Correa es persona y personaje a la vez.
De este modo, la actriz enlaza su historia personal con la de sus personajes, y estos con la de su país. Pero no se trata de poner en paralelo o establecer un continuo de causas y efectos; por el contrario, lo que sucede es la conformación de un tejido de trenzas que se van urdiendo y superponiendo, confundiendo los hilos narrativos. Contar es trenzar, y Ana Correa nos invita a experimentar acaso la situación escénica más antigua de nuestra humanidad: el recital de un mito, el acontecimiento de la comunidad en el relato. Así, la puesta en escena consistirá en materializar este tejido en el que las diversas capas de situaciones se desjerarquizan, para hacer presente que todo lo que nos sucede y lo que les sucede a otros está irremediablemente comprometido. Cada momento de la obra se trenza de una manera similar. Correa parte comentando una experiencia cotidiana, siempre vinculada a un acontecimiento de violencia de su país (violencia de la que es testigo u objeto), y este movimiento termina por materializar un personaje que resulta ser algo más que un constructo ficcional, pues es, en realidad, una resonancia de la propia Ana Correa. Pero este juego no termina, pues pronto vemos que ella se deshace de un antiguo vestido dejando ver el siguiente, como si desterrara capas de una memoria, como si cambiara pieles que habitan ahí, siempre en el presente. Y, nuevamente, la trenza.
Tramar el ir y venir de una historia, pero también de una vida, de lo personal a lo colectivo, de lo pequeño a lo grande, de lo íntimo a lo público. Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos. Cuando Correa teje una historia, trama y hace acontecer en el presente la diversidad de espacios y tiempos que nos constituyen. El tiempo de nuestro pasado reciente, el atávico recuerdo de una memoria antigua o la imaginación deseante de un posible provenir son presencia en la trenza, que es nuestra experiencia colectiva. De este modo, el montaje desplaza la cuestión autobiográfica y la pregunta por su verdad (todo aquello encarnado en el cuerpo vivo de Ana Correa) por una constatación inquietante: que las vidas están atadas por una reciprocidad fatal de cuya responsabilidad no podemos huir, pero sí eludir.
Tal vez el sentido de la crítica es dar cuenta de ese destello. De hacer venir lo que se retira, de invertir el sentido progresivo y lineal del tiempo y pensar para atrás, desde atrás, desde las espaldas, un pensamiento dorsal.